PARTE DE LA ÉLITE [PARTE II] (YoonMin) - Capítulo 8

 Capítulo 8

 

Jimin POV:

 

Cuando cumplí quince años, a mí alrededor, comenzaba a mostrarse el escepticismo en cuanto a renegados se refiere. Desde nuestra infancia nos subordinaron a un poder que ejercía fuerza sobre los renegados y convencidos de ello no dijimos nada. Pero la adolescencia te hace pensar y cuando alcanzamos cierta edad, nos hicimos preguntas. Taehyung y yo comenzamos a preguntarnos si realmente existían esos a quienes llamábamos renegados, si realmente eran tan peligrosos e incluso dudábamos de que fuéramos a combatir contra ellos en algún momento.

Este extraño sentimiento de desazón acabó por invadirnos a los seis que, sin otra alternativa, contamos a YongGuk.

—YongGuk, —dije yo un día en la hora de la cena. Era invierno y el frío hubiera calado en nuestros huesos pero la calefacción del edificio hacía bien su trabajo—, ¿cómo son los renegados?

Cuando la palabra salió de mis labios todo el mundo dejó de comer observándome con cuidado. Algunos deseaban que no hubiera dicho nada pero otros se mantenían expectantes a la espera de cuál era mi respuesta.

—Hombres y mujeres. –Dijo como si eso solucionase mi problema pero dado que yo ya no me atrevía a preguntar nada más, alguien habló por mí, tal vez el menos indicado.

—¿Y en qué se diferencian de nosotros? –Yoongi habló produciendo que el ceño de YongGuk se frunciera. Parecía molesto no con la pregunta sino consigo mismo por no saber proporcionarnos una respuesta.

—En muchas cosas. No son privilegiados, viven fuera de la muralla, son peligrosos y crueles.

—¿Peligrosos?

—Sí, Yoongi. Por eso está fuera. De dejarles entrar nos matarían a todos.

—¿Por qué?

—Porque nos odian.

—¿Por qué somos mejores? –Preguntó Yoongi alzando una ceja y todo el mundo detuvo su respiración.

—Basta de preguntas. –Finalizó.

Aquella noche no pensé en lo que había sucedido, ni siquiera le di importancia porque la conversación había satisfecho mis ansias de saber pero al parecer, YongGuk no creyó que el resto fuera a apaciguarse con sus escasas respuestas así que a la mañana siguiente, cuando nos levantamos, desayunamos y pretendíamos dirigirnos a los entrenamientos, YongGuk nos dirigió a una furgoneta negra y subimos todos en ella expectantes, más ciegos que mudos pero sin habla, desde luego. El camino fue demasiado conciso y antes de darnos cuenta estábamos ante las puertas de un vagón de tren en las vías eléctricas. Subimos a él, todos, sin excepción, y cuando entramos nos acomodamos en el centro, donde había varios sillones a cada lado del vagón y un pasillo en medio los comunicaba. Me senté al lado de TaeHyung y ambos nos deleitamos mirando por la ventana hacia fuera. Algunas personas miraban el vagón a nuestro paso según nos desplazábamos, otras simplemente nos ignoraban. Aquello era rápido, y sin duda eficaz porque no se notaba apenas el desplazamiento. Parecía que volábamos sobre la nada.

Pasada media hora todo se quedó a oscuras y entretenidos como estábamos en conversaciones, nos detuvimos al instante. La oscuridad permaneció sobre nosotros durante aproximadamente cinco segundos. Cuando la luz regresó, ya no estábamos en nuestra ciudad.

—¿A dónde vamos? –Preguntó al fin Namjoon. El primero que hacía esa pregunta y que ahora todos nos hacíamos. No fue hasta que no vimos la inmensidad de la nada escarpada que no pensamos que tal vez algo malo nos pasaría.

—Estamos fuera de la ciudad. –Nos contestó Jungguk.

—¿Fuera?

—Sí, fuera del muro. Estamos en la zona de los renegados.

Recuerdo bien el sentimiento que nos invadió a todos. La tensión se podía cortar y de golpe enmudeció hasta nuestra respiración. No éramos personas ya, sino cebos en un vagón, fáciles de matar, indefensos niños que hasta segundos antes se creían algo. De golpe y porrazo nos dimos cuenta de que todo lo que poseíamos no era nada y que, de abandonarnos aquí en medio del vacío, moriríamos en segundos. No estábamos preparados.

Diez minutos después el vagón se detuvo y nadie quería salir el primero. Al final Jin se animó inducido por las exigencias de YongGuk y los demás les seguimos completamente fuera de nuestros cabales. No teníamos voluntad para decidir quedarnos y una vez fuera, el gélido frío nos golpeó bruscamente hasta hacerme lloriquear. Las lágrimas saltaban de mis ojos por el cortante viento. Con un traje sencillo, como estaba, el frío del invierno se colaba en mis huesos y tirité nada más pisar el suelo de arena seca.

Las vistas eran mucho más frías, si cabía la posibilidad. Los pocos edificios que se me presentaban no superaban los tres pisos de altura y lo único más alto que ellos era la nave de lo que parecía ser una fábrica. Leí el logotipo en una de sus paredes y lo reconocí al instante viendo en cada una de mis prendas de ropa la misma imagen.

—Estamos frente a la fábrica textil que nos suministra la ropa. –Dijo YongGuk. De la puerta, salían y entraban obreros en monos de trabajo sucios de grasa y polvo. Los únicos colores que predominaban el ambiente eran el gris y el negro. El cielo, gris por la contaminación, las paredes de los edificios, grises y medio derruidos, el suelo gris, el rostro de los trabajadores, gris de polvo y humo. Negros eran los ojos de un trabajador que pasaba por delante de nosotros con unas cajas ya selladas y embaladas, listas para vender. Sus ojos, negros como el carbón, como el humo que rezumaban las chimeneas. Sus ojos se quedaron por mucho tiempo en mi interior.

Su expresión, por el contrario, parecía más asqueada que triste como supuse que estaría. La tristeza pareció desaparecer de él nada más reconocernos porque de sobra nos conocía. De seguro que nos veía cada día en su televisor, si es que tenía. Mi traje a su lado valía mucho más que su vida y sin embargo se dignaba a trabajar para subsistir y prolongar su vida. Una vida miserable.

Cuando YongGuk creyó que fue suficiente y tras pasear de aquí para allá, regresamos al vagón y entramos muertos de miedo y frío. Mi frío era algo casi psicológico pero Yoongi se sentó y se acurrucó delante de mí y cerrando sus ojos con fuerza retuvo en sus mandíbulas el castañeo de sus dientes. Sus mejillas estaban enrojecidas, no más que sus orejas y su nariz. Sus manos temblaban y habría deseado abrazarle y confortarle. Mi orgullo y la frialdad con la que me habría tratado no me lo permitieron y me crucé de brazos recordando la mirada penetrante de aquél hombre.

Años después pude reconocerle. La próxima vez que viese esa mirada sería en un cadáver ya sin capacidad para sentirse asqueado por mi presencia, pues muerto por la mano de su hijo, nos traería el detonante que nos faltaba para someternos a la locura de una justicia inexistente.

 

 

 

 

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