EL PRECIO DEL ARTE [PARTE II] (BTS) - Capítulo 21
Capítulo 21
Yoongi POV:
18/07/1995
—Nací hace mucho tiempo en una familia
humilde de un barrio pobre de Daegú. Hace mucho que no pensaba en mi casa,
¿sabes? Nací en una casa de un solo piso en un barrio donde los edificios son
edificios viejos, hechos de ladrillo mal colocado. La pintura de fuera estaba
completamente desconchada. La vida era rutinaria, pero humilde. Mi madre
siempre estaba tendiendo ropa en la pequeña cuerda que teníamos fuera, y si no,
la colgaba de cualquier lado. De haber llegado la habría colgado de los cables
de la luz. Mi padre siempre estaba haciendo chapuzas por ahí, por allá. Siempre
estaba arreglando un enchufe, algún tejado, cuando no estaba metido en tráfico
de drogas, claro. Siempre era así, ocupaba su tiempo libre entre el traslado y
la compraventa de marihuana y hachís haciendo vida normal de un hombre
corriente. De esos que se toman una cerveza y se rascan el trasero mientras
caen frente a la televisión. Siempre era así, fingía ser un hombre de casa
cuando se pasaba las noches en parques o cerca de discotecas vendiendo droga.
Mi padre solía decirme, lo recuerdo bien,
que debía labrarme un futuro y debía estudiar y sacarme una titulación con la
que pudiese tener un trabajo… blah blah. Tú habrías sido su hijo perfecto,
¿sabes? Inteligente, aplicado, responsable… lo tienes todo muchacho. En fin.
Esta parte de la historia ya te la conté en su momento, yo no era un chico muy
estudioso y estaba siempre distraído con trucos de magia para mis compañeros y
alborotando la clase. Algunos profesores me tenían en buena estima porque
pensaban que había talento en mí, pero otros solo me golpeaban la cabeza con el
dorso de la mano mientras yo refunfuñaba encogido en mi asiento. Siempre me he
sentido así, ¿sabes? Adorado por unos pocos y perseguido por el resto. Es una
sensación de incertidumbre que acaba por consumirte por dentro.
A los dieciséis años dejé la escuela
porque mis padres ya no podían permitirse el gasto de los libros, de mi
manutención, y deseaban que yo ganase dinero para ellos y para mí también. Una
parte de mí se vio aliviada de esa presión que suponía pero otra era una
sensación desagradable y muy desilusionada. Una pequeña parte de mí siempre había
ansiado convertirse en alguien importante y terminar los estudios, e ir a una
buena universidad. Supongo que lo deseaba como deseo inconsciente que mis
padres me habían infundado desde que era pequeño, pero aun así, yo me sentí
triste porque ya no me sentía como el resto de chicos que conocía hasta ese
momento. Dejé de ver a algunos amigos que había hecho en la escuela y mis
profesores me despidieron con alivio, porque se habían librado de un peso
muerto que solo retrasaba a la clase.
Viendo mi padre mi habilidad para las
cartas y toda clase de trucos de magia llamó a un amigo suyo que solía ir a
jugar partidas de póker para que me llevase y al menos yo me familiarizase con
el ambiente. Había intentado colocarme con él en el trabajo de la droga pero era
muy pequeño y como mucho podía usarme de mula para transportar la droga o para
llevarla de un lado a otro para los clientes. Yo no tenía fuerza, no tenía un
físico impresionante, si me amenazaban yo no tenía más que mi carácter y mi
padre prefirió sacarme de aquello antes de que me ocurriese nada malo. Aun así
estuve como unos seis meses trabajando en ello mientras que al mismo tiempo iba
a los casinos y a las partidas de póquer. Normalmente eran partidas
clandestinas entre cinco o seis jugadores que quedaban en el sótano de una casa
mientras se apostaban ingentes cantidades de dinero. Recuerdo todos aquellos
billetes sobre la mesa, cada noche era igual, y yo me tenía que concentrar en
las cartas en las manos de aquellas personas. A veces se me hacía muy difícil.
Podía colarme entre ellos, podía despistarlos y llevarme un puñado sin que se
hubiesen dado cuenta, pero la muerte era algo muy presente en aquellas salas,
sobre todo porque algunos de los asistentes no solo llevaba armas en su cuerpo,
sino que había traído consigo guardaespaldas que saltarían sobre la yugular de
cualquier que hiciese un movimiento extraño. Yo me sentía al principio
levemente acobardado pero cuando asistes cada noche a una durante un año es
algo que sientes como tu ambiente. Yo iba con el amigo de mi padre y mi única
misión era contar cartas. Contarlas, aprender los gestos de los asistentes, y
cuando salíamos él me invitaba a una cereza mientras yo le relataba todo lo
sucedido.
Durante el primer mes él intentó ayudarse
de mis apuntes pero he de reconocerte que era un poco torpe, mientras él miraba
sus cartas como un poseso, convencido de que iba a perder, el resto se
delataban en grandes rasgos o muecas que se me hacían muy divertidas. Entre
ellos siempre había uno que cuando le tocaban cartas muy buenas torcía los
labios hacia la derecha, seguramente intentando fingir desazón pero solo era
una represión de su alegría. Otro solía pasar sus dedos por las esquinas de las
cartas antes de mirarlas, como manía para que tuviese suerte, pero si las
cartas eran malas, lo repetía hasta el final de la partida. Cosas como estas
eran las que yo tenía que comentarle a mi jefe pero él era demasiado torpe como
para darse cuenta.
Al cabo de un tiempo le propuse, mientras
él daba un largo trago a un whiskey en un bar cercano, que me dejase jugar a mí
el próximo día. Lo hice desde el respeto y desde la necesidad de ganar dinero,
pero él se enfado porque entendió que me estaba entrometiendo en su trabajo y
que le llamaba inútil por no ganar dinero. En realidad solía ganar a menudo,
pero no tanto como lo que perdía cada noche, por lo que le solté de retahíla
todo el dinero que se había estado jugando cada noche y todo el que había
perdido. Recordaba cada partida que había ganado y con qué mano. Ante un discurso
de una media hora él acabó accediendo casi a regañadientes y la noche siguiente
fui yo el que me senté a la mesa. Todo el día anterior había estado nervioso y
cavilando un millón de posibilidades tales como vomitar en medio de la mesa o
desmayarme de la presión, pero he de reconocerte que una vez me dejé caer sobre
la silla fue como estar en mi universo propio. Yo contra el mundo. Fue como
regresar a un lugar que jamás había conocido, pero en donde me sentía como en
casa.
Al principio el resto de jugadores se
mostraron reacios, pero tras mostrarles el dinero y asegurar que tenía el
permiso de mi superior, observándome desde lejos, desde donde yo solía
quedarme, el resto se confió de mí y comenzaron la partida como cualquier otra
noche. Habían obviado un detalle que era demasiado evidente como para tenerlo
en cuenta, yo contaba con una clara ventaja: la inocencia. Me creyeron
completamente novato y sin experiencia, y esa era la verdad, pero se confiaron
de ello y jugaron como si yo no fuese una amenaza. Mientras se miraban entre
ellos yo era espectador de todos sus gestos, de todas sus pequeñas manías. Al
principio me dejé ganar. Las primeras partidas de calentamiento. Yo me
frustraba más de lo debido solo como una interpretación de una juventud que yo
ya no tenía y me inventaba muecas o rasgos para despistarles. A las dos de la
mañana había perdido dos mil dólares, a las cinco de la mañana había ganado
doce mil. La diferencia fue de diez mil dólares ganados en una noche. Supe que
era el momento de retirarme cuando todos comenzaron a desconfiar de mí y me
miraban con esos ojos con los que solían mirarme los profesores cuando les
decía de retahíla mis notas durante todo el curso o cuando les soltaba
comentarios como “Hoy ha discutido con su esposa, no page conmigo su ansiedad”.
Normalmente solía echarme de clase, pero siempre con esa mirada de recelo y
miedo en sus ojos.
Salimos de allí y mi jefe estaba tan
contento que no cabía en sí de gozo. Me invitó a un whiskey que me dejó hecho
un desastre y me dio mil dólares como paga por mi trabajo. Me pareció
insignificante en comparación de todo lo que yo había ganado pero era mejor que
nada y tan solo por sentarme en una mesa y contar cartas. Durante toda la noche
me estuvo preguntando cosas como “¿Cómo sabes hacer eso?” “¿Sabes qué cartas
tienen en cada momento?” Yo le respondía que todo era probabilidad, una pizca
de suerte y un poco de la gracia de Dios. Entonces él reía hasta que se caía
sobre la mesa y yo reía con él. También me preguntó si iba a darles el dinero a
mis padres, lo cual me pareció lo correcto, pero con unas cuantas copas de
whiskey en el cuerpo no me pareció justo hacerlo y deseaba quedarme al menos
con una parte. Él me apoyó en mi decisión y esa misma madrugada me fui a un
estudio de tatuajes para hacerme esta frase que tengo en el tobillo. Ya sabes
cual es: “Mientras una mano te distrae, la otra hace la magia”. Personalmente
es el tatuaje que más me gusta de todo mi cuerpo, no por ser el primero, que
también, sino porque me lo hice con la sensación de que era el primero de
muchos, de que me esperaba algo grande, algo muy grande por delante y no solo
representaba mi afición por la magia, sino también todo lo que me depararía con
ella.
El dinero que me sobró del tatuaje, unos
setecientos dólares, se lo di a mis padres para que ellos lo administrasen como
mejor quisiesen, pero en vez de hacer algo útil con ello se lo gastaron en
drogas para su posterior comercialización. Yo me sentí profundamente herido en
mi orgullo con esa sensación de repulsión que te causa un padre al ver que
mantiene un comportamiento del todo ilógico cuando tú te has criado bajo unos
valores morales aceptables. Supongo que fue más o menos lo que sentiste cuando
viste a sus padres por televisión. Falta de respeto, ira, enfado y sobre todo,
decepción. Cada noche seguía ganando dinero para ellos pero llegó un punto en
que aquella vida me parecía algo insostenible. ¿No lo entiendes? Juego a las
cartas, gano dinero que después se vuelve drogas para seguir malviviendo a
causa de ellas y volver a tener que ir a jugar a las cartas para más dinero.
Podrían haberlo ahorrado y montar un pequeño puesto de lo que fuese, crear una
empresa, o incluso comprar un pequeño local y… yo que sé. Cualquier cosa. Se me
ocurren cientos de posibilidades pero a ellos parece que no. El problema no es
que no quisieran salir, es que no podían.
Pero eso te lo contaré más adelante. Por
lo pronto nos encontramos con un Yoongi de dieciocho años con una depresión por
culpa del círculo vicioso en que se había convertido su vida. Pensé que la
mejor manera de salir de aquella vida era ahorrar por mi cuenta parte del
dinero que llevase a casa todas las noches. Las cosas estaban así: De todo el
dinero que yo ganaba en una noche, yo solo me quedaba con un diez por ciento,
veinte o cinco dependiendo del humor de mi jefe. De ese diez por ciento que
llegaba a casa, a mis padres solo les daba el cincuenta por ciento. El resto,
me lo quedaba yo y lo escondía en mi cuarto con la intención de que algún día
me diese la libertad para salir de aquella pocilga. En esos dos años mi padre
había comenzado a beber con más frecuencia y mi madre se había encerrado en
casa. Si antes solía salir más a menudo, ahora no se quitaba la bata de encima.
Siempre con esos pelos revueltos y esa expresión ojerosa que me miraba con
decepción en sus ojos. Al principio escondía mi dinero en un pequeño estuche de
tela que tenía bajo el colchón. Me pareció lo más sensato y lo más práctico,
pero un día al llegar a casa e ingresar más dinero dentro de ese bolsito, este
estaba completamente vacío. Fueron unos meses después de tomar mi decisión.
Había ahorrado al menos quince mil dólares y sin más se esfumaron. Los
reencontré en un alijo de dora que mi padre quería manufacturar. Mi madre me
dijo, con ojos entristecidos y dolidos, que yo era un maldito desgraciado por
haberles ocultado el dinero que tanto necesitábamos. Yo me escudé en mi
necesidad de independencia pero ella parecía no comprender que la vida que
ellos estaban llevando a mi no me correspondía. Yo no quería formar parte de
una vida que a mí me hacía sentir tan abochornado. Le prometí a mi madre, con
semblante entristecido, que les daría todo el dinero que sacase de las
partidas, pero no creas por un solo segundo que era verdad. En todo el tiempo
que había estado jugando a las partidas había aprendido muy bien a mentir
viendo a otros hacerlo.
Busqué por todo mi cuerpo un lugar en
donde mi madre no mirase. Sé que ella rebuscaba de vez en cuando por la forma
tan desordenada en que dejaba a veces las cosas cuando se desesperaba y no
encontraba nada. Acabé desesperado, buscando cualquier pequeño rincón en donde
meter un pequeño fajo de billetes todas las noches y lo hallé en las tablillas
del suelo de madera. Una de ellas solía chirriar. Lo hacía con frecuencia cada
vez que la pisabas desde que tengo conciencia y me supuse que debajo debía de
haber hueco. E voilá. Sé que es algo muy cliché, pero mi madre no buscaría
allí. El tablón estaba sujeto por un clavo a cada lado del listón con tan solo quitar uno de ellos la madera
cedía. Allí puse el dinero hasta que tuve al menos ahorrados unos treinta mil
dólares. Cada noche antes de dormir me aseguraba de que estuviera allí y cada
vez que ingresaba más me aseguraba de que hubiese la cantidad que había la
última vez que conté.
Debes pensar que con ese dinero podría
haberme fugado. Podría haber comprado un coche, coger un vuelo, comprarme alas
si quisiera, pero yo vivía en un mundo en donde mantienes los pies en la tierra
y no sabía ni como comprar un billete de avión ni cómo conducir. No sabía qué
sería de mí fuera del barrio en el que vivía. Nunca había visto nada más que
eso y me desesperaba saber que había un mundo ahí fuera sin que yo tuviera la
posibilidad de acercarme a él. Lo había visto por televisión, así que sería
real.
Un día, tras un buen trabajo sobre la mesa
de póker, mi jefe y yo estábamos tomando algo en un bar de la zona cuando, tras
varios litros de cerveza, se me escapó que yo estaba ahorrando dinero por mi
cuenta y que deseaba con todas mis fuerzas salir de la opresión que suponía mi
hogar. Era algo que estaba tan enquistado dentro de mí que necesitaba soltarlo,
o acabaría por matarme. ¿Alguna vez te ha pasado? ¿Qué tienes algo que al
principio parece un pequeño rasguño pero que con el paso de los años se vuelve una
masa de tejido negro, putrefacto, casi insostenible? Esa es la relación que
tenía con mi hogar. Una masa negra y putrefacta que supuraba pus cada vez que
los veía con esas miradas ojerosas. Mi jefe me miró al principio con decepción,
dado que él era amigo de mis padres. Pensé para mí mismo que debía haberme
callado y que por mi culpa me quitarían todo el dinero que había ahorrado. Que
no me dejarían volver a una partida de póker, y que me dedicaría al tráfico de
drogas el resto de mi vida. Pero eso no ocurrió. El amigo de mi padre me puso
la mano en el hombro al cabo de unos segundos y me dijo, con voz serena y
amable: Yo puedo darte la libertad que no tienes en tu casa, pero esto no será
sentarse a contar cartas, muchacho. Son robos, robos de verdad.
Yo estaba tan cegado por la idea de poder
librarme de la opresión y la influencia que ejercían mis padres que no pude por
menos que asentir con ilusión y regresar a casa a hacer las maletas. La cosa es
así: Pasé a formar parte de una banda de ladrones profesionales en donde se nos
proporcionaba alojamiento, y cuando se necesitarse de nuestra presencia,
acudir, trazar el plan, robar y volver al anonimato. No me lo pensé, he de
serte claro y si pudiera volver al momento, me lo pensaría con mucha más
parsimonia, pero la cuestión es que por muy maduro que seas, a los dieciocho
tienes una clase de prioridades en donde la vida no forma parte de ello, pero
sí la libertad. Es un concepto extraño, ¿no? Libertad. Cada año que creces
significa una cosa diferente dependiendo de en qué situación te encuentres.
Cuando tienes cinco años, la libertad es ir a jugar al parque, cuando tienes
doce, es salir con amigos sin opresión paterna, cuando tienes dieciocho, es
coger los mandos de un coche y volar por la carretea, y cuando tiene treinta es
sobrevivir entre balas que van directas a tu cráneo. La vida es convulsa y
confusa, y a los dieciocho solo pensaba en largarme de mi casa lo antes
posible.
Mi jefe habló con mi padre asegurándole
que no me faltaría de nada y que cobrando parte del robo que cometiésemos, yo
podría mantenerme por mi mismo. Mis padres al principio se sintieron heridos
por mi decisión pero al final fue una liberación. Yo ya no les pertenecía y
tomé una decisión por mí mismo. La primera que había tomado en mi vida. Discutí
con mi madre cuando estaba haciendo las maletas. Mi padre se había encerrado en
el salón a beber. Mi madre me decía cosas como “Eres un mal hijo, no quieres
ayudar a tus padres a sobrellevar esta vida de mierda que tenemos por tu culpa”
“Podrías haber sido abogado o arquitecto, pero eres un ladrón” “Nos das
vergüenza” “Te matarás, estamos seguros de ello”. Fue ella quien murió cinco
años después por culpa de mi padre. La droga no había llegado a su lugar de
destino y mi madre fue la víctima a sustraer por el mal trabajo. Me enteré
gracias a Namjoon ya que por aquél entonces ya trabajaba para él. La noticia no
me sorprendió, la verdad es que ni me inmuté. Llevaba años sin pensar en mis
padres y enterarme de la muerte de mi madre no era algo que me sorprendiese.
Acabarían muertos igual, y muy lejos habían llegado sin tener ningún problema.
En fin. Cuando ingresé en esta especie de
equipo de robo, o como quieras llamarlo, me dieron un piso, que más bien era un
piso abandonado por problemas económicos. Hacía meses que nadie pisaba la casa
y no estaba en muy buenas condiciones. El lugar estaba plagado de mierda y he
de reconocer que no me sorprendió cuando me informaron de que aquella casa no
era solo para mí, sino para otras dos personas más. Yo me aseguré de que a
ninguno de nosotros nos faltase nada con mi dinero ahorrado y me hice mi
siguiente tatuaje. Las alas a la espalda. Como representación de la libertad
que había conseguido con la independencia de mis padres. Nosotros tres vivimos
como pudimos durante al menos todo el tiempo que trabajamos juntos. Uno de
ellos tenía dos años más que yo, veinte cuando le conocí, y el otro diez más. A
pesar de ello yo me sentía el más responsable de todos y cuando nos asignaron
el primer robo, a pesar de que yo era el novato, yo me encargaba de las tareas
más peliagudas. Desactivar las alarmas, forzar la puerta, abrir la caja
registradora… el resto eran meros peones. Vigilantes, aseguradores de la
tranquilidad. El primer robo fue a una joyería, el segundo a un chalet de las
afueras… ya ni lo recuerdo. La cosa estaba en que de todo el dinero requisado,
nosotros nos quedábamos con un veinte por ciento cada uno y el resto se lo
llevaban los jefes. Así de simple. Supongo que si hubiésemos sido robots no nos
habían dado un centavo, y a veces, nos sentíamos como que no cobrábamos más que
los gastos por las molestias, porque robábamos mierda, la verdad. La suma
normalmente no alcanzaba los 100.000 dólares, y a mí solo me correspondían
20.000. Sé que son cantidades muy grandes, pero créeme, el riesgo no merece la
pena y no cometíamos robos cada día, sino una vez cada tres o cuatro meses.
Comida, agua, ropa, tatuajes… conseguía ahorrar pero eran unas condiciones
duras.
El final de mi “contrato” terminó el día
en que pillaron a los otros dos en un atraco que hicimos a un supermercado. Te
lo contaré con detalle, o al menos, lo que recuerdo de aquello. Entramos por la
puerta del almacén forzando la cerradura. Era final de mes y en la oficina
estaba todo el dinero recaudado durante el mes. Esa misma semana se daría el
sueldo a los empelados y los beneficios se llevarían a la sucursal. Pero ese
dinero no debía llegar, así que nosotros teníamos que intervenir. Nada más
entrar desactivamos la alarma y nos condujimos a la oficina. Era el trabajo más
sencillo que habíamos hecho en la vida, no era a plena luz del día ni había
nadie dentro, por lo que no poníamos vidas en juego. Era muy simple. Demasiado.
Un disparo quebró el aire y una lata de
tomate reventó al lado de mi cabeza. Alguien había dado un chivatazo de que
íbamos a estar ahí. Ni siquiera llegamos a la oficina. Los cristales
reventaron. Estallaron en pedazos. No era la policía, ¿sabes? No había coches
patrulla, no había policía nacional ni guardia civil. No había luces de coches
patrulla ni nada. Nos disparaban dos de los coches aparcados en la acera. Yo no
estaba entendiendo nada, pero cuando te ves con el choque de adrenalina, no
piensas, no quieres hacerlo. ¿Verdad? Tú lo sabes. Simplemente reaccionas. Y
reaccioné. Mientras mis compañeros se quedaban rezagados intentando esquivar
los balazos y disparando ellos también a través de las estanterías, yo me
conduje rápido a la oficina. Las balas me perseguían, tenía esa sensación. Vi
cómo reventaban varias botellas de cerveza, los cristales de los refrigeradores
explotaban. Incluso la pared volaba, la pintura reventaba, quedaban agujeros en
el ladrillo oculto. Yo estaba eufórico.
Cuando entré en la oficina cerré con el
cerrojo detrás de mí pero me sentí tremendamente ahogado. No había salida. Por
ninguna parte. No había ventanas, ni si quiera otras habitaciones. Era una
habitación con una mesa de oficina, un ordenador y la caja fuerte. Me quería
morir pero no te da tiempo a desearlo con todo el cerebro. De ello solo se
encarga una pequeña parte de él, el resto está completamente eufórico buscando
una salida. No me lo pensé demasiado. Me lancé hacia la caja fuerte y me
deshice de la mochila a mi espalda. Abrí la caja en un minuto y la llené en
medio. Con ella de nuevo sobre los hombros miré a todas partes con miedo, con
pánico en la mirada. No me daba cuenta de que la solución estaba justo encima
de mi cabeza. Los conductos de ventilación. No es la mejor idea, ni sabía a
dónde conducían y si realmente era una buena salida, pero para mí, mientras
aporreaban la puerta y pegaban disparos fuera, me parecía una señal divina de
un Dios en el que no había creído hasta ese momento. No me lo pensé. Arrastré
la mesa del escritorio hasta ponerla debajo de la rejilla y la quité
presionando sobre ella y desplazándola dentro del conducto. Después de ello
lancé la mochila dentro y después fui yo. El conducto era estrecho. La
claustrofobia me estaba matando, a veces los hombros se me atascaban, mientras
intentaba tirar de la mochila delante de mí para ir avanzando.
Anduve por ahí unos cinco minutos sin
saber a dónde me estaba dirigiendo hasta que el camino se me iluminó por la luz
de las farolas atravesando una rejilla al fondo del camino. Todo el tiempo
había estado sintiendo que me estaban siguiendo, porque oía ruidos detrás de
mí, y eso me animaba a continuar aunque fuese a veces a ciegas, pero cuando vi
la salida sentí que todas las esperanzas renacían de la nada y me lancé
desesperado. Golpeé la rejilla hasta que se cayó y tiré la mochila para luego
saltar yo. Estaba algo alto, pero nada en comparación como cuando vosotros dos
saltasteis del puente. Apenas un piso de altura. Caí, rescaté la mochila y
rodeé el bloque donde nos estaban esperando a mí y a mis compañeros un coche
que nos llevaría de vuelta al piso. Lo vi de lejos ahí aparcado. Negro,
brillante, con algunos rayones. Entré casi lanzándome por la ventana y cuando
me senté detrás y cerré detrás de mí me dirigí al conductor.
—¡Arranca! ¡Podemos irnos! –Grité mientras
miraba a todas partes a través de los cristales.
—¿Y los otros? –Preguntó una voz grave
desde el asiento del conductor.
—Se han quedado atrás. Tenemos el premio,
vamos. Arranca, joder. –Dije zarandeando el asiento del conductor mientras este
asentía con una mueca amable y arrancaba el coche dando la vuelta al edificio.
Yo aún tenía la adrenalina recorriéndome por todas partes, las piernas me
temblaban, las manos me temblaban, el labio inferior también, amenazando con
llorar. Todo era demasiado confuso y una vez nos hubimos alejado lo suficiente
comencé a pensar en lo que había sucedido. Todo había sido muy extraño, todo
había sido muy complejo. Demasiado fácil, demasiado confuso. Me dejé caer en
los asientos traseros y cuando me hube dado cuenta de lo que estaba sucediendo
ya era demasiado tarde. Había caído en la trampa. ¿Acaso no crees que es
demasiado extraño que nos ataquen así, de la nada? Hubo de haber algún
chivatazo, pero, ¿por qué no llamar a la policía? Podían ser bandas rivales,
pero, ¿por un supermercado? No buscaban el dinero del supermercado. Me buscaban
a mí.
—¿Te ha costado mucho salir? El truco de
la salida de aire ha sido una buena idea, pero no la mejor…
—¿Disculpa? –Pregunté y un rostro
desconocido me miró a través del retrovisor.
—Que había otras salidas… —Murmuró con una
sonrisa cínica—. Podías haberte enfrentado a los asaltantes, o incluso haberte
entregado a ellos.
—¿Quién diablos eres? –Pregunté tenso en
el asiento. Namjoon se giró a mí y se presentó con una expresión amable, pero
no del todo amigable.
—Me llamo Kim Namjoon. –Dijo, tranquilo—.
Y de ahora en adelante vas a trabajar para mí…
—¿Qué has hecho con mis compañeros?
–Pregunté, exaltado.
—Uno muerto, el otro se ha entregado. Será
carne de presidio.
—¿Crees que esta es forma de tratar a un
trabajador? ¡Hablaré con el ministerio de trabajadores…! –Dije en broma pero
terriblemente asustado—. A mi jefe no le hará gracia…
—Ya no le hará gracia nada. –Suspiro
mientras giraba el volante, atento a la carretera.
—Podrías haber contactado conmigo de otra
forma, haberme hecho una oferta…
—La vida no funciona así, señor Min. –Digo
y yo me sentí levemente avergonzado por la forma en que me había llamado. Era
la primera vez en la que me hablaban con respeto, de igual a igual, y eso es
exactamente lo que esperaba de mi reacción.
—Estas no son formas.
—Si te hubiese preguntado habrías tenido
elección y me temo que eso no es algo que se te esté permitido. Haberte dado
una oferta habría supuesto que podrías comparar. De ahora en adelante
trabajarás para mí, las condiciones son mil veces mejor y las recompensas,
notables. Ya no malvivirás en un pisucho con moho en cada grieta de la pared.
—¿Y si me niego? –Pregunté, ofendido.
—En ese caso me temo que te espera el
mismo destino que a tus compañeros. –Cerró las puertas con seguro—. Señor Min.
–Suspiró—. ¿Cree que soy el primero que se interesa por usted? Es un ladrón en
bruto, y conmigo, va a ser un diamante.
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