EL PRECIO DEL ARTE [PARTE II] (BTS) - Capítulo 21

 Capítulo 21

 

Yoongi POV:

18/07/1995

 

—Nací hace mucho tiempo en una familia humilde de un barrio pobre de Daegú. Hace mucho que no pensaba en mi casa, ¿sabes? Nací en una casa de un solo piso en un barrio donde los edificios son edificios viejos, hechos de ladrillo mal colocado. La pintura de fuera estaba completamente desconchada. La vida era rutinaria, pero humilde. Mi madre siempre estaba tendiendo ropa en la pequeña cuerda que teníamos fuera, y si no, la colgaba de cualquier lado. De haber llegado la habría colgado de los cables de la luz. Mi padre siempre estaba haciendo chapuzas por ahí, por allá. Siempre estaba arreglando un enchufe, algún tejado, cuando no estaba metido en tráfico de drogas, claro. Siempre era así, ocupaba su tiempo libre entre el traslado y la compraventa de marihuana y hachís haciendo vida normal de un hombre corriente. De esos que se toman una cerveza y se rascan el trasero mientras caen frente a la televisión. Siempre era así, fingía ser un hombre de casa cuando se pasaba las noches en parques o cerca de discotecas vendiendo droga.

Mi padre solía decirme, lo recuerdo bien, que debía labrarme un futuro y debía estudiar y sacarme una titulación con la que pudiese tener un trabajo… blah blah. Tú habrías sido su hijo perfecto, ¿sabes? Inteligente, aplicado, responsable… lo tienes todo muchacho. En fin. Esta parte de la historia ya te la conté en su momento, yo no era un chico muy estudioso y estaba siempre distraído con trucos de magia para mis compañeros y alborotando la clase. Algunos profesores me tenían en buena estima porque pensaban que había talento en mí, pero otros solo me golpeaban la cabeza con el dorso de la mano mientras yo refunfuñaba encogido en mi asiento. Siempre me he sentido así, ¿sabes? Adorado por unos pocos y perseguido por el resto. Es una sensación de incertidumbre que acaba por consumirte por dentro.

A los dieciséis años dejé la escuela porque mis padres ya no podían permitirse el gasto de los libros, de mi manutención, y deseaban que yo ganase dinero para ellos y para mí también. Una parte de mí se vio aliviada de esa presión que suponía pero otra era una sensación desagradable y muy desilusionada. Una pequeña parte de mí siempre había ansiado convertirse en alguien importante y terminar los estudios, e ir a una buena universidad. Supongo que lo deseaba como deseo inconsciente que mis padres me habían infundado desde que era pequeño, pero aun así, yo me sentí triste porque ya no me sentía como el resto de chicos que conocía hasta ese momento. Dejé de ver a algunos amigos que había hecho en la escuela y mis profesores me despidieron con alivio, porque se habían librado de un peso muerto que solo retrasaba a la clase.

Viendo mi padre mi habilidad para las cartas y toda clase de trucos de magia llamó a un amigo suyo que solía ir a jugar partidas de póker para que me llevase y al menos yo me familiarizase con el ambiente. Había intentado colocarme con él en el trabajo de la droga pero era muy pequeño y como mucho podía usarme de mula para transportar la droga o para llevarla de un lado a otro para los clientes. Yo no tenía fuerza, no tenía un físico impresionante, si me amenazaban yo no tenía más que mi carácter y mi padre prefirió sacarme de aquello antes de que me ocurriese nada malo. Aun así estuve como unos seis meses trabajando en ello mientras que al mismo tiempo iba a los casinos y a las partidas de póquer. Normalmente eran partidas clandestinas entre cinco o seis jugadores que quedaban en el sótano de una casa mientras se apostaban ingentes cantidades de dinero. Recuerdo todos aquellos billetes sobre la mesa, cada noche era igual, y yo me tenía que concentrar en las cartas en las manos de aquellas personas. A veces se me hacía muy difícil. Podía colarme entre ellos, podía despistarlos y llevarme un puñado sin que se hubiesen dado cuenta, pero la muerte era algo muy presente en aquellas salas, sobre todo porque algunos de los asistentes no solo llevaba armas en su cuerpo, sino que había traído consigo guardaespaldas que saltarían sobre la yugular de cualquier que hiciese un movimiento extraño. Yo me sentía al principio levemente acobardado pero cuando asistes cada noche a una durante un año es algo que sientes como tu ambiente. Yo iba con el amigo de mi padre y mi única misión era contar cartas. Contarlas, aprender los gestos de los asistentes, y cuando salíamos él me invitaba a una cereza mientras yo le relataba todo lo sucedido.

Durante el primer mes él intentó ayudarse de mis apuntes pero he de reconocerte que era un poco torpe, mientras él miraba sus cartas como un poseso, convencido de que iba a perder, el resto se delataban en grandes rasgos o muecas que se me hacían muy divertidas. Entre ellos siempre había uno que cuando le tocaban cartas muy buenas torcía los labios hacia la derecha, seguramente intentando fingir desazón pero solo era una represión de su alegría. Otro solía pasar sus dedos por las esquinas de las cartas antes de mirarlas, como manía para que tuviese suerte, pero si las cartas eran malas, lo repetía hasta el final de la partida. Cosas como estas eran las que yo tenía que comentarle a mi jefe pero él era demasiado torpe como para darse cuenta.

Al cabo de un tiempo le propuse, mientras él daba un largo trago a un whiskey en un bar cercano, que me dejase jugar a mí el próximo día. Lo hice desde el respeto y desde la necesidad de ganar dinero, pero él se enfado porque entendió que me estaba entrometiendo en su trabajo y que le llamaba inútil por no ganar dinero. En realidad solía ganar a menudo, pero no tanto como lo que perdía cada noche, por lo que le solté de retahíla todo el dinero que se había estado jugando cada noche y todo el que había perdido. Recordaba cada partida que había ganado y con qué mano. Ante un discurso de una media hora él acabó accediendo casi a regañadientes y la noche siguiente fui yo el que me senté a la mesa. Todo el día anterior había estado nervioso y cavilando un millón de posibilidades tales como vomitar en medio de la mesa o desmayarme de la presión, pero he de reconocerte que una vez me dejé caer sobre la silla fue como estar en mi universo propio. Yo contra el mundo. Fue como regresar a un lugar que jamás había conocido, pero en donde me sentía como en casa.

Al principio el resto de jugadores se mostraron reacios, pero tras mostrarles el dinero y asegurar que tenía el permiso de mi superior, observándome desde lejos, desde donde yo solía quedarme, el resto se confió de mí y comenzaron la partida como cualquier otra noche. Habían obviado un detalle que era demasiado evidente como para tenerlo en cuenta, yo contaba con una clara ventaja: la inocencia. Me creyeron completamente novato y sin experiencia, y esa era la verdad, pero se confiaron de ello y jugaron como si yo no fuese una amenaza. Mientras se miraban entre ellos yo era espectador de todos sus gestos, de todas sus pequeñas manías. Al principio me dejé ganar. Las primeras partidas de calentamiento. Yo me frustraba más de lo debido solo como una interpretación de una juventud que yo ya no tenía y me inventaba muecas o rasgos para despistarles. A las dos de la mañana había perdido dos mil dólares, a las cinco de la mañana había ganado doce mil. La diferencia fue de diez mil dólares ganados en una noche. Supe que era el momento de retirarme cuando todos comenzaron a desconfiar de mí y me miraban con esos ojos con los que solían mirarme los profesores cuando les decía de retahíla mis notas durante todo el curso o cuando les soltaba comentarios como “Hoy ha discutido con su esposa, no page conmigo su ansiedad”. Normalmente solía echarme de clase, pero siempre con esa mirada de recelo y miedo en sus ojos.

Salimos de allí y mi jefe estaba tan contento que no cabía en sí de gozo. Me invitó a un whiskey que me dejó hecho un desastre y me dio mil dólares como paga por mi trabajo. Me pareció insignificante en comparación de todo lo que yo había ganado pero era mejor que nada y tan solo por sentarme en una mesa y contar cartas. Durante toda la noche me estuvo preguntando cosas como “¿Cómo sabes hacer eso?” “¿Sabes qué cartas tienen en cada momento?” Yo le respondía que todo era probabilidad, una pizca de suerte y un poco de la gracia de Dios. Entonces él reía hasta que se caía sobre la mesa y yo reía con él. También me preguntó si iba a darles el dinero a mis padres, lo cual me pareció lo correcto, pero con unas cuantas copas de whiskey en el cuerpo no me pareció justo hacerlo y deseaba quedarme al menos con una parte. Él me apoyó en mi decisión y esa misma madrugada me fui a un estudio de tatuajes para hacerme esta frase que tengo en el tobillo. Ya sabes cual es: “Mientras una mano te distrae, la otra hace la magia”. Personalmente es el tatuaje que más me gusta de todo mi cuerpo, no por ser el primero, que también, sino porque me lo hice con la sensación de que era el primero de muchos, de que me esperaba algo grande, algo muy grande por delante y no solo representaba mi afición por la magia, sino también todo lo que me depararía con ella.

El dinero que me sobró del tatuaje, unos setecientos dólares, se lo di a mis padres para que ellos lo administrasen como mejor quisiesen, pero en vez de hacer algo útil con ello se lo gastaron en drogas para su posterior comercialización. Yo me sentí profundamente herido en mi orgullo con esa sensación de repulsión que te causa un padre al ver que mantiene un comportamiento del todo ilógico cuando tú te has criado bajo unos valores morales aceptables. Supongo que fue más o menos lo que sentiste cuando viste a sus padres por televisión. Falta de respeto, ira, enfado y sobre todo, decepción. Cada noche seguía ganando dinero para ellos pero llegó un punto en que aquella vida me parecía algo insostenible. ¿No lo entiendes? Juego a las cartas, gano dinero que después se vuelve drogas para seguir malviviendo a causa de ellas y volver a tener que ir a jugar a las cartas para más dinero. Podrían haberlo ahorrado y montar un pequeño puesto de lo que fuese, crear una empresa, o incluso comprar un pequeño local y… yo que sé. Cualquier cosa. Se me ocurren cientos de posibilidades pero a ellos parece que no. El problema no es que no quisieran salir, es que no podían.

Pero eso te lo contaré más adelante. Por lo pronto nos encontramos con un Yoongi de dieciocho años con una depresión por culpa del círculo vicioso en que se había convertido su vida. Pensé que la mejor manera de salir de aquella vida era ahorrar por mi cuenta parte del dinero que llevase a casa todas las noches. Las cosas estaban así: De todo el dinero que yo ganaba en una noche, yo solo me quedaba con un diez por ciento, veinte o cinco dependiendo del humor de mi jefe. De ese diez por ciento que llegaba a casa, a mis padres solo les daba el cincuenta por ciento. El resto, me lo quedaba yo y lo escondía en mi cuarto con la intención de que algún día me diese la libertad para salir de aquella pocilga. En esos dos años mi padre había comenzado a beber con más frecuencia y mi madre se había encerrado en casa. Si antes solía salir más a menudo, ahora no se quitaba la bata de encima. Siempre con esos pelos revueltos y esa expresión ojerosa que me miraba con decepción en sus ojos. Al principio escondía mi dinero en un pequeño estuche de tela que tenía bajo el colchón. Me pareció lo más sensato y lo más práctico, pero un día al llegar a casa e ingresar más dinero dentro de ese bolsito, este estaba completamente vacío. Fueron unos meses después de tomar mi decisión. Había ahorrado al menos quince mil dólares y sin más se esfumaron. Los reencontré en un alijo de dora que mi padre quería manufacturar. Mi madre me dijo, con ojos entristecidos y dolidos, que yo era un maldito desgraciado por haberles ocultado el dinero que tanto necesitábamos. Yo me escudé en mi necesidad de independencia pero ella parecía no comprender que la vida que ellos estaban llevando a mi no me correspondía. Yo no quería formar parte de una vida que a mí me hacía sentir tan abochornado. Le prometí a mi madre, con semblante entristecido, que les daría todo el dinero que sacase de las partidas, pero no creas por un solo segundo que era verdad. En todo el tiempo que había estado jugando a las partidas había aprendido muy bien a mentir viendo a otros hacerlo.

Busqué por todo mi cuerpo un lugar en donde mi madre no mirase. Sé que ella rebuscaba de vez en cuando por la forma tan desordenada en que dejaba a veces las cosas cuando se desesperaba y no encontraba nada. Acabé desesperado, buscando cualquier pequeño rincón en donde meter un pequeño fajo de billetes todas las noches y lo hallé en las tablillas del suelo de madera. Una de ellas solía chirriar. Lo hacía con frecuencia cada vez que la pisabas desde que tengo conciencia y me supuse que debajo debía de haber hueco. E voilá. Sé que es algo muy cliché, pero mi madre no buscaría allí. El tablón estaba sujeto por un clavo a cada lado del listón  con tan solo quitar uno de ellos la madera cedía. Allí puse el dinero hasta que tuve al menos ahorrados unos treinta mil dólares. Cada noche antes de dormir me aseguraba de que estuviera allí y cada vez que ingresaba más me aseguraba de que hubiese la cantidad que había la última vez que conté.

Debes pensar que con ese dinero podría haberme fugado. Podría haber comprado un coche, coger un vuelo, comprarme alas si quisiera, pero yo vivía en un mundo en donde mantienes los pies en la tierra y no sabía ni como comprar un billete de avión ni cómo conducir. No sabía qué sería de mí fuera del barrio en el que vivía. Nunca había visto nada más que eso y me desesperaba saber que había un mundo ahí fuera sin que yo tuviera la posibilidad de acercarme a él. Lo había visto por televisión, así que sería real.

Un día, tras un buen trabajo sobre la mesa de póker, mi jefe y yo estábamos tomando algo en un bar de la zona cuando, tras varios litros de cerveza, se me escapó que yo estaba ahorrando dinero por mi cuenta y que deseaba con todas mis fuerzas salir de la opresión que suponía mi hogar. Era algo que estaba tan enquistado dentro de mí que necesitaba soltarlo, o acabaría por matarme. ¿Alguna vez te ha pasado? ¿Qué tienes algo que al principio parece un pequeño rasguño pero que con el paso de los años se vuelve una masa de tejido negro, putrefacto, casi insostenible? Esa es la relación que tenía con mi hogar. Una masa negra y putrefacta que supuraba pus cada vez que los veía con esas miradas ojerosas. Mi jefe me miró al principio con decepción, dado que él era amigo de mis padres. Pensé para mí mismo que debía haberme callado y que por mi culpa me quitarían todo el dinero que había ahorrado. Que no me dejarían volver a una partida de póker, y que me dedicaría al tráfico de drogas el resto de mi vida. Pero eso no ocurrió. El amigo de mi padre me puso la mano en el hombro al cabo de unos segundos y me dijo, con voz serena y amable: Yo puedo darte la libertad que no tienes en tu casa, pero esto no será sentarse a contar cartas, muchacho. Son robos, robos de verdad.

Yo estaba tan cegado por la idea de poder librarme de la opresión y la influencia que ejercían mis padres que no pude por menos que asentir con ilusión y regresar a casa a hacer las maletas. La cosa es así: Pasé a formar parte de una banda de ladrones profesionales en donde se nos proporcionaba alojamiento, y cuando se necesitarse de nuestra presencia, acudir, trazar el plan, robar y volver al anonimato. No me lo pensé, he de serte claro y si pudiera volver al momento, me lo pensaría con mucha más parsimonia, pero la cuestión es que por muy maduro que seas, a los dieciocho tienes una clase de prioridades en donde la vida no forma parte de ello, pero sí la libertad. Es un concepto extraño, ¿no? Libertad. Cada año que creces significa una cosa diferente dependiendo de en qué situación te encuentres. Cuando tienes cinco años, la libertad es ir a jugar al parque, cuando tienes doce, es salir con amigos sin opresión paterna, cuando tienes dieciocho, es coger los mandos de un coche y volar por la carretea, y cuando tiene treinta es sobrevivir entre balas que van directas a tu cráneo. La vida es convulsa y confusa, y a los dieciocho solo pensaba en largarme de mi casa lo antes posible.

Mi jefe habló con mi padre asegurándole que no me faltaría de nada y que cobrando parte del robo que cometiésemos, yo podría mantenerme por mi mismo. Mis padres al principio se sintieron heridos por mi decisión pero al final fue una liberación. Yo ya no les pertenecía y tomé una decisión por mí mismo. La primera que había tomado en mi vida. Discutí con mi madre cuando estaba haciendo las maletas. Mi padre se había encerrado en el salón a beber. Mi madre me decía cosas como “Eres un mal hijo, no quieres ayudar a tus padres a sobrellevar esta vida de mierda que tenemos por tu culpa” “Podrías haber sido abogado o arquitecto, pero eres un ladrón” “Nos das vergüenza” “Te matarás, estamos seguros de ello”. Fue ella quien murió cinco años después por culpa de mi padre. La droga no había llegado a su lugar de destino y mi madre fue la víctima a sustraer por el mal trabajo. Me enteré gracias a Namjoon ya que por aquél entonces ya trabajaba para él. La noticia no me sorprendió, la verdad es que ni me inmuté. Llevaba años sin pensar en mis padres y enterarme de la muerte de mi madre no era algo que me sorprendiese. Acabarían muertos igual, y muy lejos habían llegado sin tener ningún problema.

En fin. Cuando ingresé en esta especie de equipo de robo, o como quieras llamarlo, me dieron un piso, que más bien era un piso abandonado por problemas económicos. Hacía meses que nadie pisaba la casa y no estaba en muy buenas condiciones. El lugar estaba plagado de mierda y he de reconocer que no me sorprendió cuando me informaron de que aquella casa no era solo para mí, sino para otras dos personas más. Yo me aseguré de que a ninguno de nosotros nos faltase nada con mi dinero ahorrado y me hice mi siguiente tatuaje. Las alas a la espalda. Como representación de la libertad que había conseguido con la independencia de mis padres. Nosotros tres vivimos como pudimos durante al menos todo el tiempo que trabajamos juntos. Uno de ellos tenía dos años más que yo, veinte cuando le conocí, y el otro diez más. A pesar de ello yo me sentía el más responsable de todos y cuando nos asignaron el primer robo, a pesar de que yo era el novato, yo me encargaba de las tareas más peliagudas. Desactivar las alarmas, forzar la puerta, abrir la caja registradora… el resto eran meros peones. Vigilantes, aseguradores de la tranquilidad. El primer robo fue a una joyería, el segundo a un chalet de las afueras… ya ni lo recuerdo. La cosa estaba en que de todo el dinero requisado, nosotros nos quedábamos con un veinte por ciento cada uno y el resto se lo llevaban los jefes. Así de simple. Supongo que si hubiésemos sido robots no nos habían dado un centavo, y a veces, nos sentíamos como que no cobrábamos más que los gastos por las molestias, porque robábamos mierda, la verdad. La suma normalmente no alcanzaba los 100.000 dólares, y a mí solo me correspondían 20.000. Sé que son cantidades muy grandes, pero créeme, el riesgo no merece la pena y no cometíamos robos cada día, sino una vez cada tres o cuatro meses. Comida, agua, ropa, tatuajes… conseguía ahorrar pero eran unas condiciones duras.

El final de mi “contrato” terminó el día en que pillaron a los otros dos en un atraco que hicimos a un supermercado. Te lo contaré con detalle, o al menos, lo que recuerdo de aquello. Entramos por la puerta del almacén forzando la cerradura. Era final de mes y en la oficina estaba todo el dinero recaudado durante el mes. Esa misma semana se daría el sueldo a los empelados y los beneficios se llevarían a la sucursal. Pero ese dinero no debía llegar, así que nosotros teníamos que intervenir. Nada más entrar desactivamos la alarma y nos condujimos a la oficina. Era el trabajo más sencillo que habíamos hecho en la vida, no era a plena luz del día ni había nadie dentro, por lo que no poníamos vidas en juego. Era muy simple. Demasiado.

Un disparo quebró el aire y una lata de tomate reventó al lado de mi cabeza. Alguien había dado un chivatazo de que íbamos a estar ahí. Ni siquiera llegamos a la oficina. Los cristales reventaron. Estallaron en pedazos. No era la policía, ¿sabes? No había coches patrulla, no había policía nacional ni guardia civil. No había luces de coches patrulla ni nada. Nos disparaban dos de los coches aparcados en la acera. Yo no estaba entendiendo nada, pero cuando te ves con el choque de adrenalina, no piensas, no quieres hacerlo. ¿Verdad? Tú lo sabes. Simplemente reaccionas. Y reaccioné. Mientras mis compañeros se quedaban rezagados intentando esquivar los balazos y disparando ellos también a través de las estanterías, yo me conduje rápido a la oficina. Las balas me perseguían, tenía esa sensación. Vi cómo reventaban varias botellas de cerveza, los cristales de los refrigeradores explotaban. Incluso la pared volaba, la pintura reventaba, quedaban agujeros en el ladrillo oculto. Yo estaba eufórico.

Cuando entré en la oficina cerré con el cerrojo detrás de mí pero me sentí tremendamente ahogado. No había salida. Por ninguna parte. No había ventanas, ni si quiera otras habitaciones. Era una habitación con una mesa de oficina, un ordenador y la caja fuerte. Me quería morir pero no te da tiempo a desearlo con todo el cerebro. De ello solo se encarga una pequeña parte de él, el resto está completamente eufórico buscando una salida. No me lo pensé demasiado. Me lancé hacia la caja fuerte y me deshice de la mochila a mi espalda. Abrí la caja en un minuto y la llené en medio. Con ella de nuevo sobre los hombros miré a todas partes con miedo, con pánico en la mirada. No me daba cuenta de que la solución estaba justo encima de mi cabeza. Los conductos de ventilación. No es la mejor idea, ni sabía a dónde conducían y si realmente era una buena salida, pero para mí, mientras aporreaban la puerta y pegaban disparos fuera, me parecía una señal divina de un Dios en el que no había creído hasta ese momento. No me lo pensé. Arrastré la mesa del escritorio hasta ponerla debajo de la rejilla y la quité presionando sobre ella y desplazándola dentro del conducto. Después de ello lancé la mochila dentro y después fui yo. El conducto era estrecho. La claustrofobia me estaba matando, a veces los hombros se me atascaban, mientras intentaba tirar de la mochila delante de mí para ir avanzando.

Anduve por ahí unos cinco minutos sin saber a dónde me estaba dirigiendo hasta que el camino se me iluminó por la luz de las farolas atravesando una rejilla al fondo del camino. Todo el tiempo había estado sintiendo que me estaban siguiendo, porque oía ruidos detrás de mí, y eso me animaba a continuar aunque fuese a veces a ciegas, pero cuando vi la salida sentí que todas las esperanzas renacían de la nada y me lancé desesperado. Golpeé la rejilla hasta que se cayó y tiré la mochila para luego saltar yo. Estaba algo alto, pero nada en comparación como cuando vosotros dos saltasteis del puente. Apenas un piso de altura. Caí, rescaté la mochila y rodeé el bloque donde nos estaban esperando a mí y a mis compañeros un coche que nos llevaría de vuelta al piso. Lo vi de lejos ahí aparcado. Negro, brillante, con algunos rayones. Entré casi lanzándome por la ventana y cuando me senté detrás y cerré detrás de mí me dirigí al conductor.

—¡Arranca! ¡Podemos irnos! –Grité mientras miraba a todas partes a través de los cristales.

—¿Y los otros? –Preguntó una voz grave desde el asiento del conductor.

—Se han quedado atrás. Tenemos el premio, vamos. Arranca, joder. –Dije zarandeando el asiento del conductor mientras este asentía con una mueca amable y arrancaba el coche dando la vuelta al edificio. Yo aún tenía la adrenalina recorriéndome por todas partes, las piernas me temblaban, las manos me temblaban, el labio inferior también, amenazando con llorar. Todo era demasiado confuso y una vez nos hubimos alejado lo suficiente comencé a pensar en lo que había sucedido. Todo había sido muy extraño, todo había sido muy complejo. Demasiado fácil, demasiado confuso. Me dejé caer en los asientos traseros y cuando me hube dado cuenta de lo que estaba sucediendo ya era demasiado tarde. Había caído en la trampa. ¿Acaso no crees que es demasiado extraño que nos ataquen así, de la nada? Hubo de haber algún chivatazo, pero, ¿por qué no llamar a la policía? Podían ser bandas rivales, pero, ¿por un supermercado? No buscaban el dinero del supermercado. Me buscaban a mí.

—¿Te ha costado mucho salir? El truco de la salida de aire ha sido una buena idea, pero no la mejor…

—¿Disculpa? –Pregunté y un rostro desconocido me miró a través del retrovisor.

—Que había otras salidas… —Murmuró con una sonrisa cínica—. Podías haberte enfrentado a los asaltantes, o incluso haberte entregado a ellos.

—¿Quién diablos eres? –Pregunté tenso en el asiento. Namjoon se giró a mí y se presentó con una expresión amable, pero no del todo amigable.

—Me llamo Kim Namjoon. –Dijo, tranquilo—. Y de ahora en adelante vas a trabajar para mí…

—¿Qué has hecho con mis compañeros? –Pregunté, exaltado.

—Uno muerto, el otro se ha entregado. Será carne de presidio.

—¿Crees que esta es forma de tratar a un trabajador? ¡Hablaré con el ministerio de trabajadores…! –Dije en broma pero terriblemente asustado—. A mi jefe no le hará gracia…

—Ya no le hará gracia nada. –Suspiro mientras giraba el volante, atento a la carretera.

—Podrías haber contactado conmigo de otra forma, haberme hecho una oferta…

—La vida no funciona así, señor Min. –Digo y yo me sentí levemente avergonzado por la forma en que me había llamado. Era la primera vez en la que me hablaban con respeto, de igual a igual, y eso es exactamente lo que esperaba de mi reacción.

—Estas no son formas.

—Si te hubiese preguntado habrías tenido elección y me temo que eso no es algo que se te esté permitido. Haberte dado una oferta habría supuesto que podrías comparar. De ahora en adelante trabajarás para mí, las condiciones son mil veces mejor y las recompensas, notables. Ya no malvivirás en un pisucho con moho en cada grieta de la pared.

—¿Y si me niego? –Pregunté, ofendido.

—En ese caso me temo que te espera el mismo destino que a tus compañeros. –Cerró las puertas con seguro—. Señor Min. –Suspiró—. ¿Cree que soy el primero que se interesa por usted? Es un ladrón en bruto, y conmigo, va a ser un diamante.    

 

 


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