EL PRECIO DEL ARTE [PARTE I] (BTS) - Capítulo 24

 Capítulo 24

 

JungKook POV:

12/06/1995

 

Cuando dan las dos y media nos metemos en un restaurante japonés en una calle poco transitada pero que para nuestra sorpresa se ve más lleno de lo que pensábamos. Jimin me mira antes de cruzar la puerta con una mirada de curiosidad y yo asiento, dándole señal libre para que entremos sin que se preocupe por mí. Me puede más el hambre por una buena comida que la idea de sentirme agobiado. El interior es acogedor y tranquilo, sin embargo, es un buen restaurante y a juzgar por la decoración, diría que no para el presupuesto de cualquiera. Me veo sin embargo al lado de Jimin y este va a concedernos todos los caprichos que deseemos.

El interior del local es de paredes oscuras y tiene iluminación artificial que aumenta su intensidad por la necesidad de la distribución de este hacia el interior del mismo. Las mesas pequeñas están separadas entre ellas por un metro de distancia y se ven tremendamente acogedoras. El metre nos detiene nada más entrar y Jimin se deshace de la mascarilla y yo de la gorra y las gafas. Pide una mesa para dos y este nos señala una casi a la entrada con lo que Jimin  le detiene de camino acompañándonos y le señala unas vacías al fondo.

—¿Podemos sentarnos mejor en unas más atrás? –Pide educadamente y el camarero le sonríe con una mueca un tanto disgustada pero acaba accediendo y me temo que seguramente esas estaban reservadas pero ha reconocido a Jimin y no va a negarle nada. Nos acompaña hasta una de esas mesas algo más alejadas del gentío y cuando yo me siento en una de las dos sillas de cara a un estupendo e impoluto mantel beige se interpone en mi vista una carta enfundada en un libro forrado de piel. Yo le sonrío al camarero y mientras Jimin lee la carta yo frunzo el ceño, mirándole.

—Quítate la gorra y las gafas, es de mala educación llevarlas en la mesa. –Él me devuelve una mirada recriminatoria por mis palabras y yo niego con el rostro—. Haz lo que quieras, ya eres mayor. –Me sigue mirando de esa forma y acaba accediendo casi por obligación pero yo le sonrío amable.

—¿Qué quieres comer? –Me pregunta mientras deja las cosas a un lado en la mesa y regresa su mirada a la carta entre sus manos. Lo hace con una expresión de soberbia mirando por encima del plástico transparente de las páginas sobre la carta. Yo instintivamente llevo la mirada a los precios y aunque sean algo razonables, yo no vendría a comer aquí de nuevo si tuviera que pagar con mi dinero.

—No lo sé. –Le digo sincero y cierro la carta, agobiado por la cantidad de cosas diferentes y por la presión de la decisión a tomar—. Elige tú, ya que eres quien paga.

—¿Qué te gusta?

—Después de estar cinco años en la cárcel te gusta cualquier cosa que no haya estado en las axilas del cocinero.

—Qué desagradable. –Me dice con una mueca y cierra la carta llamando al camarero. Este viene con una sonrisa amable y saca  su libreta para apuntar en el momento en que ve las cartas sobre la mesa.

—¿Saben que van a pedir?

—Sí. Queremos una botella de trapiche sauvignon blanc, dos sopas miso y una bandeja de sushi para compartir.

—¿De veinte piezas, o cuarenta?

—Veinte. –Dice Jimin y le devuelve su carta, a lo que yo imito su gesto y suelto un largo suspiro mientras el camarero se aleja con las cartas bajo el brazo y miro a Jimin mientras me cruzo de brazos. Lo hace tranquilo, sin mostrarle una expresión cansada pero tampoco una extremadamente emocionada. Mi estado de ánimo es indescifrable incluso por mí mismo. Me siento nervioso por volver a sentarme a la mesa de un restaurante decente, me siento triste por no poder pagar pero al mismo tiempo ansioso por regresar a casa y preocupado por cómo se está sintiendo Jimin en este momento. También confuso porque ha pedido vino sin preguntarme y no para de mirar de vez en cuando sobre su hombros a las mesas de alrededor. Yo hago lo mismo. Hay una mesa con un solo hombre bebiendo una copa de vino blanco mientras mueve el arroz de una bolita de nigiri. Otra mesa de cuatro con un padre, una madre y un niño inquieto sentado en una silla que es sin duda mucho más grande de lo que la comodidad le permite y mira atento su cuenco enfrente de él como de vez en cuando algo raro parece en la cuchara y tiene que comer ante la atenta mirada de su madre. Una pareja en el otro extremo, sentados el uno frente al otro, y tres mujeres en la última. Estas ríen de vez en cuando algo tímida mientras rellenan una vez más sus copas de vino tinto. Las tres van bien vestidas, muy formales. Diría que acaban de salir de sus trabajos—. ¿En qué piensas? –Me pregunta Jimin haciéndome dar un sobresalto. Acabo de caer en su atenta mirada sobre mí y yo sonrío levemente avergonzado.

—Solo miraba alrededor. ¿En qué pensabas tú? –Le digo consciente de que han pasado varios minutos.

—En lo bien que se ven tus tatuajes bajo esta luz. –Me dice y parece una forma muy agradable de ligar conmigo pero luego recuerdo que el chico delante de mí no es más que un manojo de celos y orgullo y niego con el rostro sonriendo. La luz que cae sobre nosotros es una luz anaranjada que seguro me hace más moreno de lo que soy, o tal me dote de una cabellera anaranjada que me haga ver estúpido. Y él se fija en los tatuajes que se dejan ver a través de la camisa.

—Gracias. –Le digo avergonzado y él suspira mirando alrededor. Se deja caer sobre el respaldo de su silla y después vuelve a mirarme.

—Espero que te guste el vino blanco.

—Sí. Me gusta. Pero, ¿has pensado que luego a la noche beberemos más?

—Lo he pensado. ¿Puedes seguir el ritmo?  —Me mira pícaro.

—¿Puedes seguirlo tú? –Le pregunto y él me levanta una ceja, suspicaz.

—Me he entrenado para ello, eres tú que el me preocupa. Tanto tiempo encerrado desentrena a cualquiera.

—Yo estoy hecho para el desfase. –Digo sonriendo y él vuelve a mirar alrededor de forma que descanse su vista de mirarme—. Hablando de tatuajes. ¿Encontraste algún impedimento en tu trabajo para que te dejase hacértelos?

—No mientras no fuese en la cara y en las manos. Ya sabes, siempre que se pudieran ocultar en un smoking y cosas así. Al fin y al cabo yo no me ganaba la vida con mi imagen, así que tampoco podían decir nada al respecto de un tatuaje en el brazo o en las piernas.

—Ya veo. –Asiento.

—¿Puedo hacerte una pregunta? –Asiento encogiéndome de hombros. Me va a pagar la comida, qué menos que responder a su curiosidad—. ¿Por qué tienes tatuada la cabeza de una chica gritando? –Yo frunzo el ceño y él tiene que aclararme el lugar exacto en que me ha visto esa imagen—. En la pantorrilla.

—Ah. –Asiento, sonriendo infantil—. No es una chica gritando. Es la cabeza de Medusa.

—¿La cabeza de una medusa? –Pregunta atónito y yo niego con el rostro.

—“Medusa”. –Especifico—. Es mitología greco—latina. –Él me devuelve una mirada dubitativa y espera a que yo le dé más indicaciones pero no sé por dónde empezar—. Es solo un mito.

—Cuéntame sobre ello. –Me dice con ojos atentos y yo asiento.

—En la mitología griega, Medusa era un monstruo con el pelo de serpientes que convertía en piedra a aquellos que la miraban fijamente a los ojos. Fue decapitada por Perseo, quien después usó su cabeza como arma hasta que se la dio a la diosa Atenea para que la pusiera en su escudo. Es muy frecuente verla tallada en escudos o incluso en armaduras. Este tatuaje está basado en el cuadro de Caravaggio. Me gusta la forma en la que, incluso muerta, su rostro es capaz de mostrar ese terror frente a la muerte inmediata.

—Eso es muy perturbador. La cabeza de una mujer muerta tatuada.

—No lo es cuando sabes qué significa. En realidad usaban la imagen de la cabeza degollada como símbolo de buena suerte. Para alejar el mal.

—¿De verdad?

—Sí.

—¿Por qué convertía a la gente en piedra? –Pregunta y voy a responderle pero me quedo en blanco. Me encojo de hombros en el momento en que el camarero viene a nosotros y deja en el centro de la mesa la botella de vino abierta y nos sirve a cada uno en nuestras correspondientes copas. Apenas se ha ido regresa otro camarero con nuestra primera comanda de sopa de miso y comenzaos a degustarla en silencio mientras yo le miro de vez en cuando de reojo.

—¿Eres creyente? –Le pregunto y él niega con el rostro mientras se limpia los labios con la servilleta.

—Lo era, hasta que tuve cierta edad para pensar por mí mismo.

—¿Insinúas que las personas creyentes no piensan por ellas mismas?

—Digo que todos tenemos elección para elegir en lo que creer, y yo decidí no hacerlo en nada.

—¿No crees en nada? –Pregunto y niega con el rostro, mientras mira su plato—. En algo tendrás que creer.

—¿En qué crees tú? —Me pregunta curioso de una respuesta, la que sea.

—En mí mismo. –Digo orgulloso pero él se encoge de hombros.

—Yo no creo ni en mí mismo.

—¿Cómo alguien tan joven puede pensar de esa forma? –Digo con un deje triste mientras hundo la cuchara en el interior de la sopa.

—La vida me ha decepcionado, la familia me ha decepcionado, el trabajo lo ha hecho también y yo mismo me he defraudado las suficientes veces como para saber que no debo fiarme ni de mi mismo. –Termina su argumento encogiéndose de hombros como si respaldase su teoría, poniendo la guinda al pastel, repasando la última pincelada de un cuadro justo antes de poner la firma.

—Creo que el ser humano necesita estar agarrado a algo, a lo que sea, como método de supervivencia y estabilidad mental.

—Si me he metido en todo esto de las obras de arte, ¿qué te hace pensar que pienso en mi estabilidad mental o emocional?

—Todos los que estamos en esto tenemos un motivo de peso. ¿El tuyo es este? ¿La completa sumisión al cauce de la vida?

—Yo diría algo más como “La completa cerrazón de que nada de lo que me suceda me va a  devolver la ilusión por nada, así que, ¿por qué no lanzarnos directos al abismo?

—Qué perturbador. –Digo, repitiendo sus palabras a lo que él se encoge de nuevo de hombros.

—No lo es cuando estás dentro de mi mente. –Dice sin más y se termina poco a poco la sopa. Antes de que pueda acabársela nos sirven una bandeja con sushi que dejan en el centro de la mesa y yo la miro, con tanto colorido como una completa orgía de pintura en un lienzo de Dalí. Sonrío sin más y me adelanto a coger una de las piezas, mirando a Jimin que me sigue con una mirada animada. Está a punto de imitarme cuando siente algo deteniéndome. Se queda un segundo estático, y después mira a un lado en donde encuentra a un niño tirándole de la camiseta. Yo me sobresalto al verlo y miro en dirección a la mesa del matrimonio en donde he divisado por última vez a un niño semejante. Sin duda es el mismo dado que la silla en la que se sentaba está vacía. Regreso con la mirada a Jimin que mira al niño con una sonrisa avergonzada. El niño retrocede un paso y saca una hoja arrugada de su bolsillo y un boli de tinta azul que le extiende a Jimin.

—¿Quién eres, muchacho? –Le pregunto al chiquillo que me devuelve una mirada casi atemorizada y se esconde con una sonrisa avergonzada detrás del papel arrugado. Yo sonrío y miro a Jimin, señalando al niño con los palillos—. Creo que quiere un autógrafo. –Le digo a Jimin y este frunce el ceño con una mueca casi tímida. Ambos dos, él y el niño, se ven igual de adorables e inocentes. Jimin le extiende las manos, pequeñas y rosadas, para que el niño le dé el papel y el boli.

—¿Quieres un autógrafo? –Le pregunta Jimin a lo que el niño asiente sin decir una sola palabra. Yo sonrío al niño y este enrojece rápido. Yo me siento también intimidado por su rubor y Jimin posa el papel sobre el mantel y firma en él.

—¿Cómo te llamas?

—Hanyoong. –Le dice el niño con voz trémula e infantil. Apenas superará los seis años y se ve muy formal, con las manos unidas detrás de él a su espalda y con la mirada fija en las manos de Jimin.

—¿Y me has reconocido? –Le pregunta Jimin con un asombro exagerado, con voz amable y dirigiéndose al niño con expresiones divertidas—. Tienes una vista del halcón.

—Gracias. –Dice el niño y yo me ilusiono por la forma en que Jimin se comporta. Ojalá el niño no se va vaya nunca.

—¿Así que te gustan las carreras?

—Sí. –Dice el niño y Jimin firma al fin el papel.

—¿Quieres ser piloto de mayor? –Pregunta pero el niño niega con el rostro.

—Quiero ser médico. –Dice y yo levanto mis cejas mientras señalo al niño.

—Vaya, con eso se liga tanto o más que siendo piloto. –Digo y Jimin me mira serio por la imagen que puedo darle al niño y yo me sonrojo sonriéndole a mi plato.

—¿Te dolieron? –Pregunta el niño de repente y levanto la mirada para descubrir que se dirige a mí con ojos grandes y castaños mientras sujeta el boli con una mano y la hoja de papel con la otra. Yo frunzo el ceño.

—¿El qué?

—Los tatus… —Dice señalándome con un dedito tembloroso y yo me miro, sonriendo.

—Un poco.

—Tienes muchos… —Jimin sonríe mirándome y yo me encojo de hombros, no sabiendo cómo lidiar con las palabras del niño.

—Cuando seas médico intenta inventar una forma de que no duelan. –Le digo y él asiente sonriendo y nos despide con un movimiento de su mano y se aleja corriendo para refugiarse avergonzado sobre el regazo de su madre.

El que entiendo debe ser el padre nos saluda desde la mesa como una forma de agradecimiento por haber atendido a su hijo y ambos dos, Jimin y yo, inclinamos la cabeza regresando después a la comida sobre nuestras mesas. Nos reímos a los segundos, por la situación que acaba de suceder y yo miro a Jimin al rato, cuando ha pasado al fin el extraño momento.

—Has estado encantador.  –Le digo y mis palabras han sonado sorprendidas, a lo que él se ofende.

—Claro que lo he estado. Yo siempre soy encantador. –Dice y yo levanto una ceja. Él sigue comiendo pero no es hasta un rato después que no se da cuenta de mi mirada, alza las cejas en forma de pregunta—. ¿A qué esa mirada?

—En el piso eres todo un gruñón. Conmigo a solas eres serio y melancólico. De cara al público eres encantador. ¿Quién es el verdadero Jimin y cuantas facetas me quedan por conocer?

—Todos somos el conjunto de varios rostros. No tenemos un mismo carácter para todas las situaciones.

—Eso es hipócrita.

—Tú también lo haces. –Me recrimina y yo alzo las cejas, sorprendido—. Ahora mismo, eres encantador y amable. A ver si sigues igual cuando regresemos a casa…

Yo le miro con ojos atentos pero él se pierde en la bandeja de sushi mientras yo me dejo divagar por mis pensamientos. El niño sentado de nuevo en su silla no nos quita los ojos de encima y no puedo parar de pensar en sus palabras. ¿Te dolieron? Aún no sabe qué es el dolor y se atreve a preguntarme si algo duele. Me temo que todo duele. Duele hasta rabiar.

 

 

 

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