BAJO UN VESTIDO (YoonMin) - Capítulo 17
CAPÍTULO 17
YoonGi POV:
Mientras cojo el envoltorio que me ofrece y mis
manos se ven tímidas y algo desconfiadas me lo retira y le miro enfadado. Su
expresión tiene el mismo mareo y desorientación que cuando salimos del coche.
Sus palabras son bruscas pero al mismo tiempo suplicantes. Sus ojos me miran
con una empatía que me resulta extraña, pero sus gestos se ven tremendamente
altivos y a la vez, nerviosos.
—Vete a cambiar, vamos. No quiero verte por más
tiempo así. –Asiento y camino hasta sobrepasar el biombo y descorrerlo para
ocultarme de él lo más posible. Con el armario a mi disposición y toda mi ropa
de hombre dentro saco lo que tanto ansiaba en ponerme que es una sudadera de
color negro, igual que mi pelo, con unos cuantos símbolos en griego y ruso que
me recuerdan a alguna religión satánica. Es del todo extraña pero apenas me he
visto con ella y envolverme el cuerpo en su tacto me hace sentir agradable. La
tela es muy fina, casi inexistente, por lo que mi piel transpira y no siento
calor alguno. Aun así arremango mis mangas y me quito la falda para meterme en
unos vaqueros oscuros con cortes en todas partes. Desde los muslos hasta las
espinillas. Me veo al fin acomodado en mi verdadera ropa y esta en mi cuerpo
parece que me da un cálido y añorado abrazo.
Tras sobrepasar el biombo los ojos de Jimin
dejan el envoltorio de los fideos y me mira al principio con un poco de
extrañeza, como quien mira por primera vez a alguien en la vida, y después,
tras reconocerme, el miedo se apodera de él tanto que deja los fideos en la
encimera y se queda paralizado, retrocediendo un paso a medida que avanzo hasta
él. Sonrío tímido y sus mejillas arden mucho más que cuando me ha visto en
falda. Pareciera que es la primera vez que me paro frente a él cuando en
realidad le he tenido con la cabeza entre mis piernas. Sonrío por su impactada
expresión y me acerco a sacar una pequeña cazuela donde verter agua y poder
calentarla. Esta tarda en cocer, lo suficiente como para mantener una
conversación.
—¿Quién diablos eres tú? –Me pregunta cuando me
giro a él.
—¿Me veo diferente?
—No te reconozco. –Su voz, lejos de sonar
decepcionada o triste es muy animada. Divertida incluso. A los segundos no
puede evitar saltar con una sonrisa y me mira con ojos divertidos.
—¿Me veo tan mal?
—¡No! –Niega con las manos, confuso por su
propia reacción.
—Me alegro, vamos. Hay que poner la mesa.
Asiente mientras me acompaña en todos los
movimientos pero tal vez sea la estación o la excitación del extraño momento
que a cada segundo le veo desprenderse de una prenda de ropa. Al principio solo
la americana, pero después fueron la corbata y los tirantes negros que se
enganchaban en sus pantalones.
—¿Debo quitarme los zapatos? –Me dice mientras
me ve a mi descalzo y me encojo de hombros dejándole a él la decisión pero
prefiere por lo que veo conservarse en el calzado y yo no me muestro
interesado.
Con el mantel y un par de palillos en cada
extremo al lado de un par de vasos de agua nos sentamos en el suelo unos
segundos en silencio hasta que el agua hierve y dentro introduzco los fideos
con las verduras deshidratadas y el picante que le da ese color anaranjado tan
característico. Él parece muy emocionado a la par que asustado porque solo
acercarse el olor a picante se le cuela en la garganta y tose un poco asustado—.
¿Es muy picante?
—No vas a poder resistirlo. –Le digo sincero,
convencido de que se verá impotente ante el sabor y huirá a su coche
despavorido pero parece muy convencido así que me retira la mirada ofendido y
yo sonrío divertido—. ¿A qué viene esto? ¿Hum? –Le digo mientras termino de
conciliar el agua con la pasta y los sabores y la vierto dividida en dos en los
tazones preparados para esto. Él no me contesta y se limita a lanzar al aire
unos cuantos suspiros lastimeros. Una vez sentado me contesta. La espera ha
sido incómoda y nerviosa, pero merece la pena por sus palabras que siento muy
sinceras.
—Me has dado pena…
—Gracias. –Digo sarcásticamente pero él niega
con el rostro.
—No quería decir eso. Es decir… me he sentido
identificado. –Frunzo el ceño—. Yo tampoco tengo amigos. –Se encoge de hombros.
—¿Y aquellos con los que…? –Me corta con una
mano y un rápido gesto en ella.
—No me hables. No son mis amigos. Mis
compañeros de clase. Tuve que cumplir el compromiso de asistir a una
convencionalidad que no me interesaba en absoluto. –Se encoge de hombros—. Era
una comida entre alumnos y profesores. Fuimos a comer unas hamburguesas y luego
algunas cervezas. Nada más.
—¿Tan malo fue?
—Odio que rompan mi rutina, que me obliguen a
mantener conversaciones vacías con compañeros que no me caen bien.
—¿Por qué no? –Espera a contestar mi pregunta
para llevarse unos cuantos fideos a los labios y tras soplar varias veces sobre
ellos los mete entre sus labios para oírle gemir por el calor y el picor. Los come
con orgullo dolido pero también con hambre, cuando los ha tragado me mira con
una sonrisa y los ojos animados.
—Delicioso. –Asiento—. No me caen bien porque…
¿Cómo explicártelo? Hay veces que conoces a alguien que es completamente
contrario a ti pero te cae bien, y sin embargo otros, que tienen las mismas
ideas, pero no les aguantas. No sé si puedes entenderme. –Me encojo de hombros—.
Todos son unos estirados niños de bien que…
—¿Como tú? –Le digo para verle ofendido.
—Yo también soy un niño de bien, sí, y un
estirado. También. Pero ellos se deleitan de explotar a sus padres para irse a
jugar a la ruleta y perder doscientos dólares semanales y a la semana siguiente
volver, para seguir consumiéndose. Igual que yo tienen asumido que su
matrimonio no va a ser algo pintado de amor, pero para desfogarse el tiempo que
no van a cumplir en años, se van por prostíbulos…
—No creo que seas tan diferente… —Suspira. No
sabe explicarse.
—Antes no era así. Yo antes… pensaba como
ellos. –Suspira.
—¿Qué ha cambiado?
—Tú. –Le miro mientras remuevo mis fideos en el
bol—. ¿Crees que alguno de esos niños de bien se rebajaría a donde estoy yo?
—Si lo ves tan humillante es que no eres tan
diferente. –Me mira frunciendo el ceño—. Si estás realmente haciendo un
esfuerzo para demostrarte algo, es que no quieres hacerlo realmente. Como el
fumador que se mira a sí mismo rompiendo los cigarrillos para sentirse mejor
pero que en realidad añora fumárselos aun desmigados.
—¿Eso crees? –Asiento conforme—. ¿Crees que
estoy aquí, sincerándome, por un acto de caridad y de orgullo propio? –Asiento
de nuevo convencido.
—Solo te pido que cuando termines de comer no
vayas a mi baño a meterte los dedos y vomitar. A parte de una falta de respeto
me parecería una porquería. –Me mira con ojos tristes y vergonzosos. Me retira
la mirada para devolverla a su plato y seguir comiendo como si nada. Sus labios
se empiezan a hinchar, irritados por el calor y el picante en la comida.
—¿Realmente lo viste?
—Sí. Me parece un comportamiento de bulimia
compulsiva. ¿Eres bulímico? –Niega con el rostro asustado y ofendido.
Horrorizado.
—¡Claro que no!
—¿Qué fue eso entonces? –Suspira sin poder
explicarlo.
—Déjalo. Da igual.
—Claro que no, y menos si tengo que ser yo
quien limpie…
—¡Me echaron algo en la cerveza! ¿Vale?
¿Contento? –Frunzo el ceño. Quiero hablar pero sus palabras me lo impiden—.
¡Son unos cabrones hijos de puta! Siempre me hacen lo mismo. Cuando no me
ensucian los apuntes o me tiran por la ventana de clase los bolígrafos y los
lápices, me meten cosas en la comida o… —Suspira—. Se pasaron. Noté que la
cerveza sabía rara y les vi como escondían un bote de anfetas.
—No puedo creerlo…
—Pueden permitírselo. Es como comprar
caramelos…
—¿Cómo te hicieron eso?
—Siempre es igual. Me llaman aburrido, idiota,
sieso… de todo… Dijeron que era para divertirse pero a mí no me hizo ni pizca
de gracia. Cogí el coche rápidamente antes de que me hicieran efecto pero una
vez estuve aquí ya sentí mareos y náuseas. Vomité para deshacerme de él en mi
organismo y esa tarde estuve corriendo de más para eliminarla por completo.
—Yo… pensaba…
—¿Qué soy anoréxico? ¿Bulímico? ¿Me veo como
alguien que tiene un trastorno alimenticio?
—Lo siento…
—Da igual. –Suspira, necesitado de aire para
seguir comiendo y el silencio vuelve a estancarse en la sala. Por un segundo yo
también pierdo el hambre pero tras verle comer animadamente también continúo
con la comida y no es hasta que no queda más que un poco de la salsa anaranjada
que no nos detenemos. Él ha sido valiente, yo un cobarde por juzgarle antes de
saber la realidad. En su mano brilla un reloj. Uno de los tantos Rolex que
tiene en su armario y brilla por la luz que entra desde la ventana. Yo lo miro
y él me pilla mirándole con ojos golosos. Retiro la mirada recordando de
repente que no es un amigo ni tampoco un conocido. Es mi jefe.
—Esto es muy raro. –Reconozco y él sonríe.
—Tú tampoco puedes olvidarte de la diferencia.
Eso es que no eres mejor que yo. –Le miro con ojos divertidos y me levanto
mientras cojo su bol pero él me lo retira del alcance y se levanta con él para
dejarlo a mi lado en la encimera—. Estoy en tu casa, no tienes que atenderme
como siempre. –Asiento.
—Como quieras. –Me asomo a la nevera—. No tengo
nada dulce para comer y quitarnos este sabor. Lo siento.
—No importa. –Me encojo de hombros decepcionado
y me apoyo en la encimera pero él rompe toda distancia prudencial y se para
frente a mí con una de sus manos en la encimera y la otra la dirige a mis
cabellos cayendo por mi frente. Los enreda en sus dedos, los revuelve y los
coloca hasta que se siente satisfecho. Después la curva de mi mandíbula. Mi
barbilla. Me mira de arriba abajo y después sonríe tranquilo—. Tú eres dulce.
Eso basta.
Su sonrisa me es suficiente para saber cuáles
son sus intenciones. Sus labios, hinchados y jugosos se estampan con los míos y
el picor en mí solo me hace sentir la primera caricia. Después de ella solo
puedo concentrarme en mis manos apretando con fuerza el mueble a mi espalda y
las suyas apoyándose para acorralarme. Con los ojos cerrados me dejo hacer
delicadamente hasta que su lengua se cuela en mi boca. Nuestro primer beso. El
sonido de nuestra salivas. Su respiración. Mis débiles gemidos. El momento es
sosegado y perfecto. No hay miedo. No hay peligro. Tampoco hay diferencia de
clases.
Cuando el beso se termina con un chasquido y
unas sonrisas avergonzadas nos miramos al fin sonrojados.
—Vamos, mi madre se preocupará. Ya es tarde…
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