TRANSMUTACIÓN [Parte IV] - Capítulo 9
Capítulo 9
“Perlas de
revolución”
París, Francia. S. XVIII. 1776.
27 — enero — 1793.
Dos días habían pasado desde que Paul había aparecido
por casa. Aquella noche de viernes no pude salir de mi asombro y fui incapaz de
conciliar el sueño. El sábado pasó rápido, como si me hubiese subido a una nube
y hubiese vagado por el cielo de París toda la mañana, sin pisar en ningún
momento el suelo pero sin perder un instante el rumbo del día. Desde aquella
altura pude ver el atardecer y después la noche, que me recibió con brazos
abiertos y una dulce fragancia de reconciliación con el pasado y a la par con
el encontronazo de la vergüenza de mis primeros actos. La idea de haberme
encontrado con Paul me parecía tan dulce y agradable como oscura y amarga me
resultaba la idea de un futuro reencuentro con Neil. Estaba aterrada ante su
reacción, ante sus palabras. Paul no me había perseguido, Paul no había chocado
con aquella valla por sujetarme, no me había agarrado del tobillo para que no
huyese y tampoco tuvo que presenciar mi carrera en contra de él. Huí de Neil.
Huí de él desobedeciéndole y haciendo que me persiguiese un buen tramo,
dejándole atrás con el miedo y el resentimiento.
Si en algún momento él regresaba a mi vida no estaba
segura de cómo manejaría mis sentimientos o mi comportamiento. Pero mientras
aquella idea pareció haberse quedado suspendida en algún lugar de mi mente,
para recrearse en sí misma, la vida continuaba. El domingo, aquel último
domingo de enero, Geroge no salió de casa en toda la mañana. La imprenta estaba
cerrada, su mujer no estaba por casa, todo el mundo estaba tranquilo, fuera
hacía un frío terrorífico y la chimenea del salón estaba encendida. Él estuvo
toda la mañana escondido en su despacho y después de comer se recostó en uno de
los sofás del salón con el periódico y un par de libros. Alguna hoja de apuntes
y su pipa que encendí tres veces en el periodo de media hora.
—¿Cuándo den las cinco creéis que tendréis la voluntad
de levantaros para ir a la biblioteca? —Le pregunté, pues le vi demasiado
cómodo allí sentado como para que accediese a dar clases.
—Pensé que os dije que leyeseis al Marqués de Sade por
vos misma.
—He terminado el libro. —Dije, a lo que él levantó la
mirada con más asombro que curiosidad.
—¿Es eso verdad? —Asentí, él dudó.
—Me he excedido en mis horarios, sin vuestro
consentimiento. Antes de darme cuenta eran más de las ocho de la tarde algunos
días, y otros no podía evitar lanzarme a la biblioteca antes de las cuatro para
comenzar a leer.
George se incorporó un poco y me pidió que me sentase
a su lado, dejando el periódico a un lado.
—¿Y bien? ¿Cómo os ha hecho sentir este libro?
—Extraña. —Dije, intentando buscar las palabras dentro
de mi reducido vocabulario—. Teníais razón en todo lo que dijisteis, no logro
entender cómo puede este libro formular ideas morales tan incorrectas,
descabelladas y crueles y sin embargo no logro encontrar el punto en donde yo
pueda rebatirlas. Me hace sentir vulnerable y al mismo tiempo empoderada.
Dolida conmigo misma por formar parte de su ideario y al mismo tiempo culpable,
por no ser capaz de expresarlo de la misma manera en que él lo hace.
—Te recuerdo que él es un hombre conflictivo,
encerrado varias veces en un psiquiátrico y otras tantas detenido por conductas
obscenas…
—Y sin embargo es capaz de justificar el matricidio
con una coherencia y una desfachatez que soy incapaz de contradecirlo.
—¿Eso es con todo lo que te quedas? —Preguntó,
sorprendido—. ¿Acaso no te han escandalizado las graficas escenas de violencia
y abuso sexual? ¿No te han llegado a exasperar las actitudes de la protagonista
frente a sus desgracias?
—Sí, todo lo que vos decís. Pero el personaje de ese
joven marqués, el señor Bressac, el joven homosexual que quiere matar a su
madre…
—¿Qué ocurre con él?
—¿Creéis que es una representación joven del propio
autor? —Le pregunté.
—Ahora que lo decís, sí, puede ser. ¿Qué ocurre con él?
—Ha conseguido cautivarme… —Solté haciendo que su
expresión se crispara con horror. Tal vez miedo.
—¿Cómo es eso?
—Ojalá pudiera entenderlo. —Suspiré—. De verdad os lo
digo. Pero me parece el hombre más libre que haya creado Dios. Es libre en
cuanto a sus gustos sexuales, es libre en cuanto a manejar la moralidad —suya y
la de los demás— a placer. Es un manipulador y un ambicioso joven que solo
desea degustar cada pequeño placer que le dé la vida, y no le importa si es
incorrecto o erróneo. No le importa si es ilegal o moralmente reprobable. Solo
satisface sus deseos.
—Es probablemente el personaje más atrapado en sí
mismo que hay en todo el libro. Es el más infeliz con diferencia porque ni es
libre ni es capaz de librarse de todo aquello que lo retiene a una vida
encorsetada. —Me contradijo, con el ceño fruncido, temiendo que no hubiese
entendido la historia—. Es un pobre demente, un egocéntrico y narcisista
marqués capaz de matar a su madre por codicia y de desollar a latigazos a una
joven por placer. ¿Y os ha cautivado?
—Sí. —Solté, haciéndole dar un respingo—. Es el único
personaje que justifica con moral sus actos. El resto se limita justificarse
con Dios o con su propia satisfacción. Tal vez incluso con codicia. Pero él es
el único que se esfuerza por dar un razonamiento moral, es capaz de truncar el
mundo si con eso es capaz de justificar sus desfases. Sus párrafos filosóficos
y morales son probablemente lo mejor del libro. Él es lo mejor, a pesar de que
apenas sea un figurante más.
—Así que postulas que no importa si la moral es la
correcta siempre y cuando esté bien justificada.
—Así es. —Dije mientras él se sonreía, estaba a punto
de ponerme en un aprieto. O al menos, de intentarlo.
—¿Así que no te importa si un gobernante aprueba leyes
que vayan en contra de la vida y estén a favor de la crueldad hacia las
personas siempre y cuando las justifique adecuadamente, o al menos lo
suficientemente bien propuestas como para que todo el mundo las apoye?
—¿Acaso eso no es la política? ¿Acaso eso no es lo que
se hace ya? Ese es el mundo el que vivimos.
George quedó largo tiempo meditando, llevándose la
pipa a los labios para después soltar una larga calada de humo por las aletas
de la nariz. Me miraba con intensidad, como si intentase buscar un hilo del que
tirar dentro de mi argumentación para poder rebatirme, pero acabó soltando un
suspiro, exhausto y sin ánimo de seguir indagando.
—Según tu ética, —dijo—, si te argumento un buen
motivo para convenceros de que matéis a mi esposa… ¿lo haríais?
—Y sin argumento. —Dije, con media sonrisa—. Vos ya
ejercéis influencia suficiente sobre mí como para no necesitar justificaros de
nada.
—Es por ese motivo por el que me soportas. ¿Cierto? No
soportas mi trabajo, odias mi periódico, odias lo que escribo en él y quienes
trabajan a mi lado. Odias mi actitud para con muchos otros burgueses como yo y
odias la persona que soy a veces. Pero ejerzo fuerza suficiente como para que
sigas a mi lado. ¿Cómo es eso? ¿Como la fuerza de atracción de un cuerpo
celeste a otro?
—Solo os odiaría si mi odio fuese correspondido. Pero
sé que no podéis odiarme aún si no pienso como usted, incluso si mis ideas
políticas o religiosas son contrarias a las vuestras. Incluso económicas.
—Es culpa mía. —Dijo él, lamentándose pero con una
sonrisa—. Yo te he enseñado lo suficiente como para saber que siempre hay que
remar hacia el lado que más nos conviene y nunca al revés.
—Nunca podría odiaros. —Dije, a lo que él soltó una
gran nube de humo entre ambos—. Me rescatasteis de la calle, me disteis un
hogar. Jamás me habéis hecho daño, sois un ángel.
—Sin embargo tus argumentaciones me asustan, como si
fueseis una cazabrujas.
…
Cuando llegamos a la biblioteca él guardó el
manuscrito de El Marqués de Sade que había sobre el escritorio dentro del cajón
de donde lo había sacado el primer día y vagó la mirada por las estanterías
repletas. Después se volvió a mí y se me quedó mirando con curiosidad.
—¿Quieres volver a escoger? Mira que sigues en la
línea de El Marqués de Sade, lo siguiente más perverso que tengo por aquí es
una Biblia…
—Elegid vos. ¿Os parece bien? Una vez yo, una vez vos.
Así alternaremos gustos.
—Los libros que yo te escojo no son por gusto. Son
porque creo que son necesarios para tu instrucción. Para tu aprendizaje. Si te
diese a leer solo lo que me gusta apenas si leeríais un par de libros.
—¿No consideráis al Marqués de Sade digno de
clasificarse como instructivo? —Le pregunté mientras él miraba con una sonrisa
pérfida.
—En cuanto a instrucción moral ya he comprobado que no
sirve como profesor. Sin embargo en el ámbito sexual puede que el autor deje
cosas en el tintero, pero es bastante explícito en algunos aspectos.
—¿Qué creéis que se ha dejado en el tintero? —Le
pregunté mientras él sacaba algunos tomos y los dejaba después en su sitio tras
leer su portada.
—El placer femenino. Todo el libro está enfocado al
placer masculino, desde los abusos hasta las violaciones grupales. Todo está
enfocado en el placer masculino, exclusivamente. Las mujeres también podéis…
—Se detuvo comprobando que estaba hablando de algo demasiado explícito como
para hacerme sonrojar, sin embargo yo no me ruboricé, fue él quien lo hizo.
—Entiendo lo que decís. —Dije para intentar no
obligarle a continuar—. ¿Qué me sugerís para aprender sobre el placer femenino?
¿Ovidio, tal vez?
—Si quieres saber sobre sexo mejor no busques en
libros. —Soltó, tajante—. Nadie puede hablarte de sexo mejor que tu propio
cuerpo. —Después de decirlo se volvió a mí con media sonrisa incómoda—. Seguro
que eso le dijeron al Marqués de Sade y se lo tomó demasiado a pecho. —Volvió
la vista hacia la estantería—. Búscate un buen hombre que manifieste devoción
por ti, y el placer llegará solo.
—Hum. —Solté mientras él cogía un par de libros en sus
manos.
—¿Sabías que hubo una época, durante el imperio romano
creo recordar, que se creía que para que las mujeres quedasen embarazadas los
hombres debían asegurarse de que las mujeres llegasen al clímax? Si no llegaban
al clímax, ella no quedaba embarazada…
—¿De veras?
—Afortunadamente, o por desgracia, se demostró que no
es verdad. —Alzó en cada mano un libro—. ¿Discurso del método o Reglas para la
dirección de la mente?
—¿Descartes?
—Correcto.
—El Discurso del método. ¿Me gustará?
—No. —Dijo él soltando una risilla—. Pero tal vez os
agrade más de lo que esperáis. Es dulce y agradable al divagar. Y tal vez debas
darle la razón más veces de las que deseas.
Cuando nos hubimos sentado el uno al lado del otro y
el libro estaba abierto de par en par, regresó a mi mente lo ocurrido hacía dos
días. No pude evitar volverme a él para comentárselo.
—El otro día me reencontré con un viejo amigo. —Solté
a lo que él asintió con media sonrisa curiosa—. Trabaja para el carnicero que
nos provee de carne.
—¿Un compañero del hospicio? —Preguntó pensativo.
—Le dije que podría visitarme alguna otra vez. ¿Os
importaría?
—En absoluto. —Me dijo como si en aquella petición él
no tuviera el derecho de inmiscuirse—. No me pidas permiso como si fueras mi
hija. Y en tus horas libres eres libre de hacer lo que te venga en gana. Eres
inteligente y confío en ti. No necesitas pedirme permiso si quieres irte por
ahí con él.
—¿No soy vuestra hija? —Le pregunté en un tono más
triste del que pretendía solo por verle temblar.
—No me lo preguntéis así. —Se sonrió—. Volved a la
lectura. O me haréis enfadar.
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