TRANSMUTACIÓN [Parte IV] - Capítulo 8

 

Capítulo 8

“Perlas de revolución”

París, Francia. S. XVIII. 1776.

25 — enero — 1793.

 

A primera hora de la mañana, antes de que el señor partiese hacia la editorial llegó una carta con el periódico. Yo le extendí a él primero la carta, pero antes de interesarse en ella se hizo con el periódico y se sentó a la mesa, resignado a alargar un poco más su desayuno a causa de las nuevas que rechazaba elegantemente. El tiempo parecía que nos daba una leve tregua y de vez en cuando se asomaban un par de rayos atravesando la cristalera del salón para caer sobre la mesa. Apenas si estaba amaneciendo pero lo hacía con fuerza. No duraría demasiado.

—¿Querida, harías el favor de encenderme la pipa? —Me pidió mientras desplegaba el periódico y pasaba rápidamente a la sección de economía. La carta había quedado sola y desamparada en la mesa, al lado de la taza de café vacía y un platito con migas de un poco de bizcocho. Yo me acerqué la pipa, la rellené con un poco del tabaco que guardaba en mi saquito de cuero y después la encendí, extendiéndosela a él hacia sus labios, que entreabrió para que yo le colocase entre ellos la boquilla de la pipa.

—Es de su esposa. —Le aclaré, intentando que ese comentario le animase a leer la carta pero no pareció que aquello le sorprendiese lo más mínimo.

—Ya me lo suponía yo. Ella es así de inoportuna, me temo.

—Si no deseáis leerla ahora la llevaré a vuestro despacho para que podáis leerla más tarde…

—No es necesario. La leeré después del periódico. —Igual que un niño caprichoso ignoró la carta solo por el placer de que creía estar haciéndole daño a alguien, pero no se daba cuenta de que en realidad el único que estaba siendo damnificado por ello era él mismo, retrasando así su partida a la imprenta. Al fin logró desentenderse del periódico doblándolo precipitadamente. Más que eso, hastiado—. No entiendo la función de los periódicos. No les encuentro el sentido ni la razón de ser. Las noticias siempre son las mismas, los cambios políticos nunca evolucionan a nada nuevo y la economía se rige siempre bajo los mismos sistemas. ¡Y los sucesos! Nada más que barbarie humana.

—Vos tenéis un periódico. —Le dije mientras sonreía y él pareció darse cuenta de aquello justo en ese momento.

—Con más razón lo digo. Para lo único que sirven los periódicos es para dar trabajo, talar árboles y entretener a las personas para evitar hablar con sus familiares. —Al fin decidió recoger la carta y la abrió con impaciencia y desesperación, como si quisiese quitarse esa opresión cuanto antes. Leyó en alto. Era un mensaje escueto pero directo.

 

Querido esposo.

Dado que hasta ahora no he recibido una sola carta vuestra, ni un mensaje, ni tampoco un aviso, he tomado una resolución. Si antes de este domingo, teniendo en cuenta que escribo esto en miércoles, no he recibido una respuesta en cuanto a vuestro traslado a mi lado, me veré en la obligación de haceros conocedor de mi determinación por encargarle a alguien que pase por la casa a recoger el resto de mis pertenencias. La muerte del rey ha hecho eco por toda Francia y aquí se ha recibido como una muestra de la ferocidad a la que están dispuestos a llegar esos jacobinos y sans—culottes. Si vos no tenéis miedo, es que me he casado con un inconsciente o un loco.

Este es mi último aviso. La semana que viene, si no cejáis en ignorar mis peticiones, habré de enviar a alguien.

Recapacitad, esposo.

Firma, blah blah…

 

Tras leerla lanzó la carta a algún punto de la mesa sobre el periódico arrugado allí y me miró con desdén y algo de preocupación, buscando consejo en mis palabras, o tal vez buscando oír lo que quería que le dijesen.

—¿Creéis que debería escribirla?

—¿No la habéis escrito aún desde que marchó la señora? —Le pregunté, algo sorprendida pero él negó en rotundo.

—Y hasta que habéis puesto esa cara de sorpresa pensé que había hecho bien. No deseo tener contacto con ella, es ella quien nos ha abandonado. Bien puede haberse marchado al Edén que no pienso ir tras ella.

—Al menos una carta, algo para que ella sepa que estáis bien y que la vida aquí no parece un infierno como ella debe estar creyendo. Si calláis tal vez ella piense que tiene razón y estáis preocupado y atemorizado.

—Eso no puedo permitirlo. —Dijo él, tomando la resolución de escribirle una carta. —Le diré que estoy bien aquí y que no pienso marcharme.

—¿No deseáis ir con ella? —Le pregunté aunque sabía la respuesta, pero mi pregunta le creó dudas que antes no existían en su mente.

—¿Deseáis que me vaya? —Preguntó con toda la congoja de la que era capaz—. ¿Creéis que estoy en peligro aquí?

—Ambos sabemos que sí, pero si vos de verdad deseáis quedaros, a mí me parece bien. Estaré donde vos estéis y no pienso alejarme de vos, aunque vayáis a la Conchinchina.

Él soltó una calada de hubo que revoloteó un tiempo entre nosotros y acabó extendiendo la mano para agarrar la mía. Yo acaricié su pulgar con el mío.

—Le escribiré, aunque sea para decirle que puede venir alguien a recoger sus cosas. ¿Crees que nos vaciará la casa? —Bromeó.

—Si a caso se llevará algún cucharón, pero no creo que notemos la ausencia de nada más. —El se desternilló mientras doblaba la carta de nuevo y la metía en el sobre—. ¿Puedo haceros una pregunta? —El asintió—. ¿Cómo es que recibís periódicos de diferentes editoriales pero nunca os he visto con un periódico de vuestra imprenta?

—Porque mi periódico está plagado de mentiras. —Dijo con resolución levantándose de la mesa, colando debajo del brazo el periódico y la carta de su esposa.

—¿De veras?

—Sí, como todos los periódicos. Pero mis mentiras ya las conozco, las he inventado yo. Por eso me gusta leer las de los demás, siempre es más entretenido reírse de los chistes ajenos que de los propios. —Yo le miré con una expresión mezcla de sorpresa y decepción—. Cariño mío. —Atusó mi mentón—. Cuando hay dinero de por medio no existen la verdad ni la razón. Cuanto antes lo sepas mejor.

 

 

Pasadas las diez Matilde se quitó el delantal y se puso sobre los hombros una gruesa chaqueta de lana gris. Agarró un cesto de alguna parte y se lo colgó del antebrazo volviéndose a mí mientras yo amasaba una bola de masa enharinada para hacer un postre.

—Te quedas sola. Tomás ha partido al carpintero para que le venda un barniz para madera. Tenemos que darle una capa a un par de muebles. ¿Oíste? Te quedas al cargo de la casa. Yo tengo que ir al mercado a por fruta y verdura. ¡Vendrá el carnicero con el pedido que le hice ayer! Tal vez venga alguno de los empleados, él me dijo que se quedaría en el mercado toda la mañana.

—Oído. —Le dije mientras me dejaba caer sobre el rodillo para hacer presión sobre este y la masa cediese. Ella no quedaba convencida de que realmente le hubiese escuchado.

—Guarda la carne en la alacena. Excepto el solomillo. Tengo que meterlo al horno cuando regrese del mercado.

—Entendido.

—El pedido son unas costillas de cerdo, un solomillo, varias manitas de cerdo y una lengua de ternera. ¿Escuchaste? Nada más ni nada menos. Ya está pagado, así que si el pilluelo que te traiga la compra te pide algo le mandas a paseo con una patada en el trasero.

—Una patada en el trasero. Entendido jefa. A tus órdenes. —Le dije y ella pareció más convencida. Se cubrió mejor con la chaqueta y salió por la puerta de la cocina en dirección al jardín y después le oí cruzar la verja por el chirrido que soltaba la puerta de la valla al moverse. En la cocina entró una corriente helada del viento que se había colado desde el jardín. Había removido el bajo de mis faldas pero solo fue un instante hasta que ella desapareció detrás de la puerta. Seguí amasando hasta que la masa estuvo más elástica y compacta. Hasta que pude manejarla con las manos y no se rompía o escamaba. Era suave y pero aún no olía dulce. Solo a masa. La dividí en partes, amasé cada parte para amoldarla a una base metálica y después las introduje en el horno para que se dorasen. Antes de haber terminado de limpiar la mesa de harina alguien entraba a través de la reja de la parte principal, recorría con pasos descuidados todo el jardín y antes de darme cuenta se acerca un hombre a la puerta trasera de la casa. llamó con los nudillos varias veces hasta que al fin yo contesté por él.

—¡Entre! La puerta está abierta. —Le dije a aquel hombre mientras terminaba de pasar una bayeta húmeda por la mesa para eliminar todo rastro de harina de ella y allí poner la carne que me traerían. Un muchacho no mucho mayor que yo estaba ataviado con un cesto lleno de carne y colgando de su espalda una cuerda que sujetaba con una mano donde descansaba medio costillar.

—¿Es aquí donde trabaja la señora Matilde? ¿Está en casa?

—No, ha ido al mercado. Soy la única que puede atenderte ahora. —El chico me miró de arriba abajo. De seguro que conocería a Mathilde de haberla visto en el mercado pero se le notaba inquieto y algo descuidado, incómodo e incluso avergonzado, más que de seguro que llevaría poco tiempo trabajando como repartidor a domicilio en la carnicería. Seguro que menos de seis meses. Sus ojos eran azules, muy claros y su cabello también lo era. Algo alborotado y con las manos sucias, junto con un par de manchas de sangre seca en las mejillas. Seguro que había estado cortando o deshuesando alguna pieza antes de llegar aquí.

—Si no tengo mal entendido es medio costillar, solomillo, un par de manitas de cerdo y una lengua, ¿me equivoco?

—No te equivocas. —Le dije mientras descansaba el costillar amarrado con un gancho a la cuerda que sujetaba a la espalda. Lo dejó sobre la mesa y yo le hice espacio para las demás cosas. La lengua venía envuelta en papel pero las manitas sueltas y el solomillo también, todo aquello en la cesta. Allí dentro quedaron varias ristras de morcillas y unos callos para algún otro cliente.

—El pago ya está hecho. —Me dijo él dando por finalizado el trabajo pero al ver que yo intentaba coger el costillar para llevármelo y colgarlo de la despensa se ofreció a ayudarme. Le quedé agradecida y yo misma guardé el resto en un cestillo. Mientras lo hacía, no pude evitar mirar al muchacho. Su cabello se ondulaba hacia arriba en las puntas alrededor de sus orejas como si fuesen los tallos de florecitas que buscan el sol para terminar de germinar. Sus pestañas eran tan pálidas como su cabello y su nariz estaba roja, no sé si por el frío o la vergüenza. Pero aquella naricita colorada, y aquellas mejillas que extendían su rubor hacia las orejas las reconocí al instante. No fueron las formas o los contornos, fue el rubor lo que lo delató.

Cuando estaba a punto de coger su cesta para largarse yo le sujeté  de la mandíbula, hundiendo mis dedos en cada una de sus mejillas y le volví el rostro a mí. Era él, nada podía negármelo ya. Le había reconocido y él pareció más alarmado que sorprendido por mi reacción.

—¿Paul? —Le pregunté, casi le llamé. Llamé a aquel niño que quedaba aún en algún rincón de mi memoria y esperaba que el mismo niño que él almacenaba de alguna manera me oyese y se reencontrase conmigo.  Su nombre produjo en él una sorpresa que le obligó a mirarme de la misma forma en que yo le miraba, directamente e intentando buscar algo más detrás de aquellos rostro y aquellas expresiones. Algo más detrás del presente y de la sangre, algo en algún frío y oscuro cuarto de un orfanato.

—¿Mina? —Preguntó él, no muy seguro pero con el paso de los siguientes segundos y mi sonrisa, la idea se fue aclarando en su mente. Se separó de mí y de mi agarré, para verme desde una distancia prudente de arriba abajo. No podía creérselo igual que yo tampoco me lo creía. Me sujetó las manos, me extendió los brazos para poder verme en toda mi extensión y después me dio media vuelta, luego la vuelta entera—. ¡Benditos los ojos! ¡Cuán diferente estás desde la última vez que te vi! Eras un ratoncito, un pequeño bulto que se acurrucaba conmigo en la cama. —Me cogió del mentón y me hizo volver el rostro en todas direcciones.

—¿Tanto he cambiado? Yo no me veo tan diferente…

—¡Estás irreconocible! Eres toda una mujer. —Me dijo, y aquella vez fue la primera en la que yo misma fui consciente de mi verdadera evolución. Es cierto que había empezado a menstruar a los trece años, que me habían crecido los senos y había crecido en tamaño y peso. El pelo lo tenía limpio, y el rostro no estaba cubierto de mugre, pero eso era lo único en lo que yo veía la diferencia.

—Si cambias la harina por mugre estoy exactamente igual. —Le dije y él se desternilló. aún estaba paralizado por la sorpresa. Era incapaz de sacar palabras para decirme o incluso preguntas que hacerme. Antes de poder dejarle decir nada me hice con un paño y le limpié la sangre de la cara. Creo que le reconocí por la mugre de su rostro no por el resto de sus cualidades.

—¿Cómo acabaste aquí? ¡Aquel fatídico día! —Comenzaba a rememorar la causa de nuestra separación—. ¿Cómo se te ocurrió escaparte del hospicio? ¡No sabes lo preocupados que estuvimos todos durante mucho tiempo! ¡Yo mismo pensé en salir a buscarte pero no me dejaron! Eres una inconsciente, eres una caprichosa y una… —Yo le sujeté las mejillas y se las oprimí para que no siguiese hablando en esos términos. Él se sorprendió de mi agarre y al segundo suavizó su expresión.

—Sé que debisteis pasarlo mal pero…

—¿Nosotros? ¿Y tú? —Me preguntó, más interesado en mí—. Cuando pienso que pudiste pasar meses o años viviendo en las calles, royendo migas de pan y peleando contra las ratas para encontrar un lugar seco donde dormir…

—No ocurrió nada de eso. —Le dije, divertida—. Aquella misma noche me encontré con mi señor, el dueño de esta casa y me recogió para que trabajase a su servicio. —Mis palabras le hicieron sospechar que algo más se escondida en aquella buena voluntad de mi señor.

—¿Así por las buenas? —Preguntó, levantando una ceja—. ¿No sería un pervertido? Seguro que os mata de hambre…

—¡No! Nada de eso. Al contrario, es un buen hombre que me ha criado como a su hija. Es más, me ha enseñado a leer y escribir. Y me instruye sobre historia, política y filosofía…

—Mucha pena debiste de darle a Dios aquella noche para que cruzase a un ángel tal en tu camino.

—Eso mismo pienso yo. —Dije mientras él se hacía de nuevo con la cesta de los embutidos y se la colocaba bajo el brazo.

—¡Cuánto tiempo! —Seguía embelesado por el recuerdo—. aún no lo asumo. ¿Podré venir a verte a menudo? Ahora que al fin te he encontrado, ¿crees que será adecuado?

—Me encantaría. —Le dije con una sonrisa mientras él daba media vuelta y salía por la puerta.

—¡Ya verás cuando se lo cuente a Neil! No se lo va a… —Se cortó a sí mismo—. ¡NEIL! Dios mío, Neil. Puede que le dé un ataque al corazón si le dijo que sé dónde estás viviendo.

—Paul. —Dije, su nombre en mi boca tenía un sabor agridulce. Más amargo de lo que me hubiera gustado sentir—. ¿Aún sabes de él? Han pasado muchos años…

—Claro que sé de él. Seguimos siendo buenos amigos. ¡Dios mío!

—¿Crees que podría…? —Dejé en el aire mientras él se me quedaba mirando con una sonrisa, consciente de que deseaba verle, pero en mi entonación dejaba claro que no estaba segura de que me recibiese con buenos ojos.

—Se lo comentaré.  —Miró a la calle, impaciente por seguir trabajando—. Tendrás noticias mías muy pronto. ¡Dios mío, Mina! —Se fue, hablando consigo mismo—. ¡Dios mío, qué bueno eres regalándome este dulce en un día tan gris! Al fin la hemos encontrado… tantos, tantos años desde que nos abandonó. Y ya es toda una señorita… cuando se entere Neil será capaz de poner Paris del revés por venir a verla…

 



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