TRANSMUTACIÓN [Parte IV] - Capítulo 10

 

Capítulo 10

“Perlas de revolución”

París, Francia. S. XVIII. 1776.

28 — enero — 1793

 

Lunes. Había pasado ya una semana desde que condenaron a Luis XVI a una condena perpetua en un lecho de pino bajo tierra. La mañana fue como cualquier otra de días cotidianos. El señor se marchó a su imprenta nada más hubo terminado el desayuno y yo me pasé el día de un lado para otro limpiando el salón, ordenando la habitación del señor, paseándome por la biblioteca cuando tenía unos minutos libres y mirando a través de las ventanas a la espera del regreso del señor o tal vez las noticias de Paul que venía a visitarme. Solía pensar en el señor con frecuencia, George ocupaba mis pensamientos con un agradable candor, como el humo extendiéndose a lo alto y ancho de la habitación como solía hacer el humo de su pipa. Pensar en él me reconfortaba, me tranquilizaba y me sentía como si hubiese alcanzado una meta. No deseaba nada más y sin embargo tenerle era como abrir una puerta hacia una dimensión que no era capaz de abarcar con la mirada. Él lo era todo desde que lo conocí, era la inmensidad y también la desazón. Era el motivo por el que me levantaba, la excusa para leer y la mejor manera de conocerme a mí misma.

A medio día llegó Geroge a comer y lo hizo en completo silencio y llenando la habitación del humo de su pipa. Pasó las páginas de un periódico y después se pasó la mano repetidas veces por la barbilla. Comió en silencio y pensativo, seguramente por asuntos de su imprenta y yo le molesté hasta que hubo terminado y le retiré todos los platos. Cuando estuve a punto de decirle que de postre tendríamos una deliciosa tarta de nueces llamaron a la puerta principal y hube de dejarle los platos donde estaban porque Mathilde no saldría de la cocina y Tomás estaba haciendo recados fuera de la casa. Un muchachito aguardaba allí con un par de cartas y una expresión halagüeña.

—Carta para el señor George Louis Antonelle. —Dijo el muchacho levantando una de las cartas que traía de la mano extendiéndomela—. ¿Es aquí?

—Aquí es. —Dije mientras cogía la carta pero él no parecía dispuesto a marcharse. Cogió la otra que traía de la mano y leyó sobre el sobre otro nombre cuando yo ya estaba cerrando la puerta.

—Carta para la señorita Mina. ¿Es aquí?

—Soy yo. —Dije confusa y algo curiosa. Yo nunca recibía correo, más que nada porque nadie que conociese tenía interés en escribirme. La carta que me extendía no era más que un papel doblado a la mitad con mi nombre en la parte exterior pero el muchacho me lo entregó como si fuese el correo del Rey—. ¿De quién es? —Le pregunté a lo que él señaló la calle paralela a nuestra casa.

—Un chico, mayor que yo. —Dijo alzando su mano para medir la altura de este, su mano no podía alcanzar aquella altura—. Dijo que si venía para esta casa, yo le dije que sí. Dijo: Dale esto a la señorita Mina. ¿Es vuestro enamorado? —Ante la pregunta del joven desdoblé el papel para ver el nombre de Paul firmando aquellas letras. Le sonreí con candidez.

—Solo es un amigo. —Eso no pareció satisfacerle.

—Eso decís todas. —Dijo, dándose la vuelta y comenzando a habar consigo mismo—. ¡Como si no supiese yo que al final todas acaban enamorándose de esos poemas y de toda esa palabrería!

Cuando cerré, riéndome por las palabras que soltaba aquel niño, y volví al interior de la casa repentinamente la carta para el señor tomó predominancia en mi curiosidad y leí el nombre del remitente. Era de su esposa. Con una expresión de desazón y una mueca de incertidumbre me acerqué a la mesa del señor y en vez de retirarle los platos le extendí la carta que él se quedó mirando con desdén y resignación.

—Ha vuelto a escribirle. —Le resumí—. Le escribisteis, ¿no es cierto?

—Así es. —Dijo con seguridad mientras cogía su carta con una mano algo lívida y leyó con curiosidad el nombre de su esposa allí escrito como si fuese la primera vez que ella le envía una carta—. Le mostré mi más rotundo rechazo ante la idea de mudarme con ella a ninguna parte y le advertí que si deseaba enviar a alguien a por sus cosas debía hacerlo cuanto antes para no perder más tiempo. Esta debe ser su contestación. —Arrojó la carta al otro lado de la mesa con desinterés y siguió leyendo el periódico. Yo solté un suspiro, resignada con su actuación. Me guardé mi propia carta en algún bolsillo del mandil y le comencé a retirar los platos cuando su mirada recayó en mí. Me había visto esconderme la carta—. ¿Y esa?

—Es mía. —Dije mientras apilaba dos platos sobre un tercero y ya tenía la palabra pastel en la boca cuando en su rostro se dibujó media sonrisa siniestra.

—¿Algo que deba saber?

—Nada que os concierna. —Solté dejándole helado y con una mueca de pasmo—. De postre tenemos un pastel de nueces y unos higos. ¿Deseáis que os traiga ambas cosas o con una de ellas os conformáis?

—¿Puedo prescindir de alguno de ellos si me revelas qué es eso que te has escondido?

—Me temo que no cabe esa opción en el menú. —Dije y acabé por retirarle los platos. El quedó allí sonriendo y yo me desplacé a la cocina. Volqué un pedazo de pastel en un plato y puse un par de higos a un lado de este. Coloqué a un lado un tenedor pequeño y cuando regresé al salón se lo puse delante. La carta de su esposa había desparecido de la mesa y ahora la tenía en su mano, abierta, él estaba leyendo el contenido. Pensé que me chantajearía con saber qué decía pero fue directo, como si hubiese perdido el interés por saber qué era lo que había recibido yo.

—Mañana llegarán Alexia y otra dama de compañía a recoger las cosas de mi esposa. Vendrán en un carro con un cochero que también hará las labores de mudanza. —Soltó la carta con el mismo desinterés que la vez anterior sobre el mantel—. Vendrán alrededor de las doce. ¡Cómo sabe que así me estropeará la hora de la comida! Es mala hasta en las despedidas.

—¿Es esto una despedida?

—Es más bien un corte por lo sano. Cómo arrancar una mala hierba de la tierra.

—¿Es ella la mala hierba?

—No. —Soltó, desanimado—. Lo soy yo.

—¿Deseáis que yo les ayude en las tareas? Tal vez pueda echar una mano.

—No. —Dijo, tras una corta meditación—. Tú trabajas para mí y eres mi sirvienta. Tú estarás a mi lado, atendiéndome en la hora de la comida. —Se pasó el dedo índice por debajo del labio inferior y después se vio necesitado de la pipa. Se la encendió solo.

—¿Queréis que me quede a vuestro lado para hacer menos doloroso el corte?

—No. —Suspiró. Cuando recondujo su mirada hacia mí, su expresión se destensó. Pareció incluso traído de vuelta a la realidad, o puede que alejado de ella gracias a mí. En cualquier caso, mirarme le hizo dulcificar su expresión y medio sonrió con la pipa en la boca—. Tú no te preocupes por nada. Yo me encargo de todo.

—¿Estaréis a las cinco en la biblioteca? —Le pregunté a lo que él  alzó las cejas.

—¿Y tú? —Preguntó mirando el bolsillo de mi mandil. Yo di un respingo y saqué la carta del interior. La leí rápido y le miré con una sonrisa—. Estoy libre hasta las nueve.

 

 

La carta que Paul me había hecho llegar decía así:

 

Querida Mina, si estás libre hoy te espero frente a nuestra señora de Notre Dame a las nueve en punto. Neil estará encantado de recibirte. Iremos a verle si es lo que deseas. Si no, me conformaré con invitarte a algo caliente en alguna taberna de la zona. Nos vemos esta noche.

Paul.

 

La letra era demasiado perfecta para ser la de él dado que dudaba que él supiese siquiera escribir. Nunca había aprendido cuando estuvimos viviendo en el orfanato y para estar trabajando de ayudante de un carnicero dudo mucho que tuviese como yo la oportunidad de poder aprender caligrafía y lectura. Sin embargo eran sus palabras, era su nombre y la idea de reencontrarme con él afloraba en mi estomago unos nervios que me quitaron el hambre por el resto del día. Sin embargo era el nombre de Neil allí colocado, tan estratégicamente que incluso parecía que el resto del texto se había construido alrededor de él, lo que me producía vértigo.

Durante las horas en la biblioteca, George no dijo nada al respecto ni pareció contrariado. Leímos a Descartes como él propuso el día anterior y sentados allí pude comprender que era mucho más que un padre para mí, mucho más que un profesor o una figura paterna. Era todo lo que podía abarcar con mis emociones, se amoldaba a mí tanto como yo podía hacerlo a él y no era más que un compañero de viaje en esta vida, en este mundo. Yo tampoco era más para él. Un compañero que caminaría a su lado hasta que llegase el último día. Ojalá hubiera sido mi padre, para que me contradijese, ojalá hubiera sido mi hermano para que me enseñase, y ojalá haber sido su esposa para poder compartir intimidad con él. Pero al verle, solo me veía a mí misma, como reflejada en un espejo sucio, me conocía, me reconocía en él y todo lo que yo era y quería, también estaba al otro lado. Por eso no podía ser mi hermano, ni mi padre, ni mi amante, porque era yo. En otro cuerpo. Ya era todas aquellas cosas sin serlo realmente. Tal vez lo hubiese sido, tal vez aún no era el momento.

A las siete y media se le sirvió la cena y cuando se dirigía a su despacho para encerrarse allí hasta que tuviese sueño y se acostase me miró mientras estaba a punto de doblar la esquina del pasillo y yo recogía los platos de la cena. Me lanzó una sonrisa amable y cándida y yo le miré con un interrogante en mi expresión.

—¿A qué viene esa mirada? —Le pregunté, al borde del sonrojo.

—Si mañana a la hora del desayuno no estáis aquí para servírmelo haré llamar a todos los Gendarmes de París para ir en vuestra búsqueda. Y si os pasa algo, juro que yo mismo saldré a las calles para buscar a vuestro agresor.

—No os preocupéis. —Le dije, escandalizada—. Yo misma os despertaré mañana si así lo deseáis para que os quedéis tranquilo. —El me guiño un ojo y desapareció por el pasillo. Yo solté un suspiro y terminé por recoger la mesa para asearme y alistarme antes de salir.

 

 

Las calles estaban heladas y el viento que soplaba cortaba la piel de cualquiera que estuviese fuera de casa a aquellas horas. No era muy tarde pero el sol se había escondido ya hacía tiempo y ya no quedaba fuente de calor que nos reconfortase en aquel final de enero. Una ligera niebla recorría las calles llenándolas de bruma y misterio. Sin embargo, había aún gente yendo de un lado a otro. Las personas no parecían darse cuenta del frío o siquiera de la hora. Pero igual que yo todos aquellos que habían terminado de trabajar se dirigían a sus casas o a otros menesteres. Los que deseaban pasar antes por las casas de comida se dirigían a las calles más concurridos y los que deseaban un buen trago de vino volaban como polillas hacia las farolas que colgaban de las ventanas de las tabernas. Los enamorados se reunían entre las sombras y la niebla y los ladrones se ocultaban hasta encontrar a una víctima a solas. Yo no sabía muy bien dónde encajaba dentro de ese cuadro pero tenía un lugar y una hora, tenía un objeto y los nervios desbordándome los intestinos. Así que de alguna u otra manera aquel también era mi escenario, y la comedia empezaba a las nueve. Tal vez fuese una tragedia. Habría que esperar a la crítica del público para saberlo.

Notre Dame era tremendamente espeluznante de noche y en neblina. Sin embargo sí que conseguía transmitirme una sensación de sosiego y calma, como si una gran madre protectora vigilase los pasos de todos los viandantes que pasaban alrededor. Como si una diosa de alguna extraña especie extinta se asomase al mundo a través de la tierra para observar a unos pequeños seres que de algún modo la veneraban y ni siquiera sabía por qué. Yo no me puse nada especial, tampoco deseaba ponerme un vestido de luto que me habían comprado y mucho menos uno de gala que me había regalado George para alguna ocasión especial pero que ni siquiera había estrenado. Y con el tiempo dejaría de valerme. Me quité el delantal, me enfundé un grueso jersey de punto sobre el vestido gris que ya llevaba y me coloqué una bufanda al cuello. Sin embargo una vez fuera me di cuenta que debería haber cogido al menos un gabán, pero no me había esperado que la niebla se me fuese a meter por cada uno de los huesos de mi cuerpo.

—¡Mina! —Una voz me llamó desde algún punto de la niebla. A través de la calle, desde la otra punta de la fachada delantera de la catedral, apareció Paul corriendo en mi dirección. Sus cabellos estaban ligeramente ondulados como la última vez que le había visto y en su mirada percibí el brillo del reencuentro. Me saludó aún a lo lejos, agitando la mano para que le divisase. Estaba solo y con el cuerpo cubierto por un gabán marrón oscuro. Todo él era ese gabán porque no lo llenaba con su cuerpo.

—Paul… —Le dije cuando estuvo a mi altura y posó su mano en mi cuello para besarme en la frente, como un hermano mayor. Me sentí reconfortada nada más con ese beso y yo le devolví el beso en la mejilla—. He llegado pronto…

—Espero que no hayas esperado mucho. —Dijo mientras escuchábamos como en las campanas de la catedral daban las nueve. Cuando los golpes terminaron él me rodeó los hombros con el brazo y se percató de que estaba temblando—. Por el amor de nuestra señora, ponte mi gabán. —Dijo mientras se deshacía del gabán y me rodeaba con él. Intenté negarme, pero ya me lo había colocado y estaba cálido y confortable. Me rodeé con él y me deshice de mi bufanda para rodearle a él el cuello con ella. Se dejó hacer porque subiéndome el cuello del gabán hasta el mentón no la necesitaba—. ¿A dónde deseas ir? —Me preguntó—. No te vendría mal algo caliente que meter al cuerpo. ¿Has cenado? Seguro que sí…

—Así es. —Dije mientras miraba alrededor—. Vayamos a tomar una copa de vino a algún lado. —Le pedí casi con miedo, como si mi invitación fuese algo que acostumbraba a hacer.

—Sé de un sitio perfecto. —Dijo, rodeándome los hombros con el brazo.

 

 


 

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