TRANSMUTACIÓN [Parte IV] - Capítulo 4

 

Capítulo 4

 “Perlas de revolución”

 París, Francia. S. XVIII. 1776.

18 — enero — 1793.

 

Cuando el sol había pasado su cenit el señor llegó a casa y se pasó media hora en su despacho. La casa consistía en un cúmulo de salas y habitaciones que parecían encajar todas con todas a través de cortos pasillos y escaleras. En la parte de abajo se encontraban la cocina, el recibidor con una sala de reunión donde se solían llevar a músicos y amigos para disfrutar de alguna fiesta o reunión, y por último la biblioteca del señor. Donde almacenaba estanterías repletas de libros, manuscritos y legajos que su familia y él habían ido adquiriendo con el paso de los años. En la planta superior se encontraban los dormitorios de los señores, un dormitorio de invitados, el despacho del señor, y un pequeño comedor donde se había acostumbrado a hacer sus horas de comidas. También donde la señora llevaba a sus amigas a tomar el té o simplemente a charlar. Nuestros dormitorios, los de los criados y trabajadores, se dividían en dos estancias. Mientras que Tomás y yo dormíamos en unos colchones en el altillo acompañados de algunos muebles viejos, Mathilde y Alexia dormían en un pequeño cuarto al lado de la cocina. En la parte trasera del edificio se encontraban las caballerizas y el huerto.

Hasta la una y media el señor no bajó al comedor y pidió que se le sirviera. Su esposa no le había reclamado y tampoco parecía hallarse en disposición de aparecer para comer. Era ella siempre la que guiaba las pautas de los horarios de las comidas pero aquél día pareció desaparecer, junto con Alexia, su criada. Se oía de vez en cuando el arrastre de algunos muebles, los pasos de Alexia subiendo y bajando desde el desván. Todo lo que se podía percibir de la señora eran las órdenes mandadas a Alexia cuyo estruendo de un lado a otro era lo único que se sentía. Desde primera hora de la mañana el ambiente estuvo más que cargado en la casa. El señor se fue, cierto, pero detrás de él dejó esa sensación tensa y tirante haciéndonos sentir a nosotros de la misma manera. El hecho de que la señora ni siquiera hubiese salido de casa y reclamase en todo momento las atenciones de Alexia fue el engranaje que hacía que todo se descuadrase, haciendo que la rueda del carro se perdiese y el carro volcase.

Cuando el señor llegó al salón y se sentó a la mesa se le sirvió una perdiz asada con guarnición de patatas y pimientos. Cuando lo había visto llegar traía la nariz y las mejillas coloradas por el frío que había soportado de camino a casa. Yo le insistía cada día en que cogiese el coche para ir a la editorial pero él se negaba en rotundo. Deseaba caminar solo por el placer de hacerlo, por el placer de sentir el viento en su rostro, el punto de abrigarse si hacía frío. Quería desentumecerse las piernas y por lo general caminaba para distraerse y no pensar, que es lo que haría en caso de tener que ir en el asiento de un coche. Algunas veces se mareaba en ellos si los trayectos que recorríamos eran de larga distancia, así que eso también podía ser un motivo añadido, a pesar de que la editorial no quedaba a más de un kilómetro a pie.

Tráeme un poco de vino tinto. —Dijo él mientras desdeñaba el vaso de agua que le había servido—. Y llama a mi mujer, no quiero que después reniegue de la comida por estar fría.

Mientras me dirigía a la cocina me encontré con Alexia subiendo un par de cajas de zapatos hacia las habitaciones y le pedí que avisase a la señora si iba de camino a su dormitorio. Ella asintió pero en su fuero interno sabía que la señora no bajaría a comer. Yo me adentré en la cocina y cogí una botella de vino y una copa limpia. Matilde, la cocinera ya estaba murmurando de nuevo. De seguro que Alexia le había contado algo que estaba a punto de avecinarse.

—¡La que se nos viene encima! Bueno, así no tendré que hacer esas coles de Bruselas que a ella le encantan. Dios nos libre de ese pestilente olor que parece el culo del demonio.

Regresé al salón para ver a Alexia y la señora, ataviadas ambas con dos maletas de mano y un par de cajas para sombreros. Una de ellas era rosa, con un lazo rosa más claro de raso alrededor de todo el perímetro de la tapa y la segunda azul claro, con lunares blancos, con un lazo de raso adornando la tapa y una etiqueta colgando de este, con el certificado de autenticidad y la marca donde lo había comprado. De seguro que el precio de ese sombrero podría habernos costado lo mismo que camas nuevas para todos los niños del orfanato. Ambas dos parecían estandartes ahí paradas, a un metro de la mesa y a metro y medio de su marido. Alexia detrás se miraba los pies mientras la señora alzaba el mentón con superioridad. George no mostró más que una ligera curiosidad mientras yo le servía el vino y miró de arriba abajo a su mujer, que no cabía duda, estaba yéndose de casa.

—¿Vas a viajar? —Le preguntó él con la misma curiosidad que si le hubiese preguntado lo mismo a un pájaro que alza el vuelto.

—Así es. Les he mandado una carta a mis parientes de Reims a primera hora de la mañana, así que me esperarán para el anochecer.

—¿Te han respondido tan rápido? No sabía que las cartas ahora volaban como el rayo.

—No me han contestado, pero de seguro que me recibirán. Soy su pariente, y les he explicado que aquí en París ya no estoy segura. Paris hace tiempo que ha dejado de ser mi sitio, el nuestro. El de la gente como nosotros. Así que más nos vale levantar el vuelo cuanto antes y marchar.

—Que tengas un buen viaje. —Le dijo él con toda la frialdad que pudo mientras cortaba un poco de carne y se lo metía a la boca, alzando la mirada con toda la indiferencia de la que era capaz—. Diles que no acepto devoluciones. Si no tienen para mantenerte ahí tenéis unos bonitos vestidos y sombreros que bien podéis vender. O comer, según el hambre que tengáis. —Le dijo él lanzando una mirada a las maletas que ambas mujeres portaban. Alexia no dijo nada pero a la esposa pareció que le hubiesen clavado un tenedor.

—Ya tengo las maletas hechas. —Soltó orgullosa, fingiendo que no había oído lo último que había dicho su marido—. Tomás ha preparado el carro. Parto de inmediato y te aconsejo por tu bien que antes de mañana tú también hagas el equipaje y te reúnas conmigo allí.

—No tengo ninguna intención de pasar un solo instante con tu familia, y mucho menos el alejarme de esta casa. Aquí tengo mi trabajo, mis tierras. —Ella pareció querer interrumpirle seguramente para hacerle saber que no necesitaba estar presencialmente para dirigir la imprenta pero él continuó con un tono de voz más agresivo—. Si has hecho el equipaje sin consultarme es porque sabías que no te acompañaría. Y temiendo que te importunarse para impedir que te marchases ya has preparado el carro con todas tus pertenencias en él, así que evita malgastar el tiempo intentando convencerme y apresúrate, seguro que tus parientes lo agradecerán.

Ella consideró sus palabras unos instantes y pareció incluso convencida.

—Dejo muchas cosas que no caben en un viaje. Mandaré a alguien a recoger lo que quede aquí si pasa el tiempo y no te decides a acompañarme.

—¿Crees de verdad que esto va a pasar? ¿Crees que la rueda girará de nuevo y nos devolverá a la normalidad en la que nacimos? Puede que algún día, pero ninguno de los dos vivirá lo suficiente para verlo. Si quieres huir, me parece perfecto, pero no pienso acompañarte, ni a Reims ni a la guillotina.

Aquellas palabras terminaron por convencerla y dándose media vuelta marchó del salón y posteriormente de la casa. Yo no me moví de allí ni un solo instante y tan solo cuando ambos dos oímos al fin partir el coche y el sonido de las ruedas desapareció soltamos una bocanada de aire. Le serví más vino y él me lanzó una mirada un tanto fatigada por la discusión pero yo le devolví una sonrisa amable y cariñosa. Soltó los cubiertos sobre el plato y se hizo con la copa de vino.

—Retira los platos. Tráeme algo dulce.

Regresé al tiempo con un platito donde coloqué una porción de bizcocho de limón. Él lo comió en silencio mientas yo le servía de nuevo otra copa de vino y me llevaba la botella conmigo. Cuando regresé él ya había subido a su despacho y había dejado el bizcocho a medio comer y la copa vacía.

 

 

Entré en la biblioteca a las cinco menos cinco minutos. Había limpiado toda la estancia inferior y me había cambiado para no aparecer allí con la ropa cubierta de polvo y agua. Tras llamar y no recibir ninguna voz desde el interior acabé entrando por mi propio pie. Dentro reinaba el silencio y la luz que entraba por la ventana nos daría al menos dos horas de margen para poder leer a gusto sin necesitar velas, pero al final con la vista cansada y los cortos días de invierno alguno de los dos siempre acaba levantándose a por una lámpara de aceite. Poco tiempo después de instalarme en esta casa el señor supo que yo no sabía ni leer ni escribir, pero no pareció interesado en mi instrucción hasta que no me sorprendió un día hurgando entre sus libros en busca de ese ansiado conocimiento que de alguna manera u otra se me estaba escapando. No sabía leer por entonces y lo más cerca que había estado de algún libro antes había sido la pequeña Biblia que portaba de vez en cuando la dueña del hospicio antes de irse a dormir. Recuerdo que en algún punto rescaté algún libro, uno de Platón, y surge entre sus páginas. Me llamó la atención más que su contenido los dibujos que en él aparecían, pues si bien aún era una niña y no entendía las letras, los dibujos me resultaban familiares y divertidos. En una de sus páginas distinguí un grabado que representaba a unos hombres en una cueva, una lumbre, y sombras por doquier. No supe entonces lo que era, pero antes siquiera de averiguar su significado George me sujetó la muñeca sorprendiéndome en su biblioteca, haciéndome caer el libro de las manos y soltar un alarido por la sorpresa. Desde ese día me instruye para aprender a leer con soltura y escribir con una buena caligrafía.

La biblioteca tiene dos grandes ventanales que comunican con la parte trasera del edificio y el resto de las paredes amuebladas con estanterías repletas de libros. En el centro de la estancia una gran mesa corona el conjunto y en ella un pequeño altar donde colocar libros. En ese momento sobre la mesa había varios legajos, algunos libros sobre economía que bien parecía que habían sido consultados hacía poco y un par de plumas colocadas al lado del altar junto con sus tinteros. Me acerqué a ellos y aunque la letra de George era bastante simple no era capaz de descifrar lo que había allí escrito, más que nada porque la temática y el contexto me faltaban. Eran cifras, unas cuantas palabrejas sueltas, después alguna frase sin sentido. Parecía haber estado consultando algo en alguno de los libros de economía tal vez para mejorar el funcionamiento de la imprenta o bien porque tuviese algo que solucionar. Ni lo sabía ni me importaba.

El señor llegó cuando iban a dar y cuarto. Lo hizo precipitadamente con varios papeles debajo del brazo y los cabellos suelto, despeinado. Se acicaló lo suficiente al verme, se ajustó el pañuelo debajo del cuello con esmero y recogió con una media sonrisa todos los papeles que había en la mesa junto con lo que él había traído. Yo me mantuve en silencio mientras le veía obrar. Por una vez, y solo ocurría en esta sala, él era el que trabajaba y yo la que se sentaba y dictaba.

—Siento haber llegado tarde. —Decía mientras colocaba los grandes volúmenes de economía en una estantería donde los huecos pertinentes delataban la falta de varios volúmenes—. Me he entretenido consultando unos cuantos datos. Pormenores, pero que no podía retrasar más.

—Hoy ha sido un día tenso. —Le dije, figurándome que esa era la palabra adecuada para resumir el conflicto final del día—. Si quiere, podemos aplazar la clase a otro momento, o dejarlo por hoy. Tal vez tenga la cabeza demasiado ocupada para esto.

—Nada de excusas. —Me dijo con severidad—. Para el trabajo no se deben poner excusas. Si no, se vuelve una mala costumbre y uno acaba por inventarse excusas para todos los días y antes de darse cuenta ha pasado un año y no ha hecho nada. Y eso ya no tiene vuelta atrás. En las obligaciones no valen trucos ni perezas.

—Como digáis. —Le dije con media sonrisa. Él pareció suavizar su expresión mientras se dirigía a la estantería de filosofía y política.

—Además, me vendrá bien oírte leer. Me hará desconectar por un momento de este día… este.. ¿Cómo lo has definido?

—Tenso. —Le dije.

—Yo lo clasificaría mejor como indeseable. Bien podría Dios haberse saltado este día en su calendario. La transición habría sido mucho más fácil. Despertar y no encontrar a mi mujer a mi lado. ¡Eso sí que es un buen día!

—¿Continuaremos con Rousseau? —Le pregunté, y tal vez en mi pregunta iba inscrita mi falta de ánimo para leer a ese autor pero yo no lo dije con tal intención. Sin embargo él sí que pareció entenderlo de esta manera por lo que chasqueó la lengua con disgusto.

—Apenas te queda el último capítulo. Te prometo que mañana decidirás tú qué quieres leer de toda esta extensa biblioteca. —Dijo él abarcando con su mano todo lo que nos rodeaba. Él lo hacía ver mucho más extenso de lo que realmente era pero pensar que él se había leído todos aquellos libros sí que se me hacía una tarea extensa. Inabarcable.

—¿Lo prometéis?

—Por supuesto. —Dijo con una sonrisa y rescató el libro “El contrato social” de un lugar de la estantería. Compartía hogar junto con Descartes, Voltaire, Diderot, D’Lambert, Hume y unos cuantos más—. ¿No te gusta Rousseau? Tiene más sentido común que otros muchos autores de su época. Y de esta, y supongo que de una época futura también.

—Se me hace muy denso, y sumado a la lentitud con la que leo mucho más.

—Eso sí es verdad. Si tuviese que leerlo yo a tu ritmo también me resultaría tedioso. —Sentenció y se sentó en una de las sillas de la mesa. Yo me senté frente al pequeño altar y allí coloqué el libro. Lo abrí por la página en que nos habíamos quedado el día anterior, el último capítulo del libro que rezaba así: Capítulo VIII. De la Religión Civil—. Recuerda, tómate el tiempo que necesites, si alguna palabra se te complica, repítela cuantas veces sea necesario para que tu lengua se acostumbre, y si desconoces el significado de alguna palabra, suéltalo al instante. Debes conocer el significado de todas las palabras para saber de qué te está hablando. Porque cuando dejas pasar palabras que desconoces al final son eslabones de una cadena que te ancla al fondo del lodazal y no te deja ascender para ver el sol.

Comencé a leer el capítulo, que se avecinaba denso y tedioso, pero que con el paso de los segundos se volvía más interesante y peligroso.

Los primeros reyes de los hombres fueron los dioses, y su primera forma de gobierno, por tanto, la teocracia. Los hombres razonaban entonces como Calígula, y razonaban lógicamente. Es preciso…

Me detuve en ese punto.

—¿Calígula, ¿quién es? ¿Aquel emperador romano del que Suetonio relata que nombró cónsul y sacerdote a su caballo Incitatus?

—Exacto. —Dijo él, no pudiendo evitar soltar una carcajada—. ¿Solo te acuerdas de eso? —Yo asentí y él rodó los ojos conformándose con aquello. Seguimos la lectura y avanzamos varias páginas en los siguientes minutos.

[…] Se nos dice que un pueblo de verdaderos cristianos nos formará la sociedad más perfecta que pueda imaginarse. Yo no veo en esa suposición más que una gran dificultad: la de que una sociedad compuesta por verdaderos cristiano no sería una sociedad de hombres. […]

—¿Qué quiere decir esto? —Pregunté confusa y al mismo tiempo preocupada.

—¿Qué?

—Todo. Este último párrafo. ¿Es una crítica los cristianos?

—No. —Dijo él, pero un tanto pensativo—. Al contrario, yo lo reconozco como una alabanza, y al mismo tiempo como una revelación de una utopía. Los cristianos se empeñan en gobernar con su religión todo el mundo pero aunque lo consiguiesen y todo el mundo le rezase a su dios, no alcanzarían el mundo perfecto, porque los propios hombres no son perfectos. Si continuas leyendo lo aclara, el ser un perfecto cristiano significa no matar, no violar, no robar. Obedecer sumisamente a todo lo superior y vivir toda la vida con austera misericordia. Eso es lo que crearía una sociedad tranquila y pacífica. ¿Acaso creer que todos los que se autodenominan cristianos son así? Ponerse una cruz al cuello no modifica tu ser, ni tampoco las etiquetas que te cuelgues ni el dios al que le reces. Me temo que, como él piensa, el ser humano está corrupto y aunque se muestre de una religión o de otra, la corrupción le sigue en el alma, no en el pensamiento. No se puede alcanzar la sociedad perfecta porque el verdadero cristiano es escaso en este mundo.

—Ya veo… —Dije aún no muy convencida de haberlo entendido pero podía vislumbrar algo de verdad detrás de sus palabras—. Pero es contradictorio. —Dije algo confusa.

—¿El qué?

—La Biblia sí que promueve mensajes de paz y obediencia, pero también de lucha y asesinato. Dota a la mujer de un carácter inferior al hombre, por no decir que debe ser entregada a él como objeto sexual o peor. Incluso San Agustín dijo:

 ''La mujer es una burra tozuda, un gusano terrible en el corazón del hombre, hija de la mentira, centinela del infierno, ella ha expulsado a Adán del Paraíso.'' La Biblia también promueve el racismo, pues se clasifica a uno de los hijos de Noé, Cam, como negro, quemado, esclavo de sus hermanos. ¿Cómo se puede pedir a las mujeres que crean en un dios que las esclaviza y cómo permiten los hombres de otras tierras dejarse inculcar por un dios que les clasifica como sirvientes?

—La Biblia también dice: “En Cristo Jesús todos ustedes son hijos de Dios, por la fe. Porque cuántos de ustedes fueron bautizados en Cristo se han vestido de Cristo. No hay judío ni griego, no hay esclavo ni libre, no hay hombre ni mujer, porque todos ustedes son uno en Cristo Jesús ”, Gálatas 3: 26—28.

—¡He ahí la contradicción! —Dije ilusionada. Él me miraba con toda la ternura de la que era capaz su expresión—. ¿Qué le impide a un hombre citar los versos a su beneficio y matar indiscriminadamente como justificación de la palabra de Dios?

—Nada. —Dijo él con una sonrisa divertida.

—¿Os hace gracia, George?

—Ninguna, lo único que me sorprende es vuestra inocencia. ¡Cuánto os queda por aprender de este mundo! ¡Cuánto dolor os queda por desvelar para que podáis verlo en toda su magnitud! No hay nada mejor que defina al ser humano como su incongruencia consigo mismo. Unas veces se ama, otras se odia. Siempre mata, y nunca perdona.

Ambos nos quedamos mirándonos el uno al otro, en silencio.

—Continúa. —Apremió—. Ya estamos terminando con Rousseau.  

 



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