TRANSMUTACIÓN [Parte IV] - Capítulo 5

 

Capítulo 5

“Perlas de revolución”

París, Francia. S. XVIII. 1776.

19 — enero — 1793.

 

La mañana del día siguiente fue más bien tranquila. Nunca nos habíamos percatado de que sin la señora en casa esta era toda nuestra. Incluso con el señor en ella podíamos caminar libremente por las instalaciones porque nadie nos reprendería o nos despreciaría con miradas de superioridad. La falta de Alexia también se notó, pero para mal porque siendo la doncella de la señora se había ido con ella y por lo tanto eran dos manos menos que limpiaban y cocinaban, por lo que la cocinera Matilde y yo nos repartimos a partes iguales todas las tareas. Ella se encerró en la cocina y yo me limité a limpiar como pude la casa y después ayudarla en lo que necesitase poniendo la mesa y demás. Cuando desperté aquella mañana ya se notaba ese silencio que nos había acunado desde la noche. Era como una fragancia que envolvía cada rincón de la casa con sosiego y esperanza. Nadie soportábamos a la señora más que su doncella, e incluso aquella en algunas ocasiones se hastiaba de su comportamiento.

El desayuno discurrió con toda la normalidad del mundo. Nadie le hizo notar que la señora faltaba y él tampoco dijo nada al respecto. George desayunó como nunca antes había hecho, con apetito e incluso disfrutando del asiento delante de él vacío. Se le llevó en una bandeja varias uvas verdes, manzanas cortadas en gajos, un poco de café con leche y unas tostadas con manteca. Cuando terminó yo le encendí la pipa y se la devolví para llevarme después el desayuno. Él, aún en bata, me pidió que subiese a limpiarle los zapatos cuanto antes porque marcharía de inmediato.

—El señor se lo ha comido todo. —Dije, como un anuncio en exclusiva, según llegaba a la cocina.

—Así que no son mis tostadas, es la señora la que le quitaba el apetito. ¡Dios le bendiga! Siempre que se va a la imprenta sin desayunar me pone de muy mal humor, un día bien le puede dar por ahí un desfallecimiento.

—Hoy se ha llenado el buche. —Sonreí—. Subo a limpiarle los zapatos. Cuando regrese me encargaré del huerto si quieres.

—Sería todo un favor. ¡Solo pensar en doblar la espalda sobre la tierra me duele el espinazo!

Nada más dejar la bandeja cogí la cera y un paño y subí al dormitorio del señor. George ya estaba dentro por lo que podía oír desde el exterior. Esperé unos segundos y después llamé con los nudillos. Él no contestó hasta pasados al menos veinte segundos. Su contestación fue tranquila y simple.

—Pasa. —Ya sabía quién era y para lo que venía.

Allí estaba, como cada mañana, aún a medio vestir mirándose en el espejo y al mismo tiempo hablando consigo mismo en murmullos repasando las tareas que tendría hoy en la imprenta, las reuniones que tenía apuntadas, los escritos o cartas que debería redactar y enviar, y demás tareas pendientes del día. Su porte siempre me había fascinado, tenía la ropa de un burgués enriquecido, casi se podría decir que de un noble, pero su porte era de poeta. Era un pensador, un creador de imágenes y sonido. Era capaz de verlo a través del perfil recortado, de la forma en que se miraba al espejo, en cómo me devolvía una sonrisa picaresca. También podría haber sido un soldado, o un ministro del señor si se lo hubiese propuesto. Pero era mi protector, como un ángel amenazante que decide ponerme bajo el amparo de sus alas.

Tenía la camisa aún a medio abotonar. Seguro que habría esperado tanto para hacerme entrar porque aún se le veía la piel del vientre. No quería descubrirse de aquella manera delante de mí, pero bien sabía que no me importaba lo más mínimo. Con la camisa al fin abrochada se la remetió dentro de los calzones beige que iban a juego con el resto de la ropa que había sobre la cama. La ausencia de la señora se notaba sobre todo en aquella estancia. Sobre el tocador donde él se reflejaba faltaban parte de los objetos cotidianos que la señora solía dejarse por ahí. Quedaban sin embargo un par de joyeros, un peine y algunos pañuelos colgados del marco del espejo. Cuando George se remangó bien la camisa dentro del calzón se rodeó el cuello con la camisa, se cerró los puños de la mangas y se enfundó en una camisola con chorreras. Se las atusó, las colocó pero no parecía lo suficientemente conforme como para dejarlo estar. Acabó desistiendo con un mohín.

Yo me arrodillé al lado del banco que había a los pies de la cama y rescaté los zapatos negros del suelo para limpiarlos primero del barro que tuviesen y después encerarlos con cuidado, metiendo una mano dentro de la horma para poder ayudarme de un relleno. Él me miraba desde el reflejo del espejo y yo le sonreí con dulzura.



—No atuséis más esas chorreras, al final las alisareis.

Me obedeció y se colocó al fin la chupa, abotonándola sobre su camisa, ciñendo esta prenda a su cintura y después la casaca, como último complemento. Después se sentó sobre el banco delante de mí y yo me incliné para colocarle los zapatos en los pies sobre sus medias blancas. Todo él iba vestido de beige y blanco, pero los zapatos negros eran una pinta de oscuridad dentro de todo el conjunto. Aunque sus prendas tenían adornos a él parecía no importarle llevarlas ocultas o medio descolgadas. Apenas si se fijaba en que la parte trasera de la casaca estaba sucia y un par de botones estaban a punto de caerse. Si bien le encantaba tener los zapatos limpios, pero sé que solo lo quería así por verme limpiarlos.

—¿Sabes? Yo le limpiaba los zapatos a mi padre cuando era pequeño. —Me contó, divertido mientras le terminaba de limpiar los zapatos ya con ellos puestos—. Un día me dijo que aquello era trabajo de sirvientes y criados, pero que yo debería trabajar como un sirviente y como un criado antes de hacerme llamar “Señor”. Porque para poder valorar el trabajo fácil, primero hay que realizar todos los trabajos desagradables y cansados.

—¿Al menos le pagaba alguna libra?

—¡Jamás vi un solo penique! —Rió.

—¿Sabe si su esposa ha llegado ya? —Pregunté, para cambiar el tema de conversación. Odiaba que me contase anécdotas como aquellas que me hicieran sentir tan joven, o tal vez tan lejana a él.

—No. —Dijo con naturalidad y se incorporó dejándome a mí allí sentada en el suelo. Él se atusó de nuevo las chorreras delante del espejo, se hizo con un bastón y me miró a través del reflejo—. Puede que no la veamos de aquí a una temporada.

—Abríguese bien. —Le advertí—. Hoy refrescará.

—Lo mismo te digo. Hoy no comeré en casa. Tengo una reunión a esa hora y comeré fuera. Avísalo en cocina.

—¿Estará para nuestra clase de las cinco?

—No faltaría por nada del mundo.

 

 

El día estaba realmente frío. Soplaba un viento que helaba los huesos e incluso yo misma me arrepentí de haber prometido que trabajaría en el huerto porque solo salir al jardín se me ponía el vello de punta, pero acabé accediendo tras cubrirme con un chal de lana y una bufanda alrededor del cuello. Removí parte de la tierra antes de las doce del medio día y quité todas las malas hierbas que habían crecido alrededor. Estaba realmente descuidado todo pero poco a poco sacaríamos algo de provecho de él. Antes de las doce y cuarto un carro llegó a la calle y entró por la puerta delantera. El sonido de las herraduras de los caballos avecinó con una melodiosa percusión su acercamiento. Vi a Tomás conduciéndolo, sentado en la parte delantera mientras sujetaba las riendas con apatía y el gesto taciturno. Me incorporé con la azada aún de la mano y le saludé aún de lejos pero él solo se tocó el gorro como respuesta. En su expresión se podía ver que había madrugado más de lo debido y que había dormido mal y menos de lo que quería.

Llegó a las caballerizas y dejó allí el carro. Liberó al caballo que encerró en el establo y le sirvió de comer y de beber. Cuando llegué allí con él soltó un resoplido de cansancio pero a la par de felicidad por haber regresado.

—¡Mina querida! —Exclamó abrazándome por la cintura y elevándome en el aire. Aunque era mayor que yo, siempre lo consideré un hermano pequeño, alguien muy cercano desde el primer momento, y como era siempre tan infantil y juguetón como un cachorro había sido siempre una fuente inagotable de muestras de cariño—. ¡Qué bueno es regresar a casa! ¡Traigo el culo molido por los baches y los huesos helados del camino! ¡Qué frío hacía esta mañana, por el amor de Dios!

—No te esperábamos tan pronto. —Le dije mientras me deshacía de la bufanda sobre mi cuello para ponérsela a él alrededor del suyo. Él resopló allí escondiendo el rostro y le acompañé dentro de las cocinas. Matilde se sorprendió al vernos entrar y reconoció su voz antes de verle. Ya preparaba una expresión de reprimenda.

—¡¿Cómo es que estas aquí tan temprano?! No te esperábamos hasta después de la comida.

—Salí antes de las cuatro de la mañana. —Dijo él con orgullo pero helado de frío se acercó veloz a la lumbre, agarrando de camino un tajo y sentándose delante, frotándose las manos delante del fuego—. Por Satanás, qué viento soplaba en campo abierto. Juro que de una de estas me ha de coger la muerte por culpa del frío.

—Eres un inconsciente. —Le dije mientras llenaba una tetera con agua y la dejaba sobre la lumbre para que se calentase. Mientras me quité mi chal y se lo puse a él sobre los hombros y le froté sobre él con mis manos para que la fricción le hiciese entrar en calor. Sus mejillas llenas de pecas se iluminaban, sonrojadas, delante del fuego, igual que sus pupilas y sus rizos castaños. Tenía tantas espaldas como una mujer y era tan fuerte como el mejor de los hombres. Solía ser más bien tímido aunque me aseguraba que de pequeño había sido todo un diablo. Tenía los dientes delanteros separados y cuando sonreía se le veía un espacio vacío entre ambos, sutil pero muy característico. Si se hubiese vestido de mujer, había pasado por una dama muy dulce.

—Llegamos allá pasadas las diez. —Relataba entrando al fin en calor—. Hicimos noche y antes de las cuatro ya tenía al caballo enganchado al carro.

—¿Te dieron de cenar esas malas pécoras de Reims? —Preguntó Mathilde—. Seguro que te dieron un mendrugo de pan duro como único alimento. ¡Trae que te caliento unas habas que sobraron de ayer!

—¡Un mendrugo, dices! —Exclamó el escandalizado—. Más bien medio. Apenas si me llenó la boca el único bocado. Mis rugidos de estómago han sido buena compañía todo el camino.

—¡Pobre mi niño! —Exclamó Matilde, consternada. Yo reí, divertida y me senté al lado de Tomás a la espera de que el agua se calentase.

—No callaba la señora en todo el camino. —Decía él medio sonriendo—. ¡Qué camino me ha dado! La oía a través del carro y aún así era como tenerla al lado. ¡Pobre Alexia! Lo que va a pasar la pobre…

—¿Ha dicho algo en respecto al señor Antonelle?

—Todo lo que puedas imaginarte. Cualquier cosa que pienses, pues eso mismo. Que si es un inconsciente, un desagradecido, que si no tiene juicio, que si se le ha subido el dinero a la cabeza, que le preocupa más su imprenta que ella misma, su esposa. Que si los llevará a los a la guillotina… Ya puedes hacerte una idea.

—Ya… —Murmuré mientras rescataba la tetera y unas hojas de pasiflora y manzanilla para colarlas junto con el agua caliente. Vertí el líquido en una taza y se la extendí a él que se arrinconaba a un lado de la lumbre para darnos la cara a las dos que maniobrábamos en la cocina. Parecía que había entrado en calor suficiente como para no tener que estar cara al fuego, o tal vez decidiese que era hora de dorarse los riñones.

—¿Cómo ha estado el señor desde ayer?

—¡Como un ángel! —Soltó Matilde—. Ha desayunado todo lo que le pusimos en el plato, incluso apuró el café. Inaudito.

—Ya veo. —Dijo él, no muy sorprendido—. No me extraña que se alegre de haberse deshecho de la señora. ¡Mucho ha tardado! Si hubiese sido yo, la habría mandado de una patada a la calle.

—Están casados. —Justifiqué yo, rompiendo una lanza por la señora aunque yo era la menos indicada para hacerlo—. Y aunque fuese un matrimonio de conveniencia como tantos que hay no es motivo para lanzar a ninguna mujer a la calle.

—¡También ha estado parloteando de ti con Alexia, o consigo misma, no estoy muy seguro, así que no hables tanto por ella, que buena boca tiene para soltar perlas como las que ha dejado por todo el camino!

—¿Qué ha dicho de mi niña? —Preguntó Mathilde, ya en posición de ataque. Yo negué con la mano.

—No es necesario que me lo cuentes. Me hago cargo de que no me soporta. Es más que evidente.

—Tú sabrás. —Dijo Tomás encogiéndose de hombros, intentando persuadirme para que le estirase de la lengua—. Pero buenas insinuaciones que ha hecho sobre ti y el señor.

—¿No me digas? —Le pregunté yo, nada sorprendida—. Seguro que ha insinuado que nos acostamos. —Solté, y la cocinera soltó los cubiertos de la mano con un ademán de asombro, mientras que Tomás me miraba con media sonrisa malévola—. ¿Verdad? Seguro que ha insinuado que las horas que pasamos en la biblioteca no son especialmente académicas y que cuando ella se va de casa aprovecho para seducir a su marido, y este cae, bajo mis encantos de niña inocente y boba.

—¡Qué cosas estás diciendo! —Me detuvo Matilde.

—Es exactamente lo que ha insinuado. —Dijo Tomás con una sonrisa divertida—. ¿Cómo lo has sabido?

—¿No me digas que te acuestas con el señor? —Preguntó Mathilde, comenzando a delirar—. ¡Madre mía, que Dios no tenga en su seno!

—¡No desvariéis! No me encamo con él, ni mucho menos. Dios me libre. Pero eso es precisamente lo que la señora piensa. Y lo viene pensando desde hace un par de años, no creías que no lo sé. El propio señor me lo dijo hace meses ya. Me dijo que un día ella le insinuó, más bien le inculpó, de haberme metido en su lecho cuando ella no estaba, de aprovechar las horas a solas conmigo en la biblioteca para dejarse seducir por mí y demás querellas…

—¿Te lo contó el señor? —Me preguntaron ambos a la par, cada uno con un tono de sorpresa diferente. Ella asustado, el de él, asombrado y fascinado.

—Así es.

—¿Esa es la cercanía que se toma el señor contigo? —Me preguntó Matilde más ofendida o incluso celosa que preocupada—. Vaya con el señor… bien sabía que tenía predilección por ti, pero no como para relatarte las discusiones que tiene con su esposa.

—No me cuenta las discusiones que tiene con la señora. Solo me comentó aquello únicamente como método de precaución, por si llegaba el caso en que la señora me acusase directamente, para estar precavida.

—Pero no es verdad… ¿Cierto? —Se aseguró Tomás.

—Claro que no. —Negué en rotundo—. Nunca haría nada parecido, incluso si el señor se me insinuase, incluso si yo quisiese, incluso si nadie se fuese a enterar nunca. No está bien, le debo obediencia y devoción, y gratitud por acogerme en su casa, pero nunca llegaría a esos extremos. Es como mi padre, por el amor de Dios. Es lo más parecido a un padre que he tenido nunca, jamás le ofendería de esta manera.

Ambos dos se me quedaron mirando con un destello de pena en sus ojos. Conocían bien mi situación de orfandad y ninguno dijo nada más al respecto. Sin embargo Tomas no pudo evitar soltar en un susurro:

—Me hubiera gustado ver la cara de la señora si os pilla en plena faena en su lecho…

—¡Tomás! —Se escandalizó Matilde—. Ni se te ocurra mentar eso de nuevo. ¡Dios nos libre de tal fatalidad! Bien podría la señora encerrarnos aquí dentro y prenderle fuego a la casa si llega a ver cosa semejante. —Todos quedamos en silencio y Matilde siguió removiendo algunas verduras dentro de un recipiente, pero a los segundos, tras que la imagen se formase en su mente, acabó por sonreírse—. Sí que sería todo un espectáculo.

 

 

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