TRANSMUTACIÓN [Parte IV] - Capítulo 3
Capítulo 3
“Perlas de
revolución”
París, Francia. S. XVIII. 1776.
18 — enero — 1793.
Así es como al fin encontré a la familia que había
estado buscando, y como si aquél hombre me hubiese estado esperando me abrazó y
me recogió en su seno igual que haría una madre con un hijo ajeno después de perder
trágicamente los hijos propios. Aquél hombre se llamaba George Louis Antonelle.
Nacido en el seno de una familia adinerada él había heredado la dirección de un
periódico conservador de París. “La Gaceta monárquica”. Era cierto que el
nombre era toda una provocación para los lectores y ciudadanos revolucionarios,
que demandaban una república liberal, pero aunque de vez en cuando se dirigían
amenazas hacia el periódico, a los trabajadores de este y al propio director,
nunca había pasado nada. Ya estaba el pueblo acostumbrado a la libertad de
prensa y mucho más a los medios de comunicación corruptos y financiados por
nobles y monarquía. Este era uno de ellos, uno de los periódicos más
monárquicos de la capital, lleno de ideas contrarias a Napoleón y toda la
revolución que él dirigía. Sin embargo el periódico ya existía antes del
nacimiento de Napoleón por lo que parecía que la razón se establecía en función
de la vejez y no del poder.
George Louis Antonelle, o George como me gustaba
llamarle en la intimidad, vivía con su esposa Moniqué Antonelle en el centro de
París, justo al lado del río Sena, casi en la desembocadura del Puente Nuevo
que irónicamente era el más antiguo de la ciudad y a menos de un kilómetro de
Notre Dame. ¡Nuestra dama de Paris! Ese horrible monumento que a nadie le
gustaba pero que todo el mundo visitaba con fervor cuando tenía una ceremoniosa
obligación. Harían falta años hasta que Víctor Hugo se viese obligado a
escribir una novela con nombre similar para endulzar al público el gusto de
aquellas angulosas y cuadrangulares formas de la catedral, con un jorobado y
una gitana de protagonistas. La casa en la que vivían aquellos señores, que
tenían más de nobles que de burgueses y más de snobs que de humildes era una
casa de dos plantas y un desván, perfectamente amueblada, al gusto rococó y con
un excelente estilo en cuadros que iluminaban u oscurecían las paredes de la
casa con sus luces y sombras, con sus claroscuros y sus Cristos agónicos.
En la casa no solo estaban ellos dos, también tenían
instalada allí a una cocinera que era el sargento que guiaba a los demás
trabajadores en sus funciones, cuyas funciones se derivaban desde la cocina,
ser el ama de llaves y también la cuidadora personal de la señora cuando le
achacaban cólicos en sus menstruaciones. Había otra trabajadora que cumplía las
funciones inferiores y más cansadas como era limpiar los suelos y los muebles,
lavar la ropa, y hacer de ayudante a la señora de la casa para las tareas
mundanas como llevarle té, alguna almohada o hacer ella misma de reposapiés.
Para finalizar contábamos con la ayuda de un joven que era cinco años mayor que
yo y que ya trabajaba en la casa cuando yo me instalé allí. Se encargaba de
traer y llevar el correo, ir al mercado los días en que la cocinera estuviese
ocupada, hacer pequeños arreglos por la casa, también hacia las de mayordomo
cuando había visitas pero nunca tenía ese aspecto refinado que se esperaba de
él, solo era un muchachito que ni leer ni escribir sabía y como mucho enlazaba
una palabra con otra para hacer una frase mal hecha. Era avispado, y tenía ojos
y oídos por todo París. Había vivido en las calles hasta los quince años, se
conocía París mucho mejor que la casa y era capaz de sobrevivir en condiciones
infrahumanas. "Mis mejores amigos fueron un gato al que se le veían las
costillas y un mendrugo de pan. —Solía decir—. Uno se comió al otro. Fue toda
una tragedia".
Esos éramos los que componíamos la compleja estructura
del hogar. Cuando yo entré en él no era más que una niña pero a pesar de las
excusas de la señora Antonelle, diciendo que no necesitaban otra trabajadora,
que yo no sería más que un gasto extra y un estorbo, y que si el señor deseaba
bien podrían sustituirme por un perro de mascota que tanto estaban en auge
entonces, al fin y al cabo el señor se había encariñado de mí nada más verme y
no volvería a dejarme fuera. Él reiteró que yo era un regalo del cielo y no un
castigo, que yo no sería una molestia y que trabajaría duro para ganarme mi
pan. Pero él no permitió que hiciese trabajos laboriosos que me costase la vida
a largo plazo. Fui su favorita, casi como su hija, aunque solo suya, pues la
señora nunca me consideró mejor que un mueble. Y no solo eso, desde mi entrada
estoy segura de que trató con mucho más amor al resto de trabajadores que a mí
solo por el inútil intento de excluirme sentimentalmente.
No necesitaba su amor. La cocinera hizo todas las
funciones de madre que pude esperar de ella y mucho más. A la mañana siguiente
fue llamada para que se hiciese cargo de mí y me presentase al resto de
trabajadores y al contrario que contrariarse por ser yo un trabajo añadido a
sus funciones se alegró de verme y me recibió con los brazos abiertos. Supongo
que ella era feliz en aquella casa, nunca me lo había preguntado, pero también
me parecía a mí que había pasado penurias antes de llegar a aquella casa donde
parecía que todos teníamos un pasado truculento y éramos huérfanos, aislados
como niños en un orfanato. Al final cambié unos muros por otros, una familia
por otra, y al fin y al cabo tuve que trabajar igual. Pero en aquella casa al
menos se me presentaba la oportunidad de salir adelante y todo por mi trabajo.
Todo esto nos lleva al presente, bueno, al presente
que deseo transmitir. Estamos a mediados de enero del año 1793. Día 18. Los periódicos abren todas sus
portadas con la misma noticia. Monárquicos o liberales, republicanos o
conservadores. Todos dan la misma noticia, y no importa la forma o las
palabras, todos son alarmantes y no cabe duda de que impactantes: “Ayer, 17 de enero
La Convención francesa decidió por 380 contra 310 votos (y 10 abstenciones) la
pena de muerte del rey Luis XVI” Algunos son más solemnes: “La república se
cobrará su primera corona”. Otros, más radicales. “La muerte del Rey ya está
escrita. Abajo la corona. Viva Napoleón”. Todo el mundo en París, en toda
Francia, estaba excitado. Unos estaban más alarmados que otros, algunos
satisfechos, otros asustados. Los corderos aprovecharon el día para esconderse
debajo de las camas y los lobos salieron a la calle a celebrar el triunfo de la
libertad frente a la opresión. Más que celebrar, alababan al sistema que al fin
funcionaba en la dirección en que ellos deseaban y daban gracias por una
justicia ejecutora, y no complaciente.
En la casa de mis señores aquella noticia se vivió de
una forma mucho más violenta de lo que me habría imaginado. Desde la revolución
de 1789 los ánimos en la casa habían estado revueltos, y si a alguno de los
trabajadores se nos oía hablar sobre política nos ganamos nuestras buenas reprimendas.
Las comidas entre los señores eran tensas y lúgubres a veces solo porque
ninguno de los dos deseaba hablar de ninguna otra cosa que no fuese la
política, pero como bien sabía que discutirían preferían mantenerse en silencio
hasta que el vino se terminaba y la señora desaparecía. La señora Antonelle era
hija de una familia noble venida a menos. Demasiado a menos, lo suficiente como
para casarse con un burgués diez veces más rico que ella y aún así conservar
los aires de grandeza solo porque portaba un pobre titulo bajo el brazo. No fue
un matrimonio deseado, ninguno de los dos se amaba y a veces ni siquiera se
soportaban, pero había sido un matrimonio pactado entre los padres, y ambos
tuvieron que dar las gracias de aquel, al menos ambos contrayentes tuviesen la
misma edad, porque ya se sabe que en estos tiempos bien se puede hacer casar a
una chica de veinte años con un hombre que le doble la edad, o la triplique.
Cuando desperté y me dejé caer por la cocina después
de asearme noté a Matilde, la cocinera y ama de llaves, algo revuelta. Agitada
incluso, hablaba para sí misma y de vez en cuando se revolvía de un lado a otro
farfullando. Eso siempre indicaba tormenta, o al menos dentro de la casa. Ya
estaba cortando algo de pan para hacerle unas tostadas a la señora a la hora de
su desayuno cuando yo aparecí por la puerta de la cocina. Me hice con el mandil
y lo até alrededor de mi cintura. Ella ni siquiera me miró, pero bien sabía que
yo estaba allí. Me recogí el pelo en una cofia y azucé un poco el fuego.
—Deja eso, muchacha. El fuego está bien. Ponte a
cortar algo de fruta. La señora me ha pedido una macedonia.
Sin nada más que asentir recogí varias naranjas y
manzanas y las pelé en silencio, sentada en un taburete tirando las mondas en
un cazo. Nada se tiraba. Luego nos las comeríamos o las herviríamos para hacer
té. Matilde tenía entonces al menos 50 años. Era ancha de caderas, bajita, algo
más que yo, siempre con las manos ocupadas en la cocina y algún insulto en la
lengua. Era más bien morena, pero por lo que sabía, había trabajado muchos años
en el campo con sus padres, así que era normal aquel tono de piel. Yo supe, en
parte por confesiones suyas y en parte por averiguaciones mías, que había
estado casada y había tenido un niño, pero el nene apenas sobrevivió al primer
invierno y el marido a poco tiempo la abandonó. Sin saber qué hacer y sin nadie
que la mantuviese se animó a trabajar en casa como cocinera o criada y aquí
llegó, al parecer alrededor de los treinta y cinco años.
Cuando corté las manzanas y las naranjas puse todos
los trozos en una fuente y le añadí unas cuantas moras que habían crecido en el
jardín. Un poco de miel, un poco de té y unas tostadas de pan que sobró del día
anterior. Todo en una bandeja. Alexia apareció por la puerta de la cocina,
agitada y algo asustada, directamente para recoger la bandeja que le llevaría a
su señora. Ella era la otra muchacha que vivía con nosotros. Yo ya contaba por
entonces 18 años, y ella tenía cinco más que yo. 23. Apareció con una media
sonrisa incómoda y las manos temblorosas.
—¡Vaya tienen liada arriba! —Dijo, y por lo que
entendimos se refería al salón donde ambos señores ya levantados esperaban el
desayuno. O al menos la señora Antonelle.
—¡A dónde iremos a parar con estos revolucionarios!
Los jacobinos van a mandarnos a todos a la orca. —Murmuraba Matilde que
berreaba mientras iba de un lado a otro sin dirigirse a nadie en concreto pero
participando de la conversación como si aquellas lamentaciones fuesen
suficiente.
—¿Qué ha pasado? —Le pregunté yo a Alexia y esta
resopló rodando los ojos dándome a entender que era demasiado para explicarme y
sin embargo tan impactante que cualquier palabra podría darme una idea
equivocada—. Mejor sube y lo ves por ti misma.
—¡Mina! —Gritó el señor mi nombre, haciéndome sentir
un escalofrío por toda la columna—. ¡Mi desayuno!
—Sube antes de que se maten. —Me aconsejó Alexia y yo
asentí mientras corría de un lado a otro buscando una taza y un platito donde
sostenerla, y vertí en esta café negro, sin azúcar, sin edulcorantes, sin miel.
Tal cual salió de la cafetera, lo único que se escapaba de él era el humillo
que se escurría fuera de la superficie.
Cuando llegué al salón Alexia dejaba la bandeja sobre
la mesa, redonda, en el centro de aquella estancia, más cerca de la ventana con
el cortinaje que del resto de mobiliario. Era un salón amplio, lleno de luz en
las horas de la mañana pero lleno de sombras a partir de la tarde. Los muebles
allí eran más decorativos que funcionales. Dentro de ellos solo había vajilla y
similares que nunca vi utilizar porque la que solíamos usar la guardábamos en
otras estancias. Aquellas eran buenas vajillas, las que usábamos, comunes. La
escena que me encontré era más pacífica de lo que me había imaginado y sin
embargo se podía cortar la tensión con un cuchillo.
La representación se mostraba de esta manera: la
señora se sentaba al extremo derecho de la mesa, con los dedos tamborileando
encima del mantelillo sobre la madera y sus piernas cruzadas, en una posición
pensativa, arrogante y desafiante. Cuando alcanzó su taza de té se bebió media
de un sorbo y dejó caer la taza en su platito con estrépito. Parecía incluso
que quería hacerse notar dentro del silencio establecido, pero ese silencio
duraría poco. El señor estaba sentado a la izquierda, con las piernas cruzadas
y vuelto fuera de la mesa, como si no quisiese querer tener nada que ver con lo
que aconteciese en aquella mesa delante de él, y para más colmo tenía en sus
manos un periódico abierto de par en par como una barrera infranqueable entre
la mesa y él. El periódico era uno de los diarios de Les revolutions de París.
El título que encuadraba la portada era impactante: LUIS XVI A LA GUILLOTINA.
Un hecho curioso es que en casa del señor entraban toda clase de periódicos,
desde republicanos hasta monárquicos, pero nunca el suyo propio. Jamás entró en
su casa ninguno de los periódicos de la editorial que él regía.
Estaba leyendo el título del periódico mientras dejaba
el café del señor sobre la mesa cuando él bajó una de las alas del periódico
para verme a través de ella y ver el café que había dejado delante de él. Al
verme y pillarme a medio leer el periódico pudo comprender en mi cara de susto
la impresión que me había producido de buena mañana la noticia y con media
sonrisa de pena cerró el periódico poniéndolo sobre la mesa con pesadez, como
si con ello finalizase la lectura. Rescató del interior del bolsillo de su bata
de terciopelo una pipa y yo saqué del bolsillo de mi delantal su saquito con el
tabaco. Era una mala costumbre que él me había asignado. Ser yo portadora de su
tabaco, o de lo contrario se pasaría el día fumando. Yo saqué un poco del
tabaco del saquito de cuero, lo hundí el hueco de la pipa y después se la
devolví. Guardé de nuevo el saquito en mi bolsillo y él comenzó a esparcir
nubes de humo por todo el salón, exasperando a su esposa, por el tabaco y la
indiferencia.
Yo al poco tiempo regresé al salón con un plumero para
limpiar por dentro los muebles con toda la vajilla. Aunque no se usase bien que
acumulaban polvo, y al menos así podía enterarme de todo lo que se estaba
hablando en el salón.
—¿Es que acaso no tienes idea de lo que esto
significa? —Preguntó su esposa con todo el desparpajo. No le importó que yo
estuviese delante. No era la primera discusión que yo presenciaba.
—Sí. Que van a matar a un hombre. —Suspiró Geroge—.
Mueren hombres todos los días. En la guerra, ajusticiados, a manos de
criminales o asesinos…
—¡Van a matar a nuestro rey, querido! —Suavizó el tono con ironía, como si tuviese que rebajarse a hablarme con dulzura porque fuese duro de mollera. El hombre se llevó la pipa a los labios y mordió la boquilla con la mirada fija en su esposa. El café estaba tal como yo se lo había llevado. Hizo ruido mientras mordía la madera allí y después soltó una calada de humo—. Eres incorregible. ¿Acaso no ves que nos quedaremos sin rey? Esto ya no será una monarquía nunca más.
—Ya no estamos en monarquía, querida. —Remarcó el
“querida” con recochineo—. Desde el 22 de septiembre del año pasado que vivimos
en una república. Aunque nuestro rey siga vivo, aunque esté recluido o
encarcelado. Se le destituyó de sus poderes. —Le aclaró el hombre—. Mucho han
tardado en mi opinión. Pero ya sabes cómo son las izquierdas, por cada paso
siempre dan dos atrás.
—Esto es inaudito. —Dijo ella con sorpresa, dejando la
taza del té a un lado. La macedonia apenas la había tocado y las tostadas se le
estaban empapando del vaho que desprendían.
—¿Qué maten al rey? Es cierto que no hay precedentes,
pero es algo que se ve venir desde hace décadas. Es algo que el pueblo lleva
mucho tiempo exigiendo.
—No. Tú actitud es lo inaudito. ¿Cómo no estás
preocupado?
—¿Preocupado? —Preguntó él casi con asombro.
—¡Bendita ignorancia infantil que te hace levantarte
cada mañana creyéndote el rey del mundo! Los reyes están cayendo, querido. Las
coronas se caen, las cabezas se caen de los hombros. ¿No ves que nos están matando?
—Por lo pronto nadie ha venido a mi casa a reclamar mi
cabeza.
—Aquí no, pero a tu editorial acuden todos los días
revolucionarios pidiendo tu cabeza como si fueses el propio Luis XVI.
—Mientras otros periódicos monárquicos sigan en pie yo
no pienso vender el mío, y mucho menos cerrarlo. Es una herencia de mi padre,
es una pena que tu no entiendas eso porque lo único que has heredado de tu
familia es el apellido que ni dinero ni honor trae a la mesa. —Silenció por un
corto tiempo a su esposa y esta tamborileó un rato con los dedos en la mesa.
Cuando el hombre comenzó a beber su café yo ya había limpiado toda una
estantería de platos y soperas. Comenzaba por las copas cuando la señora se
dirigió a mí de forma impertinente.
—¿Y tú no tienes nada mejor que quedarte aquí
limpiando? Eres una cotilla. ¡Ve a la cocina, seguro que allí te necesitan más
que aquí! —Dijo ella, pero el señor la disculpó con un ademán de su mano y me
permitió seguir limpiando.
—No lo pagues con ella. —Le espetó—. Solo está haciendo
sus tareas. ¿O acaso crees que desde la cocina no se oyen tus gritos?
—Eres un impertinente. —Le dijo a ella pero estoy
segura de que se estaba refiriendo a ambos, a él y a mí. Entonces, tras un leve
instante de silencio, le oí pronunciar a ella las palabras más sensatas que
habían salido por su boca en mucho tiempo—. Todos moriremos alguna vez, querido
mío. No me importa si es a los cuarenta o a los cincuenta. No me importa si es
de vejez o de enfermedad. Pero no quiero que mi cuerpo se vea mutilado en una
guillotina ni tampoco que mi cabeza caiga con los restos de otros rebeldes que
no obedecen a los jacobinos. No quiero ser humillada delante de la plaza y
tampoco escupida por niños que ni saben qué cabeza es de qué cuerpo ni qué
noble de qué familia. Esto es un despropósito, y me escandaliza que estés tan
impasible con un tema que bien te habría revuelto las tripas en otros tiempos.
¿Te has acostumbrado a las revueltas de París? ¿O es acaso que te importa un
comino si te llevan a la guillotina por tu periódico o por tus ademanes de
snob? Seguro que por lo único que lucharías es porque te llevasen a la
guillotina por ser esposo de una noble. Seguro que entonces sí que te
defenderías con uñas y dientes.
—¿Y qué esperas que haga? —Le preguntó él, más como una
provocación que con una verdadera intención de poner paz—. No voy a vender mi
periódico ni tampoco a virar el sentido político de mis artículos según nos
lleve la marea. Yo soy firme a mis ideas, y si he de morir por ellas que así
sea.
—Ya veo. —Dijo ella, dando por finalizada la
conversación—. Así que no hay diferencia entre vos, querido, y los niños
desamparados que se hacen con armas y fusiles y se lanzan a las calles
creyéndose dueños de unas ideas que solo les llevarán a la muerte.
—Si así lo ves… —Se encogió de hombros y volvió a hacerse con el periódico para poner de nuevo una barrera de papel entre él y su esposa. Supe por su expresión que fingía leer, esperando que ella se levantase y le dejase solo, pero aquello no sucedió.
—Mina. —Me llamó la señora con una voz más seria y
enfadada—. Recoge el desayuno del señor y mío. —Obedecí al instante poniéndome
el plumero bajo el brazo y colocando el café a medio tomar del señor sobre la
bandeja de ella y alzando todo para llevármelo. Cuando me iba pude ver que la
señora también se levantaba, le lanzaba una fría mirada a su marido y
desaparecía sujetándose el bajo del vestido para no arrastrarlo. Era morado,
con grandes flores en los bajos.
De vuelta en la cocina el ambiente parecía más
tranquilo y ligero. Pude respirar como si hiciese siglos que no tomaba una
bocanada de aire y dejé el plumero por alguna parte mientras observaba como
Matilde pelaba unas patatas que había limpiado y dejaba las mondas en el agua.
Cuando me divisó por encima de la mesa de la cocina, pues estaba sentada en un
taburete inclinada hacia el barreño, me señaló el techo con una mirada.
—Alexia ha subido para hacer los dormitorios. Cuando
los señores se vayan del salón ponlo a punto y después empieza con el recibidor
y las escaleras. Ayer vi que tenían mucho polvo.
—Así haré. —Dije—. ¿No necesitas ayuda para la comida?
—No, tú haz lo que te he dicho.
Tras asentí salí por la puerta que daba al jardín y
recogí varios gruesos tallos de lavanda. Los corté con unas tijeras y me hice
con ellos sobre el brazo. Impregné mi ropa de aquel olor y después volví dentro
para regresar al salón. George se había quedado allí, pensativo, con la pipa en
la mano y la boquilla sobre su labio inferior, como si supiese que quería fumar
pero no se acordase de cómo se hacía. Una mano tamborileaba sobre el periódico
y la otra sujetaba la pipa a la altura de su mentón. Con los años su pelo había
comenzado a clarear sobre las sienes y las arrugas de sus ojos se habían
pronunciado, pero nada más. Sus ojos seguían teniendo ese azul tan vivo y su
sonrisa seguía siendo sincera y cálida. Pero hacía días que no sonreía.
Ataviado con su bata cruzaba las piernas y dejaba ver sus pantalones y su
camisa, ya dispuesto a salir para la editorial, pero sin realmente tener demasiadas
ganas de afrontarlo con profesionalidad. Cuando llegué allí metí los ramilletes
de lavandas sobre un jarrón que había en uno de los muebles del salón y cargada
con el jarrón lo dispuse en medio de la mesa. Al dejarlo allí George pareció
resucitar y al recaer sus ojos en mí esbozó media sonrisa triste. Con mis manos
aún en la base del jarrón él agarró una de ellas, la que más cerca le pareció y
me acarició los dedos con ternura. Soltó un suspiro cargado de humo.
—¿Tú también crees que me equivoco? ¿Crees que estoy
siendo temerario?
—No lo creo, señor. —Le dije mientras él parecía
encontrar algo de consuelo en mis palabras—. Pero también temo por vos.
—Aquello volvió a ensombrecerle—. No deseo que os hagan daño. Últimamente
parece que no hay criterio para designar quiénes son merecedores de la
guillotina y quiénes no. Unos días parece que son demonios los que acuden a
ella, otros ángeles. Por lo que parece ayer se condenó a Dios. O tal vez a
Satanás. Un día les llegará el turno a los hombres.
Pensando en mis palabras volvió a fumar de su pipa y
mirando mi mano dentro de la suya meditó con cautela.
—¿Acaso no soy un buen hombre? ¿Acaso no me merezco
vivir?
—No se juzga a los hombres por sus actos, sino por sus
ideas. —George me miró con un atisbo de ansiedad—. Subiré a limpiaros los
zapatos en un momento. Subid a aseaos y preparaos. La editorial os espera.
Cuando estuve a punto de separarme de él, me sujetó
por la muñeca haciéndome retroceder y cortando una ramita de lavanda, flor que
tanto le encantaba, la puso en uno de los ojales de los botones de mi camisa,
sobresaliendo por el delantal. Siguió sujeto a mi muñeca, se acercó mi palma a
su rostro y yo le acaricié con un ademán tierno y dulce. Él suspiró en mi mano.
—¿Estaréis a las cinco para nuestra clase de lectura?
—Le pregunté.
—Como siempre. A menos cuarto ya estaré esperándote.
Comentarios
Publicar un comentario