TRANSMUTACIÓN [Parte IV] - Capítulo 23
Capítulo 23
“Perlas de
revolución”
París, Francia. S. XVIII. 1776.
17—25 — febrero — 1793.
El fin de semana pasó tranquilo y apacible, aunque
Tomás y yo nos sentíamos durante aquellas largas horas completamente fuera de
lugar dentro de nuestra propia casa. No apreciamos la vida que Mathilde
proporcionaba a nuestra vida hasta que desapareció. La casa estaba mucho más
silenciosa entonces, y tal vez por eso se explicase que hablase tanto,
seguramente para llenar todos los momentos de silencio que acaban por
desquiciarte. Tal vez por eso mismo Tomás no tuvo el valor de echar a los dos
chiquillos, Iván y Boris, que tanto entusiasmo ponían en hacer que la casa
pareciese de nuevo un lugar habitable. Desde que la señora se había ido las
funciones de sirvientes se habían limitado a las horas en las que el señor
estaba en casa, escasas por otra parte, y de forma muy desentendida. Y ahora
que ni él ni Mathilde se encontraban en ella no era más que una construcción en
donde alguna vez hubo algo de vida. Me sentí como si estuviésemos residiendo en
unas ruinas romanas, al amparo de la soledad, y conscientes de que en algún
momento tendríamos que marcharnos, o el propio paso del tiempo nos echaría.
El domingo los muchachos salieron por la mañana de
casa y regresaron pasadas las doce y media del mediodía. Dudo mucho que fuesen
a misa pero habían sido libres siempre, viviendo como dioses en las calles de
París, no se les podía exigir ahora que se les encerrase. Me gustó pensar en la
descabellada idea de que ellos tuviesen sus quehaceres, como unos trabajos
adaptados a niños, unas responsabilidades que se hubiesen adjudicado desde
hacía años con otros niños, quizá. Tal vez tenían sus rutinas de las que ya no
podían desprenderse. Rutinas tales como acercarse a algún barbero para tirarle
piedras a la cristalera del escaparate, escarmentar en los puestos del mercado,
colarse en sus agujeros preferidos y recoger limosna como estaban
acostumbrados. De lo que sea que hiciesen llegaron corriendo y alborotados,
divertidos y con las rodillas manchadas de barro y las mejillas sonrosadas por
el frío. Tomás estuvo a punto de reprenderles por aparecer en aquel estado pero
estoy segura de que agradeció que no hubiesen traído consigo a más niños.
Paul y Neil no dieron señales de vida en todo el fin
de semana a pesar de que nos prometieron pasarse para saber sobre la situación.
Quise pensar, con optimismo, que los quehaceres del trabajo les habrían
mantenido ocupados, pero de sobra sabía que cuanto menos se entrometiesen en
esta situación mucho mejor para todos. No sé que me preocupaba más, que Tomás
descubriese que yo en cierto modo, al igual que Paul y Neil estábamos
implicados en el arresto de George o que teníamos todos la absoluta certeza de
que no saldría de prisión con vida. Era algo que se sentía, a pesar del
optimismo de ambos. Era algo que no queríamos siquiera mentar, como si la
palabra “condena” fuese de tan calibre que no supiésemos cómo manejarla, y ante
la incertidumbre, la apartábamos o esquivábamos con diligencia y una sonrisa
conformista.
Pero mientras tanto, el tiempo pasaba, los días se
disipaban y mientras nadie viniese a reclamarnos nada, sobrevivíamos allí
metidos. Yo me ocupaba de limpiar las áreas de la casa por las que
deambulábamos, que eran escasas, y de tener siempre algo de comida preparada.
Tomás se pasaba el día cuidando del establo y el huerto, y cuando surgía un
recado íbamos juntos con miedo de regresar a la casa y que ya no estuviese
allí, de la misma forma en que el resto de individuos del hogar habían desaparecido.
Los niños iban de un lado a otro a placer. A veces desaparecían por horas,
luego regresaban y a veces ya nos esperaban a Tomás y a mí en casa sentaditos
en la mesa de la cocina jugando entre ellos a algún juego de palmas con
canciones. Se les oía desde el jardín trasero y Tomás y yo nos mirábamos con
una plácida sonrisa. Me imaginé por un momento en ese futuro, tal vez no ese,
uno similar, con los mismos esquemas, tal vez otros personajes. Pero conmigo de
señora de una casa humilde, llegando del brazo de mi esposo con nuestros hijos
aguardando dentro la cena. ¿Cómo podía sentirme tan en contra de aquella idea
cuando la sentía tan natural? aún había algo que me ataba a una libertad de la
que me había apropiado.
Cuando todo estaba tranquilo, cuando la casa estaba en
silencio, los niños dormían y Tomás araba fuera, me deslizaba a la librería y
leía durante un par de horas. Fue extraño volver a coger ese hábito sin George
cerca. Sin sus recomendaciones, sin sus datos, sin sus lecciones o reprimendas.
El ejercicio de la lectura se sentía terriblemente vacío de aquella manera, en
aquel silencio, y yo misma me encontré leyendo en alto para él, si podía
escucharme desde aquel lugar en el que se encontrase, con la esperanza de que
al volverme, apareciese a mi lado. Nunca regresaba y me veía obligada a seguir
leyendo en silencio. Exploré a fondo su librería con plena autoridad para
hacerla mía solo porque había pasado más horas en aquella estancia que ninguno
de los demás residentes de la casa. Miré por todos los cajones, ojeé todos los
legajos, todas las cartas, pero nada llamaba mi atención como para centrarme en
su lectura. Leí algo del marqués de Santillana, de Juan de Mena, algo sobre
Pico della Mirandola, incluso algunos tratados sobre pintura y dibujo que no
captaron del todo mi interés.
Sin embargo, cuando en medio de la noche me veía
incapaz de conciliar el sueño me deslizaba fuera de la cama de Tomás y me
escondía con una vela, aún en camisón, en la biblioteca con el libro de poemas
de Louÿe d’Aramitz. Releía una y otra vez los poemas y cada vez que grababa en
mi memoria uno de sus versos, se volvían una verdad agridulce impidiendo que en
algún momento llegase a conciliar el sueño. Era incapaz de salir de ellos una
vez me sumergía entre sus palabras y llegué a encontrarme a mí misma dentro de
aquellas palabras como quien enarbola la pluma y se deja guiar por un poco de
ajenjo y el humo del cigarrillo. No eran los remordimientos los que me
desvelaban, y tampoco el leer los poemas. Era el murmullo que bajaba desde su
despacho el que me inquietaba, como una voz esperando ser escuchada. Me
aterraba la idea de descubrir qué era lo que allí se escondía para mí, como si
revelar aquel secreto fuese la condena que el tiempo estaba esperando para
entregarme.
El día veinticinco de febrero los niños salieron de
casa a primera ahora de la mañana. Desayunaron pan con leche y se llevaron un
par de manzanas para el camino a sabe Dios donde. Seguro que las venderían por
un pastelillo dulce. Tomás salió para el mercado después de los niños, para
recoger carne, algo de verdura y pan reciente. Le di algo de dinero que yo
misma tenía ahorrado para hacer la compra, y aunque Tomás me pidió que indagase
si realmente tendríamos dinero para seguir viviendo en aquel lugar por mucho
tiempo yo le aseguré que algo deberíamos tener por la casa. Marchó con un saco
vacío para la verdura y un canasto de mimbre que balanceaba según caminaba. Le
vi partir y le sonreí mientras se alejaba, intentando que me devolviese la
sonrisa y no se fuese con un mohín. Acabó por sonrojarse y despedirse de mí
zarandeando la cesta vacía. Con resignación yo misma me hice con una cestilla y
me arrodille frente a las plantas de lavanda para recortar los tallos que por
culpa de nuestra desidia habían crecido de más y como solía recortarlos a menudo
para George, ahora estaban algo descuidados. Me encargué de escoger los tallos
más hermosos, más grandes y floridos y fui colocándolos dentro del canasto. No
sabía qué haría después con ellos, pero solo oler la lavanda era más que
recompensa suficiente por aquel trabajo. Adornaría la casa con ellas, pensé, a
pesar de que apenas andábamos por ella. Quedarían como ramilletes vacíos,
muertos, arrinconados y polvorientos de aquí a unos días. Y sin nisiquiera
haber sido mirados. Qué triste final.
Cuando la cesta estuvo llena entré en la casa y miré
la escalera que pedía a gritos que subiese. Las manchas de sangre me conducían
al despacho, me ayudarían a dar los pasos oportunos y no dejarían que me
desviase de la trayectoria. Aquella macabra idea me aterraba pero no tenía
alternativa, no podía dejarlo por más tiempo olvidado. El dieciséis, me había
dicho. Escuchaba aquello desde su habitación. Salía como un susurro al
principio, pero ahora eran gritos desesperados desde alguna parte del interior
de aquella estancia. Y a cada paso que me acercaba los gritos se volvían más
consecutivos y sonoros, produciéndome escalofríos. Retumbaba la casa, podía
caerse en cualquier momento. Los gritos me exigían que corriese, que le
alcanzase, que me abalanzase contra la puerta. Poda ver la luz que salía de la
rendija de aquella madera, se formó un nudo en mi garganta, los pulmones eran
incapaces de coger aire. Me estaba ahogando y cuando los gritos se volvieron
insoportables alcé la mano para girar el pomo. Cuando la puerta se abrió, el
silencio fue sepulcral. La habitación estaba vacía y también muda. Desde el
exterior de las ventanas se vislumbraba parte del jardín delantero y la luz que
atravesaba los cristales entraba desparramándose por la mesa y parte del suelo.
Una vela consumida ponía el punto central en el escritorio y un montón de
legajos, cartas y papeles se esparcían por el resto de la madera. Unas gotas de
sangre salpicaban los papeles, también el suelo. Su pipa, caída de lado, y con
el tabaco desbordado del hueco, yacía muerta como un cadáver en medio del campo
de batalla después de semanas de soledad. La habitación olía a cerrado, a humo condensado y tensión. Sobre todo
tensión, tal vez almacenada aún después de tantos días.
Dejé la cesta sobre un lugar de la mesa que parecía
menos ocupado por los papeles y pude distinguir allí una carta de su esposa del
día antes a la detención de George. Tal vez la habría recibido él en mano o
puede que me la hubiese ocultado a posta. En ella la señora le advertía que
deseaba el divorcio porque había conocido a otro hombre con el que planeaba una
relación de futuro y le amenazaba con que si no le concedía la separación ella
le denunciaría con haber confabulado contra la república. La carta estaba en
algunas zonas salpicada con gotas de sangre y manchada con un par de lágrimas
de cera. De entre todas aquellas palabras, mezquinas y desagradables, una frase
destacaba por su clarividencia:
La muerte persigue a los humanos, vayan por donde
vayan y la sangre es el único idioma que parecen entender. Pero llegará un
punto en que la banalización de la violencia se normalice hasta el punto en que
la sangre derramada no signifique nada, y entonces será el fin de la esperanza.
Ojalá sobrevivamos al noventa y tres, querido.
Pasé mis manos por aquel papel. La sangre ya estaba
seca y mis dedos no la emborronaron. Acaricié aquel papel y lo doblé para
guardarlo en sus sobre. Aquellas palabras me conmocionaban por la verdad que
escondían y me pregunté si aquella señora que se había comportado como una arpía
con todos nosotros no tendría algo de sentido común, el suficiente como para
huir a tiempo, como para advertirnos a todos de lo que sucedería. Tal vez la
tenía en demasiada baja estima, como para no ver que era mucho más que una
visionaria. Cegada por su faceta avariciosa y misántropa no aprecié que tal vez
amaba a su esposo lo suficiente como para verse obligada a ser la despiadada
mujer que le arrastraba consigo lejos de sí mismo solo para salvarlo. Pero ya
no importaba, porque ella se había salvado y tal vez había perdido la esperanza
de que su marido la siguiese hacia la salvación y por miedo de que le
arrastrarse con ella al abismo se quisiese divorciar. Era lo más lógico.
Me senté en la silla de su escritorio. Nunca antes lo
había hecho, era la primera vez que me tomaba la libertad de aquel gesto y
aunque no llegué a sentirme del todo cómoda me faltó confianza para acomodarme
mejor. Miré alrededor del escritorio buscando sus cajones. Aquellos tres
cajones alienados me daban pavor incluso a la distancia. Me figuraba que fuera
lo que fuese que escondían se encontraría en el último cajón. Era un maniático,
lo sabía, y también un neurótico. Si estaba escondiendo algo sería lo más
alejado de la vista posible, así que seguro que estaba debajo de papeles o sobres.
En el primer cajón se encontraban sus plumas y tinteros, algunos sobres vacíos
y sus sellos. En el segundo había cartas que aún no había contestado, otra que
estaban a medio redactar, algunos cheques y a lo mejor algunos papeles de
propaganda. En el último cajón había papeles en blanco, algunas tarjetas de
visita, algunas cartas del banco y a lo mejor alguna carta rota en pedazos y
tirada sin cuidado dentro.
Sin pensármelo más y con el estómago del revés abrí el
cajón para encontrarme exactamente lo que esperaba. Detrás de aquellos papeles
en blanco, oculto bajo un par de papeles rotos en pedazos, encontré una especie
de bloque envuelto en un pañuelo. Era uno de sus pañuelos de cuello, con hilos
dorados y un reborde con flores de lis. Sostenerlo en mi regazo me resultó
apabullante, pero aún más hacerme una idea de lo que se traslucía tras el
pañuelo. Podía ver la forma de un cofrecillo alargado y no más grande que un
librillo. Era de color oscuro, azul, según se dejaba ver a través de la seda.
Como el pañuelo era ligero se deslizó y se abrió como unos pétalos, mostrando
el fruto. Allí estaba, lo reconocí al instante incluso sin haberlo visto nunca.
Era un estuche, no un cofre. Tragué en seco mientras leía las letras doradas
que se desdibujaban en la tapadera: “Les bijoux “Or Rose”. La joyería “Oro
rosado”. Palidecí mientras escrutaba el interior de aquella cajita, deslizando
la tapadera para que el brillo de aquellas perlas me hiciese temblar. Un
collar, colocado en forma ovalada con dos pendientes, una perla por cada uno,
colocados en el centro. El fondo era de terciopelo azul, haciendo que las
perlas pareciesen aún más brillantes.
En la tapadera había una tarjeta de visita de George
con estas palabras escritas en el reverso:
Dispón de ellas a placer.
Se me pasó por la cabeza la absurda idea de que
aquellas palabras fuesen dirigidas a su esposa y que él hubiese encontrado las
perlas y estuviese a punto de enviárselas. Pero no era tan estúpida como para
engañarme de aquella manera. Y mucho menos después de saber que él la había
cogido desde el primer momento y ya en prisión me las hubiese legado a mí. No
tenía derecho de hacer aquello y sin embargo me temo que no fue ambición o
egoísmo lo que le llevó al hurto, sino la misma visión que su esposa tuvo en su
momento. Una funesta visión de su propio futuro. ¿Tal vez estaba asegurando el
mío con dinero? Algo mucho peor que el brillo de aquellas perlas cegaba mi
razonamiento, pues las conté. En total contaban dieciséis perlas. Las
dieciséis. ¡Qué sin sentido!
En un arrebato de valentía las saqué del estuche y
sostuve aquel collar con mis manos. La sensación de vértigo que me proporcionó
me hizo sentir que la cabeza me daba vueltas, mis manos temblaban. Estaba a
punto de romper a llorar cuando apreté el collar en mis manos sintiendo la
forma de cada abalorio ajustándose en mis yemas y palmas. Después los
pendientes. Eran sobrios y escuetos, pequeños, tan simples como dos perlas. Los
olí y los rocé con mis labios. Los mordí. Eran perlas buenas.
—¡Mina!
Tomás me llamaba alarmado y aturdido desde algún punto
del exterior. Me levanté de un salto metiendo las perlas dentro del ramillete
de lavandas y me acerqué a la ventana para ver como Tomás entraba por la puerta
principal y rodeaba el jardín en dirección a la puerta trasera que comunicaba
con la cocina llamándome a gritos, no tan alterado como hubiera esperado pero
ansioso y lo más sorprendente, con la cesta y el saco vacíos. Algo había
pasado. Sin poder pensar dos veces en lo que estaba haciendo me hice con la
cesta de la lavanda y bajé corriéndolas escaleras para encontrarme con él en la
puerta de la cocina. Cogía grandes bocanadas de aire y se apoyaba en el quicio
de la puerta con el cuerpo temblando.
—¿Qué ha pasado? —Le pregunté, mientras él tomaba
aire.
—Hoy… hoy no hay mercado… —Decía mientras se
recuperaba. Yo fruncí el ceño, y cuando estuvo recompuesto se irguió con una
mueca preocupada—. Han montado la guillotina. Hoy habrá ajusticiamientos a
partir de las once.
—Dijeron que van a condenar a dos congresistas. —Dije
mientras jugueteaba con la lavanda en el cesto, intentando ocultar
disimuladamente las perlas.
—Vayamos. —Dijo, no supe si algo animado por un
espectáculo que nos divirtiese en estos días llenos de tedio o por el miedo de
encontrarse a su señor entre aquellos condenados. Yo rehusé la idea, pero él
insistió—. Está la plaza llena. Vayamos, colaboremos en la revolución.
…
En las calles cercanas a la plaza podía sentirse el
alboroto de las personas yendo de un lado a otro pero la mayoría de ellas se
conducían como salmones a la desembocadura del río que finalizaba en el mar.
Las personas interrumpían el camino de algunos coches y los caballos
relinchaban estresados. Los gendarmes que rodeaban el cadalso estaban ya más
que acostumbrados a presenciar aquella clase de muchedumbre enfervorecida de
personas sedientas de sangre. Llevé la cesta conmigo por miedo a dejarla en el
interior de la casa y que los niños la revisasen, llevándose con ellos el
collar y los pendientes, y mientras la sujetase yo no tendría porque tener
problema en perderla. Tomás me preguntó porqué me la llevaba, pero yo dije que
tal vez alguien me comprase algo de lavanda. Recé para que no fuese así o se
descubrían las perlas debajo.
Las banderas tricolores iban de un lado a otro
levantándose con el viento y las picas y lanzas sobresalían por encima de las
cabezas de las personas. No había tal cantidad de público como hubo en el
ajusticiamiento del rey pero aquella vez tampoco se quedaban cortos. Los
integrantes de grupos revolucionarios, algunos literatos, artistas y poetas se
arremolinaban por ahí. Los periodistas escribían en hojillas de papel apoyados
en sus propias rodillas y los dibujantes alzaban el lápiz para medir las
distancias. Los gendarmes custodiaban al otro lado del cadalso allí montado en
medio de la plaza, a los detenidos que serían ajusticiados mientras uno de los
soldados leía en voz alta el nombre de aquellos a los que se ejecutaría
mientras pasaban a uno tras otro por la hoja de la guillotina. Había un espacio
de cinco o diez minutos entre persona y persona mientras se retiraba el cuerpo,
la cabeza, y volvían a leerse los cargos por lo que se ajusticiaba al
siguiente.
Mientras miraba aquella guillotina pensaba para mí,
que no había forma más rápida y barata de ajusticiamiento, más humana y fácil.
Era la forma en la que el pueblo mataba. Los reyes y gobernantes mataban con
leyes y sicarios. Nosotros disfrutábamos de mancharnos con la sangre de,
paradójicamente, reyes y gobernantes, con una herramienta tan simple como
hermosa alzada en nuestra plaza. El terror, llamaban a esta época, en que
cualquiera que no obedeciese a la libertad y a la república, era ajusticiado.
Aquel tiempo en que si no se seguía el camino del progreso, te ejecutaban por
estorbar al resto de tripulantes del barco llamado república. Después, este
tiempo se vería con mucho más horror, cuando los reyes volviesen y de nuevo el
pueblo fuese obligado a convivir con monarquías. Pero, ¿acaso no ha habido
siempre miedo? ¿Acaso no ha habido siempre censura? No conozco tiempo en que no
se encierren a escritores o músicos. Periodistas o políticos. Lo único que
cambia es el bando en el que el terror se sitúe, y como suele suceder a veces,
suele ser bastante voluble de opinión.
—¡Marqués de Lyon! —Gritó el gendarme que lidiaba con
unos papeles en sus manos, leyendo con algo de celeridad y con una voz algo
ronca—. Ha sido condenado por ser partícipe, líder e instigador de un grupo
monárquico, cuyo club tiene como principal objeto el derrocamiento de la
república a favor de la monarquía que se ofrece desde el exterior de Francia.
Tras haber sido requisadas cartas con alto contenido de traición se le condena
a morir en la guillotina.
Subieron a un hombre más bien obeso con el pelo
grisáceo recogido detrás de la nuca y la camisa desgarrada y manchada
probablemente de la sangre que le caía de la boca. No paraba de revolverse y
eso explicaba probablemente su estado. Luchaba contra los gendarmes que
intentaban subirle por las escaleras al cadalso, una vez allí y ante la atenta
mirada de la guillotina, su expresión se volvió algo más alicaída y casi ida,
como si estuviese a punto del desmayo. No lo hizo sin embargo pero se tambaleó
y antes de que pudiese reaccionar ya le inclinaban en el tablero sobre el que
tendría que reposar antes de morir. Entonces volvió a remolonear.
—¡Soy inocente! —Declamaba—. No pueden matar a un
hombre por charlar con amigos. No pueden matarme por mis ideas. ¡No! —Gritaba,
se desgañitaba mientras le amarraban el cuerpo con cinchas de cuero. Yo solo
podía pensar que si no paraba de moverse, la guillotina no acertaría y tendrían
que volver a alzara, y eso conllevaría una agónica experiencia para el
condenado. Una vez cuando se sintió imposibilitado de movimientos la ansiedad
le alcanzó haciéndole romper a llorar—. ¡No he hecho daño a nadie nunca! ¡Lo
suplico, no quiero morir! Enciérrenme de nuevo, no deseo morir de esta manera.
¡No jaleen a la guillotina! —Gritó en dirección al populacho—. ¡Nadie debería
morir de esta manera! ¡Desátenme! —Volviendo el cuello hacia el cielo pudo
observar como por el filo de la guillotina surcaba un destello, indicio de que
había comenzado su rápido descenso. Un grito se quebró en el aire mientras su
rostro aún estaba un tanto vuelto. La cabeza cayó al cesto con estrépito y el
vocerío del público rugió por toda la plaza. El sacerdote despida el alma de
aquel pobre con una cruz al aire y mientras desataban el cuerpo la gente
hablaba entre ella o seguía vitoreando, exigiendo más sangre, aún más. Toda la
sangre traidora que le diesen.
Cuando volví la mirada a Tomás él se volvió a mí con
media sonrisa y ambos nos dimos cuenta de que entre aquel tumulto fuimos los
últimos que no teníamos ganas de vitorear. Estábamos tan exhaustos y
ensimismados que aquel espectáculo no significaba nada para nosotros. Una
muerte más era tan insignificante cuando habíamos visto la verdadera crueldad
de la vida con nuestros propios ojos que aquel dulce no nos saciaba el paladar.
Y menos aún nos los amargaba. Puso su mano sobre mi hombro y me recogió a su
lado con un gesto de camaradería. Apretó sus dedos sobre mi hombro, sobre mi
clavícula y con su pulgar masajeó mi piel. Yo, con ambas manos sobre el asa de
la cesta, escarbaba con la uña bajo la hebra de mimbre.
—¿Crees que ese hombre podría haber sido inocente? —Preguntó
él con más curiosidad de mi respuesta que de la propia realidad.
—No hay hombres inocentes. —Suspiré mientras negaba
con el rostro—. Ni siquiera nosotros nos salvamos.
—Eso me temo. —Dijo y aguzando la vista reconoció a lo
lejos, a veinte pasos de nosotros entre la multitud, a Paul y Neil vitoreando
en dirección a la guillotina. Neil estaba ataviado con una bandera tricolor
mientras Paul alzaba unos papeles en sus manos. Parecía un periódico
republicano, pero eran solo hojas sueltas. Seguro que no tenían una bandera
para cada uno.
Agarré a Tomás de la mano y caminé en aquella
dirección. Neil fue el primero en reconocerme a medida que me acercaba y se
lanzó para abrazarme con júbilo mientras Paul tardó más en divisarme y mientras
distinguía a Tomás y le saludaba con una inclinación de cabeza este le devolvía
el gesto con una sonrisa. Después abracé a Paul sorprendiéndole y al final, no
sé de qué forma, los cuatro formamos un pequeño corro mientras el cadáver de
aquel hombre era bajado del cadalso.
—¡Cuánto tiempo! —Dijo Neil mientras me recogía bajo
su brazo pasando su mano alrededor de mi espalda—. Sentimos mucho no haber
podido ir a buscarte, apenas si hemos tenido tiempo fuera de los trabajos.
—No tenéis que excusaros. Yo también he estado muy
ajetreada. —Suspiré, intentando alzar la voz para que me oyesen por encima del
gentío—. Además, Tomás y yo nos hemos quedado solos en la casa y tenemos que
hacer el doble de labores.
—¿Vuestra ama de llaves marchó? —Preguntó Paul
arrugando la frente—. Tiene que haber sido duro…
—Nos las apañamos. —Se encogió de hombros Tomás
mientras se sonreía algo orgulloso.
—Tal vez os desalojen pronto. —Musitó Paul chasqueando
la lengua. Neil asintió.
—Eso he pensado ya. —Continuó Tomás, señalándome con
la mirada—. Pero aguantaremos allí hasta que la situación se aclare o bien
hasta que alguien nos eche a patadas.
—¡Antes nos echa la señora que los gendarmes! —Le dije
a Tomás y este se desternilló, imaginándose la idea de la esposa de George
aporreando la puerta como un gendarme para echarnos a patadas—. A mí no me hace
gracia. Antes preferiría enfrentarme a veinte gendarmes que a la esposa del
señor. ¡Santo dios! Podría quemar la casa con nosotros dentro.
Paul palideció y Neil se desternilló, pero Tomás
asintió dándome la razón, provocando que Neil dejase de reír.
—De cualquier manera no os preocupéis por la casa.
—Dijo Neil con una tranquilidad que me resultaba tan agradable como una sonrisa
conciliadora o un beso de perdón—. Nadie sabe mejor que nosotros cuatro cómo
encontrar un agujero donde meterse o cómo pasar las frías noches de invierno
deambulando por ahí. Hemos vivido en situaciones peores que estas, así que
sobreviviremos a lo que sea necesario. El trabajo viene con el tiempo, lo
importante es llegar a él y perdurar. ¡Seguro que a mi jefa no le importará que
trabajéis conmigo! —Me dijo mientras me zarandeaba bajo su brazo—. Le encantará
tener a una chica tan hermosa como tú para trabajar en las jornadas de la
noche. ¡Y bien que pondrás en su sitio a los borrachos!
—¿Yo? —Pregunté mientras le miraba algo curiosa—. Aún
tenemos dinero en la casa, no necesitamos un trabajo.
—¿Que acaso no lo sabes? —Me preguntó—. Es más que
probable que de aquí a una semana os hagan salir de la casa. Ya podéis llevaros
lo que podáis cuanto antes para que no os pillen in fraganti antes de tiempo.
Pero si como tú dices la esposa viene a buscar sus pertenencias, ya puedes
dejarlo todo como está o te perseguirá la justicia por mucho tiempo.
—¿Hum? —Preguntó Tomas, algo aturdido, pero yo entreví
aquella idea detrás de la mirada de Paul que me extendía los papeles en sus
manos. Arrugados porque los había zarandeado y doblado pero aún legibles. El
periódico republicano en un par de hojas explicaba el acontecimiento de hoy con
palabras claras y concisas. Ajusticiamiento a seguidores de la corona y
confabuladores contra la república. Y tras este titular y la explicación
pertinente y la lista de condenados.
—¿Acaso no venís a ver como ajustician a vuestro
señor? —Las palabras de Paul fueron tan directas como una flecha, como un dardo
dando en el clavo. Firme, frío, y al final, arrepentido al ver nuestras
expresiones pálidas y lúgubres. Casi tanto como la de la cabeza que acababan de
retirar del cesto. Como no se esperaba aquella reacción por nuestra parte, miró
a Neil tan conmocionado casi como nosotros. Él fue el único que se mantuvo
firme, sujetándome la espalda con un ademán protector, o casi precavido, por si
tenía que sujetarme en medio del desmayo.
Los papeles en mis manos estaban borrosos y
temblorosos. Nada podía leer excepto la palabra ajusticiamiento en el título,
en grandes letras negras, impreso con decisión y condena. El estómago se me
puso del revés y juraría que me temblaron las piernas cuando desde lo alto del
cadalso la voz del gendarme anunció el nombre del siguiente condenado a muerte.
El mismo que aparecía entre la lista de condenados del periódico. De repente
sobresalía con la absurda irrealidad de la razón. Todo cobraba un cariz etéreo
y denso, como un sueño, pero con toda la crueldad que solo la realidad es capaz
de proporcionar.
—¡George Louis Antonelle!
—Por el amor de Dios… —Murmuró Tomás, siendo el
primero reaccionar, llevándose las manos a la cabeza mientras veía al hombre
ascender por las escaleras en dirección a la mortal guillotina. Los papeles
volaron de mis manos y el rostro de aquel hombre quedó impreso en mi retina.
Tan maltratado, tan sucio y aún con la misma sangre seca resbalándole por la
sien y aquella oreja. ¡Qué importaba ya la sangre seca! Era la fresca que se
derramaría en unos instantes la que me hizo soltar el cestillo. Cayó frente a
mis pies haciendo que los tallos de lavanda se desparramasen alrededor de
nosotros como un abanico violáceo. Las perlas también se desperdigaron y
mientras que los pendientes rodaron por el pavimento el collar se entrelazó con
los ramilletes, acompañando al cesto que de vez en cuando alguien pisoteaba.
Nosotros lo pisoteamos.
—¡Padre! —Grité, pero nadie me escuchó, no se me
escuchaba detrás de todos los vítores. Sorteé el cesto y salí corriendo en
aquella dirección, golpeando y empujando a todo espectador que se interpusiese
en mi camino, pero aquella masa de personas era tan densa e impenetrable que
esta vez, no logré escapar de los brazos de Neil que me sostuvo por la cintura
y me retuvo a su lado mientras yo me revolvía arañando sus manos alrededor de
mi cuerpo—. ¡No! ¡No lo maten! ¡Es un hombre inocente!
El gendarme comenzó a leer todos los cargos que se le imputaban
y antes de que terminase, Paul apareció a mi lado para sujetarme los brazos,
impidiéndome seguir revolviéndome. Su rostro era tan dulce, allí rendido a la
muerte mientras que miraba con ojos de amistad a aquella cuchilla que se
prendía desde lo alto de la construcción. Miraba su final con los mismos ojos
que me hubiese mirado a mí, con ternura y familiaridad. Tal vez me encontrase
en aquel punto dentro de aquella condena.
—¡PADRE! —Mi grito se oyó por encima de las personas
que nos rodeaban y gracias al silencio del gendarme que había terminado con su
juicio. El cura leía en voz baja y el verdugo ya sujetaba la cuerda que dejaría
caer la cuchilla. Los ojos de George me encontraron entre aquella multitud,
siendo arrastrada por dos hombres hacia el silencio y el perdón. Hacia la
salvación y el refugio de sus ideas. Porque de lo contrario, me vería condenada
yo también—. ¡Padre! ¡No me deje, se lo ruego! ¡No me abandone!
Sus ojos chocaron con los míos como aquella primera
vez, en que yo me acurrucaba bajo un arbusto y él me rescataba del frío de la
noche. Nos reencontramos junto con el sonido del entrechocar de las perlas, con
el sonido de las espadas y los disparos. Nos reencontramos en la sangre, sangre
por doquier. La suya, a veces la mía. Mis gritos, la ausencia de su súplica.
Cuando me miró, no tembló, no se culpabilizó, él sabía que me encontraría allí
porque así es como debía ser. Inclinó su cabeza como despedida, con una sonrisa
tan sincera como triste. Sus manos se ataban a su espada, ya no podría
acariciarme más. Mis gritos habían alertado a todos los presentes, todos se
volvían a mí confusos y algo turbados. Ahora mi desesperación le llegaba con
más claridad y como despedida se miró el ojal del chaleco donde se asomaba una
hojilla reseca y marchita de una lavanda que ya no olería más.
Conseguí soltarme de Paul y Neil cayendo de boca al
suelo tras haberme retorcido y antes de que pudiesen sujetarme me arrastré
hasta ponerme en pie de nuevo y acabé por sortear a la poca gente que parecía
haberse rezagado en alejarse de mí. Veía cómo colocaban el cuerpo de George
sobre el tablero y el cuello en la ranura por la que atravesaría la cuchilla.
—¡No me abandones!
El cuerpo de Tomás chocó de frente conmigo para
detenerme y me rodeó el cuerpo con sus brazos, impidiendo que avanzase más. Era
más fuerte que Neil y Paul pero aún así intenté por todos los medios deshacerme
de él. Necesitaba llegar allí, detener lo que estaba sucediendo. No entendía
cómo podía estar toda aquella gente presenciando la muerte de mi padre de
aquella manera, la muerte de mi amado, de mi amigo y mi compañero. Allá estaba,
la cuchilla en todo lo alto, sujeta nada más que por una cuerda que me separaba
de la locura.
—¡Shhh! —Chistaba Tomás mientras me alzaba en brazos
no dejándome poner los pies en el suelo y cargaba conmigo en dirección
contraria. Sin embargo no tuvo la decencia de darme la vuelta e impedirme ver
el atroz espectáculo.
—¡Suéltame! ¡Bájame al suelo!
La cuchilla se descolgó con una lentitud que me pasmó.
Fue tan cruel al dejarme apreciar aquel instante, que no puede decir nada más.
Antes de darme cuenta la cuchilla ya estaba abajo del todo y la cabeza fuera
del cuerpo. El sonido de aquella en el canasto se me clavó como un perdigón y
temblé de pies a cabeza cuando el silencio se hizo alrededor. La sangre bañando
la madera, el cadalso y la cesta, la sangre derramada por todas partes. Dejé de
revolverme, ya no tenía sentido. Él ya no estaba allí.
Neil y Paul llegaron a mi lado mientras Tomás me
arrastraba en sus brazos y yo miraba directamente por encima de su hombro a
aquella estructura diciéndole adiós a todo cuanto había conocido. Adiós, amado
mío. Adiós, hasta la siguiente vez que volvamos a encontrarnos. Será un largo
tiempo hasta volver a coincidir, pero estaré esperándote allí donde vayas,
aunque por el momento, te suplico que no me abandones. ¿Qué podría hacer aún en
esta vida si no es con tu recuerdo a mi lado? Solo viviré con la promesa de que
el tiempo nos devuelva el uno al otro. Y si no es así, te buscaré en cada
rostro, en cada acción. Te encontraré de nuevo entre la miseria y el dolor.
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