TRANSMUTACIÓN - Epílogo

 

EPÍLOGO

“Poema del alma”

13 de septiembre de 2010. Lyon, Francia.

Museo de Bellas Artes de Lyon.

 

Aquel lunes a media mañana las salas del museo estaban bien despejadas. Nunca antes las había visto de aquella manera, pero es cierto que jamás había estado en una hora tan intempestiva. Tras un par de horas paseando por los pasillos casi desiertos tan solo me había cruzado con un par de grupos reducidos de escolares acompañados de sus respectivos guías y con un par de personas solitarias como yo, yendo de un lado a otro mirando los cuadros y las esculturas como si buscasen en ellos el motivo que les hubiese llevado allí. También yo debía parecer despistada pero estaba acostumbrada a pasearme por aquellas galerías. Lo hacía siempre que tenía un poco de tiempo libre, era un pequeño refugio donde esconderme de mi abatimiento.

Deliberadamente obvié las salas de antigüedades arqueológicas, pasé por delante de las esculturas romanas y vislumbré con el rabillo de la mirada aquellas colecciones egipcias y griegas que se extendían en diferentes salas. Me conduje con premeditación hacia los lienzos que colgaban solitarios en aquellas paredes. Nunca me habían gustado las salas abarrotadas de carteles informativos, con todo el decorado destinado a contener pequeñas piezas o reliquias arqueológicas. Me sentía mucho más conforme con desiertos pasillos con cuadros colgados, en los que solo se podía apreciar de lejos el marco, y que carecían de todo contexto identificativo. Solo la obra hablaba por el autor, y si era maravillosa por sí misma, era más que suficiente.

Me detuve delante de una obra en concreto, una a la que siempre acudía como si me llamase desde lejos. Antes incluso de cruzar las puertas del museo sentía la presencia del óleo arrastrándome hacia dentro. Desde mi casa, podía sentir la presión de aquella imagen que una vez se implantó en mi retina me incitaba a acudir nuevamente a la galería, en su búsqueda. Sabía dónde estaba, siempre estaba colgado en el mismo lugar, pero me paseaba antes de acudir a él para retrasar el encuentro, tal vez para más placer, o para herirme un poco más profundo cada vez. Porque cada vez, ansiaba con más fuerza verlo. Pero allí estaba de nuevo, volvía a verlo y reconocerlo, incluso de lejos me llenaba de una tranquilidad pasmosa, como si hubiese estado aguantando la respiración desde que hubiera entrado al museo. Ahora podía respirar de nuevo.

El vuelo del alma, un óleo de Louis Janmot, perteneciente a toda una colección de 18 cuadros que cuentan una historia, el Poema del alma.


Siempre me gustó aquella historia, basada en uno de los poemas del propio pintor. Una historia dulce y enrevesada, trágica y heroica, como todas las buenas historias. En ese cuadro en concreto, frente al que me encontraba de pie, se representaban dos personas, un hombre y una mujer levitando sobre el pasto de un extenso campo, acompañados el uno por el otro, mirándose, en completa armonía. Esta serie de cuadros cuenta la vida de un alma en la tierra, encarnada en un joven, acompañada de su doble femenino. Luego, su compañero desaparece y ella pasa el resto de su vida sola.

Sin embargo aquella vez, en medio del silencio de aquella sala y con la mirada fija en la obra, no me pareció tan maravillosa como otras veces. Una pequeña espina se clavó dentro de mí ante aquella idea y sentí un vértigo recorriéndome de arriba abajo, como si uno de los pilares que hubieran sostenido mi realidad se hubiese desplomado sin más. Intenté buscar dentro de mi misma aquello se que hubiese desprendido, aquello que causaba que ahora, aquella imagen a la que había acudido como esperando reencontrarme con un viejo amigo, ya no me recibiese con los brazos abiertos. Acabé por llegar a la conclusión de que no había nada en mí que hubiese podido producir aquel cambio. Miré detenidamente la pintura, hasta que pude cerciorarme de que tampoco en ella había nada diferente. Entonces algo aparte de nosotras dos había cambiado.

Como aquella imagen ya no me tranquilizaba, y mucho menos me hacía feliz, me planteé la idea de marcharme y sabiendo que no querría volver a contemplarla, me costó despedirme de ella. Tal vez la hubiera observado durante demasiado tiempo, incontables veces y en mi memoria se hubiera idealizado hasta tal punto en que mirarla ya no me hacía sentir nada más que vacío y desazón. Me dije a mi misma, márchate, date media vuelta y vuelve a casa. Aquí ya no tienes nada que hacer. Pero no pude moverme y con mis pies anclados al suelo seguí mirando hipnotizada aquella escena que tantas veces había recreado para mí en mis recuerdos. Podía incluso visualizar como las dos figuras del cuadro avanzaban y el viento movía sus túnicas. Bajé la mirada, resuelta a dar un paso hacia atrás cuando otra persona avanzó hasta ponerse a mi lado. Durante varios minutos miramos la obra en completo silencio. Mi corazón palpitaba bruscamente hasta hacerme sentir desfallecida y puedo jurar que no me atreví a moverme un solo milímetro de allí donde me había quedado plantada, esperando algo, o recobrando las fuerzas para rendirme.

La imagen en el lienzo se movía para mí, lanzándome lejos de la realidad y sacándome cualquier otro pensamiento que tuviera en la mente hasta vaciarme por completo e inutilizarme. Podía sentir el calor de la luz del sol que me acariciaba las mejillas, y la brisa revolviéndome el cabello. Me vi bañada momentáneamente por el sonido de la vegetación entrechocando consigo misma y una suave brisa de lavandas llegó hasta mí, envolviéndome como un abrazo. Eso solo me hacía sentir mucho más desamparada y un nudo subió a mi garganta tan rápido como las lágrimas se agolparon a mis ojos. Los cerré, avergonzada por aquellas emociones se me aparecían como promesas de un pasado inconcluso.

—Es una obra hermosa, ¿verdad? —La voz de un joven a mi lado me hizo dar un respingo. Ni siquiera podía creer que aquel siguiera allí, a mi lado. Tenía la sensación de que podía haber pasado al menos una hora desde que lo había sentido acercarse, pero allí seguía. Cruzamos una mirada y ya no pude retirársela. Él sin embargo sí que volvió el rostro hacia el cuadro. Cuando pude recomponerme del pasmo imité su gesto.

—Solo es una obra hermosa por la historia que contiene detrás. —Dije, y él entonces sí que volvió a mirarme con una media sonrisa ladina. Era más alto que yo, pero más joven. Tenía los ojos negros y despiertos como un cachorro, pero la piel blanquecina, y bajo las luces de la galería parecía mucho más pálido. Era él quien olía a lavanda.

—¿No aprecias el esfuerzo de la técnica?

—Lo aprecio. —Asentí y él pareció satisfecho con aquella respuesta. Sin embargo no pudo evitar mirarme de arriba abajo como yo estaba haciendo con él. A medida que pasaban los segundos me iba dando cuenta de que sus gestos eran de fácil lectura y sus pensamientos salían a través de su mirada directos hacia mí. Cuando me escrutó por entero con algo de vergüenza detuvo su mirada en un libro que sujetaba yo bajo el brazo. Lo dejé al descubierto, a la luz de la galería y él se lo quedó mirando con algo más de interés—. Es un poemario. —Aclaré.

—Louÿe d’Aramitz… —Leyó arrugando la nariz.

—Es un completo desconocido. —Aclaré y frunció los labios.

—Esta serie de cuadros también tratan de un poema, ¿lo sabías?

—Sí. Conozco al autor, y su trayectoria.

—Dos almas, —Comenzó, aunque yo no le pedí explicaciones—. Que se encuentran y se acompañan mutuamente hasta que la muerte los separa.

—Y después, la soledad más aplastante.

—¿Crees que eso es posible? —Me preguntó, casi tan curioso por saber mi respuesta como por contestarse a sí mismo.

Sin embargo yo no contesté, porque estaba más que segura de que él sabía ya mi respuesta, y en la emoción de su mirada pude distinguir que éramos de la misma opinión. Nos sonreímos con una cálida mirada de abrigo y protección. Y después de aquella sonrisa volvimos a mirarnos con algo más de temor y atención. Puse todos mis sentidos en él, solo un instante. Mi mirada, mi olfato, estuve tentada de abrazarlo y cuando pude distinguir a través de su mirada toda aquella atracción que me había estado trayendo a este museo los últimos años me sentí reconciliada conmigo misma. Como anclada de nuevo a la realidad, sostenida esta vez por una idea materializada. Era él. Ahí estábamos de nuevo. Pude recordarle a través de un pequeño haz de luz brillando de más en su mirada, pude reconocer sus facciones aunque nunca habían sido iguales. En su forma de hablar, en la casualidad misma estaba nuestra conexión.

Temiendo que aquellas ideas no fuesen más que un delirio momentáneo de mi ilusión le aparté la mirada y volví a enfocarla en la pintura, pero para mí ya solo había un lienzo vacío, en blanco. La realidad misma superaba toda ficción fantasiosa. Ya no había nada donde mirar porque todo lo que había estado admirando, deseando y rememorando se volvía a materializar para mí, a mi lado.

—¿Crees que se reencontrarían después de la muerte? —Preguntó de la nada y yo dejé escapar un largo suspiro cargado de felicidad. Cuando volví el rostro hacia él se nos escapó una risa avergonzada. Se mezcló la novedad con un pasado que aún quemaba en nuestra piel, el barro aún se pegaba a nuestros zapatos y la sangre manchaba nuestras ropas. aún podíamos sentir la pasión del deseo y la fuerza del odio. Pero éramos nuevos, seguíamos siendo patosos y estábamos desconcertados.

—¿Y por qué no? Tal vez tú y yo ya nos hubiéramos conocido en otra vida, y estuviésemos teniendo una segunda oportunidad ahora. —Él me devolvió una sonrisa asustada y yo le sonreí con toda la dulzura de la que fui capaz. En ese miedo distinguí la fuerza de la certeza recorriendo toda su anatomía, y tras darle la espalda al lienzo, le miré por encima de mi hombro, esperando que me siguiese, allá donde yo me dirigiese. Él me miró con recelo al principio, pero tras sonreírse avergonzado me siguió con pasos rápidos hasta ponerse a mi altura. Yo pasé una mano por su brazo y caminamos el uno al lado del otro como caminaron los dos personajes del poema de Louis Jamont. Podía sentir el sol acariciándome de nuevo las mejillas y la brisa revolviéndome el cabello. Al fin, caminaba de nuevo al lado de mi compañero, de mi enemigo, de mi hermano y mi amante. Mi padre, mi dios. Yo misma, en otra forma.

Pero esto fue hace ya muchos años, cuando la vida volvió a unirnos como por azar, algo en lo que no creo. Y a veces no puedo evitar pensar que el destino nos unió con malicia y premeditación. Para torturarnos un poco más, para alargar nuestra pena y transmitirla poco a poco hasta el final de los tiempos, para evitar que se disipe y desaparezca. Hace ya mucho que los engranajes del tiempo volvieron a separarnos y me he quedado sola, esperando su regreso, o mi muerte, pero vivo con la suficiente confianza en saber que volveremos a vernos como para no desesperar. El tiempo se ha reducido a una mera forma de hablar y solo es cuestión de esperar, hasta que volvamos a encontrarnos. Dios sabe las circunstancias, o los tiempos que correrán, pero tengo la certeza de poder reconocerle la siguiente vez. ¿Y hasta entonces? Solo queda esperar.

 

 

 

FIN


 

 

  Capítulo 23 [Parte IV]                     Poemas

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