TRANSMUTACIÓN [Parte IV] - Capítulo 22

 

Capítulo 22

“Perlas de revolución”

París, Francia. S. XVIII. 1776.

16 — febrero — 1793.

 

Cuando salí de la comisaría encontré a Tomás hablando con dos pilluelos que le rodeaban divertidos. Uno de ellos, con el que estaba hablando parecía más atento que el segundo que se divertía mirando a todas partes y yendo de un lado a otro. Eran niños de la calle, se les podía reconocer por los pies descalzos, el bajo de los pantalones desgastado y el cabello sucio. En la cara tenían algo de roña y las uñas sucias. Parecía que se conocían o al menos parecían cercanos. Uno de ellos, el mayor, tendría al menos doce años y el más pequeño ocho. Pero solo era una aproximación.

Cuando fui el punto de atención de Tomás se sobresaltó, me sonrió y me extendió el brazo para que acudiese a su lado.

—Veo que estás bien acompañado. —Le dije mientras saludaba al mayor revolviéndose el cabello y el menor se alejó de mí, sobresaltado y sorprendido por mi presencia allí—. ¿Quiénes son estos ladronzuelos?

—Iván y Boris. —Los señaló al mayor y al menor alternativamente. El mayor me saludó bajándose la visera de su boina pero el menor se escondió detrás de la pierna de Tomás—. Ahora son ellos los reyes de París, les dejé el legado cuando comencé a trabajar.

—¡No me digas! —Sonreí y me incliné ante el mayor que negó con la mano, con una seriedad arrogante.

—¡Yo no soy un rey! Soy un emperador.

—¡Oh, disculpe emperador! —Reí y Tomás pasó su mano por mi hombro.

—¿Todo bien allí dentro? Te has demorado mucho.

—No te preocupes. Todo bien.

—¿Es tu novia? —Preguntó el menor divertido, escondiéndose ahora detrás del otro chico. Me señaló con su dedo pequeño y tímido.

—No es mi novia, pilluelo. —Le dijo amenazándole con darle un golpe con el dorso de la mano, entonces el pequeñuelo se lanzó a mis piernas y me abrazó.

—Defiéndame, madame. —Dijo, enterneciéndome y yo le sonreí divertida.

—¡Disculpe a mi hermano, es todo un Casanova! —Dijo el mayor negando con el rostro y poniendo las manos en las caderas.

—¡Y un ladrón también! —Exclamó Tomás separando al niño de mis piernas cuyas manitas ya estaban metidas dentro de los bolsillos de mi abrigo—. Deja a la muchacha tranquila. No tiene un penique para darte. Ladrón, más que ladrón.

—¿Qué estabais hablando? —Me interesé mientras Boris se escondió detrás de su hermano mayor y contaba las pelusas que había sacado de mi bolsillo con el rostro lleno de decepción.

—Me contaban las buenas nuevas, y las malas nuevas también. Un tendero al que yo conocí hace unos cuantos años que tenía un puesto de hortalizas en la plaza del mercado ha fallecido, un ataque al corazón.

—¡De comer tanto tocino, seguro! —Dijo Iván negando con el rostro. Me pregunté si en algún momento aquel rostro pesimista desaparecería de su faz. Parecía tener pegada aquella expresión a sus facciones.

—Han derribado también un edificio al norte, abandonado desde hacía tiempo, donde solían dormir y pasar las noches de lluvia o viento.

—Lo demolieron la semana pasada. —Dijo el chico y el menor complementó la noticia con un asentimiento de cabeza.

—¿Y las buenas nuevas? Todo es malo. —Me quejé.

—¡Anoche cenamos! —Dijo el menor con una radiante expresión. Yo me conmoví—. Eso sí que son novedades. Estábamos ya acostumbrados a desayunar solamente, y después deambular hasta que nos entrase el sueño de nuevo. Pero nos encontramos en la basura un poco de puré de patata y unas espinas de pescado que conseguimos rebañar antes de que los gatos las oliesen.

—Qué bien. —Dijo Tomás, tan conmovido como yo. Él aún más.

—Normalmente seguimos esa famosa dieta de “desayuna como un rey, come como un príncipe y cena como un mendigo” pero ahora que no hay reyes, pues nos tenemos que saltar la norma… ¿no?— Le preguntaba a su hermano que asentía detrás de él.

Yo miré a Tomás y Tomás me miró a mí con una mueca de conformismo pero yo resoplé y bajé la mirada.

—¿Qué es lo que nos tiene Mathilde hoy para comer?

—No sé siquiera si se habrá puesto manos a la obra en la cocina. Temo que aún siga en cama. —Dijo él, pesimista—. Anoche hizo las maletas, pero esta mañana no la he visto por casa.

—Seguro que tú y yo podemos apañárnoslas. —Le sonreí y él me miró esperanzado—. ¿Qué os parece, chicos, si nos acompañáis a casa y os hago un arroz con carne de conejo?

—No creo que sea la mejor idea. —Me dijo Tomás por lo bajo—. Si les damos de comer no se irán nunca, y además, si les damos de comer a ellos tendremos que darles de comer a todos los niños abandonados, perdidos y huérfanos de París.

—Pues que así sea. —Le dije mientras a Iván le resplandecían los ojos y el menor nos miraba sin entender una palabra. Solo había oído comida, y eso le bastó para perder el juicio.

—¿Y si el señor regresa? No le hará ni pizca de gracia que le llenemos la casa de niños hambrientos, ladronzuelos y huérfanos.

—¿Y acaso tú y yo somos diferentes a ellos? Si nos recogió a nosotros, puede recoger a cualquiera. Además, en ausencia del señor y teniendo en cuenta la invalidez en la que se encuentra Mathilde, yo tomo el control.

—Yo soy mayor. —Se justificó para quitarme el control. Yo alcé una ceja y él me miró temeroso.

—¿De verdad no quieres un gran plato hasta arriba de arroz con conejo? —Se relamió—. Estando yo al mando no pienso medir las raciones. Haré de sorba para todos, y podrás repetir todas las veces que quieras hasta reventar. Te lo prometo. —La idea le ilusionó pero al mismo tiempo le espantó el desparpajo con el que tomaba los mandos.

—¿Tan mal están las cosas que podemos permitirnos derrochar? —Miró a los niños—. ¿Recaudas buenos actos para cuando te juzguen en el purgatorio?

—Más o menos. —Sonreí y él se vio forzado a sonreír también—. Niños, tenemos castañas para asar, manzanas y naranjas. Algunas uvas. Tenemos pan que hemos comprado esta mañana en el mercado y haré un gran perol con arroz con conejo. ¿Os apuntáis?

—¡Sí! —Gritó el menor de los dos lanzándose de nuevo a mis piernas pero yo le cogí en brazos. Se dejó hacer con toda la inocencia del mundo, rodeándome con sus piernas y dejando caer los brazos por mi espalda.

—¿Y usted, emperador? ¿Se siente digno de acompañarnos a la mesa?

—¡Cómo no! Y más si nos lo ofrece una mujer tan bonita. —Se inclinó en ademán de agradecimiento y cuando nos pusimos en marcha hurgó en sus bolsillos sacando un par de guijarros de él. Dando un par de zancadas y gritó—: ¡Mueran los reyes y los que besan el sillón real! —Lanzó la piedra hacia los cristales de alguna ventana cercana y salió corriendo calle adelante ante las exclamaciones de los residentes de aquella casa y la reprimenda de un gendarme a las puertas de la comisaría. Boris, revolviéndose en mi regazo me obligó a soltarle al suelo y salió corriendo, riendo y desgañitándose como su hermano, calle adelante.

 

 

Cuando llegamos a la casa los niños no parecieron sorprenderse por su tamaño ni su localización, es más, iban delante de nosotros, correteando y guiándonos a través de las calles. Deduje que por conocer a Tomás también sabía donde vivía. En ese punto me cuestioné que tan cercanos podían llegar a ser, de qué se conocerían o incluso si los llegó a conocer cuando estuvieron viviendo en las calles. No lo pensé demasiado, sentí que ya, a esas alturas, carecía de importancia. Problemas mayores sobrevolaban por encima de mi cabeza, también incertidumbres y preguntas.

Rodeamos la casa y entramos por la puerta de la cocina. Los niños corrieron de un lado a otro hurgando en los cajones y las alacenas. No se atrevieron a salir de la cocina o adentrarse en las otras estancias, pero como nosotros tampoco lo hicimos, no nos imitaron. Tal vez no lo vieron adecuado.

—Iré a buscar a Mathilde. —Le dije a Tomás que asintió mientras intentaba buscar algo de pan que darle a los niños para matar el hambre y un vaso de leche. Los niños acudieron a sentarse  a la mesa como si el olor de la comida les recordase los modales de salón.

No sé por qué esperaba encontrar el dormitorio de Mathilde vacío, y así lo hallé. El camastro estaba sin sábanas ni mantas, y no se lo habría llevado porque no pudo. El arcón con su ropa estaba vacío, sus pertenencias desaparecidas, y de seguro que si me aventuraba a buscarla por el resto de la casa no la encontraría. No me sentí decepcionada pero sí un poco resentida porque no se hubiese al menos despedido de nosotros. Me mordí el labio interior y regresé a la cocina, negando con el rostro en dirección de Tomás que rápido entendió aquel gesto. Soltó un suspiro y cortando un par de pedazos de queso les dio un trozo a cada uno y cortó uno de más para mí. Con la excusa de acercase a mí me lo extendió y murmuró.

—¿Qué haremos ahora? Sin ella no podremos llevar la casa.

—¡Cómo que no! —Dije mientras mordía la punta de aquel tranchete. Los niños se atragantaban con el pan y la leche, engullendo apresurados—. Nos repartiremos las tareas.

—¿Repartirnos las tareas? ¿Crees que es así de fácil? —Me habló como nunca lo había hecho, con la autoridad de ser mayor que yo y creerse por lo tanto más inteligente—. ¿Tú haces la comida y la limpieza y yo me encargo del huerto y el establo? ¿A eso te refieres?

—Precisamente. —Sonreí pero él soltó un bufido con una sonrisa irónica.

—Que ingenua eres. O bien te importa todo un pepino. —Miró de soslayo a los niños y después volvió la vista a mí—. ¿Me explicas quién va a pagar la renta y los impuestos? ¿Quién va a darnos el dinero para comprar la comida? ¿Quién pagará el agua?

—Seguro que George dejó dinero por alguna parte. —Suspiré, aunque repentinamente me sentí asustada ante la idea de que la situación de su encierro se prolongase hasta el punto de vernos frente a la justicia, o ante la pobreza—. Podríamos vender unos cuantos muebles, a él no le importará.

—Desde luego que no. A su esposa, sin embargo, no creo que le haga tanta gracia. Y me apena decirlo, pero Mathilde tenía razón. en cuanto se entere de que le han encerrado vendrá a llevárselo todo. Seguro que hay alguna clausula judicial que le permite hacer con estos bienes lo que le venga en gana ahora que su marido está en la cárcel.

—Ella no se acercará por esta casa en mucho tiempo. Si lo hiciera, se arriesgaría a que la encerrasen también. ¡Y de familia noble! Dios quiera que haya sido inteligente y se haya exiliado. A lo mejor incluso la han matado. No ha vuelto a llegar una carta suya.

—Que no venga o esté muerta no nos da el derecho de ponernos a vender los muebles para sobrevivir.

—Tardaremos mucho tiempo en llegar a ese punto. Haz el favor de tomarte esto con calma. —Le pedí mientras le extendía el tranchete de queso y lo mordió algo desganado. Arrugó la nariz al masticar.

—¿Tú crees? —Por primera vez se planteaba mi propuesta—. ¿Y cuánto tiempo crees que tardaremos en vernos obligados a vender las paredes de este lugar?

—No sé cuánto dinero tendrá por aquí escondido. Seguro que aguantamos un par de meses. Después si George aún sigue preso podemos vender algunos cuadros, algunos de sus libros. Yo me encargo de eso.

—No. —Sentenció mientras tiraba el borde del queso a un cesto de basura—. Nos encargaremos los dos. Trabajo en equipo, ¿sí? Conozco buenos hombres que podrían darnos un buen pico por alguno de los trajes del señor. Y otros no tan buenos… —Me miró con una sonrisa y antes de darnos cuenta los niños ya se habían acabado la leche y el pan. También el queso.

—Supongo que tendrás que hacer de pinche de cocina. —Le dije mientras le pasaba un paño y él se lo colocó al hombro con una sonrisa socarrona.

—A su órdenes. —Saludó como un soldado y se puso a sacar patatas de un saco para pelarlas una a una y lavarlas después. Los niños también colaboraron, no supe si porque tal vez se aburrían o como forma de agradecimiento por invitarles a comer. El mayor de los dos pelaba zanahorias como un profesional y el pequeño las remojaba para lavarlas, pero más que ayudar jugueteaba con el agua. Ninguno le dijo nada. Tomás de vez en cuando me lanzaba una mirada divertida combinada con una expresión socarrona.

—¿Qué?

—No te encapriches con ellos que al final no los sacaremos de casa. —Dijo, en alto para que ellos se diesen por aludidos—. Si la señora llegase y los viese aquí tú y yo estaríamos en la calle antes de poder explicarnos. —Yo reí pero tal vez viese en mi risa más de lo que quise mostrar. Tal vez demasiado coraje—. ¿No crees de verdad que ninguno de los dos vuelva, cierto? Ya lo tienes todo pensado.

—Solo juego mis cartas dependiendo de la situación. No puedo permitirme esperanzas banas. Tal vez me haya hecho a la idea de esta situación desde hace mucho tiempo. —Él asintió con melancolía y yo le golpeé la rodilla con la mía, sentados ambos el uno al lado del otro pelando patatas—. ¿No sería genial usar la casa como orfanato para llenarla de todos los niños que deambulan por París?

—Estarás de broma, ¿no?

—No. —Sonreí—. Tú y yo. Paul y Neil pueden ayudarnos. Aquí en esta casa. Como un negocio. ¿Hum?

—Los auspicios no son negocios. Los financia el estado. Además, si quieres hacerlo de forma privada, ¿con qué dinero? —Rodó los ojos al imaginarse mi respuesta—. Ya, ya, vendiendo muebles. —Yo solté un suspiro decepcionada pero él me golpeó el brazo con el codo, y cuando alcé la mirada me sonreía con candidez—. No importa lo que ocurra con esta casa, o con el señor. Si así lo quieres, no me separaré de ti.

—Así lo deseo. —Le sonreí y él me devolvió el gesto.

Cuando nos quedamos en silencio repentinamente vino a mi mente el número dieciséis. Las palabras de George aún bailaban por mi cabeza y desde ese instante no pude sacarme de la cabeza aquella idea, aquellas frases. Sus palabras. En su escritorio se escondía el dieciséis. Más que curiosidad me creaba pavor la idea de acercarme a su despacho después de saber que algo me esperaba allí, y si osaba acercarme no sería con testigos en casa. No sería capaz de hacerlo con alguien cerca, y mucho menos mientras tuviese la cabeza ocupada. Así que intenté mantenerme activa todo el tiempo que pude.

 

 

Pasadas las diez de la noche los niños comenzaron a bostezar. En consenso acordamos que podrían pasar la noche en el colchón de Mathilde, dado que la habitación quedaba desierta y al menos aquella noche no la pasarían bajo el cielo nublado la ciudad. Bajé un par de mantas y aunque los niños se acostaron cada uno de un lado del colchón acabaron arremolinándose como cachorros en un único abrazo, recogiendo el mayor al pequeño entre sus brazos y hablándole dulcemente diciéndole lo afortunados que eran de que podrían dormir en una casa de ricos. Lo decía más para conmovernos a nosotros y que la siguiente noche tuvieran el privilegio de emular esta, pero yo sonreí encantada con aquella imagen. Les cubrí con las mantas y antes de darnos cuenta se habían quedado dormidos. Sus respiraciones acompasadas, sus cuerpecitos llenos y saciados, quietos y hechos una bola bajo las mantas. Tomás y yo los observamos desde el quicio de la puerta.

—¿Nunca has pensado en tener hijos? —Me preguntó con una mirada más curiosa que pícara y yo hice un puchero con los labios.

—No. Nunca lo he pensado. —Dije mientras me encogía de hombros y él imitaba mi gesto, satisfecho con aquella respuesta. Cuando regresamos a la cocina el agua ya humeaba en la tetera y nos servimos un poco de té de menta cada uno en una taza. Nos sentamos frente a frente y ahora que los niños no nos molestaban, estábamos obligados a vernos como adultos el uno a otro dentro de una situación incierta y un tanto espeluznante. Vertiginosa.

—Ha sido un día extraño. —Dijo mientras removía la taza—. Háblame de lo que te ha contado el señor.

—No demasiado.

—Estuviste mucho tiempo allí dentro. —Dijo frunciendo el ceño.

—Me costó convencer al general de que me dejase ver al detenido. Un gendarme hubo de acompañarme. Y después nada… —Suspiré—. Me dijo que esperaba que le soltasen en unos días cuando el juicio saliese, que de seguro no le condenarían…

—¿Cómo tenía la cabeza?

—Bien. —Dije mientras señalaba mi propia frente haciendo círculos—. Tenía una venda alrededor de la cabeza. Ensangrentada pero decía que estaba bien. No parecía diferente. Algo deprimido por la situación. Y preocupado por Mathilde. La pobre…

—Mañana intentaremos quitar la sangre de la alfombra de las escaleras. Las del hall ya las quité yo.

—No creo que salgan. Déjalas como resto histórico. —Dije con media sonrisa pero a él no le hizo gracia. Los restos de la cena habían quedado en un perol tapado con un trapo encima de la mesa. Él los miraba pensativo pero de seguro que no estaba pensando en la comida. Sus ojos estaban mirando algo más allá.

—¿No te dijo nada más?

—Nada más. Que yo recuerde. —Me pasé los dedos por la barbilla—. Tal vez debería haberme dicho algo sobre su mujer. Sobre informarla o… algo… —Suspiré—. Pero no.

—¿Y acerca de la casa?

—Que continuemos como siempre, como si no pasase nada. Supongo que por eso deduzco que algo de dinero tendría por ahí. Porque si no, ¿de qué me iba a decir que siguiésemos ocupándonos de la casa?

—Tal vez porque tenga esperanzas de volver pronto.

—Tal vez. —Me encogí de hombros.

 


 

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