TRANSMUTACIÓN [Parte IV] - Capítulo 14

 

Capítulo 14

“Perlas de revolución”

París, Francia. S. XVIII. 1776.

02 — febrero — 1793.

 

Un platito con gajos de naranja adornaba el centro de la mesa donde Geroge estaba sentado a cenar. También había un pequeño platito de cristal con unas cuantas ramitas secas de lavanda y su plato principal ya vacío, esperando a que lo recoja. Él mismo lo levantó de la mesa para extendérmelo y sustituir el espacio vacío que había quedado allí con el plato del postre. Los gajos extendidos en el plato bailaron y algunos cayeron de costado cuando los deje en la mesa. Él se limpió los labios con la servilleta que luego regresó a su regazo. Antes de poder servirle otra copa de vino Tomás apareció por la puerta que daba a las cocinas chistándome desde lejos para que le prestase atención. Volví el rostro con la jarra en el aire a punto de verter el vino.

—Chst. —Chistaba, con medio cuerpo asomado tras la puerta—. Alguien abajo te reclama.

—¿A mí? —Murmuré mientras me señalaba a mi misma con el plato en la mano. Tomás asintió con una sonrisa bobalicona y el señor se volvió al joven que avergonzado al instante se escondió al otro lado y se le oyó bajar las escaleras al galope. Solté un resoplido mientras vertía el vino en la copa y George no perdía detalle de mis gestos.

—¿Saldrás esta noche? —Me preguntó más curioso que preocupado.

—Tal vez. ¿Tengo vuestro permiso?

—Ya os dije que yo soy vuestro padre para pedirme eso. Cuando terminéis de atenderme, bien podéis hacer con vuestro tiempo lo que deseéis.

—Si salgo os ruego que no os desveléis como la última vez.

—Tú haz en tu tiempo lo que desees, yo haré lo propio con el mío. —Me dijo con altanería y yo bufé, soltando la jarra de vino a su lado y marchándome a las cocinas. Allí se oía el murmullo de la voz de Mathilde hablando animadamente con alguien. El rostro de Paul me sorprendió allí sentado en uno de los tajos al lado de la puerta, con los pies apoyados en la madera transversal y las manos sobre las rodillas. Estaba esperándome y tal vez algo avergonzado e incómodo al no haberme encontrado de primeras.

—¡Mina! —Dijo él al verme llegar por la puerta. Tomás se calentaba las manos al fuego. Seguro que había estado trabajando en el huerto hasta hacía poco. Tenía el bajo de los pantalones manchados.

—Paul. —Solté con una mueca pícara—. Sabía que eras tú. ¡Tú cara me lo delató! —Le dije a Tomás que se sonreía, avergonzado—. ¿Qué haces aquí?

—Terminé de trabajar hace una hora y me pasaba para saber si tendrías tiempo de venir conmigo a tomar algo… ya sabes, a la taberna de Neil.

—En media hora me alisto y voy. Mi señor tiene que terminar de cenar y después he de cambiarme.

—¡No se te ocurra mandarlo a la calle! —Dijo Mathilde mientras se acercaba a Paul y le agarraba del brazo, intentando levantarlo del tajo—. Ven, muchacho, siéntate a la mesa y come algo. ¿Has cenado?

—No señora. —Dijo este frotándose las manos en los pantalones e intentaba hacer el amago de levantarse—. Pero no es necesario, no se preocupe…

—¡Cómo que no! Siéntate ahora mismo, ven, ha sobrado algo del pote que le hemos dado al señor.

—¡Ah! —Exclamó Tomás dando un respingo—. ¡Pero eso me lo iba a comer yo!

—¡Pero si acabas de cenar! —Gritó ella apuntándole con el cazo—. Dios nos compadezca, con este muchacho no ganamos para comer, nos sale más caro que los caballos. ¡Os lo digo yo! —Le decía a Paul mientras este me miraba con una sonrisa incómoda y yo me encogía los hombros.

—Esto os pasa por venir a buscarme.

—¿Debería haberos raptado mientras dormíais, pues?

—Mejor habría sido. Ahora cenareis, os calentaréis al fuego y por desgracia tendréis que escuchar todo el trajín que se traen estos. Les encantan los desconocidos, sobre todo porque no tienen la suerte de recibir a ninguno normalmente. Así que os trataran mejor que al señor.

—Que afortunado… —Dijo medio en broma.

—¡Eh! Tú. —Le dijo Tomás sentándose a su lado mientras Mathilde le servía la comida. Ambos eran de edades cercanas, Tomás dos años mayor, pero sus complexiones eran similares. Tomás era sin embargo más moreno, con el rostro más curtido por el sol pero con expresión más infantil—. Tráela de vuelta pronto, ¿me has oído? Y acompáñala a hasta la puerta que yo sé muy bien la clase de calaña que hay por ahí.

—Tomás. —Le reñí—. No seas así…

—¡Ah! Con que tú eres el Tomás del que ella me ha hablado. —Le extendió la mano Paul con una sonrisa dulce y encantada. Tomás dio un respingo y le estrechó la mano, confuso—. Me ha dicho que os cuidáis como hermanos. ¡Qué suerte ha tenido en dar contigo, de veras lo digo! Cuando nos dejó a mi compadre y a mí pensamos que nadie la podría cuidar como nosotros. Menos mal que dio contigo, ¿cierto? —Tomás asintió, sin saber muy bien qué sucedía—. Nos contó a nuestro amigo Neil y a mí que eras muy dulce, ¡y muy diestro con los caballos! Que te detienes a darles de beber a los cachorritos o gatitos que encuentras por la calle y que viviste muchos años en el frío y duro suelo de las calles de París.

—Así es. —Decía él, cada vez más excitado al verse reconocido y ensalzado por sus palabras—. ¡Desde los ocho a los quince años viviendo en las calles! —Dijo, casi con orgullo—. Tengo ojos y oídos por todo París.

—Yo también pasé unos años en la calle. —Dijo él con pesar, chasqueando la lengua—. Toma, come conmigo, hermano. —Extendiéndole el plato con la cuchara Tomás soltó una sonrisa sincera y negó el gesto con gusto.

—Cena tú. Tienes que llevar a mi compañera de parranda, más vale que no desfallezcas con un par de copas de vino. ¡Ya puedes traerla de vuelta a casa! Más te vale. Bien sabes pues, que quien ha vivido en las calles de París puede encontrar una aguja en el pajar.

—Que buen sujeto. —Me susurró Mathilde pasando por mi lado pero después se dirigió a Paul con desdén—. No creáis una palabra de lo que os hayan dicho, y menos de esta pilluela de aquí. Es ella la que ha cuidado del mendrugo este todo este tiempo, ¡desde que ella llegó a la casa ya le cuidaba como si fuese su hermano pequeño, y le sacaba seis años, el diablo!

—¡Eso no es verdad! —Se defendió Tomás, con su orgullo herido—. Bien sabéis que yo la acunaba por las noches cuando no podía dormir, que le enseñé a montar a caballo y a cuidar del huerto…

—¡Ah, pero bien que ella os ha hecho ricos calditos en invierno y os ha curado las heridas cuando os caíais del carro!

—Eso es lo que es ser hermanos. —Nos defendió Paul, hundiendo la cuchara en el guiso—. Al fin y al cabo. Cuidarse mutuamente independientemente de la edad y del poder de cada uno. —A sus palabras Tomas le golpeó el hombro haciendo que la cuchara zozobrase en el camino a su boca, tirando el guiso.

—¡Así se habla!

—No le dejáis comer al pobre. —Soltó Matilde frustrada—. Haréis que se manche para su cita.

—No es una cita. —Recriminé mientras servía un vaso de agua y se lo dejaba al lado a Paul—. No hagáis que me enfade. No seáis chismosa.

—Está bien, está bien… —Levantó las manos fingiendo hacerse la inocente y Tomás nos miró a Paul y a mí alternativamente. Paul me sonrió con picardía, de seguro no se le escapaba que Neil y yo nos besamos la última noche y aunque no lo mencionaría, su sonrisa le delataba.

—Iré a recoger la mesa del señor y después me voy a cambiar. —Dije, para que todos me oyesen.

—Yo me ocupo de eso. —Dijo Mathilde pero yo negué con el rostro, deteniéndola con un gesto de mi mano.

—No importa. Seguro que ya se ha levantado y se ha ido al despacho. Solo es un plato y una copa.

Cuando regresé al salón para mi sorpresa él seguía allí sentado. El plato con la naranja vacío pero él seguía allí, jugando con el dobladillo de la servilleta al lado del plato. Me miró cuando aparecí a su lado y le retiré el plato pero él no parecía tener intención de levantarse. Tal vez esperase explicaciones.

—Sí, al final saldré esta noche. —Dije y él asintió mientras apuraba la copa de vino. Esperé a que me la extendiese pero no lo hizo. Yo misma la rescaté y él me sujetó por la muñeca, tan suavemente que yo misma sentí que me escabullía sin querer. Me detuve al instante y me sonrió con dulzura.

—¿Necesitáis algo más de mí?

—Eso debería preguntarlo yo. —Dije, divertida y él se sonrió—. No, muchas gracias. La verdad es que estoy bien.

—¿Algo de ropa de abrigo, tal vez?

—Me visteis llegar el otro día…

—Así es.

—No, estoy bien. Se me olvidó coger algo de abrigo. Hoy no sucederá. —Sonreí y él asintió, pensativo. No tuve el valor de apartarme de su lado y con cuidado deposité las cosas de nuevo sobre la mesa para coger una de las ramitas de lavanda seca y colocársela dentro de uno de los ojales de su chaleco. Él se sonrió y se miró a sí mismo con las cejas alzadas—. No os preocupéis, estaré bien. Tomás ya se ha encargado de amedrentar a mi amigo lo suficiente.

—Tengo buenos trabajadores. —Se dijo sonriéndose y con un ademán de ayudarme me recogió el pato y la copa y me los pasó—. Pasa una buena noche, y no regreses muy tarde.

—Descansad, os lo ruego. No os desveléis. —Le supliqué pero sabía que era inútil. Con una sonrisa socarrona se alejó y se encerró en su despacho. Yo solté un suspiro y me dirigí a la cocina.

 

...

 

Las calles estaban húmedas aunque ya no llovía, pero por todo el pavimento se notaba que había estado lloviendo recientemente. Cuando nos topábamos con algún gran charco yo lo rodeaba pero él se divertía saltándolo. Me agarré de su brazo a mitad de camino y él se tomó la libertad de soltarse de mí y abrazarme por los hombros para caminar más pegados. No sabía que así me resultaba más incómodo caminar pero supuse que era su forma de reclamarme como suya y de protegerme. O al menos para tomarme como posesión durante un rato. Tal vez solo fuera más cómodo para él apoyar su brazo en mis hombros mejor que alzarlo y mantenerlo allí para que yo me sujetase. De cualquier forma caminamos así hasta que llegamos a la taberna de Neil. El nombre que la otra vez no pude ver estaba escrito en grande en un tablón sobre la puerta. “La taberna del barril de pólvora”. Era un nombre absurdo si no se tenía en cuanto que allí se reunían revolucionarios de todo París para debatir. Era una taberna conocida como lugar de reunión de gente culta, que no adinerada, de snobs y bohemios que se las daban de trotamundos, también de muertos de hambre con títulos bajo el brazo y de universitarios que estaban deseosos de lanzarse al mundo real pensando que este les recibía con los ojos abiertos. Reconocí a algunos de los jóvenes que había allí sentados, de haberlos visto el lunes anterior. Aunque había gente de todas las edades eran los rostros jóvenes los que mejor recordaba.

Paul y yo nos sentamos en una mesa alejada, cerca de la puerta que comunicaba a las cocinas, o tal vez a alguna despensa. No estaba segura porque no vi entrar ni salir a nadie de allí en mucho tiempo que estuvimos. La mayoría de personas que había allí no estaban cenando ni mucho menos estaban de paso. Si estaban allí era para beber, para emborracharse, para hablar y discutir. Estaban leyendo a otros, estaban hablando de política o poesía. Incluso en el transcurso de tiempo que estuvimos allí vimos como dos mesas que al parecer habían llegado separadas, un grupo de cuatro hombres y una pareja de hombre y mujer como éramos nosotros, se habían acabado sentando juntos, uniendo las mesas, porque las conversaciones que llevaban eran tan similares que acabaron involucrándose una en la otra.

Neil estaba detrás de la barra sirviendo varias copas de vino a varios hombres sentados allí cuando alzó la mirada para vernos sentados, al otro extremo del lugar y alzó una mano con una sonrisa avergonzada. Alrededor de su cintura portaba un mandil y se había quitado el chaleco para portar solo la camisa remangada. Estaba excitado por la cantidad de clientela pero más lo estuvo al vernos allí sentados. Pronto acudió a nosotros.

—¿Y bien? ¿Qué van a tomar el caballero y la dama?

—¿Vino? —Me preguntó Paul con una sonrisa curiosa y yo asentí.

—¿Una jarra para los dos?

—Así es. —Dije y este colocó las manos en sus caderas, mirándome con una sonrisa.

—Ojalá poder acompañaros, pero tengo faena que hacer. Hoy la dueña se ha marchado porque tiene a una hija a punto de dar a luz y me ha dejado al frente del timón. —Con rapidez se inclinó para sostener mi cuello y besar mi frente y a Paul le hizo exactamente lo mismo. Marchó detrás de la barra para llenarnos una jarra con vino y regresar con ella y dos vasos y nos dejó a  solas mientras iba de un lado a otro atendiendo y cobrando a los clientes. Algunos se iban, otros no se movían de su sitio. Y al rato regresaban más.

—Espero que Neil no hiciese nada indecente el otro día cuando os dejé a solas. —Me dijo Paul con media sonrisa guiñándome un ojo. Estaba insinuando claramente que sabía que nos habíamos besado, pero sabía que en el fondo lo preguntaba en serio. Me pregunté qué sería capaz de hacer si le dijese que Neil se propasó. Preferí no arriesgarme.

—No, no me importunó. —Dije mientras escondía mi rostro tras la copa, para beber un trago. Él asintió conforme.

—Me sorprendió cuando me lo contó al día siguiente. Realmente no sabía que estaba interesado en ti. Ni que tú lo estuvieses por él. Apenas os acabáis de reencontrar. ¿Entiendes?

—También me sorprendió a mí. Pero ocurrió sin más. Supongo que ambos lo necesitábamos. No sé. —Suspiré y él asintió con melancolía—. No me hagas esto. —Solté, dándole una patada debajo de la mesa, haciéndole dar un respingo—. ¿Habré de besarte a ti también para que no pongas esa cara de mohíno? —Él enrojeció tras mi pregunta y escondió él esta vez su expresión detrás de la copa—. Mira que no habéis cambiado un ápice, seguís igual de infantiles.

—No digas eso. —Soltó, herido—. Hemos madurado lo suficiente como para saber que me tengo que hacer a un lado respecto a vosotros.

—¡Ni se te ocurra! —Dije, volviendo a patearle la espinilla.

—¡Auch! —Me devolvió el golpe pero yo lo esquivé, solo pateó el bajo de mi falda.

—¿Oíste? Nada de hacerse a un lado. ¡Ni que fueras un estorbo o un problema!

Nos quedamos en silencio unos segundos hasta que sus ojos se ampliaron, miraron hacia un Punto detrás de mí y se sonrió. Miraba en dirección de la puerta, por donde entraron un grupo de cuatro chicas que se sentaron en una mesa cerca de la barra. Las señaló con un ademán de su mentón, después escondiéndose tras la copa.

—Esas son tus competidoras. —Dijo con media sonrisa cínica—. Seguro que solo han venido a ver a Neil. Mira, como lo señalan. Es cuestión de tiempo que se pongan a llamarlo para que las atienda cuanto antes.

—No son mis competidoras. —Dije, ignorándolas—. Ni siquiera rivales o adversarias. No son nada.

—¿Hum? —Preguntó, centrando su atención en mí—. ¿Acaso no te pone celosa?

—Ni una pizca. —Las miré por encima de mi hombro—. Ellas nunca tendrán lo que tengo yo con Neil. O contigo. Pueden coquetearle, pueden besarle o acostarse con él. No me importa. Neil no es mi propiedad igual que yo no lo soy de nadie. Pero nunca podrán tener la conexión que tengo con él, fuimos igual que hermanos. Y lo seguiremos siendo.

 

 


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