TRANSMUTACIÓN [Parte IV] - Capítulo 15

 

Capítulo 15

“Perlas de revolución”

París, Francia. S. XVIII. 1776.

02 — febrero — 1793.

 

—La república no puede sustentarse bajo bases conformistas, como bien han crecido en cesto de conformismo el feudalismo y las monarquías. Hay que estar siempre alerta de cualquier pequeño indicio de retroceso en nuestros ideales. —Decía Paul mientras soltaba la palma de su mano sobre la mesa, golpeándola, dando énfasis a sus palabras.

—¿Y esperas que seamos nosotros la policía del pueblo que vaya midiendo los márgenes de la moralidad para que nada se salga, para que todo siga el curso del progreso? —Preguntó un hombre de mediana edad recostado sobre su silla, con barba de hacía varios días y un cigarrillo entre los dientes.

—Para eso están las leyes. —Defendió un muchacho con gabán rojo y pelo oscuro que posaba la mano en el hombro de Paul—. Para guiar al pueblo hacia el progreso. Y las leyes habrán de evolucionar con nosotros, siempre y cuando el progreso sea hacia delante y nunca en retroceso.

—¡Bien dicho! —Soltaron varios, yo sonreí con aquellas palabras. Estábamos en la planta superior, como la noche aquella, unos cuantos reunidos, menos que la otra vez, alrededor de un par de mesas juntas y algunos de pie, otros sentados, debatiendo con política sobre política. Que difícil era ver aquello.

—Pero no podemos condenar a alguien por sus ideas. —Mencionó otra mujer que había al fondo—. No podemos meternos en las cabezas de las personas para sonsacarles de qué partidos son o si prefieren un rey a un emperador. Las ideologías no deberían matar.

—No son las ideas lo que aquí se condena. —Interrumpió Neil que apenas había hablado en todo el tiempo que llevábamos allí—. Lo que aquí se condena, lo que la república debe condenar son todos aquellos actos que atenten contra la libertad de las personas. La república debe detener a aquéllos partidos que tiren hacia atrás del progreso, debe encarcelar y sancionar a aquellos hombres, mujeres, empresarios, dueños o nobles que con el poder que tengan, mucho o poco, atenten contra la vida de las personas y su libertad. Deberíamos exigir una justicia mucho más justa, valga la redundancia. No es justo que quien roba un mendrugo de pan por hambre comparta castigo con un múltiple asesino. Las leyes deben protegernos, no temerlas por condenarnos sin fundamento. Nosotros no somos emperadores, pero somos el pueblo, que es mucho más poderoso. Y nosotros debemos luchar por nuestra libertad. No castigo ideas, sino actos y si algún hombre comete actos que estorban a mi libertad, bien me veo en mi derecho de mandarle directo al cadalso.

—Esto es demasiado. —Soltó alguien al fono—. ¿Quién te crees, el emperador?

—No me creo nada. —Escupió Neil con el ceño fruncido, interponiéndose entre Paul y el otro chico para intentar hacerse ver entre la gente, entre su prole—. Me creo un hombre, que reclama unos derechos. Si eso representa una autoridad, bienvenido al mundo en el que deseo vivir. ¿Acaso a ti te gustaría que coartasen tus libertades? La libertad de venir a esta taberna para hablar de política, la libertad para decidir en qué trabajar, la libertad para caminar, viajar y moverte por donde te venga en gana.

—Podemos hacer todas esas cosas. —Le rebatió.

—¡Gracias al progreso! Estudien historia señores, antes por hablar no muy diferente a como estamos haciendo se nos hubiese ahorcado por conjurar contra el rey, como mínimo. A las mujeres las hubieran llamado brujas y rameras, a los niños los hubiesen ahogado en el rio, y a nosotros nos hubiesen puesto cadenas al cuello de por vida. ¡Y muchas más libertades que aún nos quedan por alcanzar!

—¡Yo quiero un buen marido! —Soltó una chiquilla allá al fondo, e hizo reír a todo el mundo pero ella no se rió en absoluto—. Mis padres quieren casarme con un porquerizo. ¡Yo quiero a un hombre con más dinero que eso!

—¿Ven? Ella ve la libertad pero no la posee. ¿Por qué no es más justo Dios y le regala un buen marido? Porque Dios no intervendrá en esta empresa. Ella habrá de armase con una escopeta y salir a las calles para reclamar la libertad de poder elegir su destino fuera de las tradiciones de esta sociedad imperfecta.

—Las mujeres y sus problemas. —Musitó un hombre a mi lado, riéndose con su compañero a la izquierda. Ambos se sonrieron mutuamente—. ¡Esto es una lucha de hombres! Que las mujeres se queden en casa cuidando de los niños y manteniendo la comida al fuego.

—¡No, mi buen señor mío! —Le dije yo, haciéndole dar un respingo por oírme tan de cerca—. Esta no es una guerra de hombres o de mujeres. Tampoco de jóvenes o ancianos. Es una guerra del pueblo contra la monarquía, del pueblo contra el poder establecido, y del pueblo contra el gobierno.

—Estamos contentos con el gobierno. —Dijo alguno al fondo, pero otros le respondieron con negación.

—¡Siguen siendo el mismo nido de sanguijuelas!

—¡Son todos ratas!

—¡Por eso tenemos que tenerlos bien atados! —Dije yo con emoción—. Con la ayuda de leyes, con la ayuda de nuestras manifestaciones y con nuestras palabras. No debemos ceder ante el conformismo que es el causante de que durante generaciones se hayan mantenido costumbres arcaicas, instituciones inservibles, se haya pasado hambre y miedo. ¡Ya no hay miedo!

—¡Ya no hay miedo! —Gritaron Paul y Neil después de mí, emocionados por verme intervenir.

—¡Por eso hay que terminar con cada uno de los conservadores que se creen protegidos bajo la ley de “Libertad de prensa y expresión”! ¿Acaso podemos ser transigentes con la intransigencia? ¿Acaso debemos perdonar las mayores barbaridades que la boca de un hombre pueda decir? —Neil sujetó un periódico que había enrollado sobre la mesa y lo golpeó repetidas veces sobre el borde de la madera como si eso hiciese que las letras escritas en él se desplegasen y pudiesen leerlas todos—. ¡Este asqueroso periódico debe desaparecer! —Lo tiró sobre la mesa desplegando la portada. En su parte superior, en grandes letras góticas se leía “La gaceta monárquica”. Un vuelco en el estómago me hizo palidecer. Herida y consternada me helé como un témpano—. Él, y sus directivos deben desaparecer de todo medio de publicidad. ¡Mentiras! No son más que mentiras todo lo que publican.

—¡Abajo la propaganda monárquica! —Gritaron muchos de repente. Yo tragué en seco y Paul a mi lado se volvió para ver mi expresión y todo lo que ella encerraba. Él tampoco se esperaba aquel golpe maestro que consiguió derribar todas mis barreras.


—Este periódico se chancea de nosotros desprestigiando nuestras capacidades y nuestra inteligencia. Nuestro poder y nuestra representación como sector político y social. Nos llama alborotadores, Sans—culottes turbados por las nuevas modas, descerebrados que no desean más que perder el tiempo en política, cosa que según esto no entendemos, solo como una excusa para no trabajar. Nos culpa de la ruina del país, por nuestra desidia en el trabajo. ¿Y todo el dinero que ha despilfarrado el rey en guerras? ¿Y todas las riquezas que la iglesia y la monarquía esconden aún, a pesar de haber sido derrocadas en parte? ¿Dónde se esconden esos nobles que ya no son nada y siguen burlándose de nosotros a las espaldas mientras de cara a nosotros sacan la bandera blanca implorando paz, porque son muy fuertes frente a sus amigos, pero cara a la realidad quedan…. ¿Sabéis cómo? ¡Sin calzones! ¡Desnudos! Los han vendido para llevarse algo a la boca. Este es el motivo por el que traigo hoy aquí este diario. ¡Debe desaparecer y fundirse en la oscuridad junto con el resto de publicidad mentirosa y engañosa, con toda aquella esperanzadora publicidad monárquica que aún espera que el reloj dé marcha atrás y regresemos bajo el poder de un rey! Y mientras eso llega, se nos desprestigia porque ante la incapacidad de hacer política, es mucho más fácil el insulto que el rendirse y dar el brazo a torcer. Estos hombres son los que no quieren libertad ni paz, solo desean mantenerse arriba, acariciando el poder con manos de terciopelo y seguir así el resto de sus vidas sin importar a quienes pisan para poder alcanzar ese estatus. ¡Acarician las nubes pero nosotros nos comemos el barro que desprenden sus zapatos! ¡Ya basta! ¡Quemaremos este diario, y después mandaremos a sus directores a la guillotina! Porque estamos en la era del terror pero yo no tengo miedo. Solo caen culpables de una moral corrupta y alejada del progreso. ¡Viva la república!

Paul me sostuvo con su mano sobre mi brazo. Casi desfallezco.

 

 

Cuando todo el mundo se había marchado y solo quedamos los tres sobre aquellas mesas sentados, las copas de vino apuradas y las jarras vacías, decidimos que era hora de marcharse. La noche estaba tremendamente oscura fuera y ya eran más de las doce. Desde que los densos y profundos discursos habían terminado no había vuelto a intervenir en ninguna conversación e incluso cuando nos quedamos Paul, Neil y yo a solas solo fui una espectadora de las conversaciones que ellos tenían. Me contaban anécdotas del orfanato, curiosidades sobre sus trabajos, se quejaban con insistencia sobre sus respectivos jefes y se lamentaban de no haberme encontrado antes. Yo asentía a todo, apuraba las copas de vino y jugueteaba con mis uñas debajo de la mesa. Sus risotadas alumbradas por los destellos de las velas, en este claroscuro de la taberna tenían un punto siniestro, una pincelada de diablura. Eran los mismos niños de siempre, los querubines que conocí en la infancia, teñidos de la oscura membrana de la madurez, endurecida por la revolución, el hambre y el odio. Eso era, el odio. Nunca habían sentido odio antes, no al menos cuando yo los había conocido en otra vida. Eran puros y cándidos como ángeles pero la vida los curtió y los apaleó, hasta hacerles odiar con una intensa y profunda voluntad. ¿También yo habría endurecido así mi carácter? Yo no recordaba tal transición, puede que ellos tampoco la recordasen. ¿Odiaba yo, acaso? ¿Yo también era partícipe de esos arrebatos de ciega ira hacia el sistema en que estábamos encajados? ¿U odiaba ya antes incluso de mi huida del orfanato? Recuerdo el dolor, pero ya no lo siento.

Bajé al piso inferior las copas y las jarras. Ellos me siguieron con un par de platos que habían quedado arriba y Neil portaba las velas que, iluminandonos a todos, me dejaban guiarme por el piso inferior. Dejando todo sobre la barra él se encargó de lavarlo y ordenarlo. Paul apagó las velas y cuando estuvimos alistados para dejar la taberna discutieron sobre quien me acompañaría a casa. Neil deseaba quedarse a solas conmigo pero yo insistí en que no dejásemos solo a Paul. Acabaron resignándose todos a obedecerme y caminamos, yo del brazo de cada uno, por las calles desiertas. Esquivando divertidos algunos charcos ellos tiraban de mí a un lado o a otro y saltaba sobre ellos para no mojarme el bajo del vestido. Oculta en mi abrigo tirité a mitad de camino y Neil pasó su brazo por mi hombro, mientras yo aún sujetaba el brazo de Paul.

—Si hiciese menos frío se estaría genial. —Soltó Paul porque nadie había dicho nada en un buen rato. Nosotros dos asentimos.

—Que mediocre, hablando del tiempo para acallar el silencio. —Dijo Neil mientras se reía. Yo reí con él.

—Todo lo que tenía que decir hoy ya lo solté allí dentro. —Señaló hacia su espalda, en dirección a la taberna de la que procedíamos.

—Ha estado genial tu colaboración. —Musitó Neil dándome un pequeño empujón. Yo asentí, mordiéndome el interior de las mejillas—. Sabía yo que era buena idea que vinieses con nosotros, siempre has sido una chica muy inteligente. Has dado una versión femenina de la situación, algo que a muchos se les escapa.

—Es lo que tiene que los hombres os empeñéis en creer que el mundo está hecho para vosotros, que incluso las mujeres llegamos a verlo de esa manera, apartándonos a nosotras mismas de la ecuación.

—Palabras muy sabias. —Sonrió Paul.

—Muy ciertas. —Apoyó Neil—. Pero dejemos ya la política por hoy. Hablar siempre de política acaba endureciendo la mente y los sentimientos. Hablemos de algo más dulce, más sincero.

—¿Qué se te pasa por la cabeza? —Preguntó Paul, un tanto desconfiado. Nuestros pasos hacían eco por las calles que transitábamos y las palabras que lanzábamos al aire quedaban largo tiempo suspendidas entre nosotros.

—Algo le ha cruzado el pensamiento, claramente. —Dije yo sonriéndome pero él chasqueó la lengua.

—Hablemos de amor. —Soltó Neil, con valentía. Paul y él se miraron un tanto curiosos—. ¿O acaso no hay hora más hermosa para hablar de amor que cuando ya no hay luz y los oídos ajenos duermen?

—Me parece la hora más temeraria para hacerlo. —Dije intentando desviar la conversación porque estaba segura de que intentaría hablar de mí, o al menos del concepto de amor que se había imaginado que podía existir entre nosotros. Me angustié por él mismo, por Paul y por mí.

—Más me preocupa que hable sin conocimiento. —Se rió Paul haciéndome sonreír a mí también. Neil le lanzó una mirada frustrada.

—¿Qué vas a decirnos sobre el amor? —Pregunté—. ¿Vas a relatarnos alguna poesía, vas a mostrarnos tu idea acerca del propio amor o prefieres simplemente que nosotros hablemos por ti, dado que tú has sugerido el tema?

—La única poesía que se conoce es el himno. —Dijo Paul volviendo a fastidiar al mayor.

—¿Amas a alguien, Mina?

—¡Qué directo! —Se sorprendió Paul, alejándose de mí con un salto, como si le hubiese espantado aquella pregunta más a él que a mí y me dejase con el peso de toda la responsabilidad.

—Pues claro que amo. El amor es el sentimiento más natural del ser humano. —Dije mientras volvía a extender la mano en dirección a Paul. Este me estrechó la mano pero se mantuvo aún un par de pasos.

—¿Podríais amar entonces a un tabernero, que sin mucho más futuro que el de limpiar el vino que se ha derramado sobre las mesas, tenga un trabajo humilde, un buen corazón y los sentimientos más nobles que se ha podido ver en alguien?

—No te vendas tan barato, hermano. —Le dijo Paul con una sonrisa desagradable.

—Déjala contestar.

—El amor, como bien sabéis, no es algo que se guíe por la riqueza del bolsillo, por el escalafón social, y mucho menos, me temo, por la riqueza del alma. —Musité—. Desgraciadamente no solo no podemos elegir si nos enamoramos de alguien adinerado, sino que tampoco podemos elegir cuán buena es su alma para decidirnos a enamorarnos o no.

—¿Entonces cuáles son las cualidades que tengo que mostrarte de mí para que puedas al fin aceptarme?

—No tengo por qué aceptarte. —Dije mientras ya veía mi casa desde lejos—. Ya te pertenezco desde que nos conocidos en el orfanato. Os pertenezco a los dos. —Miré a Paul que se sobresaltó—. Y vosotros me pertenecéis a mí.

—Eso no es a lo que yo me estaba refiriendo.

—Sé a lo que te refieres. —Dije, casi solapándome con él—. Pero esta es la forma en la que os amo, a los dos. Estaría con vosotros hasta el fin del mundo, si me lo pidieseis. Os acompañaré hasta los confines de la tierra, hasta el cielo o el infierno. Seré vuestra hasta que el segundo diluvio convierta la tierra en un charco de barro y lodo. Pero si lo que quieres es la exclusividad de una esposa o la sumisión de una esclava, no sigas adelante porque te darás de bruces.

—Siempre ha sido indomable. —Le dijo Paul a Neil con un guiño. Neil me miró turbado y con el ceño fruncido, con los labios en un mohín.

—Pero yo te amo de una manera en la que no me correspondes.

—¿Es que acaso hay cientos de formas de amarse? ¿Acaso se puede amar de mil formas? —Pregunté, pero ninguno de los dos supo contestarme, los dos me miraron y después se miraron entre ellos. Yo misma me cuestioné mi propia hipótesis—. Si se pudiese, entonces tendríamos que amoldarnos a un amor común en donde podamos llegar a confluir.

—¿De qué forma sabes amar tú? —Preguntó Paul. No estaba segura de que ninguno de los dos quisiese oír aquella respuesta pero su pregunta salió de forma natural.

—De una forma sincera, completa y fiel. Así es como amo yo.

Ninguno de los dos tuvo nada que objetar entonces. Caminamos en silencio hasta que llegamos a la parte externa del recinto donde residía y ninguno se atrevió a entrar más adentro, a diferencia de otras veces que sí me habían acompañado hasta la puerta del servicio. No los obligué a seguir adelante porque suficientemente incómodos estaban ya como para obligarles a dar pasos inciertos hacia ninguna parte en concreto. Paul se restregaba una mano con otra, mirando a todas partes, Neil se metió las manos en los bolsillos del abrigo y chasqueó la lengua. En el fondo no dejaban de ser críos. Yo lancé una mirada a través de la verja para escrutar desde lejos las ventanas de la casa, una de ellas iluminada levemente, con el titilar de una vela a través de las gruesas cortinas. Solté un resoplido y me mordí el interior del carrillo.

—Siento si te he ofendido. —Musitó Neil, reconcomiéndose. Yo metí las manos, como él, en el interior de mi abrigo.

—Al contrario, me halaga que me veas de esa manera. —Ambos alzaron la mirada y yo les sonreí, agradecida—. Supongo que deberemos encontrar un punto medio en donde podamos amarnos con sinceridad y equilibrio.

Le alargué la mano a Neil y él me la sujetó, yo besé el dorso de su mano haciéndole enrojecer y después le pedí a Paul que me diese su mano también. Igualmente bese su dorso y ambos se miraron con una confusión desorbitada. Tirando de la muñeca de Paul le abracé y dirigí su rostro hacia mí para besarle los labios. Pensé sinceramente que se apartaría y retrocedería espantado pero no lo hizo, al contrario de ello, se acercó más a mí hasta estrecharme la cintura con sus brazos, más agradecido que sorprendido o extrañado. Cuando me separé de él podía ver la turbación en su mirada y el temblor de sus labios, estaba enrojecido hasta la médula, y Neil a mi lado con los ojos abiertos con una expresión escandalizada. Acercándome a él sujeté su mejilla y le besé a él también. Él sí dio un respingo espantado pero no se apartó un milímetro. Me besó con cautela y con las manos temblorosas me acarició los brazos extendidos hasta su cuello. Después bajó hasta mi cintura y allí quedó frenado por su propio criterio. Antes de darse cuenta el rostro de Paul estaba escondido en mi cuello, acercado a mí por mi propia mano y ambos se turnaron con mis labios. Parecieron divertirse como niños y eso me agradó. Se reían, se miraban y se sonrojaban, después me miraban a mí y se hundían en mi piel con candidez. Sus manos exploraron con limitaciones mi cuerpo, no se atrevían a ir más allá de lo que mi ropa enseñaba y ellos mismo se contenían el uno al otro fijándose en los lugares que recorría uno para obedecerlo y seguirlo el otro. Por un momento no sentí que estuviésemos haciendo nada peor que jugar con nosotros mismos como si hubiésemos vuelto a una infancia más inocente que trágica. Apoyé mi espalda en la roca del muro que rodeaba la finca y de espaldas a esta ellos se colocaron delante de mí, cada uno a un lado y ocultándome a la vista de cualquiera con su cuerpo siguieron besándome.

 

 

Les despedí con la mano mientras se alejaban y yo entré en la casa, aún con las mejillas sonrosadas y todo el cuerpo temblando. Me quité el abrigo colgándolo de uno de los percheros tras la puerta de la cocina y colándome por las escaleras miré hacia el piso superior. Podía ver como una pequeña línea de luz se alargaba y se disipaba por el suelo, saliendo desde algún punto del despacho del señor. La vez anterior no me atreví a molestarle pero en aquel momento deseaba verle con una necesidad imperiosa que me obligó a subir las escaleras más cauta que apresurada. No se escuchaba nada dentro pero tampoco esperé que emitiese algún ruido. Acercándome hasta la puerta la golpeé con los nudillos y tras su permiso abrí la puerta, escrutando dentro con vergüenza. Estaba sentado al escritorio escribiendo sobre un cuadernillo. Al lado tenía un montón de facturas. Seguro que había aprovechado para hacer cuentas.

—Llegué. —Dije sin saber muy bien qué había ido a hacer allí. De seguro que ya me había visto cruzar el jardín y me había oído entrar. La verja del exterior chirriaba como los demonios. Él asintió con la vista concentrada en el papel sobre el que estaba escribiendo. La vela estaba muy cerca de él, hasta casi poder sentir como le calentaba el rostro, pero no había ninguna otra luz en la estancia. Cuando alzó la mirada sus ojos se oscurecieron por el brillo de la vela y cayó sobre mí como una plancha de plomo.

—¿Estás bien? —Me preguntó, repentinamente preocupado por mi intromisión. No quise imaginarme la cantidad de cosas que se le podían haber pasado por la cabeza para explicar que me atreviese a molestarle a esas horas—. ¿Te ha ocurrido algo?

—No, nada. —Dije, entrando por completo y con la puerta aún entreabierta detrás de mí el asintió conforme, regresando a sus papeles.

—¿Te lo has pasado bien?

—Sí. —Asentí mientras me agarraba las manos a la espalda.

—Ha hecho frío. ¿Has pasado frío?

—En absoluto. —Él asintió a mis palabras y yo me mordí los labios, aún los tenía algo inflamados.

—¿Quieres algo de mí? —Preguntó, y aunque sus palabras eran gruesas, su tono era dulce y cándido.

—¿Me habéis estado esperando de nuevo?

—Me he entretenido con facturas y pagos atrasados. —Dijo mientras señalaba con la pluma los papeles repartidos por la mesa.

—Sabéis que no tenéis que esperarme despierto. Doy gracia que mañana no debéis madrugar porque de lo contrario os reprendería.

—¿Tú reprenderme a mí? —Preguntó, más divertido que ofendido y yo asentí mientras me acercaba a él y él recogía un par de papeles que se habían desbordado por la mesa. Tal vez él mismo los hubiese lanzado o se le hubiesen caído sin que se percatase, pero tras devolvérselos y observarlos, volvió a dejarlos en algún punto de la mesa sin darle más importancia—. No me es un esfuerzo desvelarme para esperarte. —Dijo con tranquilidad—. Pero ya te recogí de la calle una vez, no me pidas que vuelva a hacerlo.

—No tendréis que volver a hacerlo. —Dije y él asintió satisfecho—. ¿Deseáis que os caliente un poco de leche o té? Idos a la cama ya, es tarde.

—¿Qué es lo que quieres? —Preguntó alzando la mirada con una expresión de desconfianza. Yo me mordí los carrillos y me senté en una silla a su lado. Jugueteé con los papeles unos instantes y él alzó las cejas, sorprendido. No estaba seguro de si iba a hacerle alguna confesión o solo lanzar una reflexión al aire, pero sabía que algo estaba a punto de salir y se temía lo peor. Cerró el cuadernillo de cuentas para prestarme su completa atención.

—¿Creéis que hay más de una forma de amar a alguien?

—Tú sí que debes irte a dormir ya… —Soltó con una mueca de frustración y yo me rasqué el cuello y la nuca. Jugueteé con mi oreja.

—¿Creéis que hay diferentes formas de amar? ¿Creéis que se puede amar a más de dos personas a la vez? ¿Cómo es vuestra forma de amar? ¿Es libre o fiel? ¿Acaso sé yo lo que es el amor?

—Esas son solo preguntas que tú misma debes contestarte.

—Deseo que lo hagáis por mí. Dadme una respuesta y la creeré como si fuesen los mandamientos.

—Supongo que cada uno tiene su forma de interpretar el amor. Más libre, más fiel… En mi opinión supongo que hay tantas formas diferentes de amar como personas haya en el mundo, pues a cada persona se la ama de una forma diferente.

—¿A mí también me amáis, pues?

—Claro que te amo. —Aseguró con franqueza.

—¿Y cómo es ese amor hacia mí? ¿Qué tienes de especial frente al resto?

—¿Qué clase de pregunta es esa? Te amo como solo a ti puedo amarte, de forma incondicional y eterna. Te quiero porque nunca he sentido nada diferente hacia ti, desde el primer momento, siempre lo he sentido así, como una cruel condena que me ata a ti, eternamente hacia el único fin de amarte. ¿Tú no sientes lo mismo por mí?

—Ojalá pudiera conocer las palabras que lo expresasen. —Suspiré, desanimada y algo contrariada. Me pasé las manos por la frente y después por los ojos.

—¿Queréis que os acompañe a la cama? Parecéis algo desfallecida…

—No será necesario. —Dije, al fin algo decidida y me levanté, para acercarme a él, besarle la frente y marcharme hacia mi cuarto.

 



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