TRANSMUTACIÓN [Parte IV] - Capítulo 15
Capítulo 15
“Perlas de
revolución”
París, Francia. S. XVIII. 1776.
02 — febrero — 1793.
—La república no puede sustentarse bajo bases
conformistas, como bien han crecido en cesto de conformismo el feudalismo y las
monarquías. Hay que estar siempre alerta de cualquier pequeño indicio de
retroceso en nuestros ideales. —Decía Paul mientras soltaba la palma de su mano
sobre la mesa, golpeándola, dando énfasis a sus palabras.
—¿Y esperas que seamos nosotros la policía del pueblo
que vaya midiendo los márgenes de la moralidad para que nada se salga, para que
todo siga el curso del progreso? —Preguntó un hombre de mediana edad recostado
sobre su silla, con barba de hacía varios días y un cigarrillo entre los
dientes.
—Para eso están las leyes. —Defendió un muchacho con
gabán rojo y pelo oscuro que posaba la mano en el hombro de Paul—. Para guiar
al pueblo hacia el progreso. Y las leyes habrán de evolucionar con nosotros,
siempre y cuando el progreso sea hacia delante y nunca en retroceso.
—¡Bien dicho! —Soltaron varios, yo sonreí con aquellas
palabras. Estábamos en la planta superior, como la noche aquella, unos cuantos
reunidos, menos que la otra vez, alrededor de un par de mesas juntas y algunos
de pie, otros sentados, debatiendo con política sobre política. Que difícil era
ver aquello.
—Pero no podemos condenar a alguien por sus ideas.
—Mencionó otra mujer que había al fondo—. No podemos meternos en las cabezas de
las personas para sonsacarles de qué partidos son o si prefieren un rey a un
emperador. Las ideologías no deberían matar.
—No son las ideas lo que aquí se condena. —Interrumpió
Neil que apenas había hablado en todo el tiempo que llevábamos allí—. Lo que
aquí se condena, lo que la república debe condenar son todos aquellos actos que
atenten contra la libertad de las personas. La república debe detener a
aquéllos partidos que tiren hacia atrás del progreso, debe encarcelar y
sancionar a aquellos hombres, mujeres, empresarios, dueños o nobles que con el
poder que tengan, mucho o poco, atenten contra la vida de las personas y su
libertad. Deberíamos exigir una justicia mucho más justa, valga la redundancia.
No es justo que quien roba un mendrugo de pan por hambre comparta castigo con
un múltiple asesino. Las leyes deben protegernos, no temerlas por condenarnos
sin fundamento. Nosotros no somos emperadores, pero somos el pueblo, que es
mucho más poderoso. Y nosotros debemos luchar por nuestra libertad. No castigo
ideas, sino actos y si algún hombre comete actos que estorban a mi libertad,
bien me veo en mi derecho de mandarle directo al cadalso.
—Esto es demasiado. —Soltó alguien al fono—. ¿Quién te
crees, el emperador?
—No me creo nada. —Escupió Neil con el ceño fruncido,
interponiéndose entre Paul y el otro chico para intentar hacerse ver entre la
gente, entre su prole—. Me creo un hombre, que reclama unos derechos. Si eso
representa una autoridad, bienvenido al mundo en el que deseo vivir. ¿Acaso a
ti te gustaría que coartasen tus libertades? La libertad de venir a esta
taberna para hablar de política, la libertad para decidir en qué trabajar, la
libertad para caminar, viajar y moverte por donde te venga en gana.
—Podemos hacer todas esas cosas. —Le rebatió.
—¡Gracias al progreso! Estudien historia señores,
antes por hablar no muy diferente a como estamos haciendo se nos hubiese
ahorcado por conjurar contra el rey, como mínimo. A las mujeres las hubieran
llamado brujas y rameras, a los niños los hubiesen ahogado en el rio, y a
nosotros nos hubiesen puesto cadenas al cuello de por vida. ¡Y muchas más
libertades que aún nos quedan por alcanzar!
—¡Yo quiero un buen marido! —Soltó una chiquilla allá
al fondo, e hizo reír a todo el mundo pero ella no se rió en absoluto—. Mis
padres quieren casarme con un porquerizo. ¡Yo quiero a un hombre con más dinero
que eso!
—¿Ven? Ella ve la libertad pero no la posee. ¿Por qué
no es más justo Dios y le regala un buen marido? Porque Dios no intervendrá en
esta empresa. Ella habrá de armase con una escopeta y salir a las calles para
reclamar la libertad de poder elegir su destino fuera de las tradiciones de
esta sociedad imperfecta.
—Las mujeres y sus problemas. —Musitó un hombre a mi
lado, riéndose con su compañero a la izquierda. Ambos se sonrieron mutuamente—.
¡Esto es una lucha de hombres! Que las mujeres se queden en casa cuidando de
los niños y manteniendo la comida al fuego.
—¡No, mi buen señor mío! —Le dije yo, haciéndole dar
un respingo por oírme tan de cerca—. Esta no es una guerra de hombres o de
mujeres. Tampoco de jóvenes o ancianos. Es una guerra del pueblo contra la
monarquía, del pueblo contra el poder establecido, y del pueblo contra el
gobierno.
—Estamos contentos con el gobierno. —Dijo alguno al
fondo, pero otros le respondieron con negación.
—¡Siguen siendo el mismo nido de sanguijuelas!
—¡Son todos ratas!
—¡Por eso tenemos que tenerlos bien atados! —Dije yo
con emoción—. Con la ayuda de leyes, con la ayuda de nuestras manifestaciones y
con nuestras palabras. No debemos ceder ante el conformismo que es el causante
de que durante generaciones se hayan mantenido costumbres arcaicas,
instituciones inservibles, se haya pasado hambre y miedo. ¡Ya no hay miedo!
—¡Ya no hay miedo! —Gritaron Paul y Neil después de
mí, emocionados por verme intervenir.
—¡Por eso hay que terminar con cada uno de los
conservadores que se creen protegidos bajo la ley de “Libertad de prensa y
expresión”! ¿Acaso podemos ser transigentes con la intransigencia? ¿Acaso
debemos perdonar las mayores barbaridades que la boca de un hombre pueda decir?
—Neil sujetó un periódico que había enrollado sobre la mesa y lo golpeó
repetidas veces sobre el borde de la madera como si eso hiciese que las letras
escritas en él se desplegasen y pudiesen leerlas todos—. ¡Este asqueroso
periódico debe desaparecer! —Lo tiró sobre la mesa desplegando la portada. En
su parte superior, en grandes letras góticas se leía “La gaceta monárquica”. Un
vuelco en el estómago me hizo palidecer. Herida y consternada me helé como un
témpano—. Él, y sus directivos deben desaparecer de todo medio de publicidad.
¡Mentiras! No son más que mentiras todo lo que publican.
—¡Abajo la propaganda monárquica! —Gritaron muchos de
repente. Yo tragué en seco y Paul a mi lado se volvió para ver mi expresión y
todo lo que ella encerraba. Él tampoco se esperaba aquel golpe maestro que
consiguió derribar todas mis barreras.
—Este periódico se chancea de nosotros desprestigiando
nuestras capacidades y nuestra inteligencia. Nuestro poder y nuestra
representación como sector político y social. Nos llama alborotadores,
Sans—culottes turbados por las nuevas modas, descerebrados que no desean más
que perder el tiempo en política, cosa que según esto no entendemos, solo como
una excusa para no trabajar. Nos culpa de la ruina del país, por nuestra
desidia en el trabajo. ¿Y todo el dinero que ha despilfarrado el rey en
guerras? ¿Y todas las riquezas que la iglesia y la monarquía esconden aún, a
pesar de haber sido derrocadas en parte? ¿Dónde se esconden esos nobles que ya
no son nada y siguen burlándose de nosotros a las espaldas mientras de cara a
nosotros sacan la bandera blanca implorando paz, porque son muy fuertes frente
a sus amigos, pero cara a la realidad quedan…. ¿Sabéis cómo? ¡Sin calzones!
¡Desnudos! Los han vendido para llevarse algo a la boca. Este es el motivo por
el que traigo hoy aquí este diario. ¡Debe desaparecer y fundirse en la
oscuridad junto con el resto de publicidad mentirosa y engañosa, con toda
aquella esperanzadora publicidad monárquica que aún espera que el reloj dé
marcha atrás y regresemos bajo el poder de un rey! Y mientras eso llega, se nos
desprestigia porque ante la incapacidad de hacer política, es mucho más fácil
el insulto que el rendirse y dar el brazo a torcer. Estos hombres son los que
no quieren libertad ni paz, solo desean mantenerse arriba, acariciando el poder
con manos de terciopelo y seguir así el resto de sus vidas sin importar a
quienes pisan para poder alcanzar ese estatus. ¡Acarician las nubes pero
nosotros nos comemos el barro que desprenden sus zapatos! ¡Ya basta!
¡Quemaremos este diario, y después mandaremos a sus directores a la guillotina!
Porque estamos en la era del terror pero yo no tengo miedo. Solo caen culpables
de una moral corrupta y alejada del progreso. ¡Viva la república!
Paul me sostuvo con su mano sobre mi brazo. Casi
desfallezco.
…
Cuando todo el mundo se había marchado y solo quedamos
los tres sobre aquellas mesas sentados, las copas de vino apuradas y las jarras
vacías, decidimos que era hora de marcharse. La noche estaba tremendamente
oscura fuera y ya eran más de las doce. Desde que los densos y profundos
discursos habían terminado no había vuelto a intervenir en ninguna conversación
e incluso cuando nos quedamos Paul, Neil y yo a solas solo fui una espectadora
de las conversaciones que ellos tenían. Me contaban anécdotas del orfanato,
curiosidades sobre sus trabajos, se quejaban con insistencia sobre sus
respectivos jefes y se lamentaban de no haberme encontrado antes. Yo asentía a
todo, apuraba las copas de vino y jugueteaba con mis uñas debajo de la mesa.
Sus risotadas alumbradas por los destellos de las velas, en este claroscuro de
la taberna tenían un punto siniestro, una pincelada de diablura. Eran los
mismos niños de siempre, los querubines que conocí en la infancia, teñidos de
la oscura membrana de la madurez, endurecida por la revolución, el hambre y el
odio. Eso era, el odio. Nunca habían sentido odio antes, no al menos cuando yo
los había conocido en otra vida. Eran puros y cándidos como ángeles pero la
vida los curtió y los apaleó, hasta hacerles odiar con una intensa y profunda
voluntad. ¿También yo habría endurecido así mi carácter? Yo no recordaba tal
transición, puede que ellos tampoco la recordasen. ¿Odiaba yo, acaso? ¿Yo
también era partícipe de esos arrebatos de ciega ira hacia el sistema en que
estábamos encajados? ¿U odiaba ya antes incluso de mi huida del orfanato?
Recuerdo el dolor, pero ya no lo siento.
Bajé al piso inferior las copas y las jarras. Ellos me
siguieron con un par de platos que habían quedado arriba y Neil portaba las
velas que, iluminandonos a todos, me dejaban guiarme por el piso inferior.
Dejando todo sobre la barra él se encargó de lavarlo y ordenarlo. Paul apagó
las velas y cuando estuvimos alistados para dejar la taberna discutieron sobre
quien me acompañaría a casa. Neil deseaba quedarse a solas conmigo pero yo
insistí en que no dejásemos solo a Paul. Acabaron resignándose todos a
obedecerme y caminamos, yo del brazo de cada uno, por las calles desiertas.
Esquivando divertidos algunos charcos ellos tiraban de mí a un lado o a otro y
saltaba sobre ellos para no mojarme el bajo del vestido. Oculta en mi abrigo
tirité a mitad de camino y Neil pasó su brazo por mi hombro, mientras yo aún
sujetaba el brazo de Paul.
—Si hiciese menos frío se estaría genial. —Soltó Paul
porque nadie había dicho nada en un buen rato. Nosotros dos asentimos.
—Que mediocre, hablando del tiempo para acallar el
silencio. —Dijo Neil mientras se reía. Yo reí con él.
—Todo lo que tenía que decir hoy ya lo solté allí
dentro. —Señaló hacia su espalda, en dirección a la taberna de la que
procedíamos.
—Ha estado genial tu colaboración. —Musitó Neil
dándome un pequeño empujón. Yo asentí, mordiéndome el interior de las
mejillas—. Sabía yo que era buena idea que vinieses con nosotros, siempre has
sido una chica muy inteligente. Has dado una versión femenina de la situación,
algo que a muchos se les escapa.
—Es lo que tiene que los hombres os empeñéis en creer
que el mundo está hecho para vosotros, que incluso las mujeres llegamos a verlo
de esa manera, apartándonos a nosotras mismas de la ecuación.
—Palabras muy sabias. —Sonrió Paul.
—Muy ciertas. —Apoyó Neil—. Pero dejemos ya la
política por hoy. Hablar siempre de política acaba endureciendo la mente y los
sentimientos. Hablemos de algo más dulce, más sincero.
—¿Qué se te pasa por la cabeza? —Preguntó Paul, un
tanto desconfiado. Nuestros pasos hacían eco por las calles que transitábamos y
las palabras que lanzábamos al aire quedaban largo tiempo suspendidas entre
nosotros.
—Algo le ha cruzado el pensamiento, claramente. —Dije
yo sonriéndome pero él chasqueó la lengua.
—Hablemos de amor. —Soltó Neil, con valentía. Paul y
él se miraron un tanto curiosos—. ¿O acaso no hay hora más hermosa para hablar
de amor que cuando ya no hay luz y los oídos ajenos duermen?
—Me parece la hora más temeraria para hacerlo. —Dije
intentando desviar la conversación porque estaba segura de que intentaría
hablar de mí, o al menos del concepto de amor que se había imaginado que podía
existir entre nosotros. Me angustié por él mismo, por Paul y por mí.
—Más me preocupa que hable sin conocimiento. —Se rió
Paul haciéndome sonreír a mí también. Neil le lanzó una mirada frustrada.
—¿Qué vas a decirnos sobre el amor? —Pregunté—. ¿Vas a
relatarnos alguna poesía, vas a mostrarnos tu idea acerca del propio amor o
prefieres simplemente que nosotros hablemos por ti, dado que tú has sugerido el
tema?
—La única poesía que se conoce es el himno. —Dijo Paul
volviendo a fastidiar al mayor.
—¿Amas a alguien, Mina?
—¡Qué directo! —Se sorprendió Paul, alejándose de mí
con un salto, como si le hubiese espantado aquella pregunta más a él que a mí y
me dejase con el peso de toda la responsabilidad.
—Pues claro que amo. El amor es el sentimiento más
natural del ser humano. —Dije mientras volvía a extender la mano en dirección a
Paul. Este me estrechó la mano pero se mantuvo aún un par de pasos.
—¿Podríais amar entonces a un tabernero, que sin mucho
más futuro que el de limpiar el vino que se ha derramado sobre las mesas, tenga
un trabajo humilde, un buen corazón y los sentimientos más nobles que se ha
podido ver en alguien?
—No te vendas tan barato, hermano. —Le dijo Paul con
una sonrisa desagradable.
—Déjala contestar.
—El amor, como bien sabéis, no es algo que se guíe por
la riqueza del bolsillo, por el escalafón social, y mucho menos, me temo, por
la riqueza del alma. —Musité—. Desgraciadamente no solo no podemos elegir si
nos enamoramos de alguien adinerado, sino que tampoco podemos elegir cuán buena
es su alma para decidirnos a enamorarnos o no.
—¿Entonces cuáles son las cualidades que tengo que
mostrarte de mí para que puedas al fin aceptarme?
—No tengo por qué aceptarte. —Dije mientras ya veía mi
casa desde lejos—. Ya te pertenezco desde que nos conocidos en el orfanato. Os
pertenezco a los dos. —Miré a Paul que se sobresaltó—. Y vosotros me
pertenecéis a mí.
—Eso no es a lo que yo me estaba refiriendo.
—Sé a lo que te refieres. —Dije, casi solapándome con
él—. Pero esta es la forma en la que os amo, a los dos. Estaría con vosotros
hasta el fin del mundo, si me lo pidieseis. Os acompañaré hasta los confines de
la tierra, hasta el cielo o el infierno. Seré vuestra hasta que el segundo
diluvio convierta la tierra en un charco de barro y lodo. Pero si lo que
quieres es la exclusividad de una esposa o la sumisión de una esclava, no sigas
adelante porque te darás de bruces.
—Siempre ha sido indomable. —Le dijo Paul a Neil con
un guiño. Neil me miró turbado y con el ceño fruncido, con los labios en un
mohín.
—Pero yo te amo de una manera en la que no me
correspondes.
—¿Es que acaso hay cientos de formas de amarse? ¿Acaso
se puede amar de mil formas? —Pregunté, pero ninguno de los dos supo
contestarme, los dos me miraron y después se miraron entre ellos. Yo misma me
cuestioné mi propia hipótesis—. Si se pudiese, entonces tendríamos que
amoldarnos a un amor común en donde podamos llegar a confluir.
—¿De qué forma sabes amar tú? —Preguntó Paul. No
estaba segura de que ninguno de los dos quisiese oír aquella respuesta pero su
pregunta salió de forma natural.
—De una forma sincera, completa y fiel. Así es como
amo yo.
Ninguno de los dos tuvo nada que objetar entonces.
Caminamos en silencio hasta que llegamos a la parte externa del recinto donde
residía y ninguno se atrevió a entrar más adentro, a diferencia de otras veces
que sí me habían acompañado hasta la puerta del servicio. No los obligué a
seguir adelante porque suficientemente incómodos estaban ya como para
obligarles a dar pasos inciertos hacia ninguna parte en concreto. Paul se
restregaba una mano con otra, mirando a todas partes, Neil se metió las manos
en los bolsillos del abrigo y chasqueó la lengua. En el fondo no dejaban de ser
críos. Yo lancé una mirada a través de la verja para escrutar desde lejos las
ventanas de la casa, una de ellas iluminada levemente, con el titilar de una
vela a través de las gruesas cortinas. Solté un resoplido y me mordí el
interior del carrillo.
—Siento si te he ofendido. —Musitó Neil,
reconcomiéndose. Yo metí las manos, como él, en el interior de mi abrigo.
—Al contrario, me halaga que me veas de esa manera.
—Ambos alzaron la mirada y yo les sonreí, agradecida—. Supongo que deberemos
encontrar un punto medio en donde podamos amarnos con sinceridad y equilibrio.
Le alargué la mano a Neil y él me la sujetó, yo besé
el dorso de su mano haciéndole enrojecer y después le pedí a Paul que me diese
su mano también. Igualmente bese su dorso y ambos se miraron con una confusión
desorbitada. Tirando de la muñeca de Paul le abracé y dirigí su rostro hacia mí
para besarle los labios. Pensé sinceramente que se apartaría y retrocedería
espantado pero no lo hizo, al contrario de ello, se acercó más a mí hasta
estrecharme la cintura con sus brazos, más agradecido que sorprendido o
extrañado. Cuando me separé de él podía ver la turbación en su mirada y el
temblor de sus labios, estaba enrojecido hasta la médula, y Neil a mi lado con
los ojos abiertos con una expresión escandalizada. Acercándome a él sujeté su
mejilla y le besé a él también. Él sí dio un respingo espantado pero no se
apartó un milímetro. Me besó con cautela y con las manos temblorosas me
acarició los brazos extendidos hasta su cuello. Después bajó hasta mi cintura y
allí quedó frenado por su propio criterio. Antes de darse cuenta el rostro de
Paul estaba escondido en mi cuello, acercado a mí por mi propia mano y ambos se
turnaron con mis labios. Parecieron divertirse como niños y eso me agradó. Se
reían, se miraban y se sonrojaban, después me miraban a mí y se hundían en mi
piel con candidez. Sus manos exploraron con limitaciones mi cuerpo, no se
atrevían a ir más allá de lo que mi ropa enseñaba y ellos mismo se contenían el
uno al otro fijándose en los lugares que recorría uno para obedecerlo y
seguirlo el otro. Por un momento no sentí que estuviésemos haciendo nada peor
que jugar con nosotros mismos como si hubiésemos vuelto a una infancia más
inocente que trágica. Apoyé mi espalda en la roca del muro que rodeaba la finca
y de espaldas a esta ellos se colocaron delante de mí, cada uno a un lado y
ocultándome a la vista de cualquiera con su cuerpo siguieron besándome.
…
Les despedí con la mano mientras se alejaban y yo
entré en la casa, aún con las mejillas sonrosadas y todo el cuerpo temblando.
Me quité el abrigo colgándolo de uno de los percheros tras la puerta de la
cocina y colándome por las escaleras miré hacia el piso superior. Podía ver
como una pequeña línea de luz se alargaba y se disipaba por el suelo, saliendo
desde algún punto del despacho del señor. La vez anterior no me atreví a
molestarle pero en aquel momento deseaba verle con una necesidad imperiosa que
me obligó a subir las escaleras más cauta que apresurada. No se escuchaba nada
dentro pero tampoco esperé que emitiese algún ruido. Acercándome hasta la
puerta la golpeé con los nudillos y tras su permiso abrí la puerta, escrutando
dentro con vergüenza. Estaba sentado al escritorio escribiendo sobre un
cuadernillo. Al lado tenía un montón de facturas. Seguro que había aprovechado
para hacer cuentas.
—Llegué. —Dije sin saber muy bien qué había ido a
hacer allí. De seguro que ya me había visto cruzar el jardín y me había oído entrar.
La verja del exterior chirriaba como los demonios. Él asintió con la vista
concentrada en el papel sobre el que estaba escribiendo. La vela estaba muy
cerca de él, hasta casi poder sentir como le calentaba el rostro, pero no había
ninguna otra luz en la estancia. Cuando alzó la mirada sus ojos se oscurecieron
por el brillo de la vela y cayó sobre mí como una plancha de plomo.
—¿Estás bien? —Me preguntó, repentinamente preocupado
por mi intromisión. No quise imaginarme la cantidad de cosas que se le podían
haber pasado por la cabeza para explicar que me atreviese a molestarle a esas
horas—. ¿Te ha ocurrido algo?
—No, nada. —Dije, entrando por completo y con la
puerta aún entreabierta detrás de mí el asintió conforme, regresando a sus
papeles.
—¿Te lo has pasado bien?
—Sí. —Asentí mientras me agarraba las manos a la
espalda.
—Ha hecho frío. ¿Has pasado frío?
—En absoluto. —Él asintió a mis palabras y yo me mordí
los labios, aún los tenía algo inflamados.
—¿Quieres algo de mí? —Preguntó, y aunque sus palabras
eran gruesas, su tono era dulce y cándido.
—¿Me habéis estado esperando de nuevo?
—Me he entretenido con facturas y pagos atrasados.
—Dijo mientras señalaba con la pluma los papeles repartidos por la mesa.
—Sabéis que no tenéis que esperarme despierto. Doy
gracia que mañana no debéis madrugar porque de lo contrario os reprendería.
—¿Tú reprenderme a mí? —Preguntó, más divertido que
ofendido y yo asentí mientras me acercaba a él y él recogía un par de papeles
que se habían desbordado por la mesa. Tal vez él mismo los hubiese lanzado o se
le hubiesen caído sin que se percatase, pero tras devolvérselos y observarlos,
volvió a dejarlos en algún punto de la mesa sin darle más importancia—. No me
es un esfuerzo desvelarme para esperarte. —Dijo con tranquilidad—. Pero ya te
recogí de la calle una vez, no me pidas que vuelva a hacerlo.
—No tendréis que volver a hacerlo. —Dije y él asintió
satisfecho—. ¿Deseáis que os caliente un poco de leche o té? Idos a la cama ya,
es tarde.
—¿Qué es lo que quieres? —Preguntó alzando la mirada
con una expresión de desconfianza. Yo me mordí los carrillos y me senté en una
silla a su lado. Jugueteé con los papeles unos instantes y él alzó las cejas,
sorprendido. No estaba seguro de si iba a hacerle alguna confesión o solo lanzar
una reflexión al aire, pero sabía que algo estaba a punto de salir y se temía
lo peor. Cerró el cuadernillo de cuentas para prestarme su completa atención.
—¿Creéis que hay más de una forma de amar a alguien?
—Tú sí que debes irte a dormir ya… —Soltó con una
mueca de frustración y yo me rasqué el cuello y la nuca. Jugueteé con mi oreja.
—¿Creéis que hay diferentes formas de amar? ¿Creéis
que se puede amar a más de dos personas a la vez? ¿Cómo es vuestra forma de
amar? ¿Es libre o fiel? ¿Acaso sé yo lo que es el amor?
—Esas son solo preguntas que tú misma debes
contestarte.
—Deseo que lo hagáis por mí. Dadme una respuesta y la
creeré como si fuesen los mandamientos.
—Supongo que cada uno tiene su forma de interpretar el
amor. Más libre, más fiel… En mi opinión supongo que hay tantas formas
diferentes de amar como personas haya en el mundo, pues a cada persona se la
ama de una forma diferente.
—¿A mí también me amáis, pues?
—Claro que te amo. —Aseguró con franqueza.
—¿Y cómo es ese amor hacia mí? ¿Qué tienes de especial
frente al resto?
—¿Qué clase de pregunta es esa? Te amo como solo a ti puedo amarte, de forma incondicional y eterna. Te quiero porque nunca he sentido nada diferente hacia ti, desde el primer momento, siempre lo he sentido así, como una cruel condena que me ata a ti, eternamente hacia el único fin de amarte. ¿Tú no sientes lo mismo por mí?
—Ojalá pudiera conocer las palabras que lo expresasen.
—Suspiré, desanimada y algo contrariada. Me pasé las manos por la frente y
después por los ojos.
—¿Queréis que os acompañe a la cama? Parecéis algo
desfallecida…
—No será necesario. —Dije, al fin algo decidida y me
levanté, para acercarme a él, besarle la frente y marcharme hacia mi cuarto.
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