TRANSMUTACIÓN [Parte IV] - Capítulo 13
Capítulo 13
“Perlas de revolución”
París, Francia. S. XVIII. 1776.
02 — febrero — 1793.
A comienzos de febrero una carta de la señora llegó
justo antes de la hora de comer. No quise molestar al señor en su despacho dado
que supuse que en la carta solo hablaría sobre sus objetos recibidos en la
mudanza y el agradecimiento irónico para su marido por haber colaborado en el
traslado. Sin embargo cuando apenas eran las once y media el señor me llamó
para hacerle subir el saquito con el tabaco y aproveché, sacando la carta de mi
mandil para su sorpresa.
—Te he pedido el tabaco, no una carta. —Me dijo con
media sonrisa pero yo solté un resoplido y un encogimiento de hombros.
—Aprovecho que estoy aquí para dársela. —Al tiempo que
se la extendía rebuscaba en mis bolsillos el saquito con el tabaco. Él me
extendió la pipa y yo se la rellené mientras retiraba unos cuantos papeles
esparcidos por la mesa para buscar el abrecartas. Hundió aquel puñal de hierro
en la apertura y de un tirón abrió un tajo en el papel. Cuando la pipa estuvo
rellena él me la cambió por la carta y me pidió que se la leyese. Yo asentí,
mientras él soltaba un par de nubes de humo.
Estimado esposo.
Quiero informarle de que mis cosas
han llegado en un estado ideal. A excepción de un par de cuadros que se han
destensado del bastidor por el camino, el resto parece estar en buenas condiciones.
A pesar de que por el camino la lluvia sorprendió al carro apenas si fueron
unos minutos. Recibiréis más noticias mías pronto, no creáis que os habéis
librado de mí tan fácilmente. Aquí aún se os espera y se os recibirá con los
brazos abiertos. Se avecinan grandes juicios dentro de poco, espero que vos no
os imprequéis en ninguno, o no nos impliquen.
Pds, noto la ausencia de un collar
de perlas y un juego de pendientes de perlas de mi joyero. No me extrañaría que
alguno de mis trabajadores se lo hubiese adjudicado como pago extra, pero
tampoco me sorprendería que vuestra señorita, Mina se lo hubiese puesto alguna
vez aprovechando mi ausencia y se le hubiese olvidado devolverlo al joyero… […]
—¡Yo no he sido, señor! —Solté. Precipitadamente,
dejando la carta a medias.
—Sigue leyendo. —Musitó, sujetando la pipa entre los
dientes.
[…] Buscadlos, yo haré lo propio
aquí. Tal vez se hayan extraviado entre el desorden de mis pertenencias. Pero
si encontráis que vuestra querida Mina es una ladrona, reprendedla duro, más
vale que la echéis antes de que os robe a vos vuestras pertenencias.
Un saludo. Atentamente, vuestra
esposa.
—Os juro que yo no he cogido nada de su joyero. —Dije,
apresuradamente y devolviéndole la carta que sin ni siquiera mirarla la apartó
a un lado y rescató un folio en blanco y su pluma del interior—. Ni siquiera
osaría acercarme a sus cosas, y menos sustraerle un collar y unos pendientes.
¡Qué me importan a mí esos abalorios!
—Me prometéis que no habéis sido vos. —Me pidió con la
mirada, penetrándome hasta lo más hondo. Yo junté mis manos y las puse sobre mi
pecho, temblorosa.
—¡Os lo juro por vos, que sois lo más sagrado para mí!
Apenas un segundo después ya garabateaba sobre el
papel con el puño apretado sobre la pluma, la punta de esta casi desgarrando el
papel y el pulso tembloroso. Apretaba los dientes sobre la pipa mientras iba
dictándose a sí mismo en alto.
No tan querida esposa como me
gustaría.
No sé qué clase de oscuros y
perversos pensamientos se os cruzan por la mente para atreveros a acusar a mis
trabajadores de ladrones, cuando bien sabéis que son trabajadores ejemplares
que os han servido con demasiada diligencia durante demasiados años. No
ofendáis más a estas personas que bastante falta les habéis hecho ya con
vuestra presencia tantos años en mi casa. Más o vale encontrar el collar y los
pendientes en vuestra alcoba o en los bolsillos de vuestros empleados, porque
de lo contrario pensaré que os estáis inventando excusas para manchar la
reputación de mis trabajadores. Y también ruego por no tener más noticias
vuestras si no es una disculpa.
Vuestro esposo.
Cuando firmó la carta y la metió en un sobre,
sellándola después, me la entregó para que la enviase al correo pero yo me
quedé con ella de la mano, algo dubitativa. Él fumaba de su pipa mirándome de
reojo mientras volvía a ordenar sus papeles y dejaba la pluma en su lugar.
—¿Qué os ocurre?
—¿Estáis seguro de que envíe esta carta? —Le pregunté
y él me miró algo receloso.
—Tanto como tú estás segura de que no has cogido las perlas.
—Sentenció.
—Yo puedo hablar por mí misma, no por los demás
trabajadores de la casa. —Él no pareció inmutarse por mis palabras. Acabó
encogiéndose de hombros, distraído.
—Envíala al correo. Tan solo es un collar y unos
pendientes de perlas, no el Santo Grial. Envíala, seguro que las encuentra en
cuanto se preocupe por ordenar sus cosas.
—Está bien. —Suspiré—. La comida estará en menos de
media hora.
—Perfecto. En media hora bajo.
…
Mientras George comía tranquilo en el salón bajé a las
cocinas para encontrarme a Mathilde separando un par de platos para nosotros y
recogiendo la mesa sobre la que había partido unas verduras para que nos
sentásemos Tomás, ella y yo. Mientras tanto, yo seleccionaba un par de higos
adecuadamente maduros y colocaba un par de tartitas de limón al lado. Cuando
regresé al salón él ya estaba terminando y posé el plato del postre a su lado
mientras le apartaba el del guiso. Cogió una de las tartitas de limón y la
olisqueó antes de comérsela. Yo le miré con curiosidad mientras le daba un
mordisco y sonriéndome con la misma emoción que un niño me guiñó un ojo.
—Solo a ti te quedan tan dulces.
—Gracias, espero que sean de su agrado. ¿Desea algo
más?
—Nada. En cuanto lo terminen me subo al despacho. Id
comiendo. —Me dijo como despedida.
Regresando a las cocinas Tomás ya estaba sentado en un
tajo al lado de la mesa y jugueteaba con el plato vacío delante de él. Mathilde
colocaba la cazuela del guiso en el centro de la mesa para ir repartiendo
cazos.
—Dice que vayamos comiendo. —Solté mientras me sentaba
al otro lado de la mesa donde Tomás estaba. Cuando nuestros platos estuvieron
llenos del guiso Mathilde se sentó al lado de Tomás y ambos se pusieron a comer
de inmediato pero yo fui incapaz de llevarme un bocado a la boca. Tomás fue el
primero que levantó la mirada del cuenco para verme mirar con disgusto el
guiso. Después miró a Matilde y después a mí de nuevo.
—¿Qué le ocurre al guiso? —Preguntó más temeroso que
confuso—. Sé que yo he pelado y cortado las patatas pero eso no es motivo para
desconfiar. —Rió. Matilde levantó la mirada igual que Tomás había hecho y yo me
mordí el carrillo.
—No tengo mucha hambre. —Solté con un resoplido y
Tomás volvió a mirarnos a las dos alternativamente.
—¿Cómo es eso, pequeña? —Preguntó Mathilde, con
desconfianza—. Tienes que comer, deja de decir tonterías. O hasta la hora de la
cena no probarás bocado.
Ante sus palabras hundí la cuchara en el guiso y
removí un poco el contenido haciéndoles perder interés en mí, pero no pude
evitar seguir hablando.
—Esta mañana llegó una carta de la señora. —Ambos
rodaron los ojos.
—¿Qué quería esa mala pécora otra vez? Espero que la
mudanza fuese bien porque como tengan que venir más personas a llevarse muebles
y arcones voy a recibirles con el rodillo en la mano… —Tomás se desternilló de
las palabras de Mathilde y yo me mordí el labio inferior.
—No, no te preocupes. Dice que todo llegó en buenas
condiciones. O al menos la mayoría de las cosas, un par de cuadros, ya sabes. Y
además les pilló la lluvia en un tramo.
—¡No me extraña! Lo raro es que no se ahogasen por el
camino. —Exclamó Tomás—. Solo le doy gracias a Dios de no haber sido yo quien
condujese al carro. Pobre del que lo haya tenido que llevar.
—Bueno, pues ya está. —Sentenció Mathilde—. Un
problema menos. Esperemos que la señora no vuelva a meter las narices por esta
casa en mucho tiempo.
—Yo no estaría tan tranquila. —Dije apartando el plato
de mí—. En su carta menciona un collar de perlas y un par de pendientes,
también de perlas. Dice que no los encuentra. —Dejar aquella frase en el aire
podía malinterpretarse, y claro que la malinterpretaron.
—¿Qué quieres decirnos con eso? —Preguntó Matilde.
Tomás ya apuraba los últimos restos del plato y se asomaba decepcionado al
puchero que estaba tan vacío como su plato. Alicaído dejó la cuchara allí
dentro.
—No insinúo nada. —Le dije, frunciendo el ceño—. Solo
lo comento por si alguno de vosotros dos sabe donde pueden haberse metido el
collar y los pendientes.
—No me gusta nada ese tono, señorita. —Me amenazó con
un ademán de su cuchara—. ¡Yo que te he dado de comer como a una hija, que te
he enseñado este trabajo y te he cuidado como si fueses de mi propia sangre!
¿Acaso te atreves a acusarme de haber robado a nuestros señores? —Preguntó,
escarmentada. Tomás nos miraba alternativamente.
—No os acuso de nada, a ninguno de los dos.
—¿No se te habrá ocurrido mencionarle al señor que
nosotros podemos tener algo que ver en la desaparición?
—Al contrario. —Dije, frunciendo el ceño—. Él nos ha
defendido delante de su esposa y le ha escrito una carta culpándola a ella de
la desaparición o incluso de la invención de la propia desaparición del collar
y los pendientes. El señor no ha dudado de nosotros ni un solo instante.
—Pero tú sí. —Soltó ella, seria y con las manos en las
caderas.
—No. —Dije, mientras le pasaba mi plato lleno a Tomás
que lo recibió con una gran sonrisa y rápido se puso a la tarea de vaciarlo—.
Solo digo que conozco de qué collar y pendientes hablaba. Se los he visto
puestos, y si habla de ellos no es una invención. Puede que los tenga ella,
puede que ni siquiera lo sepa. Pero no me cabe la menor duda de que si han
desaparecido, bien pueden haberse quedado aquí, en esta casa. Y tal vez los que
vinieron a recoger las cosas se los dejasen caer o los dejasen olvidados. Os
informo, por si los veis, o sabéis donde están, que sepáis que la señora los
está buscando y en su carta nos tildaba de ladrones. ¡Y solo espero que no sea
así!
—¡Qué coraje! —Soltó Tomás con la boca a rebosar—.
Llamarnos ladrones…
—Tú come y cállate. —Le espetó Matilde, pero rápido su
mirada se dirigió a mí—. Más vale que solo sea una recomendación o un aviso, y
no una insinuación, jovencita. Porque si llego a saber que has sido tú la que
se los ha quedado no tienes París para correr como te persiga con una vara.
—Yo no he sido. —Dije en un susurro mientras se
alejaba para lavar su plato y miré a Tomas que me miraba entre agradecido por
la comida y apenado por la situación. Yo le miré de la misma manera y mientras
Mathilde murmuraba para sí misma yo me levanté de la mesa y me conduje fuera de
las cocinas. Me encerré en la biblioteca y me puse a leer en soledad, tal vez a
la espera de que George llegase o tal vez solo buscando un lugar donde poder
estar a solas con mis pensamientos.
Comentarios
Publicar un comentario