TRANSMUTACIÓN [Parte IV] - Capítulo 12
Capítulo 12
“Perlas de revolución”
París, Francia. S. XVIII. 1776.
28 — enero — 1793.
Por toda la casa se oía el trajín que se traían Alexia
y la otra mujer subiendo por las escaleras y bajando baúles y maletas llenas de
ropa o enseres personales. Incluso algunos muebles hubieron de llevarse.
Algunas sillas y alguna mesita de noche. Mathilde escandalizada en la cocina se
escondía del ruido mientras batía unos huevos en un bol para intentar aplacar
el ruido con más ruido.
—¿Puedes creerlo? La señora se está llevando hasta los
techos, sino no me explico este ruido. ¡Nos va a dejar sin vajilla! ¡Muchacha!
—Me llamó—. Ve a esconder los cubiertos de plata antes de que esos cuervos nos
los arrebaten. —Decía mientras arrejuntaba los cubiertos de plata y los
envolvía con un paño para esconderlos en algún cajón.
—No creo que tengan interés en llevarse los tenedores.
—Dije yo pero ella me lanzó una mirada gélida como las que la señora sabía poner
tan bien.
—¡Esa gárgola! No sabes de lo que es capaz. Antes de
que tú llegases nos amenazaba con llevarse nuestros orinales para que
saliésemos a la intemperie a mear como en el Medievo.
—Entonces es mejor que guardes también la vajilla de
porcelana china antes de que alguno de los que han venido la encuentre y se la
lleve. —Solté a lo que ella dio un respingo y se subió en un tajo para alcanzar
el armarito donde teníamos la vajilla de porcelana y cubrirla toda ella con un
paño.
—Por suerte los traje de los muebles del salón. Aquí
nadie los encontrará.
—Mira que eres paranoica. —Le dije sonriendo mientras
ocupaba su lugar batiendo los huevos y ella resopló ofendida.
—¿Sabes si el señor ha bajado ya a comer? Se le pasará
la hora.
—Me dijo que hasta que no se fuesen todos no bajaría a
comer. Seguro que teme que haya venido su mujer con ellos y deba enfrentarla.
—No me extrañaría que así fuese. ¿Y por qué tú no vas
a ayudarles con las tareas? Aquí estoy bien y no necesito tu ayuda. Pero así
ellos podrán terminar antes.
—El señor me lo ha prohibido. Me dijo que ese no es mi
trabajo.
—Hum. —Soltó ella pensativa, creyendo al señor más
cínico que cándido.
Saliendo de la cocina y dirigiéndome hacia las
escaleras principales encontré a un hombre, que seguramente sería quién después
conduciría el carro, bajando un arcón con ayuda de Alexia y otra muchacha de su
edad, o aproximada. Se gritaban entre ellos para poder coordinarse pero ninguno
obedecía correctamente y al final alguno tropezaba realizando el trabajo. Y por
suerte el arcón no volcaba y se desparramaba lo que había dentro. Dejándolos
atrás me conduje hasta el despacho del señor donde dentro brillaba la luz de la
vela. Era mediodía pero el cielo estaba tan encapotado que apenas entraba nada
de luz por las ventanas y seguramente hubiese necesitado una vela para escribir
o leer apropiadamente. Llamé con un par de golpes de mis nudillos sobre la
madera y desde dentro me dio permiso para entrar.
—Aún no se han ido. —Dijo, casi me interrumpió,
pensando que venía para avisarle de que bajase a comer. Aunque estaba aquí
recluido oía todo lo necesario como para calcular las ideas y venidas de los
trabajadores.
—A eso venía. —Le dije mientras él leía detenidamente
un documento que se acercaba para que su vista lo enfocase mejor dentro del
contexto de toda su mesa cubierta con panfletos y folios—. Quería pedirle
permiso para que me dejase ayudarles. Sé que me dijo expresamente que no lo
hiciese pero no quiero retrasar más su horario de comida.
—Mi horario de comida está bien. —Sentenció y yo me
mordí el labio inferior pero sin moverme del sitio. Aquello debió molestarle o
al menos inquietarle lo suficiente como para levantar la vista del papel y
mirarme directamente, buscando en mi rostro una excusa para seguir allí en su
despacho.
—No sé si sabrá, señor, que el servicio no comemos
hasta que el señor haya terminado y que con suerte nos aprovechamos de las
sobras de su comida. Si a usted le servimos tarde y mal, me temo que nosotros
comeremos mucho peor…
—¿Quién ha dicho que tengáis que esperarme? Comed
vosotros primero, ya comeré luego yo. No tengo prisa, es más, estoy algo
ocupado aun.
—¿Estáis seguro de eso? Mire que como molestéis a
Mathilde mientras está comiendo, bien puede mandaros al demonio…
—Estoy seguro… —Soltó de forma más resignada y me
pidió que me marchase zarandeando la mano en dirección a la puerta y yo asentí
retirándome pero antes de salir me quedé sujetando el pomo de la puerta y con
ella medio abierta aún le miré con curiosidad. Él volvió el rostro a mí.
—¿Estuvisteis ayer esperando por mí? —Pregunté, en un
impulso de valentía. Él se sobresaltó por la pregunta pero no lo negó.
—Me desvelé.
—No os acostasteis, ¿verdad?
—Marchad a comer. —Me ordenó con el ceño fruncido y yo
le sonreí con un asentimiento de mi cabeza.
…
La casa quedó en completo silencio desde el último
portazo. El carro salió por la puerta principal del jardín y desapareció por la
calle trasversal hasta que no quedó de él más que un ligero rumor. Dentro de la
casa parecía que el tiempo se había estancado en un punto concreto de silencio,
no se oía ni un ápice. Yo estaba terminando de comer un par de gajos de naranja
del postre cuando se marcharon Alexia y los demás. Me levanté de inmediato de
la mesa de la cocina limpiándome las
manos con el mandil y preparando una fuente con lo que había sobrado del
estofado de carne con guisantes. En una pequeña bandejita puse unas cuantas
rebanadas de pan y ya servía vino en una jarra para llevarle esta con una copa
cuando oí a lo lejos los pasos de George conduciéndose hacia el salón. aún
masticaba medio gajo de naranja cuando aparecí a su lado mientras él se sentaba
y le ponía el pan y la jarra de vino con una copa vacía.
—Servíos vos mismo. Vuelvo enseguida con el estofado.
—¡Tragad muchacha! —Dijo divertido al verme masticando
un gajo de naranja—. No os vayas a atragantar y tengamos un disgusto. Si
queréis puedo esperar unos minutos a que terminéis.
—Terminé ya. —Dije, tragando el gajo de golpe y
saltando hacia las cocinas para traer los platos y cubiertos y posteriormente
el guiso. Dejé todo sobre la mesa para ver como se servía un poco del guiso y
partía un poquito de la corteza del pan para metérsela en la boca. Ni siquiera
había esperado al guiso—. Veo que tenéis ya hambre. Es normal, es más de la una
y media…
—No tengo prisa. —Dijo, con el tono más calmado que
pudo pero sus actos le delataban, relamiéndose al olor del guiso. Se puso la
servilleta sobre el regazo y se quedó mirando como le servía con un cucharón
parte de la carne en su plato—. Tráeme un poco de agua, por favor. —Pidió.
—Voy.
Cuando regresé aún no había tocado el plato, sin
embargo. Sirviéndose un poco de agua en un vaso que le traje me miró desde su
asiento y como si repentinamente hubiese perdido el hambre me retuvo con un
destello de su mirada.
—Sí, te estuve esperando anoche. —Dijo, con más
remordimiento que vergüenza—. Lo siento.
—No tenéis que disculparos.
—¿Lo pasasteis bien?
—Muy bien. —Dije y él asintió, cogiendo los cubiertos
y comenzando a comer. Yo me escondí en la cocina hasta un rato después que hube
de retirarle los platos y él volvió a refugiarse en su despacho.
…
Pasadas las cuatro se puso a llover a cántaros. Bien parecía
el día del juicio final o el diluvio universal. Fuera las plantas se
zarandeaban por culpa de las gotas cayendo a plomo sobre ellas y el viento
hacia escarmentar a los cristales. De vez en cuando a lo lejos se escuchaba el
murmullo de un trueno que habría caído en alguna parte. Se podía escuchar la
tormenta, rugir y desgañitarse y de vez en cuando la luz de alguno de los rayos
llegaba hasta nosotros, seguido posteriormente de su sonido. La biblioteca
estaba en silencio y solo alumbrada por un par de velas, única fuente lumínica
en toda la estancia, pues del cielo no se podía esperar más que tormenta. Los
ventanales de la biblioteca estaban la mayor parte cubiertos con cortinajes
pero un par de ellos permanecían descubiertos por los que pude observar en
silencio el espacio fuera.
Abrazada a mi misma me quedé absorta contemplando el
vendaval del exterior. En la iglesia cercana dieron las cinco y en unos minutos
George me acompañaría en aquel espacio pero en cierto modo no deseaba que se
rompiese la soledad que había conseguido conciliar a mi alrededor. Al contrario
de lo que la mayoría de las personas sienten cuando ven llover, a mi no me
resulta nada desagradable, al contrario, es reconciliador ver caer la lluvia,
como si el agua limpiase los desperfectos y las impurezas de la tierra, se
filtrase hasta el suelo y renaciese la vida nuevamente con agua limpia y pura.
La paz que consigo viendo llover es algo mucho más grande que yo misma, cada
gota de agua es un espejo donde puedo ver las otras veces pasadas que llovió, y
veo el pasado a través de ellas, veo la misma ciudad que hoy se moja con los
mismos ojos pero con todo modificado, como si el agua fuese lo único
imperecedero. Y siento que a través de ellas, yo también puedo participar de
esos recuerdos.
George llegó pasadas las cinco y diez. Se disculpó por
su retraso mientras portaba un candelabro con varias de sus velas encendidas.
Sabía que le esperaba allí dentro, escondida entre las sombras y con la poca
luz del exterior iluminando mi rostro. El candelabro lo dejó al lado de las dos
velas que ya había en la mesa y apartó varios documentos que él estuvo
consultando.
—Si tenéis otros quehaceres, bien podemos dejar la
clase para otro momento.
—¿Otra vez las excusas? —Me preguntó con media sonrisa
y algo inquieto se dirigió directamente a la estantería para rescatar el libro
de Descartes que estábamos leyendo. Yo me senté en una de las dos sillas que
estaban colocadas la una al lado de la otra y mientras él colocaba el libro
delante yo arrimé mi silla—. Está cayendo una buena. —Dijo alertado por el
sonido de la lluvia golpeando los cristales.
—Mathilde pensaba tender hoy fuera, la pobre. —Dije
mientras él se sentaba a mi lado y arrimaba la silla más cerca del escritorio.
—Seguro que mañana ya habrán descargado las nubes.
—Al contrario. —Dije mirándole con media sonrisa—.
Tengo la sensación de que no se detendrá en unos días. Puede incluso que nieve,
pero no cuajará.
—Ya veremos. —Dijo mientras señalaba el libro—.
Continuemos.
[…]Mas para que pueda verse el modo
cómo estaba tratada esta materia, voy a poner aquí la explicación del
movimiento del corazón y de las arterias que, siendo el primero y más general
que se observa en los animales, servirá para que juzgue ligero grácilmente lo
que deba pensarse de todos los demás. Y para que sea más fácil de comprender lo
que voy a decir, desearía que los que no estén versados en anatomía se tomen el
trabajo, antes de leer esto, de mandar cortar en su presencia el corazón del
algún animal grande, que tenga pulmones, pues en un todo se parece bastante al
del hombre, y que vean las dos cámaras o concavidades que hay en él; primero,
la que está en el lado derecho, a la que van a parar dos tubos muy anchos, a
saber: la vena cava, que es el principal receptáculo de la sangre y como el
tronco del árbol, cuyas ramas son las demás venas del cuerpo, y la vena
arteriosa, cuyo nombre está mal puesto, porque es, en realidad una arteria que
sale del corazón y se divide luego en varias ramas que van a repartirse por los
pulmones en todos los sentidos.[…]
Un escalofrío me recorrió el cuerpo y me abracé a mi
misma volviendo a inclinarme sobre el libro para continuar con la lectura. Pero
apenas recitada una frase más el peso de un cuerpo se cernió sobre mi espalda.
Era la casaca de Geroge sobre mis hombros. No le había sentido deshacerse de
ella pero repentinamente estaba sobre mí y sus manos sobre los hombros de esta
colocándomela adecuadamente. Yo detuve la lectura y metí los brazos por las
mangas. Estaba tan cálida que no pude evitar sentir otro escalofrío por el
choque de temperatura. Él se quedó con la chupa y la camisa pero no le molestó.
Apoyó un brazo a lo largo de la mesa y el otro apoyado en su cadera mientras me
escuchaba leer atentamente. Yo estaba leyendo en alto pero ni siquiera estaba
prestando atención a la lectura. Meditaba sobre el hecho de que en menos de
veinticuatro horas tres hombres diferentes se hubiesen ofrecido a cederme su
abrigo y cuáles eran los hilos que los unían a mí, y cuáles los que les unían
entre ellos. Como una extensa trama de cordeles rojos uniéndonos a los cuatro
me dediqué los siguientes minutos a cortar uno por uno cada sedal con la
esperanza de liberarme de al menos unas cuantas tramas, las suficientes como
para maniobrar.
Un trueno hizo temblar los cristales y desvié la
mirada hacia la ventana que aún reverberaba. Los dos lo hicimos y a los
segundos retorné la vista al libro, pero ni me apetecía seguir ni me estaba
enterando de nada. Las últimas dos páginas formaban un borrón en mi mente
haciéndome imposible la tarea de regresar atrás o la de continuar. Bajé la
mirada y resoplé, cerrando los ojos con hastío. Concienciándome de que debía
seguir leyendo alcé de nuevo la mirada y repetí tres veces la misma frase hasta
convertirla casi en un mantra. Después de ella, ya no existía nada y antes de
ella, no recordaba nada. Aquella frase puso el punto y final a mi sesión de
lectura cuando ni bien llevábamos cuarenta y cinco minutos. Me froté los ojos,
me pasé las manos por la frente y me retiré la cofia dejando mi pelo trenzado
aún recogido con un par de horquillas.
—¿Estás bien? —Me preguntó en un tono preocupado.
—No consigo concentrarme. —Me sinceré.
—Es muy denso, lo sé. Pero al principio lo cogiste con
emoción. Esta parte tal vez sea algo dificultosa. Podemos detenernos aquí por
hoy si es lo que deseas…
Yo ya no atendía a sus palabras. Volví el rostro de
nuevo hacia fuera. Mi vista necesitaba un objetivo lejano donde fijarse para
descansar la visión y apoyé mi espalda en el respaldo de la silla. No me di
cuenta hasta entonces de que el brazo de Geroge estaba apoyado en el borde de
mi respaldo. No lo movió cuando yo me apoyé en la madera pero tampoco me
molestaba allí. Su mano en el borde de la silla bien podría haberse colocado en
mi hombro pero jamás osaría hacer eso.
—Tenéis la cabeza en otra parte. —Dijo, decepcionado.
Más conmigo que con la situación. Soltando un chasquido de su lengua cerró el
libro y se pasó la mano libre por la frente, despejándola con el propio gesto—.
La mente joven siempre tan bulliciosa e inalcanzable.
Cuando volví la mirada hacia él pareció otro hombre.
Uno más mayor y cansado. No era el mismo inquieto y entusiasmado que había
entrado hacía un rato por la puerta de la biblioteca. Me pregunté si yo me
parecería a la misma que le había recibido aquí dentro. Puede que tampoco fuese
la misma porque su mirada me recorrió intentando reconocerme. Tal vez fuese por
su chaqueta, o tal vez por el pelo, pero estoy segura de que algo debió
despertarle en mi mirada que le hizo enmudecer unos instantes. En cualquier
otra situación se habría atrevido a preguntarme a qué venía esa mirada tan
directa y desafiante, pero no tuvo el valor.
—¿Me permitís que haga algo que probablemente os
moleste? —Le pregunté mientras calculaba todas las posibilidades que había de
que me reprendiese después de aquello.
—Si ya presupones que me molestará, ¿me harás prometer
que no tomaré represarías contra ti? Porque si es así…
—Podéis tomar las medidas que creáis oportunas. —Dije
mientras miraba la forma en la que el pañuelo sobre su cuello se volvía sobre
sí mismo y un alfiler clavada en medio sujetaba el conjunto—. Solo os advierto
de que os molestará, para que no os pille por sorpresa.
—Muy atrevido tiene que ser para que me adviertas, si
sueles tomarte la libertad de hacer lo que te venga en gana siempre…
—¿Accedéis o no? —Asintió como si no tuviese más
remedio. Apenas hubo sentenciado su confianza alcé la mano envuelta en su
chaqueta y le sujeté la barbilla para tener mi objetivo claro, la volví hacia
mí y me erguí hasta besar sus labios. Ni siquiera dio un respingo, se limitó a
cerrar los ojos, quedar inmóvil y dejarse hacer. Apenas si hube rozado sus
labios con los míos los separé, consciente de que de ellos no obtendría más de
lo que ya había conseguido. Me sentí victoriosa solo con eso. Cuando me separé,
él se quedó en la misma postura en la que se encontraba pero mirándome con las
cejas un tanto fruncidas, como al borde del enfado pero sin lograr alcanzarlo.
Unos segundos después hundió su labio inferior dentro de su boca y se saboreó a
sí mismo, o tal vez a mí.
—¿Puedo preguntar qué es lo que buscas haciendo esto?
—Cuestionó mientras me miraba directamente a los ojos, tal vez intentase
intimidarme, pero yo no sentía vergüenza por lo que acababa de hacer, y tampoco
remordimientos. Le miré directamente, sin nada que esconder.
—Puede que despejar algunas dudas.
—Pues espero que las hayas resuelto porque no habrá
segundos intentos. —Sentenció y yo asentí mientras meditaba en silencio.
—Entiendo. —Dije.
Dando por finalizada la clase se levantó del asiento y
comenzó a recoger el libro de Descartes y otros tantos que había en la mesa
colocándolos cada uno en su lugar cuando de repente se detuvo y se volvió a mí,
aún con los libros sujetos en su antebrazo.
—No me hagas cargar con la idea de que ha sido tu
primer beso. —Soltó, más avergonzado él al decirlo que yo al escucharlo.
—No seáis egocéntrico. —Le espeté frunciendo el ceño a
lo que él se volvió a la estantería, más escarmentado que ofendido. Pero aunque
en silencio, siguió dándole vueltas a la idea.
—Estabas comparando, ¿no es así? —Soltó, casi
divertido y poco a poco las ideas parecían encajarle en la cabeza. Esa
maravillosa cabeza capaz de concebir las más enrevesadas maldades—. ¿Me
concierne saber algo que te ocurriese ayer?
—Nada de vuestra incumbencia. —Dije y él se encogió de
hombros mientras colocaba el último libro y se dirigió a uno de los cajones
para dejar allí unos papeles pero algo pareció llamarle la atención allí
dentro. Sacó un pequeño librillo, apenas mal encuadernado y con los bordes y
las esquinas desgastadas. Lo ojeó unos instantes y al rato volvió a dejarlo
dentro del cajón. Pareció meditar sobre eso unos instantes cuando una pregunta
que debió surgir en su mente interrumpió el flujo de sus pensamientos.
—¿Puedo conocer al menos los resultados de vuestra
comparación?
—Son confusos. —Dije, aún con el ceño fruncido—. No he
sentido nada la besaros. Nada más de lo esperado. —Él dio un respingo, yo lo
repetí como si me hiciese falta convencerme de ello—. Besaros no me produce
nada. Ha sido más emocionante saber cómo reaccionaríais que el propio beso.
—George asintió alicaído, casi abatido y fingiendo quitarle importancia volvió
a la estantería para recolocar algunos volúmenes—. No es nada personal, o tal
vez puede que sí. No os ofendais con ello. En realidad en otros besos tampoco
he sentido nada. Nada más superficial que la inquietud del desconocimiento, la
sorpresa por el instante, y el aburrido tránsito entre el primer roce y la
despedida.
—No sé cómo debería interpretar eso. —Dijo él, de
nuevo involucrándose demasiado.
—No lo hagáis, tampoco tiene sentido para mí.
—Tal vez el problema se halle en la forma en la que
interpretas los besos. —Dijo él con media sonrisa—. Tal vez no le das el mismo
significado a un beso que el resto de personas. ¿Qué significa para ti besar?
Un beso, ¿qué esperas encontrar en él que tanto te decepciona?
—Tal vez busco algo más que lo puramente físico. Tal
vez, el roce de los labios no es nada más que eso, dos labios que se unen. ¿Con
qué objeto? Eso es lo que más curiosidad me proporciona. Morbo incluso. ¿Con
fines puramente sexuales? Qué sinsentido. Un beso no tiene nada de sexual, es
más bien un gesto cándido y vergonzoso. ¿Amistad, tal vez? Qué forma tan simple
y animal de mostrar una amistad por alguien.
—Amor. —Sentenció él, con el rostro vuelto a mí—. Lo
que se halla en los besos es amor.
—No. —Dije, convencida de mis palabras—. El amor está
en algo mucho más hondo y profundo que el puro roce carnal. Es algo
inalcanzable que no se puede encontrar en un solo beso.
—No es el amor lo que se encuentra en los besos, sino
la forma de expresarlo.
—Que forma tan pobre. —Dije mientras él se sonreía—.
Os amo. Pero un beso no puede demostrar eso. ¿Vos acaso lo interpretáis así? Y
sé que vos me amáis, pero no es con besos como me lo habéis demostrado. Amarse
está mucho más allá del roce de unas manos, o de la unión entre miradas. Amarse
está por encima del físico, es puramente intelectual.
—¿Necesitáis conexión intelectual para sentir algo en
un beso?
—Necesito conexión intelectual para amar. Los besos no
los necesito.
George se quedó en silencio unos instantes, mirando a
ninguna parte, pensativo. Después alzó la mirada y me encontró allí, donde me
había dejado, mirándole tal como le había estado mirando, y se atrevió a
preguntar:
—¿Quieres saber qué he sentido yo?
—Sí. —Asentí, más por curiosidad que por morbo.
—He sentido que ya me habías besado antes. —Decirlo en
alto pareció reconciliarle consigo mismo—. Ya te he besado antes. Y te he hecho
el amor. —Aseguró—. Lo siento por la forma en que mi cuerpo se relaciona con el
tuyo. Con una naturalidad que incluso me pasma. Ojalá hubiera algo de emoción o
novedad. Pero no hay nada más que naturalidad. Casi como respirar. Desde la
primera vez que te vi te reconocí como otra parte de mí que se había perdido en
algún punto de mi pasado y que regresaba a mí con la misma naturalidad con que
las olas regresan a la orilla los náufragos varados.
—Es por eso que no tomaréis represalias contra mí.
—Dije, con una cínica sonrisa que le hizo sobresaltarse—. Porque una parte de
vos también deseaba besarme. Y el deseo al final es tan natural casi como el
beso, igual de natural que hayáis reaccionado bien, igual de natural que me
resulta contaros esto.
—Esta es probablemente la conversación más profunda
que he tenido con alguien… —meditó—. En mi vida entera.
—Es la conexión intelectual. —Dije y nos sonreímos.
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