TRANSMUTACIÓN [Parte IV] - Capítulo 1
Capítulo 1
“Perlas de revolución”
París, Francia. S. XVIII. 1776.
El invierno de 1776 fue el más frío que había vivido
hasta entonces. Tal vez por el hecho de que fue la primera vez desde que tenía
consciencia que no tenía techo bajo el que refugiarme, por al menos una noche.
Mi infancia no había sido más triste que la de cualquier niño, aunque tampoco
albergaba en mí recuerdos llamativos o cándidos. Recuerdo las paredes de papel
pintado que decoraban el orfanato donde crecí con una espantosa sensación de
angustia y desazón. Como un vaho del pasado que anuncia una pulmonía inminente.
También tengo el recuerdo del estruendo de los pasos de los niños bajando a
tropel hacia el comedor en las horas de las comidas y los llantos de los que,
enfermos, no podían dormir por las noches. De vez en cuando acude a mí algún
llanto lejano, alguna tos nauseabunda. Esas espesas risas que ya quedan como
nubes de otros días, lejos del horizonte.
Una de las cuidadoras que más recuerdo era a la que
casi todo el día me pasaba pegada, “Señorita Hanna” la llamábamos todos. Era
cándida, joven pero autoritaria, dulce pero inteligente y estricta. Siempre
solía tener el ceño fruncido en dirección a alguno de los chiquillos pero sus
palabras acaban resultando encantadoras y amables. Era lo que más me gustaba de
ella, que aunque te lo merecieses, siempre te reprochaba con media sonrisa. Lo
que más odiaba de ella era su forma arbitraria de tomar justicia. Era
inmensamente cándida hasta el punto en que olvidaba castigar y premiaba
demasiado. Así nadie aprendía nunca, así nunca se tomaba justicia. Olvidaba demasiado
rápido y perdonaba con mucha ligereza. Era estricta siempre con los niños que
más trabajaban, que hacían sus labores y que ordenaban sus estancias, pero con
los más desordenados y holgazanes solo soltaba resoplidos de cansancio.
El hospicio se hallaba en el centro de la ciudad, a
medio camino entre la iglesia de San Eustaquio y la iglesia de San Nicolás de
los campos. A las habitaciones nos llegaba el sonido de ambos campanarios y
siempre que salíamos aquellas dos iglesias eran nuestros dos únicos puntos de
referencia de todo París. ¡Cuántas cosas me estaba perdiendo en mis años más
dulces! ¡Y de cuántos dolores y sufrimientos me estaban librando sin saberlo!
El orfanato estaba bien asentado, o al menos debió de estarlo en el día de su
construcción porque no debían haber hecho una sola reforma desde entonces. Todo
estaba pegado, sujeto o clavado a otra cosa para no caerse. Todo estaba
doblemente pintado por culpa de la humedad y los hongos, y en invierno los
suelos se llenaban con nuestros orinales y el sonido ambiente era el goteo del
agua que se colaba por el tejado.
Suena espantoso pero aquello era mi hogar, y yo no
conocía nada más. Nunca me hablaron de mis padres, al parecer una mujer me dejó
allí a altas horas de la mañana cuando mi edad no alcanzaba el año y nunca más
volvieron a saber de ella. Ni una nota indicando mi nombre ni siquiera una
partida de nacimiento. Nada dejaron conmigo más que una mantita de lana sucia y
despeluchada y una cestita de mimbre donde iba yo recostada. Ambas cosas pasaron
a formar parte del centro, incluso yo.
Se me dio un nombre: Mina. Se me hizo un documento donde se acreditase que tras
la inspección de un médico habían diagnosticado que yo tenía alrededor de un
año y desde aquel día yo era una más de aquella manada de críos que
revoloteaban por las instalaciones de aquel centro, que de haberlo visitado un
loquero habría dicho que era un manicomio y de haberlo conocido Cesar, diría
que éramos una jauría de bárbaros.
Llegué a aquél lugar en el año 1776. Francia por entonces
era un polvorín pero no era ni la mitad de conflictiva que llegaría a ser. Las
personas estaban ansiosas, se les notaba en el ceño fruncido y los golpes a las
mesas en medio de conversaciones. Pero poco más. El orfanato se construyó con
la idea de que fuese un refugio temporal para los niños y se les alojase en
casas de matrimonios felices que deseasen adoptar, o con suerte, que los padres
regresasen con el tiempo para buscar a la criatura que una noche lluviosa de
otoño habían dejado allí, por miedo de que no sobreviviese al invierno en la
calle. Esa era la idea principal, pero nadie adoptaba. Dos o tres afortunados
de cada veinte encontraban asilo en alguna casa de ricos estériles o condesas
solitarias con demasiado dinero y cuyas mascotas no llenaban el vacío. Tanto
nuestras cuidadoras como la regente del orfanato no ponían demasiadas
exigencias para llevarse a un par de críos. Con que se les viese personas más o
menos arreglado y cuyos monederos abultasen más que nuestro estómago, lo cual
no era muy difícil, nos regalaban con una cálida palmada en el hombro y una
sonrisa aliviada por la manutención que se ahorraban.
La regente del lugar era el estereotipo de bruja
amargada de los cuentos de fantasías o de terror para niños. Con una
horripilante verruga en la mejilla izquierda, el pelo ya cano y rebelde, el
cual se le escapaba del moño. Vestía elegante para su posición pero su tela
estaba más gastada que mis dientes de roer pan. Solía andar con bastón aunque
no lo necesitaba y aunque se ponía medias caras nunca enseñaba las piernas. Las
únicas palabras que les dirigía a los niños era en su despedida y las primeras
que le regalaba a un recién llegado eran “Coge la fregona, hoy te toca hacer
las escaleras a ti”. No podía permitirse el lujo de mantener a limpiadoras que
se encargasen de las tareas del hogar y las pocas mujeres que estaban con ella
ya tenían trabajo suficiente con encargarse de diez niños cada una. Así que
nosotros éramos la mano de obra barata, por no decir regalada, que le mantenía
como podía limpio el hospicio.
El invierno de 1783 fue el más duro de todos. Yo ya
tenía diez años cuando un gélido viento del norte llenó parís de nieve,
escarcha y fríos témpanos que se resbalaban incluso de nuestras narices,
creando de nuestros mocos estalactitas duras como estacas. No solo era gélido
el clima, también lo eran los humos de la regente que al parecer no tenía
dinero ni para encender dos o tres lumbres que nos arrullasen hasta caer
dormidos. No había escaseado en comida pero sí en abrigo, y si no nos mataba el
hambre, aquel invierno nos hubiera matado el frío. Recuerdo oír algunas
discusiones de nuestras cuidadoras con aquella, de forma que le exigían que al
menos prendiesen la lumbre en las habitaciones de los chiquillos pero nadie
tuvo el valor de contradecir a nuestra regente, por lo que pasamos una semana
tiritando de frío por las noches y aprovechando los escasos rayos de luz del
día para abrigarnos. Algunas de las cuidadoras no durmieron, preocupadas por
nosotros y era muy tierno cuando encontrábamos a varios niños metidos en la
misma cama, de forma que se calentaban unos a otros con el escaso calor
corporal que albergaban en sus cuerpos.
A finales de aquella semana una de las niñas enfermó
de pulmonía. El frío le había llegado a los huesos y no había querido salir ni
con mantas ni con estufas. Incluso ante la presencia del médico el frío se
fortaleció dentro de la niña resistiendo a cualquier medicamento que le diese.
Aquel frío sumado a la nefasta alimentación que teníamos y a las humedades de
alrededor acabó por tomar el control del cuerpo de la chiquilla, y aunque la
velamos día y noche, una madrugada no consiguió despertar y entre tos y tos se
fue. El día después de aquella muerte fue todo un drama. Las cuidadoras
lloraban, los niños y niñas lagrimeábamos y la regente se ensombreció, pero
pasado un día más todo parecía haberse olvidado. La niña al fin y al cabo no
pertenecía a nadie y al igual que la vida, aquel orfanato era un lugar
provisional para todos que al final para algunos era el último lugar donde
estaríamos. Aquella niña desapareció rápido de la mente de todos, excepto de la
mía. No pude sacármela de la cabeza con tanta facilidad y menos aún tomándome
lo sucedido como un presagio de que aquello era el final que me podía esperar a
mí, si en otra ola de frío no nos protegíamos como debíamos. La idea me
atormentaba día y noche y era incapaz de concebir nada más que la huida.
Una tarde de aquel enero eternamente blanco les
comenté a dos de mis compañeros, que para mí eran lo más conocido a unos
hermanos mayores que yo conocía, que había pensado en fugarme. Uno de ellos
Neil, el mayor de los dos, de cabellos enredados y castaños, con la cara llena
de pecas y el mayor de los tres con trece años, me miró sorprendido y casi
risueño, como si hubiese expresado la misma idea que en algún momento también
había recorrido su mente. El menor, Paul, de doce años y rostro más dulce y
cabellos cortos y rubios me expresó su desacuerdo con una negativa tajante. Su
naricilla era redondeada y se coloreaba cuando se enfadaba o avergonzaba.
—No podemos huir. ¿Estás loca? ¡Y si nos pasa algo!
—Fantaseaba con ideas macabras—. Pueden secuestrarnos. ¡Incluso pueden
matarnos!
—Hay cientos de críos por ahí. —Dijo Neil calmado,
incluso divertido—. Cientos y cientos de niños corren por las calles de París,
viven en las calles de París, sin hogar, sin comida y sin horario. Al único
jefe que obedecen es al ruido de su estómago, único dictador de sus acciones.
—¿Esa es la clase de vida que quieres para nosotros?
—Preguntó con miedo Paul—. ¿Para ella? —Me señaló. Yo me enfurecí por usarme
como excusa para no atreverse a ello. Arrugué la nariz.
—Yo quiero hacerlo. —Dije, directa, pero mis palabras
no hicieron sino hacer dudar aún más a Neil.
—Me gusta tu idea, querida. Pero Paul tiene razón. Si
aquí pasamos hambre y frío no quiero imaginarme cómo lo pasaríamos sin techo ni
sustento diario. Tenemos que trabajar, sí. Recibimos palos cuando no lo hacemos
bien, también. Pero aún así, ¿no es mejor quedarnos aquí que ya sabemos cuáles
son las condiciones que atrevernos a salir y averiguar cuáles son las
condiciones del exterior? —Paul aplaudió aquellas palabras pero yo me
desmoroné, aterrada ante la idea de tener que hacerlo sola, ante la idea de
dejarlos atrás o incluso de perderme yo por el camino.
—¿Qué futuro tenemos aquí? —Le pregunté, angustiada—.
¿El mismo que el de Gretta? —La chica que murió una semana antes.
—No tiene por qué. —Intervino Paul, con aire
intelectual—. Cuando tengamos la edad de ponernos a trabajar nos ofrecerán un
trabajo. Por ejemplo como repartidores, como albañiles o incluso en periódicos
o pescaderías…
—No sabemos leer. —Le dijo Paul con una sonrisa—. No
creo que nos lleven a ninguna papelería.
—Es solo una idea. —Se defendió Paul—. Ella por
ejemplo puede trabajar en cualquier casa como cuidadora de algún niño, como
limpiadora, cocinera o incluso como ama de llaves. ¿Te imaginas?
—Eso es verdad. —Dijeron ambos pensativos pero a mí
esas ideas me parecían incluso excesivas. No me veía a mí misma como cuidadora
o limpiadora. Con trajes limpios y zapatos en los pies. No me imaginaba bajo la
protección de nadie que no fuesen mis hermanos postizos y muchos menos con un
sueldo semanal.
—Nadie me querrá. —Dije yo, llamando la atención de
ambos—. Soy flacucha, debilucha, ni siquiera puedo con el cubo de agua de la
fregona.
—¡Solo tienes diez años! —Dijeron los dos a la vez,
muy bien sincronizados. Se rieron después de aquello e incluso a mí me sacaron
una sonrisa.
—El futuro nos deparará cosas muy buenas. —Soltó Neil
optimista. Se rascó la mugre de la cara y después se sacó cera de la oreja con
el meñique, para tirarla después por ahí.
—Mejor que lo que tenemos aquí, seguro. —Dije yo y
ellos me miraron con una expresión apenada.
Antes de que terminase enero estaba decidida a
marcharme de aquél sitio. No estaba segura de por qué realmente quería hacerlo.
No conocía nada más que aquella casona y la calle que resguardaba a aquel
hospicio. No conocía a nadie más que a mis cuidadoras, la gerente y mis
compañeros. No había nada ni nadie que me esperase al otro lado de las puertas
de aquél orfanato, pero sentía que algo tiraba de mí, tal vez la fantasiosa
idea de unos padres que me esperasen en alguna parte para cuidarme y
resguardarme de la pobreza y el miedo. Tal vez algún tío lejano que me
socorriese y me reconociese como suya. Ansiaba encontrar al marido que me
desposase y a los hijos que algún día tendría. Necesitaba una vida, una vida
propia, mía. Y esa vida me esperaba de alguna manera en algún punto allí fuera.
Cuando veía caer los campos de nieve me pregunta si alguno me guiaría hasta el
hogar alumbrado de alguna casa donde me abrazase y me limpiasen o tal vez me
llevase lejos, tal vez a otro país, con otras lenguas y otras banderas. Otros
reyes y otras ciudades. Ansiaba salir de allí con la esperanza de que algo me
aguardaba más allá de aquellos muros, pero no estaba segura de la forma que
aquello tomaría al encontrarme. Tal vez la forma de un ángel, o tal vez la de
una serpiente. Cualquier cosa me parecía bien siempre que me acunase y me
prometiese felicidad.
Así que una noche cuando ya todo quedó en silencio y
solo se oía el roncar de algunos niños me puse en pie y en camino para salir
primero de la habitación donde dormíamos y después de la mansión. Mis pasos
despertaron a Neil que se incorporó precipitadamente al verme escabullirme
fuera del dormitorio y me detuvo antes de cruzar la puerta con un tirón de su
mano. Era varias cabezas más alto que yo y tirar de mi brazo habría sido inútil
y como poco me habría hecho daño en la muñeca, así que decidí dejarle hacer y
mirarle directamente esperando alguna reacción de él.
—¿Se puede saber a dónde vas a estas horas? Si te ven
fuera de la cama tan tarde nos molerán a palos a todos.
—Suéltame, no quiero que me hagas daño. —Le pedí y él
me obedeció pero no estaba muy seguro de que no me fuese a escaquear en cuanto
tuviese la oportunidad.
—¿Qué es esto? —Preguntó Paul levantando la cabeza y
mirando en mi dirección. No podía creerme que me estuviesen haciendo aquello.
Todos se estaban despertando paulatinamente, alzando la mirada como corderos
que son sorprendidos por el lobo en plena noche. Me miraban, pensativos y
después aún dormitando se incorporaban.
—No pasa nada. —Les calmó Neil—. Solo quería
levantarse para ir al baño. Vamos, vuelve a la cama. —Me dijo y yo no me moví
un solo paso. Él estuvo a punto de agarrarme del brazo para hacerme retroceder
pero yo me aparté de él con miedo y autoridad. Él pareció asustado al principio
pero rápido frunció el ceño con más ansiedad que miedo y avanzó hasta que puso
mi espalda contra la puerta. Todo el mundo estaba empezando a despertar y a
hablar. Estos habían alarmado a una de las cuidadoras que apareció por la
puerta, empujándome a mí dentro por el empuje de la puerta. Retrocedimos Neil y
yo asustados a la par, cómplices el uno del otro y completamente paralizados
por el miedo de aquella luz de vela que la mujer portaba en su mano. Iluminó
con ella toda la estancia y después a nosotros.
—¿Qué es lo que sucede? —Nos preguntó a ambos allí de
pie. Yo no quería decir nada y esperé a que Paul la advirtiese o la mintiese,
cualquier cosa me parecía bien. Ninguno de los dos dijo nada y eso la puso de
mal humor, incitándola a creer que algo estábamos ocultando, evidentemente.
Cuando Neil comenzó a balbucear alguna excusa yo aproveché y me escabullí por
el agujero que había entre su falda y el marco de la puerta. Todo el mundo
exclamó detrás de mí y me dije a mi misma que no debía dejar de correr, aunque me
sangrasen los pies o se me cayesen las piernas. Deberían arrástrame de los
pelos si querían volver a llevarme dentro.
Como las habitaciones estaban arriba del todo me
conduje sin dilación hacia las escaleras. No esperé que el camino fuese fácil,
y no lo fue. En el segundo piso varias de las mujeres donde tenían allí sus
dormitorios salieron a la puerta con velas, iluminándome el camino para seguir
bajando pero una de ellas intentó agarrarme de la ropa, un harapo que era mi
única prenda sobre el cuerpo y tiró de mí, inútilmente porque me escapé de sus
manos y aunque tropecé y caí un tramo de escaleras rodando, me puse en pie en
cuanto llegué abajo y seguí mi camino hasta la última planta. En la escalera
oía el estrépito de unas pisadas que se estaban saltando escalones. Un salto,
luego pisada, luego otro salto. Neil me estaba siguiendo para detenerme. Sabía
que si me alcanzaba estaba perdida porque contra él no tenía nada que hacer,
mucho más porque jamás le golpearía, no solo porque pudiese conmigo.
En la planta baja estaba la regente, en medio del
recibidor con el bastón de la mano tan sorprendida por los ruidos como
preocupada. Me vio bajar a trompicones las escaleras y apenas si tuvo tiempo de
detenerme, pues me abalancé sobre le puerta principal para salir. Descorrí el
cerrojo y antes de darme cuenta ya estaba en el jardín delantero rodeada de la
nieve que caía como un manto sobre nosotros y pisando con los pies descalzos
aquellas sábanas de terciopelo blanco que se habían formado sobre el pasto seco
que era nuestro césped. No tuve tiempo de volverme para saber que Paul ya había
llegado abajo y estaba a punto de atraparme así que corrí en dirección a la
puerta delantera. Rodear el jardín habría sido una pérdida de tiempo e intentar
escalar el muro o la reja de la puerta metálica inútil. Él me habría cazado
antes de llegar arriba. Sin embargo él sí habría de trepar para alcanzarme. Yo
apenas contaba con diez años y mi cuerpo estaba más que esmirriado. Pude
colarme entre el espacio de dos barrotes de la puerta y agachándome, colando la
cabeza y lanzándome al otro lado, pude escapar de su mano que ya pensaba asirme
la pierna.
Aquella reja nos separó unos instantes en que pudimos
mirarnos directamente a los ojos. Desde dentro le gritaron a Neil que me
cogiese y me metiese dentro de la casa de nuevo, los niños se asomaban a las
ventanas del edificio y yo le miré a él, directamente, con una dulce expresión
y una media sonrisa de despedida. Ojalá hubiera sido un beso, ojalá un cálido
abrazo. Tal vez un “lo siento”. Pero solo fue una mirada que esperaba le
transmitiese todo aquello. Cuando me puse en pie él ya escalaba la verja y salí
corriendo esperando y rezando que el manto de nieve me ocultase de su vista y
borrase mis pasos. Cada una de las zancadas era gélida y dura pero más que nada
era un aliento de libertad que mi cuerpo emanaba. El vaho que se formaba
delante de mí quedaba rápidamente atrás y mis jadeos por la carrera eran lo único
que en un tiempo pude oír. Él dejó de perseguirme cuando hube recorrido un buen
trecho y cuando me detuve y quedé en silencio me despedí de él desde la
lejanía. Le pedí perdón al viento y solté una lágrima por el dolor que me
causaba dejarlos atrás, pero mi vida comenzaba en ese instante. Mía, solo para
mí.
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