TRANSMUTACIÓN [Parte IV] - Capítulo 2
Capítulo 2
“Perlas de
revolución”
París, Francia. S. XVIII. 1776.
Caminé durante horas con los pies descalzos sobre la
nieve, sobre el barro y sobre la fría piedra del empedrado. Estoy segura de que
caminé en círculos, o al menos haciendo eses durante mucho tiempo porque me parecía
reconocer calles al fondo, edificios a lo lejos, cuando en realidad nunca había
pasado por aquellas calles. Al contrario de lo que yo pensaba, e incluso al
contrario de lo que mucha gente hubiera pensado, París de noche no es un lugar
tranquilo, silencioso y misterioso. Todo lo contrario, no había un solo
instante en que pudiese disfrutar de mi soledad, ni tampoco de la seguridad.
Vendedores ambulantes que regresaban a sus casas me detenían con curiosidad,
preguntándome si necesitaba su ayuda, otros no tan amables se abalanzaban sobre
mí agarrándome del brazo para conducirme con ellos a algún lugar. Yo me
deshacía de ellos, cuando no gritaba y ellos, asustados me soltaban. Cuando
alguna anciana pasaba por mi lado se me quedaba mirando y aunque hubiese avanzado
unos cuantos metros ella se había detenido y me miraba desde la lejanía. Cuando
veía de lejos a los gendarmes me detenía y me escondía y cuando desaparecían
reanudaba mi marcha. Lo único que temía es que alguien me devolviese al
hospicio, no solo por la idea de regresar, sino porque a mi vuelta me esperaría
un buen castigo.
Pensando que las calles más anchas serían las más
concurridas me colé por las estrechas y oscuras calles que desembocaban en el
Sena. Aquellas calles, aunque por entonces no lo sabía, eran las calles con más
tabernas y prostíbulos en varios kilómetros a la redonda. Las mujeres me
miraban, no todas ellas estaban sorprendidas de mi presencia. Los hombres me
ignoraban y alguna que otra madame me ocultaba de la vista de los clientes más
perversos. Avancé muerta de frío con los brazos cruzados y los pies helados.
Una chica, no mucho mayor que yo, a la puerta de uno de aquellos prostíbulos me
dio un mendrugo de pan dulce que ella estaba comiendo y me senté un rato en el
escalón de la entrada donde ella estaba de pie, oteando la calle. Era muy
morena y de piel oscura, pero con una dulzura en su rostro que nada malo podía
venir de ella. ¡Y yo creyéndome miserable! Aquellas personas, todas ellas,
estaban en una miseria mucho más profunda que la mía y yo ni siquiera pude
tenerles compasión.
—Los niños de tu edad están dormidos a estas horas.
—Me dijo un hombre que salía del prostíbulo y me vio allí sentada, con el
mendrugo de pan en la mano y la boca llena.
No me lo dijo con maldad ni tampoco con curiosidad. Se
limitó a soltarlo como si me hubiese saludado y se despidiese a la par. Yo le
miré pero el hombre se limitó a encogerse de hombros y desapareció calle abajo.
Súbitamente tuve la extraña idea de que tal vez él fuese mi padre. Nunca antes había
conocido a un hombre que me hubiese dirigido más palabras que aquél y sin
embargo no vi nada malo en aquel ser que se ajustaba el sombrero a la cabeza y
partía para desaparecer entre la neblina que emanaba del río a esas altas horas
de la madrugada. Me pregunté quiénes de todos los barones de de la ciudad, o
del país sería mi padre, y qué mujer sería mi madre. Nunca antes había tenido
tanta curiosidad por aquella pregunta porque nunca me había visto con la
posibilidad de poder encontrarles alguna vez fuera de aquellos muros del
orfanato. Sin embargo ahora era libre para buscarlos y encontrar en ellos la
vida que me habían arrebatado.
Me levanté del escalón y apurando el pan seguí a aquel
hombre tras las huellas que habían dejado sus botines en la nieve. Nadie
pareció querer detenerme, al contrario, parecía como si mi presencia les
hubiera incomodado lo suficiente como para contenerse por mí. Marché en
dirección a la calle perpendicular pero la niebla ocultaba todo rastro de aquel
hombre y en el suelo había más pisadas de las que podía identificar. Intenté
buscar ente la penumbra una figura recortada, pero la noche era oscura y la
niebla impedía ver más allá de dos metros. Me deshice de la idea de
encontrarle, incluso de seguirle y comencé a caminar de nuevo, sintiendo como
la nieve caía sobre mis hombros, sobre mis cabellos. Me había vuelto cana y a
cuenta de los temblores bien podían haberme echado ochenta años. Pero mi altura
y mi rostro indicaban que ni siquiera tenía los once cumplidos.
Serían pasadas las cinco de la mañana cuando los pies
me fallaron y mis piernas comenzaban a flaquear. Por primera vez me acordé de
mis hermanos y desee no haberme marchado, pero el sentimiento de culpabilidad
se veía opacado por la emoción y la decisión que estar libre me proporcionaba.
Por primera vez en mi vida era yo dueña de mi propio destino. ¡Y qué miedo
tuve! Caminé hasta que llegué casi a la ladera del río y me encontré en una
callejuela que desembocaba en un muro bien adosado y con el suelo más o menos
pavimentado. Continué caminando al lado del muro porque bien me refugiaba del
viento y de la nieve, y si no lo hacía este, bien podían hacerlo las copas de
los árboles que sobresalían por encima del muro. Aunque pelados, bien se había
acumulado nieve como para protegerme. Un carro pasó por la calle y yo me eché a
un lado, dejándole paso. El carro desapareció calle abajo y yo seguí adelante.
Llegué a una puerta de rejas metálicas. Estaba
altamente adornada y en cada lado de los pilares de piedra que sujetaban la puerta
había dos leones tallados en piedra. A aquellas horas y dada la mala talla bien
podrían haber sido gárgolas o demonios que me lo habría creído. Pero no conocía
a nadie que en su sano juicio hiciese tallar dos monstruos para recibir a los
invitados. Me colé, a duras penas he de reconocer, entre los barrotes de la
puerta. No fue como saltar al otro lado en el orfanato. Las irregularidades de
estos hierros, con decoraciones de hojas y similares se me enganchaban y
clavaban como arpones, pero una vez estuve al otro lado me quedé ante la imagen
de un jardín, algo descuidado, pero bien situado con una casa al fondo de un
camino de piedras planas adosadas.
Mi primer pensamiento fue que aquella casa bien podía
estar abandonada y si podía acceder a ella bien me pertenecía. No había luz, no
salía humo de la chimenea, así que allí no debería haber nadie. El jardín
estaba lo suficientemente descuidado como para pensar que hacía meses que nadie
vivía allí, pero cuando me acerqué a la puerta esta no cedió ante mi agarre y
aunque busqué ventanas o rendijas por las que colarme, todo estaba sellado a
cal y canto. Deambulé un rato por el jardín y al fin opté por sentarme a la
vera de un gran olmo que había allí, sin una sola hoja. Desde allí me quedé
observando todo el jardín, como había unos cuantos bancos de piedra, como la
entrada constaba de unas cuantas escaleras hasta llegar al edificio, como el
tejado estaba todo cubierto de niebla pero el camino hacia la casa estaba más o
menos despejado, aunque seguía cayendo nieve y esta acababa por imponerse.
Una luz apareció en una de las ventanas superiores. El
corazón me dio un vuelco porque estaba segura de que me habían oído y se
habrían levantado del lecho. Di un salto y pude observar como unos cortinajes
se descorrían y una mujer asomaba el rostro a través de ellos, con una vela
alumbrando su rostro y parte de su cabello. Las cortinas eran beige o tal vez
blancas, amarilleadas por la luz de la vela. No pareció verme porque el jardín
estaba lo suficientemente oscuro como para no distinguir un bulto pequeño
dentro de la espesura, por lo que aproveché el momento en que corrió la cortina
de nuevo para escabullirme y buscar un escondite. Lo hallé en un hueco que un
arbusto me propició en su base. Me tumbé en el suelo y me escurrí debajo lo
suficiente como para encogerme y pasar desapercibida. Igual que un topillo. O
al menos eso creía.
Tenía una vista perfecta de la puerta de la casa. Fue
la primera que se abrió, y de ella salió un resplandor anaranjado que iluminó
todo el jardín. Un hombre con una lámpara de aceite caminó a través de las
escaleras con toda la cautela de quien está de caza. Sus pies estaban
enfundados en unas zapatillas y su cuerpo en una bata de terciopelo. Tenía el
cabello rubio y caía en ondas sobre sus hombros. Su mujer le esperaba dentro,
sujeta a la puerta con angustia y algo de nerviosismo. Ella le hablaba, pero de
él no salió una sola palabra.
—Te digo que he oído algo rondando por el jardín.
—Decía ella mientras se asomaba fuera—. Unos pasos, tal vez haya alguien. No
creo que haya sido un perro, o un gato. Sonaba más grande. Incluso creo que
anduvo a la puerta.
Ella divagaba mientras el hombre recorría la mirada
por todo el patio mientras alzaba la vela, para que su luz llegase a cada
rincón. Yo estaba escondida a la derecha de la casa, por lo que aunque mirase
de frente no me vería, pero el hombre no contento con solo mirar tuvo que
pasearse, no sé si porque él también estaba intrigado o solo porque su esposa
no armase más escándalo. Sentí como la luz de la lámpara se aproximaba e
incluso pude notar como bañaba una de mis piernas. Me hice una bola en aquel
agujero y no quise mirar. Escondí mi rostro en las palmas de mis manos y recé
todo lo que sabía sin una contestación.
Repentinamente sentí una mano cálida y fuerte asirme
por el tobillo de una de mis piernas y jalarme fuera de aquel agujero con solo
un tirón. La luz de la llama me baño por entero, incluso llegó a cegarme
completamente, pues había pasado horas en plena oscuridad. Lo primero que
recuerdo después de aquel fogonazo de luz fueron unos ojos azules mirarme con
tanto pasmo como yo les miraba a ellos. Eran unos ojos tan vivos y a la vez tan
cansados, tan dulces y tan autoritarios que quedé completamente paralizada. Su
mano aún me sujetaba por la pierna, justo debajo del gemelo y no me soltó
incluso cuando sentí que su esposa se acercaba. Me iluminó de arriba abajo y
después volvió a mirarme a los ojos.
—¿Qué es? —Preguntaba su esposa mientras avanzaba a la
carrera hasta llegar detrás de su marido y este se volvió a ella con el rostro
compungido y una mueca de confusión.
—Una niña. —Dijo él, con toda la dulzura de la que fue
capaz, incluso yo me enternecí. Por primera vez alguien me nombraba con ese
apelativo y aquellas formas tan cordiales.
Aquel hombre no pasaría de los treinta y siete años,
con el rostro y las expresiones dulces pero con algunas arrugas ya marcadas en
sus ojos y en sus comisuras. Su barbilla rasurada pero con el vello ya
naciendo. No tenía una sola cana pero en sus gestos podía ver que era mayor de
lo que aparentaba. Cuando me descubrió sentí que bien pudiera ser un lobo, a
punto de aullar por haber cazado a su presa, pero ante aquella lámpara su
sonrisa era la de un cordero. Su mujer sin embargo pareció algo contrariada con
mi presencia allí e incluso decepcionada.
—Sácala del jardín. —Soltó ella sentenciando aquella
búsqueda del tesoro y yo me sujeté a la mano del hombre que aún sostenía mi
pierna con fuerza. Estaba cálido, todo en él era calidez. Todo él era dulzura.
—No. —Escupió él en dirección a su esposa y en ese
momento se lanzaron ambos un cruce de miradas intenso. Después se dirigió a mí
dulcificando su expresión y me sujetó de la muñeca para ayudarme a ponerme en
pie—. Entra dentro, te daremos algo caliente para beber.
—Si le damos algo caliente de beber a todos los niños
trotamundos que hay en París nos moriríamos de hambre en una semana. —Criticó
su esposa pero la decisión estaba tomada. Desde aquel momento fui de su
propiedad.
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