TRANSMUTACIÓN [Parte III] - Capítulo 24
Capítulo 24
“Guerras de
fe”
Edad Media. S XIII.
Shaftesbury, Inglaterra 1215
Los enemigos se han retirado por un par de horas que
les permitan recoger a sus muertos y sanar a los heridos. Redistribuirse de
nuevo en filas y preparar una nueva estrategia de ataque. También darán tiempo
a que el fuego se extienda, si es que no se apaga debidamente, y les ahorre el
trabajo de un nuevo intento de asaltar el castillo, ya sea porque los hombres
salgan o bien se consuman allí dentro. El fuego no se ha iniciado como algo
provocado, pero tras que se iniciara, se lanzaron varios barriles de aceite
provocando la explosión y la extensión de las llamas.
Dentro de las murallas se intenta aplacar el fuego lo
máximo posible. Acuden en manada al pozo para extraer agua pero no hay cubos
suficientes y sobran manos que entorpecen el camino. Los heridos se han
apartado mientras que se deja a los moribundos yacer y a los heridos de levedad
curarse en silencio. Los lamentos quedan aplacados por el sonido de las
personas yendo de un lado a otro y cuando de vez en cuando algún general
intenta reordenar a sus soldados se da cuenta de que le faltan la mitad y la
otra mitad yacen exhaustos o colaboran apagando el fuego. Los caballos corren
desbocados y asustados de un lado a otro, las pocas mujeres que han quedado
ascienden a coordinadoras, enviando a por más cubetas que sirvan para
trasportar agua y reaniman a los heridos que se dan por muertos.
El varón aún permanece refugiado junto con su esposa
en la capilla. Los murmullos de sus rezos es lo único que llena el silencio
mientras que afuera se agolpa la masacre y la destrucción. El mismísimo
infierno rodea su torre pero él permanece ajeno, con la palabra de Dios en su
boca y la salvación por misericordia en su mente. Ya nada queda de esperanza en
sus oraciones, todas las ha destinado a recordarle a Dios su posición y su
inminente juicio. Le ha rezado a la Virgen María, a Santa Catalina, al Arcángel
Miguel y a Jesucristo pasándole por la mente la idea de mencionar a Satanás,
como último recurso. Su esposa llora, inclinada a su lado, uniendo sus rezos a
los de él, mientras todo su cuerpo tiembla, presa de la culpabilidad por saber
del horror que se produce afuera y la salvaguarda en la que ellos han quedado.
—El rey nos perdonará una vez haya matado a todos mis
soldados. —Le anima su esposo mientras une sus manos para comenzar de nuevo con
el rezo.
—Para el rey no somos mejores que los cerdos de las
cochiqueras.
Y vuelven a los rezos.
A la capilla principal han acudido varios soldados y
heridos que se han acercado buscando el silencio de sus propias oraciones y la
sensación de protección que los gruesos muros y las imágenes eclesiásticas les
proporcionan aunque no sean más que un placebo pasajero. Sentados o inclinados
sobre los asientos murmuran para sí mismos o lloran por los muertos que hay aún
distribuidos por el castillo. Los pedazos de la imagen de Santa Catalina yacen
aún en el suelo, todos piensan que ha podido ser causa de los bombardeos, igual
que han caído algunas de las piedras de la bóveda, pero a nadie parece
importarle tener que rezarle a unas piezas de piedra en el suelo si saben que
es la imagen de la Santa Catalina de Alejandría. Algunos le rezan sin querer a
un trozo de piedra que ha caído de una de los capiteles de las columnas, pero
parece suficiente para ellos.
En la habitación del novicio el silencio se rompe con
el desgarro de las sábanas para sacar de ellas trozos de venda que les cubran
las heridas. El templario suelta un quejido mientras se deshace de la túnica y
después de la cota de malla, intentando no forzar el brazo herido. Sentado en
el borde del colchón observa al menor ir de un lado a otro buscando un pequeño
cazo con agua para el aseo y hundir en él un cúmulo de retazos de tela y
escurrirlos bien. Su mano ya está vendada y aunque tiene la expresión agitada
sus manos están firmes cuando retuercen las telas para quitarles el agua.
Acerca el pequeño cántaro y las gasas y sujeta el brazo del mayo para limpiarlo
de la sangre que ha manado a través de su piel. Sigue sangrando y al humedecer
la herida que comenzaba a cicatrizar vuelve a caer la sangre.
—Se recompondrán en varias horas. —Habla el mayor
mientras el joven limpia la sangre de su antebrazo—. Intentan escalar la
muralla con escaleras. Les he visto prepararas. No les ha servido el espacio
que han abierto. Es demasiado estrecho para que todo el ejército pueda pasar.
Es inútil. Aunque nosotros no necesitamos enemigos para perder. Nos sobramos
nosotros mismo.
—¿Cuándo
terminen de aplacar el fuego como nos distribuiremos?
—Vos subiréis a las almenas con Turner. Yo me quedaré
abajo, reteniendo a los que se vayan colando…
—Bien. —Sentencia el menor echando las gasas húmedas
dentro del cántaro y con unos largos jirones rodea el brazo del mayor cubriendo
su herida—. Que se hayan retirado me da esperanzas.
—A mí no. Al contrario. Ellos han visto nuestra
inminente desgracia y se han apartado por miedo de que les salpique algo de
nuestra sangre.
—¿Eso crees?
—Son mayor en número, más fuertes. No tenemos nada que
hacer y sin embargo se retiran. No quieren perder hombres inútilmente si
podemos destruirnos nosotros mismos.
—No somos tan terribles… —El menor anuda los extremos
de la gasa y aprieta, sacando un quejido del mayo mientras ve como la gasas se
humedece un poco de la sangre que brota de la herida. Vuelve a vestirse con la
cota de maya y la túnica. El menor se queda mirando el emblema de su familia
con la pequeña hojita de lavanda bordada con un hilillo violeta sobre el pecho
del templario.
—Tal vez… —Medita el mayor en voz alta, bajando la
mirada hacia la mano vendada del menor que descansa sobre su regazo—. Deberíais
quedaros aquí. En la capilla. Habrá algunos que ya no vayan a luchar y
necesiten el consuelo de un fraile…
—¿No queréis que luche?
—Tal vez seas más útil aquí. Cada uno tenemos nuestro
lugar…
—Podría ser útil en las caballerizas, terminando de
aplacar el fuego. Tal vez a tu lado, resguardando el patio, o incluso en la
puerta de la capilla del varón intentando impedir que otros enemigos se cuelen
en el castillo con la intención de matarle. ¿Pero aquí? ¿Oficiando misa para
desesperados? ¿Pasando confesión a los moribundos?
—Sois el único sacerdote de todo el…
—Ya no. —Sentencia el menor levantándose de la cama y
alejando el cántaro con el agua hasta el poyo de la ventana.
—Pero tampoco sois un soldado y por poco no hacéis que
os maten.
—¡Vos me habéis convencido para que luche! ¡Para que
me ponga una cota de malla y salga al combate! ¿Ahora os arrepentís de esto?
¡Tarde! ¡Demasiado tarde! Sois inconstante y contradictorio. Acabareis por
hacerme enloquecer. No quiero caer en esa espiral de lucha y arrepentimiento en
la que se encuentra vuestra mente ahora mismo.
—Estáis tan atrapado en esto como yo. —Asegura el
mayor recibiendo una negativa de Ival.
—Somos personas muy diferentes. Vos sois tan
inconsciente que rozáis la temeridad, yo por el contrario soy más prudente, y
aún así, siempre consigo resignarme ante la muerte que me proporcionáis. Así ha
sido desde el primer momento. Vos con vuestras dudas y yo con mi abnegación
imprudente.
—¿Abnegación? ¿Prudencia? Ninguno de esos
calificativos os representa. ¡Lleváis una vida mucho más temeraria que la mía y
sé muy bien quién soy! Sois rebelde y autoritario. Independiente y egoísta. No
pensáis más que en vos mismo. Cuando os pedí que luchaseis solo pensasteis en
vos, y ahora que os pido que quedéis a buen recaudo, solo pensais en luchar.
¡¿No podríais obedecerme por una vez?!
—Estoy aquí, luchando para ti. ¿Acaso no te he
obedecido hasta ahora?
—Ni una sola vez. Todo lo que has hecho ha sido para
torturarme.
—Eso sí que ha sido egocéntrico. —Sentencia el menor y
el templario da un respingo. Enmudece por unos instantes y mientras afuera se
escucha algún lamento desesperado el joven se aprieta la venda en la mano y
recoge la espada envainándola en su cinto. El mayor junta las manos.
—Dadme una oración, al menos. Reconciliadme con Dios
antes de volver a salir allí. Hermano, leedme algún verso o hablad en el nombre
de Dios. Una última misa. —El menor le devuelve una mirada cargada de orgullo
herido y con la mano en el puñal de la espada se vuelve de lado, mirando de
costado al mayor con el rostro contraído en una mueca de asco.
¿Dios? ¿Me habláis de Dios a estas alturas? Me habéis
despojado de mis creencias, me habéis vestido de guerrero, me habéis dado una
espada y cubierto mi cuerpo con sangre. No podéis pedirme que parta de nuevo
hacia mi pasado, ya no soy esclavo de Dios, nunca más. Si queréis rezos,
acompañad al Varón en su capilla, y si deseáis reconciliaros con Dios esperad a
morir y hablad directamente con él.
El mayor vuelve el rostro lleno de vergüenza por las
palabras del menor y este continua.
—Pensaba daros el último verso que escribí. —Se palpa
el pecho, donde ha escondido el retazo de pergamino—. Pero más os vale
sobrevivir a esta batalla, porque no será hasta entonces que os lo dé. Si yo
muero recuperadlo de mi cuerpo. Y si os sobrevivo, lo leeré cuando entierren
vuestro cuerpo. —Volviéndose hacia la puerta sale de la habitación y esquiva a
los fieles hasta que llega a la salida.
…
Los enemigos se están rearmando. Los soldados del
Varón también, aunque a duras penas. Han conseguido apagar el fuego pero ha
costado un par de vidas y se ha llevado por delante parte de los recursos. Los
animales todos han huido fuera de las murallas y algunos soldados se han
rendido, refugiándose en la capilla o suicidándose, mejor muriendo bajo las
manos propias que las enemigas. Poco a poco las nubes se disipan y aunque aún
cae una fina lluvia el sol comienza a alumbrar con una tamizada luz blanquecina
toda la explanada delante de las murallas. Cientos de soldados preparan las
escaleras para subir a las murallas mientras los soldados del Varón se dividen
para subir a las almenas y repartirse por el patio central.
Turner dirige a los arqueros que con las pocas flechas
que les quedan se preparan para disparar. Ival sujeta con fuerza la empuñadura
de su espada asomado al borde de una de las almenas. Con vértigo y pavor mira
hacia la tierra donde se asienta el muro sobre el que se sujeta la torre. Llano
y lleno de grava, con sangre derramada y alguna flecha rota medio hundida en la
arena. La vegetación, pobre, nace desperdigada y ya pisoteada. Por un instante
el joven se plantea lanzarse, la caída sería mortal y probablemente no se
enteraría de nada. Todos lo sabrían, compañeros y enemigos, pero la sensación
de libertad momentánea y esa irrefrenable atracción hacia el vacío que le
impulsa a aventurarse, serían motivos más que suficientes.
—¡Ival! —Llama Turner—. Se aproximarán dentro de nada.
Prepárate. Los que no consigamos retener deberás frenarlos tú.
—¡Estoy listo!
—¡Arqueros, tensen las cuerdas! —Grita Turner mientras
al unísono las maderas de los arcos crujen y las flechas rozan con la cuerda.
Con un sonido de trompetas los enemigos avanzan cargando entre varios unas
largas escaleras de juncos y maderas ligeras—. ¡Disparen!
Una difusa ráfaga de flechas cubre momentáneamente la
escena y se desploma sobre los enemigos, provocando que varios caigan al suelo
por culpa del impacto de alguna fecha. Sin embargo eso no es suficiente para
detener el avance de las escaleras que aún con varios soldados menos, se cargan
de forma ligera y llegan hasta la muralla, apoyándose en ella con la
determinación que les concede el habernos alcanzado.
—¡Tensen las cuerdas! —Ya no son todos los arqueros
los que obedecen. Los que se han quedado sin flechas empuñan sus cuchillos y
hachas a la espera de que por el tramo de escala ascienda un enemigo. Los que
sí tienen flechas se asoman al abismo apuntando con arrestos a los que ya
comienzan a escalar—. ¡Disparen! —Las flechas impactan esta vez más certeras,
pero solo hay munición para el primero de la cola. El resto de soldados,
apartando el cadáver del soldado derribado, siguen subiendo por las escaleras
hasta que poco a poco comienzan a asomar las cabezas por la muralla. La primera
cabeza se lleva un hachazo, la segunda consigue pasar el cuerpo entero a través
de la piedra. Algunas escaleras se han intentado hacer volcar, pero apenas dos
han caído, arrastrando con ellas a los enemigos. Estos han conseguido llegar
arriba y se han distribuido poco a poco a través de los caminos de paso
buscando la forma de matar a cuantos se crucen por el camino y encontrar una
salida hacia el interior del castillo.
Ival encontró una oportunidad de intervenir en el
momento en que uno de los soldados enemigos se deshizo de uno de los arqueros
con un empujón y avanzó el camino de paso hacia delante, con la mirada puesta
en la almena. Ival se quedó donde estaba, con la espada en la mano y calculando
con precisión cómo atacar al soldado que, ya algo malherido, se acercaba hasta
él. Armado con un hacha se atrevió a coger impulso y lanzarla hasta el chico
que consiguió esquivarla no sin suerte y cuando el hombre desarmado cayó sobre
él, se defendió con grandes blandidas de su espada hasta que, moribundo, se
dejó caer a través de la almena hacia el interior del patio.
Alguno de los hombres que se aventuraba a escalar las
escaleras iba cargado con arcos con los que disparar a los soldados de las
almenas o a los que permanecía en el patio. Otros, vestidos con ropas de pieles
y cuero, portaban diferentes hachas colgadas del cinto con las que lanzar una
muerte letal. Estos conseguían abrirse paso a través de las almenas sin ningún
tipo de dificultad, con brutales ataques y concisos enfrentamientos. Los
arqueros preferían ignorarlos y limitarse a enfrentarse contra los soldados del
rey y encontrar la muerte a manos de los vikingos. Ival intentó entablar
batalla contra uno de ellos que llegó hasta su almena pero de un empujón se
deshizo del muchacho, consiguiendo llegar a la puerta y descender hasta el
patio, donde los soldados allí colocados se enfrentarían a él.
El pelo se pega a la frente del novicio que con el
dorso de la mano se retira el cabello para una mejor visión. Su respiración entrecortada
no encuentra descanso y mientras se deshace de un soldado tras otro, ya sea a
empujones o blandiendo descuidadamente la espada, es capaz de ver en cada uno
de los enemigos con los que se encuentra la muerte que le advierte que el
tiempo se agota. Contra cada uno de los hombres no ve sino su propia muerte, y
cuando consigue deshacerse de esa sensación, el siguiente soldados aparece para
recordarle que en cualquier momento, todo va a terminar.
Uno de los vikingos que aparece a través de las
escaleras clava la mirada en él y el joven siente un súbito escalofrío
recorriéndole la espalda. Esperaba pasar desapercibido como mínimo, y aunque ni
siquiera es una amenaza para el guerrero, este ha fijado al muchacho como
objetivo cuando se hace paso entre las personas a través del camino, el joven
avanza con la espada en alto y la deja caer sobre el hombre, que con un ligero
movimiento de su brazo la desvía, sujeta al mango de una pequeña hacha. El
ataque se repite de nuevo y siempre con el mismo resultado. La espada acaba
soltándose de las manos del novicio y cae a través del borde de la muralla
hacia el interior del castillo. Desarmado y con las manos temblando, el joven
retrocede poco a poco ante la atenta mirada del soldado que con el hacha
levantada está a punto de partir su cráneo. Pero una daga vuela en su dirección
y se estampa contra el cuello del hombre. Impulsado por la velocidad del
cuchillo retrocede, con los ojos desorbitados y el rostro compungido en una
expresión de dolor y pánico. Se lleva las manos al cuello para sentir el puñal
hundido, perforándole la tráquea. En pleno espanto tropieza y cae hacia la
explanada fuera del castillo. El ruido alrededor es tal que ni siquiera se oye
el cuerpo chocando contra el suelo.
Ival busca con la mirada el lugar de donde se ha
lanzado el puñal, encontrando el rostro del templario vuelto en su dirección,
allí en medio de la explanada con la espada en mano y el susto aún en el
rostro. Una sonrisa aparece sin embargo en sus labios y el novicio la responde
con un suspiro de alivio y felicidad. De su cuerpo desaparece el miedo y el
terror a la muerte, un instante, es solo un instante, pero la sincronía que le
ha salvado le eleva a una esperanza desconocida hasta el momento. Ve la luz,
abriéndose ante él y se deja iluminar con ella. Es un sutil haz de luz que se
cuela a través de la espesura de las nubes que cubre el cielo. A través del
destello es capaz de imaginarse al ángel que sorprendió a Santa Teresa en pleno
éxtasis y con la misma gracia lo recibe y recoge en sus brazos. Un ángel,
cargado con una flecha que le atraviesa el pecho y hunde el filo de la punta en
su corazón. Su cuerpo se contrae un instante y de repente la luz desaparece
dejando en su pecho la flecha clavada. La realidad le consume y el dolor le recorre
por todas partes.
Al fondo del camino de paso se ve a un soldado con el
arco destensado, mirando con una expresión triunfante como su objetivo ha sido
alcanzado. Desde el patio un grito desgarrador quiebra el alboroto y con una
expresión enloquecida el templario grita el nombre del novicio. Este, aún
aturdido, mira el mástil de la flecha saliendo de su pecho como el tallo de una
flor, cuya semilla ha germinado en su corazón. La visión se nubla y sus piernas
ya no le responden. Ha perdido todo control sobre su cuerpo y el dolor es tan
grande que puede desfallecer al instante. Cae, inevitablemente, por el borde de
la muralla y se desploma su cuerpo sobre un tejadillo de madera que resguardaba
unos sacos de tierra de la humedad. El sonido reverbera por el aire y el crujir
de las maderas acompaña al desplome del cuerpo. El polvo que se desprende se
eleva alrededor y solo queda polvo, por todas partes.
Cuando el templario llega hasta el novicio ya no es
más que un cuerpo, tendido sobre sacos de tierra y escombros de madera
astillada. Una estaca atraviesa una de sus piernas y otra su hombro,
consecuencia de la caída. La flecha se alza firme y anclada entre dos de sus
costillas y mientras de la carne brota la sangre, la lluvia la arrastra fuera
del cuerpo. Eduardo podría haber hurgado en el bolsillo del novicio en busca
del poema pero no habría podido extraerlo porque la flecha ha sido certera
atravesando el pergamino de parte en parte. Sin embargo el mayor se limita a
rodear el cuerpo con sus brazos y descansar en él su cabeza, llorando su
nombre, temblando por el dolor, gritando por la rabia. Su mano se posa sobre el
pecho del menor, con la flecha entre dos de sus dedos y espera escuchar los
latidos del menor, inexistentes. Solo consigue mancharse con su sangre.
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