TRANSMUTACIÓN [Parte III] - Capítulo 7

 

Capítulo 7

“Guerras de fe”

Edad Media. S XIII.

Shaftesbury, Inglaterra 1215

 

Entran en la ciudad pasadas las dos y media de la tarde. El mercado estaba plantado en medio de la plaza del pueblo y mientras nuestros protagonistas pasaban por allí todos se quedaban mirando el séquito de jinetes que cruzaba de parte en parte la plaza, sorteando puestos y personas. Algunos dejaron caer cestos con frutas y verduras y otros se escandalizaron al ser casi atropellados por aquellos. Otros tantos se aterrorizaron al creerse víctimas de una invasión por parte de algún noble enemigo e incluso otros creyeron que el rey mismo podría estar llegando a las murallas de la ciudad. Pero cuando los jinetes terminaron por cruzar la plaza todo volvió a la normalidad y con el estruendo de las herraduras desapareció también la turbación y solo dejaron un amargo y turbado malestar en el ambiente.

Las puertas del castillo se abren con un estruendo, elevando el rastrillo y mostrando tras el enrejado el interior de un patio amurallado lleno de trabajadores yendo de un lado a otro. Mujeres cargando con sacos de heno y hombres arrastrando carretillos hasta arriba de comida. todos trabajadores del palacio, todos al servicio del noble que se abastece del tanto por ciento que el noventa y nueve por ciento de la población total le dona en caridad de pago por su nula protección. Los rostros vueltos a los recién llegados con los cabellos recogidos en paños y los rostros del barro que salta por todas partes. Algún niño corre por algún lado agarrando un palo como vara persiguiendo a algún perro hasta conseguir azotarlo. La llegada de los hombres hace que las personas detengan momentáneamente sus quehacer, lo suficiente como para posar la vista en ellos unos segundos, asegurarse de que nada malo ocurre y seguir con tareas, subordinados al trabajo.

El templario es el primero en atravesar el patio para detener el caballo a la entrada del castillo a la espera de que desde las almenas de la muralla algún soldado o guardia avise al Varón de que han llegado sus mercenarios. No hay otra forma de llamarlos, me temo. Es hora de dar explicaciones, mientras estos hombres esperan, del origen de aquellos que ahora son los protagonista de esta historia. Un templario, como principal cabecilla de la matanza y el hombre que no solo tiene el título más alto dentro de un comando, sino que también el que a ojos del Varón es el más digno de dirigir a los demás en la batalla. Tres pueblerinos, diestros con la espada y ágiles en el caballo, suficientes méritos para aquellos que desean una buena suma de dinero y no tienen miedo a la muerte ni pavor a la sangre ajena. Aquellos que no poseen principios y que son fieles al Varón como cachorros hambrientos. El arquero, experto en exhibiciones caballerescas y varios años ganador de varios concursos de tiro, arruinado por su mal genio y varias veces apaleado por su orgullo henchido en mal momento. Sin familia y con ese batallón como único nexo con la vida real. Dos asesinos a sueldo, reales mercenarios, sanguijuelas que aparecen cierto día a la luz del sol y que se presupone que han salido del lodazal más infecto de toda Inglaterra. Y un pequeño monaguillo, un novicio como macuto que se aferra como puede al cuerpo del arquero mientras su caballo entra el último por el patio a la espera de un buen recibimiento.

—¡Varón! —Grita el templario, perdiendo la poca paciencia que le queda tras el largo camino y sintiéndose impotente ante aquella espera que se vislumbra larga y densa.

—No pienses en saltar del caballo y salir corriendo. —Dice el arquero mientras vuelve el rostro y en un susurro se dirige al monaguillo que ha apoyado la mejilla en su hombro con el rostro vuelto a los campesinos que iban y venían de un lado a otro, hundiendo los pies en el fango y tirando de las cargas que llevaban.

—¿Me presentaré yo también frente al varón? —Le pregunta el monaguillo pero Turner se sobresalta al escuchar en su voz un deje desvergüenza y turbación. Esta debe volverse más intensa ante la expresión desorientada del arquero que no solo no tiene una respuesta para el novicio sino que en su mirada se trasluce el desconcierto y la sorpresa. Sin respuesta a la pregunta frunce los labios en una mueca pensativa y vuelve el rostro hacia delante mientras el templario vuelve a alzar la voz, sujetando el pomo de la espada sujeta a su cintura. Tal vez un gesto indecente que denota una clara amenaza no verbal.

—¿Nos recibiréis, varón, o deberemos quedarnos aquí con vuestros campesinos? —Grita en dirección de los pequeños vanos que decoran salpicados sobre los gruesos muros de piedra del castillo—. ¡No haga espera a hombres como nosotros!

—¡Eduardo! —Le espeta uno de los mercenarios con una expresión más asustada que escandalizada. El templario se ofende, pues le ha chistado para que se detenga en su provocación pero todos allí saben que o bien luchan por la atención del Varón o de ninguna manera se sentarán esa noche a su mesa.

—No nos pagará si montamos escándalo. —Le reprocha el campesino de la barba y el templario bufa en su dirección—. Tómalo con calma. Si no nos quiere abrir, no abrirá. Y si nos deja pasar, más vale que lo tengamos de buen humor. Me hace tan poca gracia como a ti tener que escucharle rezongar cuando tenga que pagarnos. Pero es lo único que podemos hacer.

—Con qué poco te conformas. —Murmura el templario mientras hace cabriolas con el caballo y al final acaba bajando de él en el momento en el que las puertas del castillo se abren y por ellas atraviesa el Varón, un hombre mayor, cano, con la expresión llena de arrugas y los ojos vivos e ignorantes. El ceño fruncido denotando que no está de buen humor y con los labios apretados, indicio de que ha escuchado las provocaciones del templario, el cual le sonríe con cinismo y crueldad al ser visto por el varón—. ¡Ya pensé que no estabais en casa, Varón! —Le espeta el templario con un tono jocoso de burla.

—Me sorprende que alguien de vuestra taya, con vuestra educación, sea tan insolente y descerebrado. —Gruñe el hombre mientras baja los escalones del palacio y se pone a la altura del templario. No. Un escalón por encima de él lo suficiente como para permanecer con algo más de oposición, sin embargo Eduardo sube un escalón más, sobresaliendo por encima del varón y posándose de frente, con el rostro inclinado y una mueca de fría cordialidad.

—Nos invitareis a pasar, ¿no es cierto? —Pregunta autoinvitandose a colarse dentro del palacio. El novicio le observa con ojos acuosos desde la distancia, dividido entre el terror y el asombro—. Traemos noticias desde la capital. Vuestro encargo está hecho, pero me temo que más misiones serán las que nos encomendéis...

—Llegáis tarde. —Le espeta el varón—. Ya he recibido las nuevas desde Londres. Me temo que os haré pasar dentro, no me queda otro remedio. —Suelta el Varón con desgana y el templario se regodea con una sonrisa de satisfacción, observando cómo el hombre se vuelve de espaldas a él y acompañado del vuelo de su túnica de pelo oscuro y en algunas zonas aterciopelado, sube los escalones colándose dentro del castillo. El templario mira directo a sus compañeros, incluso al novicio, y con esa mirada les invita a acompañarle dentro y desprenderse de los caballos y los macutos que tengan encima.

—Esta noche comeremos jamón asado. —Se regodea uno de los campesinos mientras baja del  caballo de un salto y se hace con un pequeño petate que se cuelga al hombro, extendiéndole las riendas del caballo a uno de los trabajadores del castillo que se encargará, junto a otros, de llevar los caballos a las cuadras.

—¡Trucha! —Dice otro, relamiéndose.

—¡Un fuerte vino tinto y la más deliciosa compañía femenina! —Suelta el mercenario del pendiente y el arquero salta del caballo después con una carcajada.

—¡Ya sabemos quién se gastará el dinero del pago esta misma noche! —Tras el estruendo y las risas, las amenazas del mercenario y las respuestas del arquero, este ayuda a bajar al novicio del caballo y con la mano sobre su hombro lo guía junto con ellos. Parece un puro acto de compasión o familiaridad, pero en realidad ambos, arquero y novicio, saben que lo único que intenta es prevenir una huida precipitada y una caza con flechas. El único momento en que el arquero le suelta es para recolocarse mejor la correa del cinto del carcaj y en ese instante el novicio tiembla, ante la falta de ese contacto. Roza con sus manos esa libertad fantasiosa e ilusoria que al tiempo finaliza de nuevo con la mano del rubio sobre su nuca.

—Vamos, Turner, no te quedes atrás. —Le dice uno de los campesinos que ya sube las escaleras y mira sobre su hombro en su dirección. En realidad se lo está diciendo al novicio pero sus ojos se dirigen a ambos.

El interior del castillo está adornado con grandes y vistosos tapices, con las paredes forradas de escudos y armaduras brillantes. El novicio mira todo aquello más impresionado e intimidado que curioso, recorriendo cada rincón con la mirada y el cuerpo volviéndose de un lado a otro sorprendido por cada brillo y cada pequeño objeto. El Varón los conduce a todos al gran salón donde una mesa de roble se extiende por todas partes, recorriendo tres de las cuatro paredes de la sala, pero estaba desnuda y desierta, con tan solo un par de jarras que parecían ser decorativas. En la pared frontal, donde detrás de dos grandes butacas, aparece una chimenea, cuelgan los escudos de la familia del Varón y algunas antorchas apagadas distribuyéndose a lo largo de las paredes desnudas. Allí plantados fueron recibidos con la frialdad de las malas noticias y con la sorpresa por aquella visita inesperada. El varón se puso junto a la mesa de espalda a la chimenea y el resto se quedaron enfrente de él, cada uno con una expresión diferente en el rostro.

—No os esperábamos hasta mañana. —Comienza el Varón con una mueca de disgusto pero con poco tacto, para ir directo al grano. El templario es el portavoz de todos y el resto se mantienen un plano por detrás, alejados y en silencio.

—Pues aquí estamos, sorpresa. —Dice con una falsa sonrisa de complacencia.

—Casi es mejor así. —Contesta con un suspiro el Varón, remoloneando por la mesa, jugueteando con el cántaro de agua—. El Varón de Shepton Mallet se ha vendido al rey. —Un asombro general se escucha alrededor.

—¿Cómo? —Pregunta el templario cogido por sorpresa—. Fue uno de los más convencidos de la redacción de la Carta Magna…

—Supongo que el ver como tribus vikingas amenazan con asediar su pueblo y torturar a sus paisanos le ha terminado por convencer de que el bando contrario no parece tan desagradable.

—¡Vikingos! —Se sorprenden todos.

—Así es, amigos. El rey ha pactado con ellos para la liberación de sus tierras a cambio de que le ayuden a recuperar el poder en este país. No les veáis como monstruos, aunque lo parezcan, no son más que otra víctima más en esta tediosa y absurda guerra.

—¡Al menos alguien está de acuerdo con que todo esto es un absurdo! —Suelta el arquero, por lo bajo pero en el tono suficiente como para ser oído por todos. El varón le ignora.

—No estamos muy lejos de Shepto Mallet y me temo que de aquí a un par de días no tardarán en llegar. Tal vez merodeen por los pueblos cercanos, puede que se detengan a descansar una semana. Tal vez media. Pero antes de que nos demos cuenta los vikingos habrán manchado con sus pinturas y sus runas toda esta tierra.

—No me importan los  vikingos. —Suelta el campesino de la barba—. Y tampoco les tengo miedo. Sin embargo sí que me preocupa la situación en la que esto nos pone como guerreros a sueldo.

—Mercenarios. —Aclara uno con una risa por lo bajo. Es ignorado también.

—Por el dinero no te preocupes. Se abonarán vuestros honorarios.

—Mientras sigáis con vida. —Continúa el campesino, finalizando la frase que el varón ya había terminado—. Y mientras sigáis teniendo posesiones con las que pagarnos.

—¿Lo que teméis es que me corten la cabeza y os quedéis sin mecenas que financie vuestras guerras? —Pregunta el varón.

—Lo que temo es que os maten antes de habernos pagado los trabajos ya terminados.

—¿Queréis finalizar vuestro contrato? —Pregunta el Varón, inquisitivo, con una ceja en alto. El templario mira a ambos hombres alternativamente—. Eso es lo que queréis decirme. Que queréis vuestras monedas antes de que sea demasiado tarde y si necesitáis huir, no lo hagas con las manos vacías.

—Exacto. —Responde el hombre. El templario no interviene.

—Sois una rata, me temo. —Suelta el Varón pero el hombre no parece ofenderse.

—De la mejores. —Se enorgullece—. Por eso queréis de mis servicios. Pero soy también un hombre inteligente. Y sé cuando hay que dejar que el siguiente hombre ocupe el lugar y largarme con lo ganado. Es como jugar con las apuestas, prefiero que la última libra la gane otro, antes de caerme yo por el precipicio.

—De las almenas os lanzaré yo, por sucio y rastrero. —Le espeta el Varón y el hombre frunce el ceño.

—No os abandonaré hasta haber cobrado, y si no lo hago, juro que saquearé hasta los más recónditos agujeros de este castillo para no hacerlo con las manos vacías.

—¡Erik! —Espeta el templario con una voz autoritaria hacia el campesino pero el Varón sigue picoteando alrededor de la herida que ha abierto con la intención de encontrar algo de diversión en hombres mundanos que parecen valientes para plantarle cara.

—¡No sois un hombre honrado! No sois más que una sanguijuela.

—¡Si queréis un hombre honrado, buscad un sacerdote! ¡Ah! —Finge sorpresa—. Si ya tenemos al templario, entonces no temáis por vuestros intereses, Dios los protege desde el filo de la espada de este mercenario…

—¡Basta Erik! —Sentencia el templario, haciendo retroceder al campesino pero el varón no parece entrar dentro de la autoridad de Eduardo.

—Más os valdría cerrar esa boca, buen hombre. Os haré cortar la lengua en cuanto todo esto haya terminado y se haya restablecido la paz en mis tierras… —El hombre detiene sus palabras al descubrir entre los hombros de las personas allí plantadas la mirada curiosa e inquisitiva de ojos verdosos y de mechones pelirrojos que escrutan por encima de sus acompañantes, con una expresión mezcla de curiosidad y desconcierto. El Varón queda mudo al instante y al reconocer el hábito del joven levanta una ceja, confuso y atontado—. ¿Eso es un monje? —Pregunta, con una entonación que bien parecería que piensa ser el único que lo ha visto. El arquero se hace a un lado y descubre al chico detrás de él, repentinamente sorprendido y avergonzado. El templario suelta un resoplido y el Varón mira a todos, inquisitivo.

—Sí, un novicio que hemos traído como polizón con nosotros desde Shaftesbury

—¿Cómo? —Pregunta el varón con lentitud e incomprensión—. ¿Se ha sumado a la lucha contra el rey?

—No. —Sentencian varios a la par mientras que aún está por aclarar el motivo por el que está allí y su papel dentro de la historia. Ninguno lo sabe con certeza mientras el propio templario que se acerca al joven, el cual retrocede a pasos agigantados, pero el brazo del templario se estira y consigue sujetarlo por la pechera del hábito, impidiendo que siga retrocediendo y llevándoselo consigo frente al varón. Lo empuja, y cae al suelo con estrépito delante del anciano que retrocede tan asustado como el niño. Casi indignado y contrariado.

—Podéis disponer de él como gustéis, Varón. —Le dice el templario mientras el joven levanta levemente la cabeza para ver los pies del anciano embutidos en unas horrendas y sucias zapatillas con cuentas y remaches metálicos. Los bajos de la túnica están manchados de barro y sus pies apestan.

—¿Podéis explicarme para qué quiero yo un novicio? —Pregunta el Varón mientras el joven intenta incorporarse pero el filo de una espada se interpone en el camino. La punta se clava en el suelo y el filo roza la oreja del joven, mezclándose con algunos de sus cabellos rojos y sintiendo el frío del metal sujeto a su mandíbula. No se mueve un ápice.

—¿No lo queréis?

—No. —Sentencia el varón—. ¿No lo habréis traído hasta aquí solamente para entregármelo como presente? —Todo queda en silencio—. ¿Ha presenciado la matanza?

—Así es. —Sentencia el templario y el joven cierra los ojos bajando el rostro hacia el suelo.

—¿Lo habéis tomado como prisionero o como esclavo?

—¿Acaso hay alguna diferencia? —Pregunta el templario con una carcajada de la que nadie más es partícipe.

—Si es un prisionero, podemos deshacernos de él, no necesitamos otra boca que alimentar. Si es un esclavo vos disponéis de él a vuestro antojo.

—No es más que un estorbo. —Suelta el templario mientras aprieta más la espada contra el cuello del chico y el varón resopla—. Sin embargo en la situación en la que estamos tal vez necesite un cuerpo más que haga frente a los perros del rey. —El varón queda pensativo. El joven se muerde la lengua pero es imposible que contenga un segundo más las palabras que cruzan su mente.

—Varón, habéis tomado al mismo demonio como perro guardián. Ni siquiera Dios perdonará los pecados de los que este hombre es partícipe. ¡Ah! —Ival es golpeado en el estómago por un puntapié del templario que le hace caer de lado, con las manos sujetándose las costillas. Ambos cruzan una rabiosa mirada cargada de ira e impotencia. Desde fuera parecen dos fieras a punto de saltarse una encima de la otra con las fauces abiertas para hundir los dientes en la yugular del contrario, mientras que desde dentro ellos mismo son presas del torbellino de fuego y cenizas que les queman impulsándoles a desvariar.

—¡No sabéis dónde os habéis metido, muchacho! Maldeciréis el día en que nacisteis… —Grita entre dientes Eduardo a punto de saltar sobre el joven, temblando por la rabia mientras el menor se yergue en el suelo con la mirada directa hacia el hombre.

—¡Matadme ya! Dejad de jugar como un crío. ¡Sed valiente y matadme con vuestras propias manos!

A sus palabras el templario suelta la espada lejos, el sonido es atroz y estridente, y justo cuando está a punto de saltar sobre el chico unos cuantos brazos le detienen y le alejan del joven que se mantiene en su sitio, sentado con las manos a cada lado de su cuerpo con la mirada ceñuda y la mandíbula apretada. El varón interviene con voces y gritos, pero nadie le escucha.

—¡Vuestra alma se pudrirá en las tierras de fuego que vos mismo habéis provocado con vuestros actos! —Desvaría el joven, que también es levantado y retirado poco a poco de la escena.

—¡Llevadlo abajo! —Grita el varón señalando al chico—. Encerradlo en los almacenes hasta que se calme.

A ambos los alejan el uno del otro pero sus miradas siguen penetrándose, sus rostros vueltos el uno hacia el otro, gritándose, luchando por el encontronazo.

—¡Si vuelvo a veros juro que pienso cortaros el cuello! —Grita el templario, mientras el joven aprieta la mandíbula—. Lanzaré vuestro cuerpo a las llamas. Os daré caza como a un monstruo.

 

 

 

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