TRANSMUTACIÓN [Parte III] - Capítulo 6
Capítulo 6
“Guerras de
fe”
Edad Media. S XIII.
Shaftesbury, Inglaterra 1215
El paso de los caballos es lento, no parecen tener
prisa por llegar a ningún lado o tal vez se estuviesen adecuando al paso del
novicio que con grandes zancadas intenta igualar el trote de los animales. Con
una soga al cuello y las manos cargadas de enseres persigue al último de los
animales sintiendo las gotas de sudor resbalándole a través de las sienes.
Resopla, se lamenta y prosigue con su marcha. El aliento se le escapa y de vez
en cuando las rodillas le tiemblan. Alrededor sólo hay bosque y el camino es
denso y sinuosos. Los árboles, altos y densos no le dejan ver el sol y la luz
grisácea que atraviesa difícilmente las hojas y ramas cae como una densa
neblina que vuelve gris todo a su alrededor. La hilera de caballos sigue
adelante, con cada jinete sobre su animal y el Templario al frente de todos
ellos guiándonos con determinación hacia ninguna parte. Su cuerpo ya no está
entumecido por el frío y sus articulaciones ya no están engarrotadas, pero
siente como el pecho le arde y los brazos y la espalda se le cansan por cargar
con unas cuantas bolsas y macutos. El suyo se tambalea colgando de su
antebrazo.
El caballo al que está sujeto por una cuerda alrededor
del cuello es un caballo negro que camina delante de él sin detenerse un solo
instante. Cuando el joven ha tropezado y se ha caído al suelo el caballo ha
seguido adelante y le ha arrastrado por el cuello y cuando Ival ha dejado caer
algo de peso el caballo se ha revuelto al tener que dar media vuelta. Turner,
sentado en ese caballo, gira el rostro de vez en cuando buscando al chico con
la mirada. Algunas veces lo hace con pesadumbre, otras con culpabilidad y pena,
pero siempre con un resquemor intranquilo por tener que llevarlo consigo. Al
joven se le ha prohibido hablar, quejarse o detenerse. Y por supuesto liberarse
o salir corriendo. Al principio del camino ha comenzado a hacerse cientos de
preguntas en cuanto a lo que le espera al acompañarles, sobre el lugar al que
se dirigen, el tiempo que va a poder acompañarlos, el qué harán con él con el
tiempo. Pero cuando lleva cinco horas de camino siendo arrastrado por el cuello
de aquel animal ha dejado de pensar en cualquier cosa que no sea el tiempo que
falta para que se detengan al menos unos minutos para que sus piernas puedan
vencerle y caer al suelo para quedarse inmóvil.
Cuando está a punto de volver a caer, vencido por el
peso sobre su espalda unos brazos lo recogen y lo levantan fugazmente, evitando
que el animal lo arrastre de nuevo. Turner lo empuja con los brazo bajo las
axilas y camina a su lado hasta que termina por recomponerse. El caballo que va
delante de él repentinamente está falto de jinete y al instante siente como el
peso en su espalda se disminuye aligerando la carga. Turner hace que el caballo
lleve ese peso y después empuja al chico, más intranquilo que exaltado, al lado
del caballo ayudándole a sentarse encima de él. Ival se deja hacer y cuando
Turner se carga a la espalda el último macuto que le quedaba a Ival sobre los
hombros se monta tras él en el caballo y agitando las riendas con un impulso
determinante el caballo avanza hasta colocarse tras el resto, donde estaba.
—Me matará si ve que me he subido al caballo. —Murmura
Ival mientras una mano de Turner sujeta las riendas y la otra rodea la cintura
del chico. El rubio chasquea con la lengua y sin decir una sola palabra suelta
un bufido—. Gracias…
—Cállate. —Bufa el rubio mirando a todas partes.
El bosque emite crujidos y rugidos por todas partes. A
lo lejos puede oír el murmullo del agua por algún lado y el graznido de algunas
golondrinas. Las hojas se caen a su paso y el camino que están transitando está
plagado de una alfombra de diferentes tonalidades de ocre. Pasaron al menos
diez minutos hasta que el templario se vuelve desde el comienzo de la procesión
y al mirar hacia atrás y no descubrir al novicio arrastrándose tras la
cabalgata vuelve con el caballo al galope hasta encontrar al joven subido a
lomos del caballo de Turner con este sujetándole desde su espalda. El muchacho
está derrotado, medio dormido y con el rostro empapado en sudor sujeto a la
silla del caballo, a punto de desvanecerse. El templario cruza miradas con
Turner y este le devuelve una expresión de reproche.
—Era un estorbo. —Se justifica el arquero—. Se caía
cada dos por tres. No hacía más que retrasarme. —El templario no contesta nada,
solo arruga el ceño con una mueca de disgusto—. Tú deberías ser quien lo
cargue. Ha sido idea tuya traerlo.
—Ahora que no lo arrastramos azucemos a los caballos.
Llegaremos a Glastonbury en unas horas. Nos detendremos antes de entrar al
pueblo para descansar a los caballos y comer algo. El Varón es un avaro y no
nos invitará a su mesa aunque lleguemos cuando ya esté puesta.
—Restos de cerdo seco y correoso. Lo mejor como
tentempié a mediodía. —Dice el hombre de la cabeza rapada mientras se
desternilla y el templario suelta una escueta sonrisa divertida, casi
apesadumbrada por la realidad de sus palabras.
—Esperemos que el novicio no se haya dejado caer la
bolsa de la comida por el camino.
—No lo ha hecho. —Defiende el rubio mientras el
templario se revuelve en su bilis.
—¿Ahora serás su paladín?
—Seguid adelante, templario. —Le señaló el rubio el
principio de la fila—. Guiadnos. Yo me ocupo del chico.
—Moderad ese genio, muchacho. —Le advierte el mayor—.
No vayáis a ser vos quien, soga al cuello, cuelgue del trasero del caballo.
El cruce de miradas queda allí, suspendido en el aire
mientras el templario avanza hasta el principio de la fila y pone al caballo al
galope, seguido del resto.
…
Cuando hacen un alto es en un claro fuera del bosque
desde donde se ve a lo lejos una abadía y más allá el pueblo sembrado de
pequeñas casas y una iglesia en el centro, desde la cual se divisa el
campanario que golpea sus campanas con un estridente repiqueteo que les alcanza
cuando dan la una de la tarde. Los caballos pastan a un lado del camino y los
hombres cuando bajan se reparten la cantimplora de agua, rescatan el macuto con
las sobras envueltas en un paño y dejan a un lado a los animales, sentándose en
el suelo o en alguna roca cercana para reír y estirarse, después del camino.
Hacen crujir sus huesos, se atusan los traseros por el largo camino a caballo y
alguno bosteza y aprovecha para tumbarse boca arriba en el pasto que comienza a
secarse por culpa de la estación y aprovecha los frágiles rayos de sol que caen
sobre el campo para cubrirse con ellos. Turner ayuda a bajar del caballo al
novicio y cuando pone los pies en el suelo se tambalea y tiene que sostenerse
en el brazo del rubio que le acompaña hasta un trozo despejado de la hierba. Lo
deposita allí, apoyado con la espalda en una roca sobresaliente del terreno y
regresa junto a su caballo para rescatar los enseres personales que necesite.
Uno de los hombres, el de la barba, le pasa al novicio una cantimplora con agua
que este acepta y bebe un largo trago de agua. El sudor sobre su frente ya se
ha secado y ha arrastrado con él parte de la sangre que cubría su cuello. Pero
a pesar de ello su estado parece demacrado y moribundo. Sus ojos están rojos y
cansados y su tez pálida y alicaída. Todo su cuerpo tiembla y aunque tiene
hambre y sed siente que todo lo que meta en su estómago va a vomitarlo al
instante.
—¿Dónde está el cerdo correoso? —Pregunta el hombre de
cabeza rapada mientras hurga dentro de uno de los macutos sacando unas cuantas
tiras de carne chamuscada que se lleva a la boca para estirar y desgarrar.
Tiene un par de pendientes en una de sus orejas y una de ellas la tiene
cortada, le falta un trozo, como a un perro callejero que se ha inmiscuido en
muchas peleas y en una de ellas se ha llevado un bocado. Cuando todos se han
repartido parte del cerdo las sobras son para el novicio, el cual se queda
mirando un par de tiras de carne de cerdo, frías y resecas encima de un paño
marrón, con casi mejor aspecto que el cerdo. Sin embargo está hambriento y se
las lleva a la boca y las engulle sin masticar. El sabor es desagradable y solo
siente el regusto de hollín que se ha pegado a la carne. El pergamino que se ha
quemado esta mañana en la hoguera estaría más rico. Después del cerdo tiene que
beber más agua para tragar la carne que se ha quedado como una densa masa en la
garganta.
—Ya podría recibirnos el Varón con toda una mesa
repleta de manjares, después de lo que hemos hecho esta semana. —Dice uno de
ellos, tumbado boca arriba con las manos debajo de la cabeza. El templario
muerde el cuero del cerdo en silencio, y el rubio se entretiene arrancando
hierba del suelo.
—Nos pagará. —Sentencia el rapado—. Eso es más que
suficiente. Para eso estamos, para eso nos hemos ofrecido. No deberíamos
exigirle más que el pago correspondiente.
—Hemos arrasado tres pueblos, matado a cientos de
personas inocentes, quemado casas y dejado un rastro de cadáveres porque un
hombre nos pagará por ello. Al menos una cena de calidad que nos devuelva
nuestro honor y compense todos los horrores que hemos cometido. —Se queja el
rubio, tirando de la hierba que crece a su alrededor. El novicio está detrás de
ellos, escuchando atentamente la conversación pero sin ser partícipe de ella.
Por un momento siente que se han olvidado de él. Ya ni siquiera está atado a
ninguna parte, pero correr y huir está completamente descartado.
—Nuestro honor está en nuestros actos. —Sentencia el
templario con una mirada firme y directa—. Puede que tú seas un campesino o un
soldado, eso no me importa. Pero yo soy un templario, un hombre de Dios que
está en una misión de fe.
—¡Já! —Se ríe el hombre de la barba mientras le señala
con un dedo acusador—. Puede que nos dirijas, pero no te las des de santo.
Todos tenemos nuestros motivos para hacer esto, pero no te creas que los tuyos
son más nobles que los de los demás. Puede que estemos en guerra, y puede que
nuestro rey esté condenado a perder en esta batalla, pero los hombres que
luchamos con este fin puede que tengamos más intenciones que las que demostramos.
A mí no me importa si tenemos un tirano como rey, un hombre honrado o un
orangután. Solo me interesa tener el dinero suficiente como para que mi familia
subsista. —Algunos allí sentados concuerdan con su idea—. Puede que tú te metas
en esta contienda gratis, solo por la satisfacción de honrar la cruz que llevas
en el pecho, pero eso es asunto tuyo.
—A ti los pecados que has cometido te los perdona la
cruz que llevas en el uniforme, a nosotros no nos salva nada. Y ante la
condena, nos gusta el dinero. —Sentencia el rubio pero detrás de ellos surge
una voz, casi como un hilo, dejando a todos en silencio.
—¿Guerra? —Pregunta el novicio con una mueca de
preocupación y confusión. Apoyado en una roca y con los ojos fijos en el
templario, ambos cruzan una mirada significativa. El templario frunce el ceño y
el joven abre los labios, sin saber qué más decir. La palabra “guerra” le ha
llenado la boca y el pensamiento, dejando al resto con la mente en blanco.
—¿Cómo? —Pregunta el rapado con confusión. El joven
mira a todas partes, sin saber qué más preguntar. Aún no entiende nada de lo
que está sucediendo y el templario es el primero en darse cuenta, horrorizado,
de que aquel chico delante de ellos es un completo ignorante sobre la situación
del país.
—Guerra. —Repite el templario, y alguno de sus
compañeros asienten—. Estamos en Guerra.
—¡Cómo! —Exclama el novicio ante la mirada sorprendida
de todos. Turner le saca de su confusión.
—Como supongo que sabrás hace unos meses ante las
guerras contra Francia que nuestro Rey Juan perdió, sus continuos escándalos
con las esposas de nuestros varones y las constantes subidas de impuestos, los
nobles y varones de cientos de provincias le plantaron cara y detuvieron sus
extravagancias obligándole a firmar la Carta Magna, donde se le anulaba parte
de su poder como monarca y se aumentaba los privilegios de los hombres libres
de Inglaterra. —El joven novicio asiente, haciendo que Turner continúe con la
narración—. Pues bien, nuestro rey ha hecho caso omiso de esa carta y se ha
puesto en pie de guerra atentando contra todo hombre que ose recordarle que ha
sido partícipe de la firma de esa carta, está matando a todo Varón que
participase en su redacción y recuperando a fuerza de espada todo terreno que
le ha sido incautado por los varones. Así que el Varón de Glastonbury nos ha
encomendado que arrasemos con poblados y ciudades que sean propiedad de algunos
varones que apoyen la iniciativa del rey, ya sea porque estén conformes con su
idea o simplemente sean cobardes que se hayan rendido al rey por puro miedo.
Vuestro pueblo, Shaftesbury, estaba bajo la protección de uno de esos varones.
El novicio mira alternativamente al templario y a
Turner, buscando entre ellos un sentido a todo lo que le estaban diciendo. El
templario baja la mirada pensativo en dirección a uno de los macutos y Turner
no sabe dónde dirigir la mirada y de vez en cuando la pasea por el novicio
asegurándose de que ha comprendido todo lo que le ha dicho. Cuando en la mente
del chico se forma una idea clara de la situación, no puede evitar soltarla en
medio de todos.
—Así, que habéis matado a cientos de personas
inocentes solo esta semana porque estaban bajo la protección de un hombre de
ideas conservadoras. —Piensa el joven en alto—. Sin importar si esas personas
estaban o no de acuerdo con aquellas políticas o incluso si eran conocedoras de
la situación política del país.
Todos quedan en silencio ante aquella bofetada de
realidad y el templario es el primero en levantar la voz frente al silencio que
se ha formado.
—Exactamente. Ese es nuestro trabajo. —Todos allí le
miran, entre apenados y conformes con su respuesta—. Esas muertes eran
necesarias, son un símbolo. —Gesticula con sus manos para hacer comprender la
importancia de sus palabras—. Un símbolo de poder de los varones frente al rey,
un símbolo de inconformismo y revolución. Me temo que en las guerras y para
lograr objetivos políticos ha de correr la sangre. La sangre es el único idioma
que los reyes y gobernantes entienden. Por eso las muertes de esas personas
están completamente justificadas.
—¿Entonces por qué me dejasteis con vida?
El silencio es sepulcral. El templario levanta la
mirada y cuando se encuentra con el rostro del joven frunce los labios con
frustración. Todos allí esperan una respuesta y Turner vuelve el rostro de un
lado a otro pasando del novicio al templario con una expresión expectante.
—Porque vuestra muerte no significa nada. —Contesta al
fin Eduardo. El joven baja la mirada decepcionado con la respuesta y parece que
la tensión desaparece pero el templario vuelve a intervenir—. Un novicio más,
un novicio menos. ¿A quién le importa eso? No sois importante para nadie, y
nadie os recordaría. Todo el que os conocía murió ayer con vuestro pueblo.
—¿Y entonces por qué me mantenéis con vida?
—Para darle un sentido a vuestra muerte.
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