TRANSMUTACIÓN [Parte III] - Capítulo 5

 

Capítulo 5

“Guerras de fe”

Edad Media. S XIII.

Shaftesbury, Inglaterra 1215

 

 

El frío le ha calado hasta el tuétano. Toda la noche sentado en el suelo y apoyado en aquel árbol habían compungido su cuerpo hasta entumecerlo. Sus extremidades se habían agarrotado por la postura y el frío y su rostro, medio oculto por el cuello del hábito, había permaneció toda la noche con una expresión de incomodidad y dolor. Sus muñecas, amoratadas, se retorcían incómodas por la soga y hecho cómo podía una bola se había quedado dormido consolándose con el cálido aliento que le salía por la boca y se repartía unos instantes por sus mejillas. La noche había sido fría, y el fuego se había consumido ya muy de madrugada. Durante horas se había dormido y desvelado constantemente, pasando del frío a la incomodidad y del dolor a la angustia. Se despertaba azuzado por algún sonido lejano y se descubría con las miradas de los que hacían guardia alarmados y asustados. Cuando pasaron de las cinco de la mañana y había encontrado al fin un dulce sueño conciliador le despertó el sonido de alguien que azuzaba el fuego con una rama. Los ojos del joven se entreabren con una mueca de confusión y el ceño fruncido, nuevamente imbuido por el dolor y la comodidad. La cabeza le da vueltas, febriles, y todo el cuerpo le pide calor.

Frente a él, sentado de perfil en un madero, el templario se entretiene arrancando hojas de un librillo y tirándolas al fuego, para intentar animarlo. Apenas si estaba amaneciendo y el cielo comenzaba a clarear lo suficiente como para reconocer las facciones de aquel hombre sin necesidad de otra luz. El fuego está casi muerto y las brasas son lo único que queda con algo de fuerza. Las hojas sin embargo, al rozar el carbón arden y se retuercen, desapareciendo en grandes machas marrones que con los segundos se disuelven como el polvo. El mayor sabe que el joven despierta poco a poco y el sonido de las páginas siendo arrancadas son suficiente ruido como para que, precipitadamente, Ival se contraiga en si mismo, se revuelva e intente luchar contra el sueño y el dolor para despertar completamente y comprender qué está pasando frente a él. Es probable que dentro de ese dulce sueño, momentáneo, encontrase la forma de evadirse y al despertar no concibiese que estuviese atado a un árbol con un templario delante de él, sentado de lado mientras quema un libro. Algunas páginas de este, que han sido lanzadas al fuego, son rescatadas por la brisa y caen cerca del muchacho, distinguiéndolas. El libro que se le cayó de las manos a la entrada de la iglesia, ese libro, yace ahora en manos de aquel templario que deshoja las páginas sin piedad para arrojarlas al fuego. El sonido es espeluznante, pero más lo es la mueca de indiferencia que el hombre porta en su rostro.

—Hum… —Murmura el joven con la voz rota por el frío y el sueño. Intenta detenerlo con un alto o un grito, pero solo ha salido de él un gemido incongruente. El mayor se vuelve para encontrarlo allí, hecho una bola sobre la base del árbol y sujeto su hábito por una flecha. Se aguanta una media sonrisa amarga y sigue con su tarea. Lee unos segundos para sí, arranca otra página y la echa al fuego, azuzándolo después para que se encienda de nuevo.

—Espero que hayáis dormido bien, hermano. —Le dice el templario con la voz grave y rota que reconoce al instante. Es algo más sosegada que las últimas veces que le ha oído pero sigue siendo una voz que le transmite escalofríos. El joven queda mudo unos segundos y no está seguro de qué contestar en ese instante. Repentinamente es consciente de que el templario ha tenido toda la noche para meditar sobre él y lo que hacer con su persona. No hay nadie alrededor, están solos frente al fuego dormido y como si un rayo le cruzase el pensamiento se hace a la idea de que va a matarlo, deshacerse de él y seguir su camino con su séquito de asesinos en la dirección que les sea conveniente. Ha jugado con él aquella noche y ahora se quitará el peso muerto que le supondría perdonarle la vida. La idea del perdón no entra en la mente de un monstruo.

—…Hermano. —Repite el joven mientras paladea aquella palabra llena de ácida ironía—. No me llaméis así.

—Así me llamasteis anoche. —Dice el templario con toda la naturalidad que le otorga la razón y el joven frunce el ceño en su dirección, gesto que el mayor ignora y se limita a seguir soltando hojas arrancadas sobre el fuego, para azuzarlo después. No está encendiendo el fuego, ni siquiera lo aviva. Está muerto, pero las hojas se queman.

—¿Qué es lo que estáis haciendo? —Pregunta el joven mientras evita el tono de reproche con una mueca de confusión, señalando con el mentón el libro, recomponiéndose mejor en su asiento.

—¿Qué? —Pregunta el mayor mientras alza el libro entre sus manos con un desinterés delirante—. ¿Esto? No prende bien, ¿cierto? El pergamino es mal combustible.

—¿Qué acaso no valoráis la importancia de un manuscrito como ese? —Suelta el menor con indignación mientras el templario escruta el libro por todas partes—. Es el Hortus deliciarum*, el Jardín de los deleites, escrito por Herrada de Landsberg*.

—Sé lo que es. —Suelta el mayor con desgana—. Un libro para novicias. —Dice con menosprecio.

—Tiene unas iluminaciones preciosas, os lo ruego, no lo destrocéis así. —Suplica pero el mayor hace oídos sordos y sigue echando a las llamas las hojas del libro. El joven suelta un resoplido y deja caer su cabeza sobre el tronco del árbol, agotado y derrotado. Allí detiene su mirada sobre el hombre frente a él. Es la primera vez que consigue ver su rostro pero no se queda impresionado por lo que ve. Pelo corto, oscuro, igual que la sombra de barba que crece por el resto de su rostro, ojos negros, muy oscuros también. Con la nariz como línea divisoria, de tabique afilado y puntiaguda. Una pequeña cicatriz cruza parte de su pómulo izquierdo, y encorvado hacia delante parece más bruto y rudo de lo que su voz ya de por sí expresa. Parece un ogro, piensa el joven, pero cuando el rostro del mayor se vuelve y le fulmina con la mirada como si hubiese podido leer su pensamiento el joven se acobarda y en medio de un respingo le aparta la mirada, que es mucho más animal que cualquier postura de su cuerpo o lo grave de su voz.

—¿Qué es lo que miráis? —Pregunta el mayor con una mueca de disgusto

—A vos. —Responde el joven con naturalidad mientras se da cuenta de lo que su respuesta puede provocar en el mayor—. Estoy atado aquí, y vos sois un buen centro de atención en estos momentos.

—¡Qué altanería! —Suelta el mayor, pero no con disgusto u ofensa. Más bien divertido por la libertad que repentinamente se toma el joven con sus respuestas—. ¿Os habéis dado ya por muerto o es que os divierte jugar conmigo? —Sin dejar contestar al menor, continúa—. Qué insolente para ser un novicio.

—Qué bárbaro para ser un templario. —El mayor se tensa en su asiento y levanta el porte mientras mira directamente al joven con una expresión mezcla de la sorpresa por el comentario y dolido por la verdad que esconden las palabras que acaban de ser pronunciadas. El joven le aparta la mirada porque es valiente para contestar pero no para sostenerle el rostro. Como respuesta al comentario, el templario arranca un taco de hojas del libro indiscriminadamente y las lanza al montón que se comienzan a formar sobre las brasas frías.

—Haré que paguéis caras vuestras palabras. —Murmura el mayor.

—Ya me habéis abierto el cráneo y anoche casi me sacáis la manzana de Adán por la garganta. Vuestro compañero ha estado a punto de atravesarme como a San Sebastián y tengo los huesos helados y las articulaciones entumecidas. Si vais a matarme hacedlo ya o dejadme libre. Pero tendréis que ser más ingenioso si queréis empezar a torturarme.

—No me supliquéis que os mate porque estaré encantado de satisfacer vuestros deseos. No puedo resistirme a darle muerte a un moribundo que agoniza. —Se regodea el mayor con un atisbo de siniestra sonrisa saliendo por la comisura de su labio.

—Sí, ya lo comprobé ayer. —Suspira el menor con la mirada cayendo a plomo sobre los ojos del mayor. Este se queda unos instantes allí quieto, sosteniéndole la mirada al menor y con un chasquido de su lengua le quita importancia a la conversación, deshaciéndose de la tentación por seguirle el juego al menor y volverse a la tranquilidad y la soledad de sus pensamientos, mientras le acompaña el sonido de las hojas cayendo en la lumbre.

De la casa, a los minutos, sale el joven rubio colgándose a la espalda el arco y el carcaj. Cuando desciende las escaleras de la entrada y queda mirando al muchacho que aún sigue allí atado al árbol le regala una sonrisa amable pero el joven se ve sorprendido por esta y queda mudo y pasmado.

—Se os oye discutir desde dentro. —Dice en dirección del templario pero ese no dice nada—. Has pasado mala noche, ¿cierto? No es muy agradable dormir atado a un árbol, ¿verdad? —Le pregunta el rubio al chico y este vuelve a verse imbuido en la confusión. Sin saber qué contestar asiente y el rubio se acerca, provocando en el menor un sobresalto que hace al rubio detenerse a medio camino y con media sonrisa continúa camino a sujetar la flecha clavada sobre su hombro y extraerla de la corteza del árbol. El joven respira tranquilo cuando lo ve alejarse de nuevo metiendo la flecha dentro del carcaj—. Turner.

—¿Hum? —Pregunta el joven.

—Me llamo Turner. —Aclara el rubio—. ¿Y tú?

—No le preguntes el nombre. —Dice el templario con una expresión disgustada, casi asqueada—. ¿Después le vas a pedir la pata y le lanzarás un hueso?

—Eres tú quien pidió que lo atasen a un árbol como un perro. —Defiende el rubio y el mayor rueda los ojos mientras el novicio se revuelve asustado en su asiento, confuso sin saber cómo reaccionar.

—Ival. —Dice el menor con una mueca de temor por pronunciar su nombre sin saber si tiene el permiso para decirlo—. Me llamo Ival.

—Hum. —Asiente el rubio e inclina la cabeza en forma de saludo, o bien como una presentación cordial—. ¿Y bien? —Le pregunta al mayor—. ¿Qué vamos a hacer con él?

El templario levanta la mirada del libro y se encuentra que Turner tiene las manos en las caderas a la espera de una orden, pero la pregunta le ha pillado por sorpresa y no sabe cómo desenvolverse con esa decisión, así que baja la mirada en dirección al libro y arranca dos hojas más.

—Lo digo por saber si deberíamos darle algún mendrugo de pan o algo de agua. Si vamos a deshacernos de él no haría falta.

Ival tiembla de pies a cabeza con la frialdad con la que hablan de su muerte delante de él, de una forma tan siniestra y natural que resulta macabra. Es irreal, de todo punto y siente en cierto modo que le están gastando una broma o jugando con él. Pero el frío que siente por el cuerpo y de dolor que le recorre las articulaciones lo devuelve a la realidad con una rapidez pasmosa. Incluso se plantea la posibilidad de que esta situación sea una prolongación de la alucinación del día anterior sobre el purgatorio. Aquí, dos ángeles o dos demonios, no sabría decidirse, discuten sobre el futuro de su alma. La salvación o la condena. En ese instante en lo último en que puede pensar es en comer o beber nada. Es probable que su estómago lo expulse al instante.

—¿Qué opinan los demás? —Pregunta el templario mientras desvía la mirada hacia dentro de la casa, evitando el rostro del joven.

—A los demás les da igual. Tanto si lo matas como si lo liberas. ¿Qué importa, es un chiquillo? —Le señaló el rubio—. Haga lo que haga nos trae sin cuidado. Una muerte más no manchará nuestras manos… —Ival traga de golpe y el templario le mira con una oscura expresión en su mirada. El chico suelta un suspiro y baja la mirada hacia sus manos mientras el rubio se encoge de hombros y da por finalizada la conversación.

Turner, con una mueca de incomodidad rodea la casa y se pone a orinar en alguna parte del terreno mientras el chorro de orina cae y suena de fondo al mismo tiempo que el templario levanta la mirada del libro y lo cierra con un sonido sentenciador. En su mano dos ilustraciones que ha arrancado del libro terminan por sentenciar el resto de la obra y lo lanza al fuego revolviendo todo el montón de cenizas. Algunos trozos de pergamino salen volando por los aires y las pocas brasas que quedan encendidas terminan por apagarse. El libro es pasto del hollín.

—Me encantaban esos poemas… —Suelta como un último gemido lastimero el muchacho y deja caer su mirada sobre su regazo, compungido y derribado. Golpeado en cada parte de su cuerpo y alma.

—¿Cómo? ¿Era vuestro el libro? —Pregunta el templario con la más confusa sorpresa.

—Sí. Bueno, no. No mío. Del convento. Pero sí, lo guardaba yo.

—Los poemas de Herrada de Landsberg son una basura. —Dice el templario en respuesta pero antes de que el joven pudiese reprochar nada a aquella afirmación el templario saca del interior de su cuera unos papeles arrugados y doblados que muestra desde la distancia al joven, el cual los reconoce al instante—. Estos sin embargo, tienen algo curioso y significativo. Estaban dentro, entre las páginas llenas de cándidas declamaciones a Dios y esquemas de moral. —En los papeles pueden visualizarse las líneas de unos poemas escritos con tinta y con letra curva y tumbada. Algunas palabras yacen tachadas, otras añadidas que sobrevuelan los versos. No tiene firma pero acaban de descubrirse a su dueño. El joven mira aquellos papeles con una expresión de sorpresa y candidez mientras el sonrojo se vuelve evidente al darse cuenta de que es lo único que el templario ha salvado del libro. Eso y dos ilustraciones.

El silencio que se establece entre ambos es suficiente como para que el templario se sonría, cargado a su vez de turbación.

—Son vuestros.

—Sí. —Contesta el joven, repentinamente asustado ante la idea de que esos poemas pudiesen condenarlo, tal vez fuesen una perfecta arma para denunciarlo contra la iglesia, tal vez por herejía, tal vez por salirse de los cánones establecidos. El joven traga en seco y el mayor vuelve a girar los papeles en su mano, llamando la atención del menor.

—Faltan papeles. ¿Dónde están?

—¿Cómo?

—Faltan versos. Aquí. —Señala los papeles con la mirada—. Faltan versos. ¿Los tenéis encima? —La impaciencia parece mayúscula e Ival no es capaz de contestar con su voz, en vez de eso mueve el mentón en dirección a su macuto, caído a un lado. El templario se levanta y con ello hace que el menor se revuelva en su asiento, por primera vez impaciente por deshacerse de las cuerdas alrededor de su cuerpo, por primera vez sintiéndose acorralado y perdido. Pero el mayor se lanza sobre el macuto, lanzando fuera de él el mendrugo de pan y la cantimplora con agua. Rescata del fondo del saco los pergaminos y los escruta, los mira por encima y después de reconocerlos los dobla y guarda junto con el resto dentro de su cuera. Lo hace justo a tiempo para ver como Turner regresa aliviado y recomponiéndose las ropas.

—¿Y bien? —Pregunta con tono apremiante—. Tenemos que partir ya. ¿Qué decidís?

El templario mira al joven allí tirado, con las manos amoratadas y el rostro compungido en exaltación.

—Lo llevaremos con nosotros. —Dice lleno de convicción a lo que el arquero da un respingo de sorpresa, y tal vez de decepción.

—¿Con nosotros? —Pregunta el rubio—. ¿Cómo? No tiene caballo y no creo que sepa enarbolar una espada. ¿Rezará por nosotros en batalla? ¿Esa será su función?

—Si nos quedamos sin suministros seguro que está más tierno que el cerdo de anoche. —Se ríe el templario pero el rubio no queda convencido. Ival por el contrario desea cualquier otro resultado que seguir acompañando a esos hombres a donde quiera que el diablo les lleve. La muerte ya no se le hace tan aterradora, sobre todo ante la idea de ser un divertimento para el templario. El rubio desaparece hacia el interior de la casa y el templario saca un pequeño cuchillo de su costado, acercándose al menor, el cual le extiende las muñecas para que le desate pero se ve sorprendido porque el cuchillo cae sobre su cuello, sobresaltándose con el frío del filo rozando la sangre seca que empapa su garganta—. Cuando te echemos al fuego y te cocinemos, me pido el cuello.

—Yo escogería el costillar, templario. —Suelta el menor mientras no pierde de vista el cuchillo en su cuello.

—Me llamo Eduardo. Eduardo de Lavender. —Y con esa sentencia el mayor corta de un tajo el manojo de cuerdas de las muñecas de Ival.

 

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Hortus deliciarum (Jardín de los deleites en latín) era un manuscrito ilustrado medieval compilado por Herrada de Landsberg en el convento de Mont Sainte—Odile Abbey. Fue iniciado en 1167 y servía como enciclopedia pedagógica para las jóvenes novatas del convento. Es la primera enciclopedia de la que se tenga evidencia que fue escrita por una mujer. Fue terminada en 1185 y se convirtió en uno de los manuscritos ilustrados más celebrados de la época.  La mayor parte de este se halla en latín, con glosas en alemán.

  Herrada de Landsberg. (Castillo de Landsberg, 1125 — 25 de julio de 1195) fue una monja alsaciana del siglo XII y abadesa de la abadía de Hohenburg en los montes Vosgos. Es conocida principalmente por ser la autora de la enciclopedia pictórica Hortus deliciarum (El Jardín de las delicias).

 

 

 

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