TRANSMUTACIÓN [Parte III] - Capítulo 4

 

Capítulo 4

“Guerras de fe”

Edad Media. S XIII.

Shaftesbury, Inglaterra 1215

 

—No creo que el rey vaya a dar su brazo a torcer. —Dice uno de los hombres que están sentados delante del pequeño fuego. La luz de las llamas ilumina parcialmente sus rostros, desfigurando sus expresiones con monstruosos reflejos anaranjado, sin embargo en aquellas miradas se denota una clara pesadumbre y al decaimiento que el mal vino y el mal comer les ha proporcionado—. Morirá antes que dejarse vencer de nuevo, y su hijo o quien sea, heredará el mismo maltrecho país con las mismas leyes de antaño, solo por no modificarlas, solo por evitar una segunda guerra. Esta ya parece que será grande.

Cinco son los hombres que hay allí sentados, en torno al fuego conversando con tranquilidad mientras el vino y la comida les indigestan el estómago. Alrededor de estos hombres encontramos sus enseres personales, algunos macutos, otros con los abrigos sobre los hombros, un par de yelmos y uno de los presentes afilando su espada con una cota de malla. Era la espada de un templario. El silencio que se establece entre ellos es tenso y depresivo, se miran con rostros alicaídos y expresiones lánguidas, con medias sonrisas amargas y el cuerpo vuelto hacia delante, rendido y agotado. Alguno de ellos aún tiene las manos manchadas de sangre, cruzadas delante de él con los antebrazos sobre las rodillas.

—No seáis tan pesimistas. —Dice el hombre que afila la espada con una expresión más risueña que el resto. Todos levantan los rostros para mirarle a través de la hoguera—. Al final el rey no es más que un mero figurante en toda esta pantomima. Los verdaderos gobernantes son los nobles y señores que tienen el poder económico en sus manos, y para ellos servimos, ¿no? Ya obligamos al rey una vez a firmar la Carta Magna, volveremos a hacer que se subordine ante ella. O de lo contrario… —Se pasa el pulgar por el cuello y emite un chasquido con su lengua, soltando después una carcajada. El joven es de estatura media, con el rostro que en un primer atisbo parece dulcificado por el sonrojo de sus mejillas se vuelve ensombrecido por una cicatriz que cruza uno de sus pómulos. Cuando suelta la espada a un lado se hace con un carcaj y comprueba las plumas de las flechas.

—¡Qué sabrás tú! —Le contesta otro, más mayor que él sentado a su derecha. Suelta este un bufido y se golpea las piernas, en señal de frustración—. ¿Y qué importa si lo matamos o no? Otro ocupará su lugar y así sucesivamente. Los reyes no son de fiar, al final siempre acaban saliéndose con la suya.

—El problema también está en los varones, que muchos de ellos le dejan a su libre albedrío hasta que es demasiado tarde y se ven inmiscuidos en sus problemas. —Contesta un tercero, masticando una ramita que ha encontrado por el suelo.

—No hables en nombre de un Varón. —Le reprocha el mismo hombre de antes—. ¡Sabe Dios lo que se les pasa por la cabeza a esos hombres del demonio!

—¡Tú sí que deberías cerrar el pico, trabajas para uno de ellos! Ahora mismo estás contratado por el Varón de…

—¡Por eso mismo sé lo que estoy diciendo!

—¡Basta señores! —Detiene el joven de la cicatriz mientras se tensa allí sentado, sujetando con fuerza una de las flechas—. ¡Compórtense, por el amor de Dios! Si vuestras familias les vieran discutiendo como borrachos de política y guerras, cuando no les importan ni una cosa ni la otra, solo el dinero… ¿Qué importa si trabajamos para un bando u otro? La muerte al final siempre llega y mejor asegurarse de que la guerra en la que muramos sea gloriosa y que el precio haya sido el suficiente para que haya merecido la pena.

—¡Cómo se nota que no tenéis hijos ni familia! —Le reprocha el hombre sentado a su derecha, con el ceño fruncido y los labios apretados—. Yo he dejado a mis hijos y a mi esposa en mi ciudad natal, y no deseo que ningún monstruo como nosotros llegue allí para masacrarlos como acabamos de hacer nosotros con estas pobres gentes. Solo deseo que la guerra acabe cuanto antes y todo vuelva a la normalidad. Deseo de veras volver a ver a mis hijos y decirles que por una vez su padre ha ganado una batalla en la que ellos van a ser beneficiarios.

—¡Ah! —Exclama el hombre que paladea la ramita—. Se nos ha puesto sentimental…

—Nadie va a salir beneficiado de esta guerra. —Dice el joven posando la flecha sobre su regado, en completa derrota y sumisión—. Ni nosotros, ni tus hijos, ni nuestro rey. Y mucho menos las familias que acabamos de matar. Probablemente ellos sean los que más hayan ganado en todo esto. —Suspira—. Les hemos librado de años de guerra. Seguramente ni sabían que había comenzado una. —Suspira de nuevo mirando directamente al suelo, delante de sus pies—. Pero no quiero ser pesimista. —Dice esta vez en un tono más animado, obligándose a levantar el ánimo a sus compañeros después de haberles deprimido—. Siempre soy así cuando me paso con el vino… —Algunos ríen de sus palabras, él mismo se desternilla—. Ojalá tengáis razón y nuestro esfuerzo sierva para algo más que para llenarnos las manos de sangre inocente que… —Sus palabras quedan en el aire y con el cuerpo repentinamente tenso como un animal salvaje se pone en pie quitándose el arco de los hombros y tensando sobre él una flecha, justo la que tenía en la mano. Él mismo sabe que no es seguro apuntar al vacío en su estado de embriaguez pero su pose es suficiente amenaza como para que el resto de sus compañeros se incorporen y alguno rescate la espada.

—¿Quién anda? —Pregunta el chico mientras señala con su arco hacia la oscuridad que penetra en el bosque y de ella aparece con pasos cortos y a empujones el cuerpo de nuestro protagonista, con las mejillas ardiendo y el cuerpo tembloroso mientras su cuello es rodeado por un cuchillo y sus cabellos sujetos por la mano del templario. Este camina detrás del joven, siguiendo los pasos que el mayor le obliga a avanzar. Ival sujeta con una mano su macuto y con la otra se sostiene en el brazo que le rodeaba el cuello mientras intentaba avanzar a trompicones, con miedo de tropezar y clavarse accidentalmente el cuchillo que le sostiene la yugular. Tiene los ojos temblorosos y brillantes y las manos sudorosas y frías. No siente las piernas y cree que en cualquier momento se dejará caer de bruces contra el suelo y con el cuerpo detrás de él empujándole lo único en lo que puede pensar es en que está acorralado y perdido. Los hombres que rodeaban el fuego se levantan curiosos por la escena que están presenciando y les cuesta distinguir al templario detrás del muchacho si no fuera porque es una cabeza más alto y se le distingue el rostro a través de los cabellos del muchacho.

—¡Mirad lo que me he encontrado merodeando alrededor! —Dice el templario con una voz henchida de orgullo y entusiasmo. Sin embargo el joven solo es capaz de ver el terror que le invade por la presencia del placer encontrado en aquella expresión. Se siente como un conejillo que ha sido sorprendido en medio del pasto o un cerdo con una flecha hundida en el pescuezo, aún vivo, observando cómo el azar le arranca los últimos instantes de vida. Se pregunta si cabe la posibilidad de que le dejen marchar, y lo que puede hacer para lograr esa libertad, pero cuando presencia en la mirada de todos aquellos hombres la risa y la diversión por su presencia se siente más que perdido. Acaba perdiendo toda esperanza de supervivencia y se deja hacer, sumiso, mientras el templario le detiene a unos pasos de la hoguera y le ilumina el rostro con el fuego para que todos los presentes le contemplen. El joven pelirrojo se queda absorto por la imagen del fuego, por el calor que irradia y por el chisporroteo que emana. Le tiembla todo el cuerpo ante la idea de que con un empujón le arrojen de cabeza al fuego. Una parte de él está seguro de que lo acabará haciendo.


—¡Un ladronzuelo! —Dice uno de los hombres mientras vuelve a sentarse, menos preocupado que el resto por la presencia de aquel chico.

—Un fraile. —Apunta el joven de la cicatriz y el templario añade algo más.

—¡Un novicio! —Se sonríe.

—¿Pasaba por aquí? ¿Hacia dónde se dirigía? —Le pregunta uno de los hombres al templario mientras este zarandea al muchacho haciendo que se retuerza en el agarre de sus cabellos.

—¡Qué va! Lo vi en el pueblo. —Dice el templario—. En la iglesia. Rezando frente al altar temblando de miedo y compungido en lágrimas. —Su voz finge compasión, de una forma tan sórdida que Ival contiene un suspiro de angustia para no inflamar su diversión.

—¡Oh! —Se compadecen algunos, también teatralizando la pena.

—¿Cuántos años tienes, fraile? —Le pregunta uno, pero el joven siente de nuevo el cuchillo apretando su cuello, en señal de que no debe soltar una sola palabra sin el permiso de su captor.

—¡Recítanos un par de plegarias! —Se desternilla otro a lo lejos mientras apura una copa con vino. El joven, desde esa distancia es capaz de ver mucho mejor y con más detalle todo el campamento improvisado que han levantado allí. Sobre la entrada de la casa han dejado una cantidad ingente de enseres de valor que han robado y saqueado del poblado aquella misma mañana. Es capaz de ver algunas armaduras, vajillas, algunas pequeñas esculturas, su Cristo en la cruz y algunos candelabros. Fijándose aún más en aquellos hombres distingue en las manos de algunos las copas del relicario de la iglesia, llenas de vino. Refulgen frente al fuego como objetos que en otro tiempo eran sagrados y ahora se han bañado en una esencia endemoniada. Perdiendo toda su pureza ya no son nada.

—Si vas a matarlo, no lo hagas aquí. —Dice el chico que vuelve a colgarse el arco a la espalda y devuelve la flecha al carcaj, sentándose con desgana y volviendo la mirada a ninguna parte. Ival se sobresalta ante tal idea de ser degollado en ese mismo momento, en ese instante, delante de todos y sin previo aviso. Se sujeta ambas manos a la muñeca del hombre que le rodeaba el cuello con el brazo y el cuchillo y suelta su macuto a los pies. El hombre detrás de él se ríe de ese gesto, de la inocencia que demuestra ante ese susto y ejerce más fuerza con el cuchillo para asustarlo.

—Si vais a matarme tened la piedad da darme al menos la extrema unción. —Suelta el joven, sonando como un murmullo para los espectadores pero como palabras claras para el templario—. Sois sacerdote, ¿no?

—Y vos fraile. —Le escupe el mayor—. No necesitáis la extremaunción, Dios os abre las puertas, tenéis un permiso de privilegiado porque os dejaré morir con vuestro hábito puesto. —Alguno de los hombres ríe al fondo.

—¡Cómo osáis manchar el buen nombre de los templarios con estos actos tan sangrientos y endemoniados! —Grita el joven que a las puertas de la desesperación, imbuido por el terror, se libera de las palabras que ha estado queriendo decir—. ¡Matando a un siervo de Dios, como vos! Un hermano…

—¡Cuidado con el chico, que muerde…! —Se burla uno de los hombres.

—¡Sois un miserable, un cobarde y un desalmado! ¡Ahh! —El hombre vuelve a tirar de sus cabellos hacia atrás exponiendo su cuello a la luz del fuego, y posando allí el filo del cuchillo. El chico interpone las manos, sujetando la hoja—. Vuestra cruz roja no justificará vuestros actos frente a Dios…

—Anda, suéltale… —Media el joven del arco—. Sabemos que no vas a matarlo, deja de torturarlo o al final saldréis heridos.

Ival mira de soslayo al chico que ha hablado y el novicio se llena de confusión y calma. El templario detrás de él se sosiega, queda quieto y mudo un instante, aumentado la confusión del menor y cuando la hoja del cuchillo desaparece de su cuello el mayor lo lanza hacia delante, haciendo que caiga de bruces contra el suelo. Aún no se atreve a volverse, ni a girar el rostro.

—Atadlo a un poste. —Sentencia el templario con calma y decisión. Con la profunda convicción de que se hará lo que se ha pedido con la mayor diligencia y mientras la orden aún queda en el aire se da media vuelta y se conduce dentro de la choza—. Mañana veremos qué hacer con él.

Ival levantó levemente la mirada del suelo con el rostro lleno de arena para descubrir el cuerpo del templario adentrarse entre la oscuridad de la choza y soltar un portazo como signo de despedida. El joven se debatía entre la vergüenza por la humillación sufrida y la que aún le quedaba por soportar y el agradecimiento amargo por un hombre que en menos de un día le había perdonado dos veces la vida, solo por encontrarse en el sitio equivocado en el momento menos propicio.

—Vamos muchacho. —Dice el rubio con una amarga mueca de conformidad y pasa sus manos por debajo de uno de los brazos del menor. Otro de los hombres imita el gesto del rubio mientras entre ambos lo levantan, dándose cuenta de que las piernas del chico tiemblan y apenas si puede recuperarse del espanto del momento. Se deja hacer mientras lo llevan hacia un lado de la entrada donde un joven árbol crece y lo sientan allí con la espalda contra el tronco y las manos al frente. Rápido le atan las muñecas con una soga y la cintura con otra alrededor del árbol.

Con las yemas de los dedos se toca el cuello y se sorprende al encontrarse allí un escozor que le sobresalta, descubriéndose en las manos una pincelada de sangre. La cabeza le da vueltas y todo el cuerpo le tiembla como una hoja. El fuego aún chisporrotea y un par de hombres se meten dentro de la choza dejando a tres aún fuera, frente al fuego. El rubio permanece de espaldas a él una vez se hubo sentado nuevamente sujetando su arco y jugueteando con las flechas. El otro hombre que ve a la derecha es robusto y con una frondosa barba que lleva unida en su extremo con un abalorio metálico. Al otro lado, un hombre rapado con los ojos azules, azuzando el fuego con un palo. Todos ellos están sentados en maderos o troncos caídos, en tajos que han sacado de la propia casa o directamente sobre el suelo, pero en silencio. Aún agitados por el descubrimiento del joven.

—Cuando amanezca se habrá ido. —Dice el hombre rapado con una mueca de desconfianza, pero con un encogimiento de hombros insinuando que poco le importa lo que sea del chico. El rubio se gira y escruta sobre su hombro a Ival, que devolviéndole una mirada confusa y aturdida el rubio no puede sino sonreírse.

—No lo creo. —Dice mientras rescata una flecha del carcaj y tensándola en el arco la lanza directamente sobre el rostro del joven que volviendo el rostro a un lado y cerrando los ojos con fuerza siente el impacto cerca de su brazo, el frío de la punta rozando su hombro y el temblor de la flecha bailando a su lado, clavada en el tronco donde se sostienen ahora ambos. Cuando se atreve a mirarse el brazo descubre justo al lado de su hombro la flecha clavada profundamente sobre el tronco y el extremo contrario zarandeándose con los brillos de la luz del fuego revoloteando en las plumas. La flecha no le ha herido, pero sí se ha clavado sobre su hábito, lo suficiente como para simbolizar una fría y mordaz advertencia. Ival le lanza una mirada de reproche y el rubio le devuelve una sonrisa, maquiavélica por culpa de la cicatriz que tiene en el rostro la cual impregna de desconfianza todas sus expresiones.

—¿Me ajusticiaréis como a San Sebastián? —Pregunta Ival mientras con una mueca de orgullo fingido levanta el mentón en dirección del rubio. Este se sonríe nuevamente y acaricia las flechas del carcaj de espaldas a este.

—Solo tienes que pedirlo… —Insinúa, pero Ival le retira la mirada, volviendo el rostro a un lado, provocando la risa del mayor—. También podría soltarte, dejar que corras unos metros y después cazarte como un conejo.

—¡Basta de jugar con el muchacho! —Le advierte el hombre de la barba mientras tira un hueso que acababa de terminar de roer al fuego, levantando cenizas y brasas. El rubio se vuelve al hombre con una expresión de fastidio pero acata la orden y se instaura de nuevo el silencio.

Dentro de la casa se oyen pasos, el chico ni se atreve a volver el rostro hacia ninguna parte que no sea su regazo, con sus manos atadas allí tiradas y su macuto a un metro de él. Aún sigue albergando la esperanza de que cuando los hombres se vayan a dormir, pueda escapar. Tal vez pueda, con esfuerzo, deshacerse de las ataduras y no lo cree demasiado complicado si encuentra el tiempo y el instrumento adecuado, incluso una piedra bien afilada le serviría. Pero encuentra en el aspecto y la actuación de aquellos hombres la macabra conclusión de que no se irán a dormir y mucho menos le dejarán a solas. Y aunque consiguiese escabullirse, eso sí que le condenaría a muerte pues si algo le había estado manteniendo con vida hasta ese instante, aquello terminaría con su vida.

Aquella noche pasaría muchas horas mirando fijamente el fuego, iluminándose éste en sus pupilas.

 

 


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