TRANSMUTACIÓN [Parte III] - Capítulo 3

Capítulo 3

 “Guerras de fe”

Edad Media. S XIII.

Shaftesbury, Inglaterra 1215

 

El sol se oculta con rapidez y antes de que nuestro protagonista pudiese salir de las lindes del poblado ya había oscurecido y solo quedaba en el horizonte un resquicio de luz azulada propagándose por la esfera celeste, cuya intensidad poco a poco decrecía para imbuirse en las tinieblas nocturnas. El camino es desolador, con las casas derruidas, inundadas de cenizas, y las pocas que habían sobrevivido se mantenían de pie como espectros desoladores, únicos supervivientes de una masacre que de alguna u otra manera habían acabado falleciendo por la ausencia de sus dueños, abandonadas allí a la suerte del tiempo. Ival de vez en cuando se asoma a las puertas y ventanas abiertas de las casas por las que pasa buscando indicios de vida en el interior pero todo ha quedado desierto después de horas de masacre e incendios. Después de un día desolador que estaba punto de terminar el pueblo se había deshabitado, dejando atrás las pertenencias, las subsistencias, las ropas y toda clase de enseres personales. Lo único que las personas se habían llevado consigo había sido a sus familiares y con suerte. Los muertos acumulados en las calles dificultaban el paso de Ival compungiendo su rostro cada vez que descubría en la mirada de alguno de aquellos cuerpos el desolador dolor de la muerte, el desamparo y el frío ajusticiamiento.

Cuando abandona una de las últimas calles del pueblo y se sumerge por los caminos del campo es consciente de que ha cometido un error internándose en la extensión de los campos sin conocimiento y con la única luz de la luna que aún estaba por salir, y no lo haría entera. Aún siente en su cuerpo el ánimo suficiente como para emprender el viaje y no detenerse, incapaz de mirar atrás porque la alternativa sería regresar a un pueblo fantasma anegado en cenizas y repleto de cadáveres. Aún es capaz de recordar la sangre corriendo a través del empedrado de las calles y los charcos de esta formándose en los huecos que dejaba el barro. Ni la tierra quiere esa sangre, tan arbitrariamente derramada. Tal vez el joven siga en estado de shock, o tal vez haya terminado por perder la cabeza. aún le duele el golpe, pero ya no sangra. Tal vez sea la falta de conocimiento la que le lleva a seguir caminando, pisando con cuidado entre la tierra y el césped buscando con la mirada entre la poca luz que queda, el sendero que le conduzca lejos de su pueblo.

Andado un kilómetro es capaz de distinguir en la lejanía una luz. Es parpadeante y entre la maleza logra ver, de forma desdibujada, los contornos de una casa. Más parece una finca, sin vallar, con una gran explanada que le ayuda tal vez como campo de cultivo. No es capaz aún de identificar qué clase de construcción es aquella más que una mera casa apartada de las calles principales del pueblo. Alejada, tal vez por la necesidad de espacio para sembrar. Solo es capaz de distinguir la verticalidad de los maderos de ambos pisos, el tejado inclinado y el fuego a unos metros de la puerta principal parpadeando con insistencia. Algo hay encima, el olor le llega a los minutos. Alguien está asando un cochinillo en esa lumbre. Lo que llega después es el sonido de las risotadas, las carcajadas y el exceso. No huele el vino pero bulle en la sangre de aquellas personas con fulgor. Las conversaciones son banales, las risas son efusivas, todo es festejo y diversión. El joven se sonríe mientras continúa caminando hacia la luz, aún desde la distancia intentando distinguir los rostros de las personas. Escruta a lo lejos, detrás del montón de personas sentadas alrededor de la leña unos cuantos caballos, con las monturas fuera y pastando libremente en medio de las tinieblas. Solo un par de ellos se distinguen bien al ser fugazmente iluminados por el fuego.

El camino bordea la casa por la parte delantera, pasando a unos metros desde las lindes del terreno y alejándose en dirección oeste, pero a medida que el joven avanza se ve intimidado por su propia presencia frente a aquellos desconocidos y duda si seguir el camino o internarse entre la maleza y los árboles para acercarse más furtivamente. Duda si presentarse, si entablar conversación o pedir misericordia. Tal vez fueran viajeros perdidos como él o soldados en un alto de su viaje. Las risotadas son agresivas y aterradoras. Ival consigue distinguir un caballo blanco entre el conjunto de cabezas y piernas que se arremolina detrás de las personas. Ve, a lo lejos, agrupados en la puerta de la casa las espadas y los yelmos, las armaduras y las sillas de los caballos. Cuando está a la suficiente distancia como para reconocer los rostros de las personas logra ver la gran cruz roja partiendo el pecho en unas vestiduras agolpadas de una rama cercana a ellos. Una cruz roja desdibujada por la sangre que salpica toda la superficie de la tela.


Se para en seco, sus piernas tiemblan y siente como toda la vergüenza y el dolor le invaden, se llama estúpido e inconsciente y con los pasos más silenciosos de los que es capaz sale del camino, saltando con sigilo a la cuneta y se adentra entre los árboles y la maleza, que aún a oscuras es capaz de distinguir lo suficiente como para no tropezarse y caer de bruces. Sus pies chocan con ramas y arbustos, levantando el vuelo de un par de aves y haciendo crujir las ramas en el suelo. Las hojas caídas de todos los árboles que han empezado a perder sus copas se arremolinan bajos sus pies y es incapaz de encontrar una solución que no sea más que la de volver. Cuando un cuervo alza el vuelo y grazna, alejándose entre las copas desnudas de los árboles, su cuerpo se vuelve rígido e inmóvil. Se queda quieto en el sitio y con los hombros encogidos y sujetándose fuertemente las mangas del hábito como único medio de liberar la tensión se muerde el labio y el carrillo, controlando la respiración que se le vuelve terriblemente acelerada. Igual que sus pulsaciones. Todo su cuerpo sufre un escalofrío y cuando mira al frente para intentar encontrar una forma de continuar se descubre en medio de la nada, con árboles creciendo en todas direcciones, alzándose como fantasmas lánguidos y recortados por el horizonte, de largas ramas desnudas y una amarga niebla comenzando a descender desde las montañas.

Por un momento ha dejado de oír las risas a lo lejos, y cuando mira en la dirección en la que aún distingue la llamarada del fuego se pregunta por qué el silencio. Traga y siente su garganta seca, sus manos sudan y por su espalda le recorre un escalofrío. Solo escucha su respiración y el sonido del bosque que le rodea, como un murmullo inerte que le acompaña ocultando levemente su residencia, o tal vez delatándole. Mira directamente hacia la luz recortada entre las ramas de los árboles y poco a poco vuelven a oírse las palabras, las risotadas y algún que otro eructo surcando el aire. Suelta un intenso suspiro del aire que había estado conteniendo y con el corazón en la garganta se pregunta qué hacer, pues teme continuar caminando y aún más de poder haber sido escuchado pero detenerse allí no parece una opción demasiado razonable. Sin embargo el sonido de las conversaciones de aquellas personas allí le tranquilizan y después del intenso silencio que se había producido, oírles de nuevo le tranquiliza lo suficiente como para animarse a seguir caminando hasta que se detiene al pie de un árbol, se arrodilla sobre las raíces de este sobresaliendo a través de la tierra y se arremolina allí arrullándose dentro de su hábito. Se pone el macuto a un lado y escucha atentamente las palabras que le llegan desde la casa.

—¡No te bebas todo ese vino! —Grita uno mientras suelta una carcajada y todos le imitan—. ¡Nos dejarás sin una gota!

—¡El cerdo está sequísimo! —Grita el segundo mientras se defiende de la acusación del otro. El joven que está atento a todo, volviendo el rostro de vez en cuando hacia el otro lado del tronco se sorprende de estar escuchando una conservación tan causal de aquellos que unas horas antes arrasaban su pueblo a sangre fría.

El muchacho, sentándose más cómodamente entre las raíces del árbol suspira y se pregunta si pasará allí el resto de la noche. Piensa en esperar a que aquellos hombres se duerman y pueda continuar el camino para llegar al siguiente pueblo con la esperanza o bien de encontrar un lugar donde refugiarse o fingir ser un mensajero que llevase un mensaje de advertencia. Después de la comilona que se estaban metiendo entre pecho y espalda, y de agotar el vino que portasen encima, no tardarían demasiado en caer rendidos. Se siente como un griego escondido en el caballo de madera esperando a que los troyanos se durmiesen tras el jolgorio. Cubre su cabeza con el gorro del hábito y se pone el macuto en el regazo, rescatando un par de migas de pan del interior y llevándoselas a la boca.

—Era un cerdo viejo. —Dijo otro, justificando toda la discusión.

—¿Por qué no cogiste otro mejor? Tendríamos que habernos llevado uno del pueblo.

—Este era el único que el hombre tenía. Seguro que los demás se escaparon con nuestra intromisión.

—Comámonos al hombre, que seguro estará más jugosos. —Blasfema uno con voz mucho más grave y todos ríen la gracia pero al joven se le atasca un trozo de pan en la garganta solo de imaginarse la escena.

—Era un vejestorio. —Interviene otro, con un tono más amargo y tranquilo. Casi somnoliento—. No creo que estuviese mejor que el cerdo ni aunque lo sazonásemos.

—¡Y qué más! Cerdo seco, vino con sabor a corcho, dos meses sin probar a una mujer y no estamos logrando más que matar a inocentes sin que el rey mueva un solo dedo por su súbditos. —Dice otro con voz más áspera, con tintes más amargos y las palabras calan en todos los que lo oyen, incluso en el joven escondido allí en medio del bosque agarrado con fuerza a su macuto. Un instante de silencio se mueve entre todos ellos y se da cuenta de que las palabras de aquel hombre parecen haber surtido efecto en la diversión que venían sintiendo, todos quedan mudos un momento y al rato otro se exaspera por ese repentino descendimiento hacia la conciencia.

—¡Come el cerdo y cállate! Siempre tiene que fastidiar todo, ¿no os dais cuenta? No le deis más vino, siempre le remueve la mente y el corazón. —Alguno ríe, pero no todos.

—Qué guerra tan inútil. —Vuelve a lamentarse el mismo con una melancolía que consigue hacer que el muchacho salga de su hueco y se asomase a través del tronco para buscar entre el destello del fuego a quien hubiese pronunciado esas palabras. Espera encontrar algo de humilde misericordia en la mirada de alguno de aquellos jinetes apocalípticos. No eran monstruos ni fantasmales espectros endemoniados. Eran hombres, eran soldados con un cometido que realizar. Nada más que eso, solo hombres.

Un crujido de hojas detrás del joven consigue sobresaltarle pero en vez de volverse, se mantiene quieto, estático, sin respirar. Su mano aferrada al tronco y su mirada dirigida directamente hacia el fuego tiemblan a la par. En sus hombros, en ese pequeño sobresalto, un escalofrío que desemboca allí, es lo que le delata. Escucha detrás de él unos pasos desvergonzados y nada cautos que le acorralan. Esos pasos, tan directos y calmos saben que no tiene escapatoria y que además ha sido descubierto en una acción vil y sospechosa. Traga en seco, suelta poco a poco el aire que tiene atascado en los pulmones y reza a todo lo que conoce para que el ser que merodea a su espalda, jugando con él y con su miedo, sea una bestia o el mismo demonio, pero sabe muy bien que el cuervo le delató, y que alguien le ha encontrado, alguien que debería haberse quedado junto a sus compañeros en la cena y que ha desaparecido de allí para cazarle. Sus compañeros han seguido jugando, eran un buen señuelo.

Antes de poder moverse, cuando estaba a punto de saltar hacia delante para huir, una mano se cierne sobre sus cabellos y el filo de un cuchillo acaricia su cuello con la más violenta precaución. Las manos del muchacho van a la muñeca del hombre que con su brazo le ha rodeado el cuello. No es capaz de soltar un alarido de terror que bien le gustaría liberar, pero se retuerce y arremolina para que le suelten. El hombre tira de él hacia atrás, haciéndole retroceder y lo zarandea para que quede sentado en el suelo, casi tumbado, con los hombros apoyados en el pecho del hombre y el brazo de este, cuchillo en mano, clavándose en su tráquea. Lo único que se oye entre ellos es el sonido de ambas respiraciones, el ajetreo de las hojas revolviéndose bajo sus cuerpos y los gemidos que mueren en la garganta del chico, a punto de romper en llanto.

—¡Shh! —Chista en su oído el mayor, con su cálido aliento y su barba frotándose en la mejilla de Ival. Con la mano que jalaba su cabello le aprieta el rostro, a la altura de sus labios para enmudecerle. No había gritado aún, pero temía que lo hiciese. Tal vez quería degollarle sin un solo ruido—. ¿Nos has seguido hasta aquí, granuja? —Le preguntó, con una voz desgarrada y un tono tenso e intimidante. El muchacho quedó helado en su abrazo—. Te dejé vivo por pena… ¿vienes para buscar la muerte que te debo?

 


 

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