TRANSMUTACIÓN [Parte III] - Capítulo 2

 

Capítulo 2

 “Guerras de fe”

Edad Media. S XIII.

Shaftesbury, Inglaterra 1215

 

Todo permanece en silencio. El fuego ya se ha extinguido y solo quedan focos aislados en algunas casas lejanas que no habían conseguido desaparecer bajo el peso de las llamas. El aire está cargado de las cenizas que alzaban el vuelo, cubriendo las calles con una neblina grisácea que portaba las brasas apagadas, yendo de un lado a otro surcando el cielo. Los muertos tirados en el suelo, inertes, lánguidos con rostros compungidos por la última expresión de dolor que hayan sentido, las muecas de pánico esbozadas permanecerán eternas en el tiempo. Hasta que los cuervos se hagan cargo de las sobras. Cuerpos y escombros hundidos en el barro, caballos agonizando tirados en el medio del desorden y alguno de los supervivientes huyendo lejos del horror que su mirada no es capaz de enfrentar.

La noche está por llegar, los nubarrones cubriendo el poco cielo visible tras las cenizas están ya oscuros y fríos. Anochecerá en menos de una hora. Apenas si entran un par de rayos de luz por los vanos de la iglesia, iluminando vagamente el altar donde el cuerpo del chico aún permanece allí tendido, con su cabeza manchada y empapada de la sangre que ha brotado de esta y el cuerpo inerte y quieto. Una de sus manos tiembla, los dedos se contraen y un espasmo la levanta con temblor y duda hacia ninguna dirección en concreto, pero el agónico dolor que le produce la cabeza es el punto hacia donde sus dedos índice y corazón se acercan, alejándose de nuevo al sentir el dolor aumentado por el tacto inesperado. Las yemas se han manchado de la sangre que el cabello ha mantenido fresca y el rostro se vuelve en aquella dirección, con los ojos cerrados y los labios contraídos en una fina línea, la mandíbula apretada y el ceño fruncido, causa de la confusión y el dolor.

Murmura palabras inconexas mientras alza el rostro que ha estado por horas tendido sobre el suelo de piedra. Solo ese movimiento le marea, le vence su propio peso y cae de nuevo apoyándose sobre sus manos en el último momento, desfalleciendo momentáneamente. Tendido, como ha quedado, va despertando poco a poco obligándose a no moverse mientras reúne de nuevo toda la información que recuerda. Los primeros momentos son confusos y dolorosos, solo puede pensar en la sangre que está manchando su cabeza y el dolor que le penetra hasta el fondo del cráneo. Teme abrir los ojos e intenta regular su respiración que por culpa del despertar se acelera poco a poco. Su corazón se acelera y su pecho arde por el miedo y la angustia, o por las cenizas que han llenado la capilla por culpa del viento. Tose, y el gesto le quiebra la mente un momento. Se queja y suelta el aire con un sollozo.

Cuando es capaz de volver en sí, poco a poco recompone toda la escena dentro de su mente, el cuerpo le responde con un espasmo y cierra las manos aún sujetas a la piedra del suelo. Paladea sobre sus labios, secos y magullados y es capaz de percibir el sabor de la sangre seca que su saliva reaviva, colándose en su garganta. Frunce el ceño intentando controlar el dolor y vuelve poco a poco a incorporarse, muy lentamente, deteniéndose cuando un vahído lo desequilibra y de nuevo continúa ascendiendo. Queda al fin sentado en las escaleras del altar con la mirada fija en la puerta entreabierta al fondo del pasillo iluminando parcialmente el camino hacia el altar con una luz grisácea y una neblina de hollín y cenizas que se esparce por toda la capilla. Con sus manos se sujeta fuertemente al escalón en el que se ha sentado y poco a poco recorre la mirada alrededor suyo buscando algún insignificante signo de vida que le socorra, pero teme que ya no quede ni siquiera en todo el pueblo. La sangre baña parcialmente y con salpicaduras los escalones en donde ha estado tendido y cuando encuentra la valentía de volver a tocarse el cabello se sorprende por la cantidad de sangre que le ha manchado a sí mismo y a sus ropas. Se preocupa por la herida pero no es capaz de palparla y se limita a quedarse allí quieto, con la mano manchada de sangre sobre su regazo mientras ordena los últimos recuerdos que tiene.

El desastre cae sobre él como una losa golpeándole hasta desvanecerle momentáneamente. Tiembla y comienza a mordisquearse los labios con la seguridad de que realmente ha fallecido y su alma está en un remanso de paz propio del purgatorio, pero aquellas puertas que le esperan al otro lado de la capilla le aguardan el infierno más aterrador que sea capaz de concebir su mente. Con horror mira aquél espacio entre el exterior y él y se plantea no volver a salir de aquél lugar temiendo que realmente afuera no quede nada excepto la soledad infinita y el destrozo por doquier. Realmente llega a plantearse la hipótesis de estar muerto, de que aquel templario le matase y lo que estuviese viviendo fuese una vida futura, la vida más allá, el renacer. Pero el dolor en su cabeza y el descorazonador sentimiento de culpabilidad le confirman que este mundo aún le retiene y que su cuerpo se aferra a la vida con desesperación.

Cuando se pone en pie las piernas le tiemblan y está a punto de tambalearse pero se sostiene. Busca con la mirada al Cristo allí colgado para que le dé esperanzas de salvación pero el hombrecillo ha desaparecido con su cruz, y eso le hace creer aún más cegadoramente de que el infierno ha invadido todo el poblado, y Cristo ha huido cargado de cobardía y resentimiento. Tampoco están las copas y el vino del relicario, han desaparecido junto algunos de los pequeños candelabros. Mire donde mire solo puede ver el emblema de la cruz roja sobre el pecho del templario manchando cada uno de los rincones de la capilla con su pecado imperdonable. Un hombre de Dios golpeando novicios y saqueando iglesias, quemando pueblo y matando inocentes. Se pregunta, Ival, si esa mañana amaneció ya en el infierno o todo se había truncado en algún momento determinado.

Paso a paso sale al exterior necesitado de una bocanada de aire y un poco de luz que le reanime. Los pasos intentan ser firmes, no quedan más que en temblorosos y temerosos. Deambula por la nave principal sujetándose de los banquillos de madera hasta que alcanza la puerta y la desplaza, asomándose a la desoladora visión del exterior. El viento que comienza a bajar desde las montañas es helador y arremolina las cenizas colándose dentro de la iglesia, levantando los bajos de la toga del muchacho. La noche desciende poco a poco sobre los tejados de las casas y a lo lejos se perciben aún varias columnas de humo saliendo de los focos que en la noche acabarán por extinguirse. Lleva la mayor parte del día inconsciente —piensa— y de súbito se da cuenta de que se ha quedado solo en un pueblo desierto al cuidado de los cadáveres y los restos calcinados.

Mira hacia los escalones y por un segundo siente el déjà vu del día anterior, trastocando su mente con la falsa idea de que vuelve al momento, de que no han pasado horas entre ambos instantes, y teme alzar la vista de nuevo por si el jinete del caballo blanco aparece de nuevo para alzar la espada contra él. En la escalera permanecen los mismos cuerpos tendidos que recuerda y busca con la mirada el libro que dejó caer aquella mañana pero ha desaparecido. Sin embargo algunos de los pergaminos que había dentro se han esparcido por la plaza, marchándose con la sangre y el barro, conduciéndose con los pequeños destellos de barro seco que inundan la plaza. Baja los escalones y comienza a recoger los pocos pergaminos que es capaz de recolectar, limpiándolos con los bajos de su hábito y el sobrante de las mangas. Pequeños retazos de pergaminos escritos a plumilla, escritos y reescritos, tachados y desdibujados, llenos de palabras y borrones.

Aquél ciego que quiso rescatar yace allí a lo lejos con el rostro vuelto y el cuello separado de los hombros. Los ojos blancos ya han desaparecido y los cuervos han dado buena cuenta de ellos, dejando el resto intacto. De cualquier forma no los hubiera echado en falta. Allí en plena plaza, con las manos manchadas de barro y sangre, con el revoltijo de pergaminos en su puño, se pregunta qué hacer, cómo sobrevivir o qué sería lo moralmente establecido para un momento así. Lo primero en lo que pensó hacer fue en buscar supervivientes, pero se rió de sí mismo al pensar que si hubieran dejado supervivientes ya estarían muy lejos de allí, huyendo despavoridos por la masacre y el terror. Y de regresar, no lo harían al momento. Pasarían meses hasta que alguien apareciese por aquél pueblo después de lo que había sucedido. El muchacho se quedó mirando hacia el cielo iluminado tenuemente por las últimas bocanadas de luz que poco a poco se desdibujaban a través de la neblina y con un último suspiro recapacitó y se decidió a centrar todos sus pensamientos en una solución.

Habría de dar santa sepultura a todos aquellos cuerpos que bañan las calles del pueblo, pero hacerlo solo le llevaría días, o semanas, y no sería capaz de realizar tal cometido antes de que los buitres y cuervos se zampasen aquellos cuerpos. Tampoco era capaz de encontrar el modo de mandar un mensaje al pueblo más cercano porque jamás había salido de aquél pueblo y no conocía nada fuera de los límites de aquella comarca y se preguntaba el estado en el que se encontrarían los pueblos cercanos, porque aún no era capaz de hallar el motivo por el que unos templarios atacaban un pueblo cristiano como aquél, que jamás se había visto inmiscuido en ningún tipo de guerra política. No hasta ese momento. Estaba sediento, notaba el estómago pesado por el miedo y el cuerpo helado y compungido. Tantos sentimientos se arremolinaban dentro de su mente que no era capaz de ordenarlos para poder procesarlos, o de lo contrario ya habría vomitado por el pánico y llorado por la desazón. aún seguía despertando de la inconsciencia y temía más a la soledad que al dolor.

Imbuido de un repentino coraje regresa dentro de la iglesia y recorre con pasos firmes la nave central. Una fatídica y kamikaze idea cruza momentáneamente su cabeza concentrando todos sus esfuerzos por realizarla. Quiere huir del pueblo, como clérigo o como hombre, como víctima o superviviente. Al muchacho le invaden los fantasmas que puedan florecer en el pueblo por la noche, los fantasmas de todos los muertos o el regreso de los templarios. Teme a la soledad y al silencio, y a escuchar repentinamente de nuevo el alboroto. Le teme al fuego que aún no se ha extinguido y a los restos que han calcinado lo único valioso. Se plantea pasar la noche en su celda, resguardado en aquel solitario y desierto monasterio, pero se conoce lo suficiente como para saber que no pegará ojo después de haber estado inconsciente todo el día y aún con los nervios a flor de piel. Más que descansado se nota excitado, necesitado de huir de inmediato, igual que han hecho el resto de sus conciudadanos.

Cuando entra en su celda la encuentra igual que cuando la dejó, con un par de librillos sobre la estantería sobre el cabecero de su cama, las mantas del lecho recogidas y dobladas, la silla movida y sus últimos pasos desdibujándose por el suelo. Su olor, su silencio, es tan irreal encontrarse de nuevo en esa normalidad que rompe a llorar por el choque de realidades y es incapaz de contener los sollozos mientras se hace con un macuto y comienza a llenarlo de sus cosas, las cuales no son más que desesperación y remordimientos. Llena una cantimplora con agua, mete un mendrugo de pan y los pergaminos arremolinados, todo ello embutido en el pequeño macuto y este a la espalda. No tiene más posesión que la ropa que lleva puesta y el hábito, sus ideas y su moral. Son lo único que le queda por empacar pero duda en si llevarse con él a su dios que tan miserablemente ha dejado devastado su pueblo. En ese instante teme más a Dios que a los templarios o cualquier otro siervo de la deidad.

Con el rostro ensangrentado y manchado por las lágrimas y el barro seco, con el pelo revuelto y las pecas descubriéndose a través del rubor y el dolor, mira hacia el cielo que comienza a ennegrecer. La noche está por llegar y el frío comienza a atenazarle. Elige un punto cualquiera del horizonte y se pone en marcha buscando en la lejanía un lugar que le acoja o al menos le socorra con diligencia. Atado bien fuerte el cordón de su hábito se mete las manos en las mangas y comienza a caminar sorteando los muertos y los charcos de sangre embarrada.

 


 


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