TRANSMUTACIÓN [Parte III] - Capítulo 23
Capítulo 23
“Guerras de
fe”
Edad Media. S XIII.
Shaftesbury, Inglaterra 1215
Los tres se encontraban ya en una de las almenas.
Habían hecho descender a todos los soldados y ocultarse tras los muros
artificiales creados con sacos de tierra, debajo de cualquier hueco, en cualquier
escondrijo. Aunque todos sabían que no importaba dónde se escondiesen, si
estaban al descubierto y no les alcanzaban los proyectiles no pasaba nada, pero
por muy bien escondidos que estuviesen, si una de esas enormes rocas les
alcanzaba, estarían muertos al instante. De lo que intentaban protegerse era de
cualquier tipo de explosión, de los escombros que levantaban los proyectiles al
chocar, por no hablar de que si impactaban sobre los caminos de ronda bien
podrían derribar parte de la muralla y crear todo un desastre. Ocultos en una
de las almenas, tras una pila de sacos de arena, observan en silencio como los
soldados enemigos colocan las catapultas en la posición que creen adecuada y
las cargan con proyectiles.
—Los primeros tiros son de cálculo. —Le dice Turner a
Ival, con una tranquilidad pasmosa. El templario no pierde de vista cada
movimiento que se esté ejecutando al otro lado de la muralla. El muchacho no
sabe a dónde mirar—. Lanzarán un par de proyectiles antes de encontrar la
posición con la que pueden hacer más daño. Y aún así, seguirán moviéndolas para
golpear diferentes partes.
—¿Hacia dónde quieren golpear?
—Suelen golpear las zonas más bajas de la muralla para
hacer boquetes por los que entrar y a la propia torre del castillo, donde saben
que se oculta el Varón y donde más daño material pueden hacer. Si la torre
centrar vence puede sepultarnos a la mitad de nosotros. ¿Comprendes?
—Perfectamente. —Dice el menor, con la voz quebrada
por el espanto—. Nosotros no tenemos catapultas, ni nada parecido. ¿Cómo
atacaremos?
—No atacaremos. Solo nos defenderemos. ¡Tenemos a un
mozalbete que por primera vez coge una espada! Eso da buena suerte.
—Cállate, estúpido. —Le espeta el templario al rubio
que rueda los ojos. El novicio entre ambos queda con la mirada fija en algún
punto del horizonte. De repente se oye un sonido quebrado, después un sonido
frío, como una brisa que rompe el espacio, y alzando el mentón, los tres ven
como una gran roca pasa por encima de ellos y sortea la muralla. Cae fuera de las
murallas del castillo y rompe en medio de la explanada de pasto.
—Dios bendito. —Musita el menor encogiéndose en sí
mismo—. Eso podría habernos matado.
—Puede que lo haga. —Suspira el rubio—. Será mejor que
nos escondamos dentro de la muralla. Ajustarán la trayectoria. Cuando se les
acabe la munición empezará la verdadera batalla.
…
Los sonidos se asemejaban a una tormenta fuera de
control, como el cielo cayendo sobre ellos con toda la fuerza que tuviese.
Igual que Dios, levantando la tierra con sus propias manos, o el diablo,
saliendo desde el infierno, cubriéndolo todo de terror y truenos. Las paredes
tiemblan, todo retumba y desde las juntas de los bloques de piedra caen
escombros, todo se zarandea y se retuerce. Escondidos en las escaleras de una
de las torres observan a través de un vano el desarrollo del ataque con
catapultas. Cuando las rocas caen a la otra punta del castillo se siente como
un gran estruendo impactando contra ellos, pero cuanto más cerca es el impacto,
ellos mismos se espantan por el sonido, como si les hubiese golpeado
directamente en el pecho. El corazón les palpita con fuerza y los impactos son
cada vez más certeros.
En uno de ellos el impacto cae sobre la almena sobre
la que están escondidos y sienten como parte de la piedra que les protege cae
sobre ellos, echa escombros. Ellos se limitan a cubrirse con los brazos la
cabeza y soltar alaridos de pánico al imaginarse sepultados. El templario
agarra al novicio y cubre su cabeza con sus manos mientas se encoge, esperando
a que pase el temblor.
—Van a tirarnos la torre encima. —Llora el novicio
mientras se esconde bajo los brazos del mayor y nadie contesta a sus palabras
más que con quejidos. La lluvia de cañonazos se detiene con un último estallido
y por unos instantes todo queda en un silencio que anuncia el fin de la caída
de proyectiles. Las cabezas se alzan hacia el silencio, los mentones se yerguen
y todos miran hacia el cielo, y en verdad hacia ninguna parte en concreto. Las
personas también se mantienen calladas, quietas y con los corazones palpitando
fuerte. Tanto como los cañonazos.
—¡Han abierto una apertura en la muralla! —Se oye
desde el exterior. Los soldados se ponen manos a la obra para cubrir cuanto
antes el hueco con el fin de que no se cuelen los enemigos mientras los arqueros
suben a las almenas y los caminos de paso para retrasar a los atacantes con sus
flechas. Turner sube corriendo las escaleras donde estaban guarecidos y el
templario y el novicio bajan en dirección al patio de armas para rodearlo y
quedar de frente con el hueco que se ha abierto en la muralla.
El exterior es devastador. Ya incluso sin la luz del
alba pueden distinguirse todos los desperfectos del castillo, la cantidad de
losas y bloques de piedra que se han desprendido desde las partes más altas de la
construcción y han llegado hasta el patio, hacia las partes bajas del castillo.
En alguna parte se ha extendido un pequeño incendio que presto un par de
soldados se disponen a apagarlo con varios cubos de agua. Las grandes rocas que
se han usado como proyectiles aparecen medio hundidas en el terreno y en la
construcción como si hubiesen salido durante la noche, como hongos germinados
espontáneamente, dejando tras su crecimiento una devastadora imagen de ruina.
El joven se barrunta que nadie quedará para reconstruir el castillo e
inútilmente se han arremolinado alrededor del boquete en la muralla para
intentar sellarlo, cuando llegan ya corriendo las masas de soldados invasores.
Se les oye acercarse con grandes zancadas y mientras cuatro o cinco soldados se
arriesgan a entorpecer el paso de estos con sacos de arena colocados alrededor
de la apertura, el resto se dispersan, armas en mano, intentando ponerse en
posición de combate.
—No te separes de mí. —Le dice el templario, sujetando
al menor por el hombro y resguardándolo detrás de él.
El menor desenvaina su espada y con ella firmemente
sujeta solo se le pasa por la mente la pregunta de por qué el Varón no está con
ellos y piensa en la macabra idea de que si al menos él sobrevive, subirá
expresamente hasta la capilla privada para matar al Varón con sus propias
manos. Al fondo las llamas se hacen más evidentes, el olor de pasto quemado
comienza a rodearles y el humo se alza como una columna por el aire, si no son
los vikingos será el fuego el que los consuma.
—Cuidaré de ti. —Le repite el mayor.
—No te preocupes por mí. —Suspira este, cuando siente
como están a punto de comenzar a escalar los escombros de la muralla—. Tú
intenta sobrevivir. Yo haré otro tanto.
Al finalizar esas palabras consigue ver la primera
cabeza asomando a través de los escombros. Una cabeza valiente, la más valiente
o tal vez temeraria de todas, la primera que cortan, y cae con un chorro de
sangre por cada uno de los peldaños de escombros que hay a los pies del cuerpo
muerto. El siguiente soldado sigue la misma suerte, pero el tercero consigue
esquivar el hachazo y se hace espacio con su espada, abriendo el camino a los
compañeros que trae detrás. Los arqueros desde las almenas han disparado las
flechas y se han llevado a más de un tercio de todos los soldados que corrían
desbocados hacia la apertura en la muralla, pero no son suficientes. Un
centenar de soldados consigue entrar a través del hueco de la muralla y una vez
entretienen a la mayoría de guerreros dentro de las murallas, se disputa una
lucha de fuerza, no de estrategia.
Las espadas se alzan una vez, brillantes limpias y
afiladas. Cuando vuelven a alzarse ya están ensangrentadas. Los cuerpos
mutilados, dañados y cortados caen al suelo con estrépito y gritos de agonía.
Las hachas vuelan y de vez en cuando una flecha corta el aire hundiéndose en
alguna espalda enemiga. Las nubes comienzan a descargar una llovizna fina como
el polvo, y cubre todo de un velo húmedo haciendo brillar los rostros y limpiar
las armaduras. Sin embargo la tierra pronto se tornará barro y poco a poco los
pies se hundirán, la guerra se volverá fangosa. Todo se volverá un caos.
El novicio siente alzarse un hacha a su lado, que cae
a plomo a punto de rebanarle una oreja. Se retira y cae al suelo, asustado y
aún con la espada en mano consigue defenderse, parando o esquivando los
hachazos que poco a poco se ciernen sobre él. Rápido consigue ponerse en pie y
blandir su espada, mucho más ligera de lo que recordaba, cortando el brazo del
hombre, y haciéndolo retroceder. Solo ha sido una pequeña laceración pero ha
soltado su arma, que recoge Ival con una dulce sensación de victoria. El hombre
retrocede pero con una expresión de suficiencia. El novicio se vuelve para encontrarse
a otro soldado con la espada en alto. Con el hacha lo repele y del impulso la
lanza lejos. Sigue defendiéndose con su espada pero el primero le sorprende por
la espalda y le rodea el cuello con un brazo. Pierde fuerza en la mano y
mientras observa cómo el hombre frente a él va a blandir su espada para
cortarle en dos, un pequeño cuchillo le rebana el cuello manchando el rostro
del novicio de sangre. El soldado que le sujeta le suelta impulsándolo hacia
delante y el templario lo recoge en sus brazos.
—Te he dicho que no te separes. —Le recuerda mientras
lo incorpora de nuevo y este desenvaina su espada—. Si vuelvo a perderte de
vista comenzaré a buscar entre los muertos.
—Lloverá a cántaros. Esto será un lodazal.
—Pelearemos como cerdos entonces.
—Mejor eso que como hombres. —El novicio sujeta con
fuerza su espada y señala con la mirada dos hombres que han conseguido esquivar
al resto de soldados y se dirigen hacia las puertas del castillo, con intención
de adentrarse dentro y sorprender al varón.
—Vayamos tras ellos. —Propone el templario y
haciéndose paso entre el resto de guerreros consiguen adentrarse en el palacio
y seguir el ruido de las pisadas de los enemigos. Los siguen a través de las
escaleras y poco a poco se acercan intentando hacer el menor ruido posible. Los
enemigos están despistados y en vez de dirigirse a la capilla se desvían hasta
uno de los pasillos de las últimas plantas. Cuando estos son conscientes de que
se han perdido o de que deberían haber seguido ascendiendo por las escaleras hasta
llegar al último piso, se voltean para encontrarse de frente con el templario y
el novicio que les han alcanzado, cerrándoles el camino a las escaleras.
Pero son soldados, hombres entrenados, no campesinos,
y presentan batalla empuñando con fuerza sus espadas e interponiéndolas entre
ellos y los recién llegados. El templario echa atrás al novicio y es el primero
en atacar, intentando en todo lo posible que el novicio no tenga que llegar a
luchar con ninguno de los dos. Eduardo los entretiene, empuja a uno mientras se
enfrenta al otro y cuando el primero se ha puesto en pie se interpone en medio,
dejando al menor atrás. Ival se intenta preparar para un posible ataque que no
se produce y mientras ve como el mayor acapara la atención de los dos enemigos
con suficiente holgura, se desanima. Aún así no pierde la tensión del momento y
está atento a cada acción, cada movimiento por si debe intervenir en cualquier
instante.
Un grito reverbera de repente a través de los pasillo,
el templario suelta la espada y se lleva una mano al brazo derecho, de donde
brota una fina línea de sangre que se escurre entre sus dedos. Tiran al mayor
al suelo de un empujón y antes de poder levantarse el menor ha interpuesto su
espada entre el mayor y los enemigos. Se cuela en medio y blande sin destreza
la espada, con la suficiente fuerza como para que los dos retrocedan. Se miran,
se sonríen y consiguen discernir a un campesino cualquiera debajo de las ropas
de un militar. Ival tiembla al sentir la mirada de ambos sobre él, de esa manera
tan desagradable y condenatoria. Solo uno de ellos avanza, convencido de que
será más que suficiente ataque para la defensa que el joven mostrará. Chocan
espadas mientras el mayor se hace de nuevo con su arma y se pone en pie
evitando sujetarse el brazo.
Desde fuera llega un estallido, una explosión y el
brillo del fuego llena la luz que entra desde los pequeños vanos. El rostro de
todos se tiñe con pinceladas anaranjadas y el temblor de las llamas llena de
luces y sombras los espacios. A lo lejos se perciben unas trompetas y los dos
enemigos alzan el rostro en busca de que les llegue ese sonido. Retirada. Se
retiran.
—¡No vamos a irnos sin llevarle al rey la cabeza del
varón! —Dice uno de ellos en dirección a su compañero, que se intenta zafar del
templario. No dice nada pero parece de acuerdo con su orden.
Uno de ellos consigue desarmar al menor, arrojando su
espada lejos de un puntapié una vez cayó al suelo. Ival se plantea retroceder
una vez ya le han sujetado por el brazo y le vuelve de espaldas, pasando su
brazo alrededor del pecho y sujetando en su cuello el filo de una espada.
—¡Ríndete, templario! ¡O lo degüello aquí mismo! —El
menor aún con la espada al cuello niega con el rostro en dirección al mayor,
pidiéndole que continúe luchando pero el mayor se detiene, aún con la mano en
la espada y el enemigo le pone el filo de la suya apuntando directamente a su
pecho.
—¡Sigue luchando! ¡No te rindas!
—Ya basta. —Sentencia el hombre que tiene sujeto al
menor—. Rendíos y se os perdonará la vida.
—Me rindo…
—¡Cobarde! —Le grita Ival mientras sujeta el filo de
la espada que tiene al cuello con su mano izquierda y con la derecha extrae el
puñal atado al cinto, hundiendo la hoja dentro del costado del hombro detrás de
él. Al retirar la espada le corta la palma de la mano pero es un corte tan
rápido que apenas si lo nota. El hombre cae al suelo con una aguda punzada de
dolor en el vientre y el menor se vuelve, para desarmar al enemigo con una
patada en la muñeca. La espada sale disparada y el joven cae sobre el hombre,
hundiendo de nuevo el cuchillo sobre el pecho de este. La sangre se acumula en
los pulmones del hombre y brota a través de su boca y nariz, retorciéndose
durante unos segundos en una agonía sangrienta. Cuando ha muerto el joven se
levanta para ver al mayor rematar al otro enemigo, tumbado en el suelo y con la
espada del mayor clavada sobre su espalda, firme, como un estandarte. Como un
mástil a punto de levantar una bandera.
—Eso ha sido innecesario. —Le espeta el mayor con el
aliento entrecortado mientras desclava la espada y la limpia con su túnica.
—¿Acaso lo tenías todo bajo control? —Pregunta Ival
con sorna—. ¿Cómo se te ocurre rendirte así? ¿Solo por mí?
—No hablo de eso. —Señala con la mirada el cuerpo
detrás del joven—. Te has encelado con él cuando ya estaba herido de muerte.
—Que inapropiado que seas tú quien me lo haga ver.
Desde fuera se advierte el tumulto y el ajetreo de los
trabajadores y soldados yendo de un lado a otro, despejando las zonas de
muertos, yendo a por cubos de agua para el incendio, rematando a los enemigos
que aún quedan en pie. Se oyen los lamentos y quejidos, los gritos de auxilio y
las órdenes, pero para todo ello solo hay oídos sordos. El templario y el
novicio se acercan a uno de los vanos y echan un vistazo fuera. Las
caballerizas están en llamas y los animales salen despavoridos. Algo ha
explotado en las cocinas que estaban cercanas distribuyendo el fuego por
doquier. Rápido, las gentes se apresuran a portar cubos de agua para apagar el
incendio pero todo parece insuficiente.
—¿Crees que nos matará el fuego?
—No. —Sentencia el mayor mientras envaina de nuevo su
espada—. Otra cosa nos matará, pero no el fuego. Si la cosa se pone fea,
siempre podemos salir de aquí.
—Entonces serán las espadas de los enemigos las que nos
den alcance.
—¿Ves? No será el fuego.
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