TRANSMUTACIÓN [Parte III] - Capítulo 22
Capítulo 22
“Guerras de
fe”
Edad Media. S XIII.
Shaftesbury, Inglaterra 1215
La noche es intensa, densa y profunda. El cielo está
cubierto y no hay una sola estrella en el cielo, ni siquiera luna. Se acercan
las cuatro de la mañana pero el cielo está tan oscuro que no parece que el
amanecer vaya a despuntar. El ajetreo es general, incluso en el más pequeño
rincón puede oírse el rumor de las personas yendo y viniendo, cargando con
sacos y armas. Colgándose las armaduras y sujetando las bayonetas. Los arqueros
ya se dirigen a las almenas más altas y el Varón y su familia se han refugiado
en la capilla privada para rezar por la victoria de sus tropas. O para esperar
la muerte, lo mismo da.
El novicio se encamina escaleras arriba a través de
gruesas paredes de piedra húmeda y fría hasta una de las salidas en lo alto de
una de las almenas. La luz le ha guiado, pues todas las almenas disponen de
antorchas de aceite y están prendidas con intensidad. Apenas hay viento por lo
que las llamas crecen altas y tranquilas. La luz le lleva a salir por una
puertecita de reja metálica y se queda mirando alrededor. Huele a humedad, y
las nubes no parecen querer abandonar la explanada, por lo que lloverá. El
muchacho se queda mirando unos minutos hacia el cielo donde no logra ver nada
más que oscuridad e inmensidad. Unas voces le ponen en alerta y descubre en uno
de los caminos de ronda, fuera de la almena, al templario y varios de los
soldados, recibiendo indicaciones de éste.
Queda unos segundos mirando desde lejos la escena: la
luz de una antorcha les indica algo en algún punto en la explanada fuera de las
murallas y después, unas cuantas indicaciones de ataque. Está instruyendo a los
arqueros para el primer ataque por aire. Los arqueros quedan en silencio y de
vez en cuando asienten, convencidos de las palabras del templario. Desde la
distancia el novicio lo observa todo con media sonrisa y los ojos bien
abiertos. Cuando el templario termina de dar las órdenes el novicio aparece
ajustándose el chaleco de cuero sobre la cota de malla que se ha puesto. El
templario se vuelve al sonido de sus pasos y cuando se encuentran las miradas
el mayor le devuelve una sonrisa llena de gratitud. Los arqueros desaparecen,
distribuyéndose a lo largo del camino, mientras el templario se acerca al menor
y le sujeta por los hombros, a punto de zarandearle.
—¡Sabía que te quedarías!
—No tengo espada. Y no sé usar el arco. —Le espeta el
menor con una expresión aún poco convencida, pero en la sonrisa del mayor puede
ver que ya no tiene más remedio que quedarse—. No seré de mucha ayuda.
—Yo haré que te proporcionen una espada. —Contrae sus
manos sobre los hombros del menor y este alza la mirada hacia el mayor—. No
tienes de qué preocuparte. Al amanecer, comenzará el ataque.
—Hoy no parece que vaya a amanecer.
—Tendremos guerra igual. —Dice el mayor y desviando la
mirada la dirigió hacia la explanada de tierra delante de la muralla del
castillo, una explanada repleta de soldados ocultos en la oscuridad solo
iluminados por las diferentes antorchas que se yerguen en medio del campo,
iluminando las cabezas de los soldados, las tiendas de campaña, lo caballos
desbocados y todos y cada uno de los reflejos de las llamas en las armaduras de
los guerreros. También se distinguen al fondo las grandes construcciones de las
catapultas y a medida que va distinguiendo rostros y figuras, aumenta el sonido
que emiten, creando una fuerza inmensa de unidad. El joven tiembla, se contrae
y suelta un gemido ahogado por la impresión que le suscita la realidad más
inmediata. Su rostro se vuelve, sujeto por las manos del mayor para regresar su
mirada a los ojos del templario.
—Tranquilo. Mírame. No pasa nada. ¿Me oyes? Yo voy a
estar a tu lado,
—Son cientos… —Murmura el menor desviando la mirada
constantemente hacia la horda de atacantes.
—Si no amanece, tanto mejor. Así no distinguiremos a
los vikingos de los ingleses. ¿Ves que bien?
—¿El rey está allí, entre ellos?
—Sí. Junto a las catapultas.
—No alcanzo a verlo.
—No tienes por qué verlo. Él no intervendrá. Sería muy
arriesgado.
—¿Dónde lucharemos? ¿Qué haremos nosotros? ¿Qué puedo
hacer yo?
—Primero atacarán con las catapultas, a lo que
nosotros solo debemos resistir, procurar que haya las menos bajas posibles y
después volver a las almenas. Intentarán escalar por la muralla, nosotros
debemos contenerlos. Primero con arcos y después con espadas. Si consiguen
llegar al castillo y matar al varón, estamos perdidos.
—Entiendo. —Dice el muchacho mientras se ciñe mejor el
chaleco de cuero y el mayor le devuelve una mirada divertida—. Aún estáis a
tiempo de huir
—Aún estáis a tiempo de huir conmigo. —Le devuelve el
menor una expresión juguetona, a lo que le mayor le retira la mirada y vuelve a
dirigirla hacia el campo. Su expresión se ensombrece y suelta un largo suspiro.
El menor reafirma su postura—. Dadme una espada. Ligera, si puedo elegir. Y un
puñal.
—¿Os las apañaréis con eso?
—Supongo.
—¿Habéis luchado alguna vez?
—Nunca. ¡Jamás he matado a nadie!
—La primera vez no será fácil. Será mucho más sencillo
si simplemente lo veis como una defensa. Así de simple.
El novicio arruga la nariz pero no tiene nada que decir
al respecto, y al menos es de agradecer que el mayor sea comprensivo para con
él.
—Desde que habéis aparecido en mi vida la habéis
llenado de caos y destrucción. ¿Sois así con todo el mundo, o solo conmigo?
—Solo con vos.
—Mi vida antes era tranquila, pacífica, equilibrada y
noble. Me habéis llenado de podredumbre y sangre. Habéis amenazado mi vida unas
cuantas veces, otras tantas me habéis humillado y golpeado. De aquí en
adelante, empeorará. ¿Verdad?
—Así es, hermano.
Unos pasos agitados llegan desde la almena,
apresurados, con el repiqueteo de las cadenas y las argollas de una cota de
malla golpeando.
—¡Templario! —La voz resuena por todo el camino de
ronda, haciendo que ambos se vuelvan hacia la voz, desde el mismo lugar en que
el joven había llegado. La voz era más emocionada que preocupada y aunque el
primer impulso de nuestros protagonistas fue volverse, tensos y angustiados, la
expresión del soldado que llegaba a prisa les relajó lo suficiente como para
recibir a aquel de una forma más tranquila.
—¿Qué ha ocurrido? —Se predispuso el templario. Nadie
llegaba agitado de aquella manera si no hubiese ocurrido algo desagradable.
—Ha llegado un jinete desde la puerta trasera. Ha
pedido vuestra atención. Os espera en las caballerizas.
—Estoy instruyendo a los arqueros. ¿No puede subir
aquí? ¿Quién ha llegado? Si es un forastero decidle que estamos a punto de
iniciar la batalla, y que si quiere alojamiento no es el mejor momento.
—Bajad. —Le insiste el soldado con media sonrisa y una
expresión que puso al templario en un estado de nervios poco aconsejable—. Os
está esperando en las caballerizas.
—Venid conmigo. —Le pide el templario al menor
empujándole desde su hombro hacia adelante. El soldado desaparece una vez se
interna dentro de la almena y ambos dos protagonistas bajan al trote las
escaleras esquivando los soldados que suben en dirección contraria y a todos
con los que se cruzan por el patio. El sonido de los pasos del templario son
fuertes y amenazantes, mientras que el menor le sigue a grandes zancadas sin
perder de vista el cuerpo del mayor que pierde de vez en cuando entre las
sombras y el resplandor de las antorchas con las que se van cruzando.
El patio es extenso y cruzarlo para llegar a las
caballerizas se hace toda una odisea, esquivando a los que van corriendo de un
lado a otro y los que se han arrodillado en medio del césped a rezar. El patio
de armas está en pleno auge, el apogeo de personas es increíble y todos hacen
algo, con los trajes de batalla puestos, afilando espadas, afilando hachas,
calculando los puntos de la estrategia y señalando a un lado y a otro en una
futura batalla imaginaria, inmediata.
—Estos… ¿De dónde han salido? —Se pregunta el mayor
señalando a un grupo de unos cincuenta hombres, vestidos de campo, a los que se
les está proporcionando armaduras y cotas de malla. Se les reparten espadas y
cuchillos bajo la atenta mirada de uno de los oficiales que poco a poco cuenta
y distribuye los enseres.
—No los había visto antes. —Secunda el menor mientras
sigue la mirada del mayor, escrutando con cautela y curiosidad a esos
campesinos que ahora se han convertido en soldados—. ¿Deberíamos informar al
Varón de que han llegado nuevos...?
—El varón no recibirá a nadie. A menos que ese alguien
le lleve la cabeza del rey. En cuyo caso probablemente salga de su capilla para
echarse sobre los hombros la victoria.
—Al menos para que sepa que hemos conseguido más
soldados y aumente su confianza en la victoria… —El templario ignora al
muchacho, no solo porque no desea dar una verdadera respuesta a sus palabras
sino porque acaban de entrar en las caballerizas y se disponen a presentarse
ante el recién llegado.
—¡El que acaba de llegar! ¡Que salga a presentarse!
—Grita en dirección a las cuadras, donde algunos caballos reposan y otras
permanecen vacías—. ¿Eres tú el que ha traído a media centena de hombres a
morir? ¡Insensato! —Una de las puertas de las cuadras se abre, y por ella
aparece un muchacho rubio que se retira de la cabeza la cota de malla dejando
al descubierto el rostro, y aunque en medio de tinieblas sonríe, la cicatriz en
su mejilla le delata. El templario enmudece y el rubio se sonríe un más por
haber dejado al mayor sin habla—. ¡Tú! —Le señala el mayor con la espada,
amenazante, sin embargo el rubio no se amedrenta—. ¡Rufián, tira flechas! Serás
truhán, desgraciado…
—Yo también me alegro de veros, Eduardo. —Suspira el
menor con el ceño fruncido y las manos en las caderas, soltando una bocanada de
aire por el agotamiento del trote a caballo.
—¡Turner! —Exclama el menor que se deja ver por el
costado del templario, sonriendo y con una expresión de júbilo y confianza. El
arquero le distingue a medias a pesar de encontrase vestido para la batalla y
suelta una carcajada por el atuendo.
—¡Os habéis hecho con un nuevo compañero, templario!
Ya sabía yo que le habíais cogido cariño. —El rubio abre los brazos y con un
empujón el novicio hace a un lado al templario para recogerse en los brazos de
Turner. Este le rodea con fuerza y le acaricia el cabello, sonriéndose.
—¿Por qué habéis vuelto? Esto será una masacre.
—¡Y perdérmela! ¡Eso ni pensarlo! —Sus ojos se dirigen
al templario que desde la distancia le mira con una expresión cargada de furia
y recelo. Cuando se suelta del novicio se dirige al mayor y con altanería levanta
el mentón—. Y ahora indicadme donde están los arqueros, yo seré quien los
comande.
—¿De dónde has sacado a estos hombres?
—Poblaciones cercanas, devastadas, muy a mi pesar, por
nosotros mismos. Hombres sin más futuro que la guerra, y la muerte. Son condenados,
así que los he traído con el resto de nosotros. No son muchos, pero seguro que
más de los que el Varón hubiera podido traer. Algo es algo. Si no ganamos, al
menos les daremos a estos hombres una muerte más digna que borrachos, en la
esquina de una taberna, apaleados porque no tienen una sola libra con la que
pagar el ron. —El rubio suspira—. Llevadme a las almenas, presentadme y
comandaré a los arqueros.
—Eres un bellaco, un pícaro y un golfo. —Le escupe el
templario con el rostro contraído en una mueca fastidiada. La mano del mayor
cae sobre el hombro del rubio y con un fuerte apretón acaba empujándolo contra
sí mismo, abrazándolo con fuerza. El menor se deja hacer y entre carcajadas le
pide que no apriete tanto—. ¡Qué insensato eres!
—Dadme una espada, Eduardo. —Le pide de nuevo el
menor—. Dadme una espada. La batalla empezará pronto.
Ambos se giran hacia el menor y le acompañan afuera,
donde los soldados reparten armaduras y armas entre los campesinos que acaban
de llegar. Se adueñan de una espada ligera y un pequeño puñal que el novicio se
pone en el cinto. La espada la blandea un par de veces y conforme con ella,
aunque tembloroso e inseguro consigue hacerse a la idea de que ella será lo
único que pueda protegerle de la muerte. Es su único objetivo, protegerse, sin
tener que atacar.
—Con un templario y un novicio armados tenemos de
nuestra mano la voluntad de Dios. —Se sonríe el arquero pero el templario niega
con el rostro y el novicio baja la mirada, contrariado.
—Mucho me temo que Dios hace días que nos ha
abandonado. Solo regresará cuando la guerra haya terminado, para condenar
nuestras almas al infierno y devolverle la corona al rey.
—Entonces debemos matar al rey. —Suspira el arquero—.
Al parecer a los reyes solo se les destrona con la muerte, nunca por voluntad
propia.
—¡Templario! —Grita un oficial desde una de las
almenas—. Están preparando las catapultas.
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