TRANSMUTACIÓN [Parte III] - Capítulo 21

 

Capítulo 21

“Escondidos en las trincheras”

Bélgica, 1915 (Primera Guerra Mundial).

 

Madre, hace días que he perdido la cuenta del paso del tiempo. Creo que fue hace días cuando surgió por primera vez en mí la duda del tiempo transcurrido. Tal vez hace menos. O tal vez más. A veces durante el día está el cielo tan encapotado por culpa del polvo, que se me hace imposible distinguir la salida o la caída del sol. Y otros días creo que ni siquiera llega a salir. Unas densas y negras nubes cubren el techo celeste con serias amenazas de tormenta. Esos son los peores días. A veces las noches pasan tan ajetreadas como el propio día, y sin darme cuenta, entre el paso de los soldados y los turnos a pie de la trinchera acabo por darme cuenta de que el día comienza de nuevo como si aquella noche no hubiese sido más que un receso entre las horas de luz, o un pequeño descanso entre día y día. Una siesta, una pequeña cabezada. Nadie descansa últimamente, desde que los franceses han incorporado a sus tropas al ejército inglés nosotros nos vemos ahogados en nuestras ratoneras.

Ha estado lloviendo mucho estos últimos días y el agua ha anegado varias zonas de las trincheras, desplazando las familias de ratas que nos acompañan hacia las únicas zonas habilitadas. Por culpa del retraso en los arreglos de algunas partes del fuerte nos hemos quedado sin ellos. Tal vez la lluvia se los hubiese tragado igual. Están empezando a aumentar los casos de gripes y fiebres entre los compañeros y aún a riesgo de contagiar a todo el pelotón el coronel ha decidido que mientras nos tengamos en pie y podamos sujetar el arma estamos capacitados para seguir adelante. Lo único que me anima y me da esperanzas para continuar es saber que el bando contrario, al otro lado de esta tierra de nadie llena de alambradas y bombas no detonadas, los franceses e ingleses, se encuentran en las mismas circunstancias. Por culpa de las lluvias y las inundaciones en la parte norte, muchos de los soldados se han desplazado a nuestra zona y ahora compartimos las habitaciones con ellos. Con suerte entramos medio enlatados, pero aún cabemos dentro. En unas semanas, según nos advirtieron, mandarán refuerzos. Entonces sí que no cabremos. Entre los soldados y las ratas nos ahogaremos en nuestra propia muerte.

Créame, madre, cuando le digo que lo mejor de esta situación es cuando puedo escapar de los caminos principales de la trinchera y ascender hasta los puntos de ataque para disparar contra los enemigos. No por ellos, sino por escabullirme del tránsito de personas por encima del lodo y el barro. La trinchera se ha llenado de charcos con ratas muertas. ¡Mal augurio, eso de ver ratas muertas! Antes esperaría que fuesen mis compañeros los que cayesen desfallecidos al barro. Mis pies están siempre encharcados. A muchos nos han salido úlceras y sarpullidos en las piernas y no hay un solo soldado que no tenga hongos por culpa de la humedad. La mitad de nosotros padecemos fuertes dolores de estómago a menudo no solo por la mala alimentación que nos están dando, sino por lo tóxico de los gases mostaza que nos descompone el cuerpo y nos pone el estómago del revés.

Cuando traen cartas de familiares y presentes de conocidos todo parece amenizarse un poco. Siempre espero entre esas cartas una tuya, madre, pero ninguna es para mí. Los soldados se vuelven niños, si es que en algún momento fueron adultos, y se olvidan momentáneamente de que estamos en medio de una guerra, de que nosotros somos carne de cañón y de que si no nos mata el enemigo suerte tendremos si sobrevivimos a la gripe o a las ratas. Pero es necesario, lo sé. Lo entiendo. Cuando llegan nuevos suministros de tabaco son mejor recibidos que los guisos a medio día y cuando las cartas de los familiares traen buenas nuevas todo parece una fiesta llena de esperanza e inocencia. Cuando un soldado se entera de que su hijo al que dejó en el vientre de su madre ha nacido, o cuando una pequeña batalla se ha logrado en algún punto lejos de nuestra patria, incluso cuando se acercan por correo proposiciones de matrimonio, todo es una fiesta. Todos nos alegramos por esos pequeños afortunados como si sintiésemos nosotros también la alegría. Todo por no ser partícipes de la pena que nos consume poco a poco. Cuando llegan fotos de mujeres todos las vemos, cuando alguien recibe galletas o pasteles todos comemos de ellos. Ha llegado un punto, madre, en que las vidas de todos son nuestras, todos participamos de las vidas de los demás como una unidad inseparable y si alguien sufre una pérdida, todos lloramos. No por él, sino por el dolor que nosotros mismos sentimos, por nuestras causas personales. Una oportunidad para reír nunca está de más, pero las oportunidades para llorar y deprimirnos, las cogemos al vuelo. No se nos escapa una.

En una de esas pequeñas fiestas, como pausa a una mañana llena de ataques por parte del enemigo y después de que se llevasen los muertos y despejasen las zonas principales de tránsito, llegó un cargamento con comida en conserva y algunos dulces. ¡El chocolate! Aunque solo fuese degustar media onza de chocolate negro a todos nos subía el ánimo hasta el punto en que deseábamos salir en plena batalla a tierra de nadie contra el enemigo. Algunos bramaban por ello, lo pregonaban henchidos de valor. El superior debió oír aquello y ocurrírsele una idea. Esto sucedió esta misma tarde. Mañana partiremos contra el enemigo. Por eso te escribo esta carta, madre, a prisa e iluminado con las pequeñas linternas de las que disponemos. El papel está algo húmedo y la pluma no escribe bien. No importa. De cualquier manera no te llegará.

A finales de 1914 me reclutaron y me mandaron directamente, junto con mi unidad, a esta trinchera. Allí, mientras nos daban los uniformes y nos subían a camiones como ganado con destino al matadero, conocí a quien ha sido un compañero inseparable desde estos meses que estoy aquí encerrado. Un soldado cuya única falta para ser reclutado fue la de ser un delincuente. No es poca, pero suficiente para verse las caras con la muerte tan temprano. Más joven que yo pero de mi misma altura, con el cabello corto y rubio y los ojos azules. El ojo, porque el otro lo ha tenido siempre cubierto con un parche de tela y una cicatriz asomando de cada extremo de esta. “¿Tu no vendrás de la guerra? Le pregunté cuando nos conocimos. “No, me dirijo a ella. Los defectos que me ves —señalándose el ojo— son de fábrica”. Nunca me dijo su verdadero nombre y como todos en el pelotón, incluso el superior, le llamaba “Flechas” por unas cicatrices en el brazo en forma de flechas, nadie se dirigió a él de otra manera. Su historial delictivo no le permitiría subir de rango y lo más probable es que muera en esta guerra, por lo que no necesitamos saber más que su apodo.

Las cartas llegaron, junto con el correo, y algunas cajas de madera rellenas de dulces o chocolate. Se formó un barullo generalizado, y como ni Flechas ni yo íbamos a recibir correo nos pusimos a un lado mientras rezábamos en silencio porque nos llegase alguna pequeña porción del chocolate o algunas migas de los dulces. Un muchacho mucho más joven que nosotros llevó la caja con las onzas de chocolate por todas partes y cuando llegó hasta nosotros nos la ofreció con toda una sonrisa de felicidad. Parecía más contento en darnos a nosotros el chocolate que en comérselo él.

—Si fuera yo, —dijo Flechas—, saldría corriendo con la caja de chocolates al otro lado de tierra de nadie. Seguro que por esa caja paran la guerra. —Mordió su onza de chocolate y puso los ojos en blanco.

—Se te pondrá dura con ese chocolate. —Le dijo uno de nuestros compañeros, con dos cartas y una postal bajo el brazo. Yo me reí del comentario mientras Flechas fingía el sonido de un orgasmo.

—¿Te han escrito tus padres? —Pregunté yo.

—Mi novia. —Me corrigió él mientras nos enseñaba una foto que ella le había mandado con una dedicatoria en el reverso. Solo nos enseño la imagen. Una chica rubia con el pelo recogido en una trenza y los labios pintados de carmín oscuro. Sus ojos parecían vivos pero su expresión denotaba que no era más que una campesina que se tostaba al sol varias horas al día.

—Que preciosidad. —Soltó Flechas con una expresión aún más lujuriosa que mientras masticaba el chocolate. Yo seguí riéndome pero nuestro compañero le dio un empujón, ofendido. Yo los separé mientras aún seguía desternillándome.

—Solo yo puedo pensar así de ella. —Se defendió él y me apartó de un empujón. Por culpa de la risa yo perdí toda fuerza y equilibrio, dando un traspié y tropezando con algo a mi espalda. Me llevé a alguien conmigo al suelo y cuando escuché como las risas y murmullos de todos desaparecían, quedándose en silencio, me recorrió un escalofrío desde las piernas hasta la cabeza. El cuerpo detrás de mí, que por la caída, se había quedado a uno de mis costados, se removió para levantarse y cuando volví el rostro para mirarle y disculparme por el accidente palidecí y mi expresión debió tornarse lívida, como los de todos allí. El general, nuestro superior, me miraba desde aquella corta distancia con una expresión iracunda. Si bien me había odiado desde el momento en que habíamos entrado en la trinchera, yo no colaboraba para poner las cosas más fáciles. Aquel hombre tenía el don de sorprenderme en los momentos en que yo metía la pata, si bien se me había caído el fusil en alguna ocasión durante mi estancia allí, él estuvo delante. Si me tropezaba o golpeaba algún compañero por una tontería, él estaba allí para verlo. Su imagen de mí debía estar completamente desfigurada por los acontecimientos tan fortuitos que había presenciado. Y aquello me aterraba.

—¡Soldado Niels Müller! —Gritó mientras se levantaba y antes de que yo pudiera incorporarme me dio un puntapié en el costado que volvió a derribarme. Podía oír la risa de Flechas por ahí al fondo, escapando antes de que le reprendiesen a él también. Era un truhán de mucho cuidado. El muy bastardo.

—¡Lo siento mucho, general! —Grité, mientras miraba por encima de mi hombro para asegurarme de que podía levantarme sin recibir otro golpe. Esta vez cayó uno sobre mi cabeza, que me hizo volver el rostro hacia el barro. Todo el mundo se cuadró y quedaron mudos, de puro espanto.

—¡Ha sido culpa mía, general! —Salió en mi defensa el chico que nos había mostrado la foto de su novia. No sé si lo hizo por protegerme a mí o por buscar la opción de que le largasen de la trinchera. Cualquier lugar era mejor que este. Pero dado que este era el castigo supremo para cualquier hombre, la alternativa era la muerte. Yo ya lo sabía. Ninguno saldríamos de aquí con vida—. Intentó separar una pelea y yo le empujé. Ha sido un accidente. Lo siento mucho…

—Que el grupo Beta suba a los parapetos. —Dijo el general cortando la explicación del compañero. Ni deseaba oírla ni me libraría a mí del castigo. Sentí el peso de su pie sobre mi hombro, no me dejaría levantar hasta que hubiese terminado allí—. En unos minutos comenzaremos una nueva ofensiva. Los franceses han recibido un nuevo equipo de armamento y han cortado nuestras comunicaciones con la capital. Los teléfonos se han colapsado.

—¿Atacamos?

—En unos minutos. Primero formen. Suban al borde de la trinchera y esperen mi señal.

Ante aquello el pie que me presionaba el hombro se levantó y yo volví levemente el rostro. El general ya se había apartado unos metros de mí y yo me levanté a prisa, limpiándome el barro del uniforme y me dirigí a recoger mi fusil pero el general me detuvo sujetándome del cuello de la camisa del uniforme. Me zarandeó unos segundos y cuando le miré, él me ignoró con su mirada, pero se dirigió a mí.

—Tú no. Ve a tu refugio. —Refiriéndose a donde dormíamos—. El resto —gritó—. Súbanse a los escalones de fuego.

A mí me lanzó de un empujón hacia un lado y de camino a mi refugio fui chocándome con las personas que iban y venían con sus fusiles en las manos. La trinchera es tan estrecha que apenas cabemos dos personas una al lado de la otra a través del camino de tablones que hay a nuestros pies. Yo me hice a un lado hasta que pasaron la mayoría de las personas y cuando me interné en mi refugio me desplomé sentado en mi cama. Apenas eran un par de hierros con muelles y un colchón húmedo sobre él. Bueno, en realidad mi cama era la que estaba encima de mi cabeza, porque aquello estaba lleno de literas, si es que se les puede llamar así, y apenas había hueco para un par de personas de pie.

Cuando pasaron unos cuantos minutos el general apareció por la puerta, e inclinándose bajó las escaleras hasta dentro. Allí reinaba una negrura ocre bastante deprimente, pero era suficiente como para vernos los rostros y poder interpretar nuestras expresiones. Después de que entrase, yo me puse de pie saludándole como me habían enseñado a hacer con los superiores pero el negó con una mano y me indicó que me volviese a sentar. Yo estaba algo atemorizado por lo que pudiera salir de aquel encuentro pero él no parecía demasiado tenso o enfadado, como si lo que hubiera sucedido hacía unos momentos ya lo hubiese olvidado. Es más, con un resoplido se sentó en la cama delante de mí y nos quedamos allí los dos, sentados el uno delante del otro. A través de la tenue luz que entraba por la puerta de la trinchera podía distinguir sus facciones. Su nariz, su pelo castaño peinado hacia atrás, sus ojos grises atravesándome. Yo me pasé una mano por el cabello hacia atrás, pero unos cuantos de mis mechones rizados volvieron a caer descolocados por mi frente. Me dolía el lado de la cabeza donde me había golpeado y fruncí el ceño cuando me toqué allí.

—¿General? —Pregunté cuando me di cuenta de que él no parecía dispuesto a hablar. Esperaba algunas indicaciones o al menos una reprimenda por lo que había sucedido. Incluso pensé que podría matarme, pero no me asustaba más que la idea de que se quedase callado tanto tiempo, delante de mí.

Sin contestarme se sacó un paquetillo arrugado de color blanquecino del pantalón del uniforme y se metió un cigarrillo entre los labios. Me ofreció uno pero yo negué con las manos. Él se tomó su tiempo para encenderse el cigarrillo mientras se escuchaban los disparos fuera. Soltó una bocanada de humo que cubrió aquella luz ocre en una neblina amarillenta que nos rodeó en un instante. Parecía que era exactamente eso lo que buscaba, cubrirnos de niebla y no el saciar su sed de nicotina. La calada que le dio fue tan intensa que el cigarrillo brilló con un vivo tono rojizo. Como yo no sabía qué se esperaba de mí en esa situación puse mis brazos sobre mis rodillas y con una mano me atusé el incipiente bigote sobre mi labio superior.

—Mañana saldremos a tierra de nadie. —Dijo, más para sí mismo como un recordatorio, que una forma de comenzar una conversación.

—¿Allí fuera? —Pregunté. Los que salían allí para intentar llegar al otro lado no conseguían volver. Con suerte los tomaban como rehenes.

—Así es. —Dijo, asintiendo con rotundidad.

—Bien. —Dije, ¿qué otra cosa podría opinar al respecto? Yo no sabía de tácticas militares y mucho menos estaba en posición de contradecir a mi superior—. Espere… ¿Saldremos?

—Hum. —Asintió de nuevo.

—¿Usted también?

—No. —Musitó él con rotundidad—. Yo tengo que quedarme aquí. Ustedes saldrán. —Se corrigió.

—Ah. —Asentí, aquello me pareció más lógico aunque por un momento me hubiera gustado pensar que él se uniría a nosotros. Como los reyes de antaño que iban a las batallas. Yo bajé la mirada y en aquel instante me di cuenta de que estaba redactando mi sentencia de muerte y me la extendía, para que yo la firmase.

—Tú coordinarás parte del pelotón. Seréis 150 hombres. Tú coordinarás a 50 de ellos que avanzaréis a través de la parte norte…

—¿Yo? —Le pregunté mientras le lanzaba una mirada tan asombrada como asustada.

—Sí. —Dijo con rotundidad, obligándome a acatar aquello, me gustase o no.

—Claro. —Asentí.

—Bien.

Soltó otra calada del cigarrillo y entonces me miró a través de la niebla como una bestia acechando a su presa a través de la maleza. En ese momento deseé que saltase sobre mí y me devorase, para terminar con aquella situación cuanto antes, aunque el final fuese algo agónico. Bajé la mirada y también la cabeza. Me pasé las manos por la nuca. Él me estaba llevando a la muerte.

—¿Qué tienes ahí? —Preguntó y yo levanté la cabeza como por un resorte hacia él. Cuando caí en su mirada fui consciente de que tenía los ojos fijos en un punto detrás de mí, sobre mi cama. Allá arriba entre los hierros de mi cama había un pequeño libro encajado. Ajado, destrozado, con la mitad de la tapa arrancada y las hojas tan ojeadas que no recobraría su forma original. Se abría como un abanico sin tocarlo. Por eso estaba sujeto entre los hierros de la cama para que no se desplegase.

—Un libro, de poemas. —Musité y lo rescaté de su lugar. No pensé que fuera a reprenderme por poseerlos y como parecía más curioso que enfadado se lo extendí—. Son poemas de un tal Louÿe d’Aramitz. No tengo idea de quién es, pero sus poemas me gustaron. Mi padre lo trajo de París en uno de sus viajes. Dijo que se lo dio un conocido o que se lo robó a algún muchacho. Sabe Dios.

El general cogió el pequeño librillo y lo ojeó por todas partes. Leyó la pequeña introducción del comienzo y después pasó las páginas sin el mayor interés. Se detuvo en una de las páginas de donde extrajo una pequeña ramita de lavanda que levantó a la vista de ambos. Estaba aplastada y seca. Yo mismo la había metido allí durante el camino hacia la frontera.

—¿Entiendes el francés?

—Sí. —Dije, no muy seguro de que hubiese debido decirlo. Él no pareció tomarle demasiada importancia—. Soy de la frontera con Suiza y, bueno, mi padre lo hablaba con fluidez porque era de allí.

—¿Puedes leerme algún poema? —Me preguntó, extendiéndome el librillo—. Yo no sé.

—Claro. —Dije, sonriente y cuando rescaté el librillo de sus manos me asaltó la idea de que me dispararía, por sospechar de mí que podía ser un espía o cualquier locura similar. Pero no hizo nada. Se cruzó de brazos y esperó paciente a que yo leyese traducido alguno de los poemas.

 

Las ratas nos han rodeado.

Trompetas reclaman nuestra alma.

Corremos hacia campo abierto,

Se nos ha olvidado nuestra arma

 

El bosque que nos ha ocultado,

yace bajo la luna llena.

Golondrinas aúllan nuestro adiós,

nos hundimos bajo la arena

 

 

Cuando me detengo levanto la mirada para ver su expresión, pero no me encuentro con nada digno de recordar. Su mirada sigue igual de fría y su expresión no se ha dulcificado. Al contrario, puede que incluso se endureciese aún más porque distinguí sus labios fruncidos sobre el cigarrillo con una mueca pensativa.

—Qué poema tan oportuno. —Dijo con media sonrisa. Yo palidecí y releí el poema para mí mismo. Tragué en seco y él se levantó con algo de pesadez. Avanzó hasta ponerse frente a mí y se arrodilló, justo delante de mis piernas—. ¿Neil, tienes familiares, o amigos a los que les deba hacer llegar…?

—No. —Le corté y él levantó la mirada hacia mí, con sorpresa—. No tengo a nadie.

—Bien. —Suspiró él y estuvo a punto de darle una última calada al cigarrillo pero yo se lo quité de las manos y me lo llevé a los labios. Lo apuré y lo tiré a algún charco de agua cercano. Se apagó al instante.

—¿Qué crees que sucederá mañana?

—Saldréis a tierra de nadie. Te dispararán, pero no morirás al instante. Después me traerán tu cuerpo cuando todo termine. Lloraré tu muerte y cuando yo salga a vengarte, también yo moriré.

—¿Cómo lo sabes?

—¿Cómo no puedes saberlo tú? Desde el momento en que te vi, lo supe. “Este va a morir nada más que ponga un pie fuera de la trinchera. Maldito perro, me llevará con él al infierno”.

Yo no supe qué decir, y me quedé largo tiempo mirando al suelo entre nosotros. No había mucho espacio donde mirar así que dirigí mis ojos hacia mis pies, después a los suyos y por último los moví desesperado por no seguir manteniendo el contacto visual. Las palabras comenzaron a salir de mí sin permiso.

—Desde que estoy aquí he tratado de no pensarlo, pero se me ha pasado por la cabeza la idea de huir.

—¿Huir a donde?

—A cualquier sitio. Salir de la trinchera y correr hacia cualquier parte. Incluso hacia el enemigo.

—Pero no lo has hecho. —Dijo, con calma y seguridad. No le espantó mi confesión y tampoco parecía dispuesto a reprenderme por ello.

—No. —Negué con seguridad.

—¿Sabes por qué no lo has hecho? —Una vez me formuló la pregunta, si alguna vez supe la respuesta, en ese momento desapareció de mi mente—. Porque si escapases podrías obtener misericordia del enemigo, pero no de mí.

La simpleza con la que dijo aquello me dejó helado unos instantes y antes de querer o poder encontrar las palabras que contestasen a su tajante amenaza avanzó una mano hacia mí, y colocándola sobre mi nuca acercó nuestras frentes en un gesto que podría haber entendido entre integrantes de una tribu o un club secreto. Pero detrás del misticismo yo lo entendí. Entendí el valor de ese gesto. Juntó nuestras frentes unos instantes y nuestras respiraciones se entremezclaron. Me sentí mucho más aliviado al poder poseerle de esa manera, por unos segundos fue solamente mío y nuestras mentes se fusionaron, igual que nuestras respiraciones. Cuando se separó de mí, yo aún con el rostro paralizado en una mueca de sorpresa, él se levantó y se volvió hacia la salida.

—Llevaos ese libro de poemas que tenéis a tierra de nadie, metido dentro de la chaqueta. Tal vez os salve de alguna bala. Pero no tengáis muchas esperanzas.

—¿Recogeréis mi cadáver? —Pregunté, más consciente de la realidad que se avecinaba. Una realidad que había estado evitando formar en mi conciencia—. ¿Me daréis entierro?

—Prometo llorar vuestro cuerpo. —Suspiró—. Y después os iré a buscar al otro lado. Esperadme.

Con esas palabras se despidió. Madre, cuando yo llegue a tu lado, después de que salgamos a tierra de nadie, procura recoger en tu seno mi alma, me reconocerás, de seguro. Sé que me has estado esperando mucho tiempo, pero allá voy madre, no tendrás que aguardar más. Tengo miedo, y esta noche se me hace demasiado larga, escribo a la luz de una humilde vela a una madre que ya no contestaría mis cartas aunque las llegase a enviar. Escribo solo para hacerme a la idea de mi destino, ayudándome del papel y la tinta. aún así no creo lo que está sucediendo, y después de todas las esperanzas evaporadas a lo largo de estos últimos meses, no me queda más que la sumisión y la resignación a la muerte. Ya ni siquiera concibo la expectativa de un milagro ni tampoco la aparición de una deidad que nos salve. La realidad se ha vuelto tan gris y fría que todo lo demás parece sacado de un cuento de fantasía. Incluso los recuerdos del pasado, ya no parecen haber sucedido nunca. Todo ha terminado aquí. Pronto perderemos la guerra, y yo perderé la vida mañana. Tal vez la siguiente vida me trate mejor.

 


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