TRANSMUTACIÓN [Parte III] - Capítulo 1

 

Capítulo 1

 “Guerras de fe”

Edad Media. S XIII.

Shaftesbury, Inglaterra 1215

 

Gritos. Gritos que llegan de todas partes y se sumergen en cada uno de los rincones alrededor. El ajetreo producto del miedo y el constante alboroto inundando las calles. Puede sentirse el temblor que se produce desde el suelo en cada uno de los sillares del templo y cada uno de los alaridos de las madres con sus hijos muertos en brazos. La noche ha terminado y el día se alza con radiante esplendor de pánico y destrucción. La música que debiera anunciar el inicio de uno nuevo día se ha visto sustituida por la más horripilante alarma y las nubes despejadas se han convertido en fuego. La escena es apocalíptica, y nuestro protagonista apenas está a punto de descubrirla. Alarmado por el choque de hierros y el escándalo por los carros volcados alza el mentón, en busca del sonido que viene del exterior del monasterio. Se asusta al sentir ese temblor invadiéndole el cuerpo, producto del rugido del mundo exterior. Con más miedo que curiosidad sale de las celdas de los novicios y se encamina apresurado hacia el patio del monasterio, descubriendo como la luz se ha convertido en una llamarada de fuego que cubre todo el cielo y el patio parece arder en llamas solo por las nubes incendiarias que cruzan el cielo sobre el patio. Una bocanada de calor le sobrecoge.

Un librillo bajo su brazo se sujeta con los dedos apretados sobre él, hasta dejarse los nudillos blancos. El cabello revuelto y el cuerpo tembloroso. Su mirada vaga de un lado a otro buscando a alguno de sus superiores sin encontrar a nadie que le dé indicaciones o le informe de la situación. Todo el ruido del exterior es lo único que se percibe, y ya es más que suficiente. En ese instante, ese momento que pasa mirando el color candente del patio le palidece y sus labios enmudecen. No es capaz de entender qué está pasando pero una sola idea se le viene a la mente, una que toma fuerza frente a las demás como única posibilidad vivida por él, patente y verídica: el pueblo se incendia. El alboroto fuera es mayúsculo y las hojas caídas a principios de otoño se cubren de la llamarada que cruza el cielo con un rubor que las hace parecer al rojo vivo, en cualquier momento podrían empezar a arder, en cualquier instante se desatará el fuego en ese mismo patio solo por la fuerza de la luz ígnea cubriendo cada pequeño palmo de aquella escena. El infierno, debió pensar el muchacho casi con horror, pero se equivocaba, porque el verdadero infierno le aguardaba fuera.

Los bajos del hábito se mueven con el viento que corre a través de los soportales en los que está resguardado, a él también le cubre la luz rojiza que se deja caer por el patio y retrocediendo paso a paso vuelve a encaminarse hacia el interior del convento buscando la salida. No sabe muy bien si lo que desea es buscar la salida por miedo a que el convento caiga también bajo el poder arrasador de las llamas, para comprobar él mismo el incendio o inlcuso colaborar con la salvación de los heridos y el apagado de las llamas. La mente le vuela libre, presa al mismo tiempo de las funestas ideas que se ciernen sobre él. Solo por la apariencia del cielo es capaz de imaginarse que todo el pueblo arde pasto de las llamas y que él es el único que, recluido en su celda, era desconocedor de lo que estaba sucediendo. No han sonado las campanas, al menos nadie ha dado la voz de alarma desde el convento, por lo que ni se había percatado de la urgencia de la situación ni mucho menos se hace a la idea de lo que puede estar ocurriendo fuera. El estómago se le hace un nudo al abandonar el patio y colarse rápidamente, a pasos apresurados y agarrándose los bajos del hábito para dar mayores zancadas, en el interior de la iglesia, allegarse al crucero y atravesar toda la nave central en dirección a la puerta principal, que permanece cerrada. Todo está en silencio allí dentro a excepción del ruido exterior y los pasos en sandalias del muchacho. La oscuridad del templo cubre con sombras las naves laterales y la central tan solo es iluminada con un destello de luz rojiza que se cuela por un vano en la parte superior de la pared lateral. El altar permanece desierto, solo el deforme y maltrecho Cristo, en una pequeña cruz de roble, recostado sobre sí mismo, compungido con lágrimas perladas, persiste inerte ante la imagen que está a punto de descubrir tras las puertas de su templo.

El joven se lanza sobre las robustas puertas de madera y descorriendo el cerrojo las abre de par en par descubriendo su cuerpo a la luz cegadora del día, o más bien, a las tinieblas del hades que le reciben con sombras coléricas de angustiado pavor, a hombres con rostros compungidos de infantil terror, niños muertos inundando con su sangre los charcos formados por la lluvia, o tal vez sus lágrimas. Las madres, presas del miedo y el dolor se allegan al barro, junto a sus hijos, para morir dulcemente en los fríos brazos de sus infantes. Allí encuentran el fin, rotas por el dolor y el pecho atravesado por una espada. Los caballos huyen, lejos de cualquier muestra de terror o pánico. En sus ojos puede verse el dolor y la adrenalina insuflando vida en aquellos cuerpos descontrolados y veloces. Arrasan con todo a su paso mientras escapan lejos de nosotros, de ellos, del fuego y de los gritos. El cielo se ha inundado del humo rojizo del fuego, gruesas pinceladas de cenizas recorren todo el horizonte y las personas se entremezclan con el barro y el hollín agonizando por socorrer a los heridos, por huir ellos mismos del infierno. Algunos necesitados de auxilio se desgañitan y se desgarran las vestiduras, caídos en el suelo, incapaces de retomar el camino, sin alguien que les ayude a moverse porque nadie quiere perder el tiempo y la vida en el intento.

Lo primero que el joven piensa es que no solo el fuego los está matando, alguien los está cazando, como ratones, o como bestias salvajes. ¡Bárbaros! ¡Vikingos o paganos galaicos! Hombres tintados de pigmentos azules en sus rostros, con melenas al viento y flechas certeras. Podía imaginarse aquellas figuras arrasando con aquellas sus gentes sin piedad ni compasión pero no era capaz de mover un solo dedo para huir, y tampoco para socorrer a nadie. El libro cae de sus manos rodando escalera abajo, inmóvil y mudo como estaba agarrando aún las puertas de la capilla. Nadie parecía querer huir dentro de la iglesia, como único lugar de salvación que se encontraba a millas a la redonda y ni siquiera habían reparado en él, quieto y gélido allí posado como un espectro pálido y lánguido. El libro reposa abierto de par en par con las páginas moviéndose al viento, con el barro manchando sus hojas y la sangre salpicada restregada por sus portadas. Un par de cuerpos yacen, caídos y boca abajo, degollados y empapados de sangre como si la muerte les hubiese llegado mientras escalaban los escalones de la iglesia buscando refugio. Al verlos, el muchacho tiembla y se apoya en el umbral de la puerta con las piernas temblándole.

—¡Ayuda! —Se oye, al fondo de la plaza donde los muertos se reparten y la neblina de humo se esparce poco a poco. El fuego está cerca, pero por todas partes a la vez. Pasa de casa en casa y de granero en granero anegando el pueblo de llamaradas que se van distinguiendo sobre el muro de humo que encapota el cielo. El muchacho alza la vista para distinguir a un ciego que, caído en medio de la explanada y con el bastón tras él, intenta incorporarse para huir, aterrorizado y mirando a todas partes sin ver nada. Los blanquecinos glóbulos se posan en algún punto del cielo distinguiendo tal vez sombras que le acompañan poco a poco hacia la desesperación, aumentando el volumen de sus gritos en un último intento por pedir auxilio.

Nuestro protagonista se ve imbuido de esa desesperación y salta los escalones, evitando los cuerpos que se reparten alrededor y llega hasta el anciano arrodillándose en el suelo a su lado. Aquella presencia le alarma hasta el punto en el que el hombre se aterroriza, gritando y pidiendo socorro a cualquiera que pueda oírle.

—¡Señor! Soy el novicio Ival, acompáñeme. —Su voz, tal vez el tono amable y temeroso, o incluso puede que su juventud aún en su timbre, le calmó lo suficiente como para soltar un gemido de agradecimiento y se apoya en los brazos del chico, que intentan levantarlo.

—¡Ay, muchacho, que masacre están formando…! —Se lamenta mientras intenta ponerse en pie, con una pierna maltrecha y deforme que el hombre ya tenía—. ¡Nos están matando, joven! ¡Corre, antes de que nos alcancen!

—¿Los bárbaros han llegado hasta aquí? —Pregunta Ival mientras oye como un carro vuelca en una calle cercana y el relincho de un caballo quiebra el espacio alrededor.

—¡Los jinetes del apocalipsis! —Exagera con un grito desgarrador. Se pone el hombre de rodillas y poco a poco intenta levantarle, difícilmente porque sin el bastón él no se apoyaría bien.

—¡Nos adentraremos en la iglesia, allí estaremos a salvo! —Dice el muchacho, pero sus palabras le producen un arrebato de terror.

—¡No! ¡A la iglesia no, mancebo! —Se suelta de él, como si los brazos del chico le estuviesen conduciendo directo a la muerte. Le arroja lejos de un empujón y el hombre cae de bruces al suelo, cubriéndose por entero de barro. Ival queda allí unos segundo confuso y espantado pero vuelve a la carga rescatando sus brazos del suelo y ayudándole a incorporarse de nuevo.

—No podemos quedarnos aquí, se lo ruego. —Le pide, pero se retuerce en sus brazos. Pareciera que prefiere la muerte a manos de alguno de los jinetes que habían llegado cubriendo el pueblo de destrucción que entrar con él a la iglesia. ¿Acaso esta no nos protegerá? —Piensa el muchacho—.  Aunque fuesen sus muros, gruesos como murallas.

El hombre intenta revolverse y zafarse de las manos de Ival mientras que este, cansado y atemorizado, le coge de las ropas y le arrastra como puede, a fuerza de arrastrarse él también por el suelo, a través de la plaza poco a poco hasta la puerta de la iglesia. Pero cuando apenas ha recorrido un metro de distancia, y habiendo caído de espaldas dos o tres veces por el esfuerzo, una sombra se cierne sobre ambos, cubriendo todo el espacio de alrededor con la oscuridad y el terror. El ciego parece sentirlo antes que el muchacho y agoniza repleto de terror, suelta alaridos de espanto y tal como si le estuviesen matando se retuerce, enloquecido y delirante. El muchacho aún sigue intentando tirar de sus ropas, de sus brazos y antebrazos con la intención de salvarlo pero cuando la sombra termina por cubrir también el rostro de este se queda helado, congelado, inmóvil y petrificado. Exhausto y con el rostro perlado de sudor, pálido como la muerte y temblando de arriba abajo se atreve a lanzar una furtiva mirada hacia el cielo, hacia el gigante que se ha cernido sobre ellos cubriendo con su sombra ambos cuerpos. Un caballo blanco araña con la pezuña de una de sus patas delanteras la tierra debajo de él, y el cuerpo que se sienta sobre su montura está henchido y con el rostro alto, oculto tras un yelmo. Espada en mano, cubierta de sangre hasta cubrir el hierro, cae a un lado exhausta pero aún firme y dispuesta a seguir rebanando cabeza. A través del yelmo, la oscura franja para los ojos se mantiene fija en el muchacho, que con la mirada clavada en el hombre titubea ante su siguiente reacción. Sobre el cuerpo del hombre una armadura manchada de barro y sangre se cubre con el emblema de los templarios, también manchado de pecado.

El muchacho no sabe si alegrarse o temer del hombre que, midiendo el peso de su espalda, la sostiene en su mano y juguetea con ella divertido. El chico se niega a creer que un templario sea el jinete que ha atemorizado a toda su aldea y mucho menos a creer que la sangre que mancha su espada sea la de sus fieles que, agonizando en el suelo, se debaten entre la vida y la muerte. No llega a creer que un hermano, un clérigo, un soldado haya cometido tal acto miserable de arrasar un poblado con tan solo el filo de su espada, convirtiendo lo que había sido hasta ahora su hogar en un infierno. Así que, esperanzado, Ival suelta un suspiro de alivio mientras busca en la mirada oculta de aquél hombre un motivo para creer en la salvación, mientras el templario alza la espada con la firme decisión de clavarla en alguno de los dos cuerpos que yacen a sus pies.

Ival, asustado y repentinamente impulsado por el terror lanza el cuerpo del ciego lejos de él y retrocede, arrastrándose por el suelo lejos del filo de la espada que no pierde de vista un solo instante mientras la ve descender hacia el cuello de aquél hombre, al que degüella en un instante, haciendo que su cabeza, aún medio colgada del cuello, expulse un chorro de sangre que cubre al chico de arriba abajo. Con una expresión rota por el espanto y las gotas de sangre que han manchado su rostro cayendo precipitadamente hacia el mentón se incorpora como puede, temblando y tambaleándose, retrocediendo y tropezándose, de regreso a la iglesia. Se detiene al alcanzar las puertas, volviéndose hacia el jinete que sujeto a las riendas de su caballo no le pierde de vista. En la mirada que no puede ver y en la expresión que se oculta tras el yelmo percibe que va a perseguirlo, sabe que va a cazarle por ser testigo de sus acciones o incluso por mera diversión. El jinete allí ve como el joven se vuelve a él y le mira, directamente hacia los ojos. El cabello pelirrojo brilla aún más intensamente por la luz del fuego que se manifiesta desde el cielo y la sangre cubriendo sus mejillas oculta las pecas que hasta hace unos momentos parecían impolutas. Sus manos tiemblan y todo su cuerpo se tensa en ese cruce de miradas. El jinete se aferra aún más a las riendas y baja del caballo en el momento en el que el joven cierra las puertas de la iglesia y se esconde dentro, observando como el templario se aproxima poco a poco hacia la iglesia.

Ival, con la mente noqueada y el cuerpo exhausto por el miedo avanza hacia el altar y cae a los pies de los escalones, temblando y con una única idea en mente: rezar. Podría habérsele ocurrido cualquier otra idea con más posibilidades de sobrevivir, como huir hacia sus celdas, esconderse en la biblioteca o incluso esconderse del otro lado del altar, oculto a la vista, pero allí tirado sobre los escalones del altar, con las manos cruzadas y los ojos cerrados, con latinajos en sus labios y las lágrimas mezclándose con la sangre en sus mejillas era suficiente consuelo para él.

La puerta se abre con un sonido estridente. Las maderas crujen y se golpean contra las paredes sobre las que se sujetan. Truenan. Ival da un respingo pero se mantiene allí inclinado sobre la piedra del suelo, con los ojos cerrados y las manos unidas frente a sus labios mientras vocaliza inconexas palabras en latín que a él le calman. De vez en cuando pasa del latín al sajón y otras al balbuceo. Le tiembla la voz y cuando se atreve a abrir los ojos toda su visión se inunda por la luz roja, moviéndose en llamaradas, colándose a través del suelo y las paredes, manchando el altar y el Cristo allí colgado.

—Dios, perdona mis pecados, libera mi alma de manchas y ejerce sobre mí tu penitencia. —Murmura, al borde del infarto, sintiendo los pasos que se acercan, el filo de la espada chocando con la piedra del suelo—. Recoge mi alma en tu seno, en el día de mi muerte, juzga mis actos como creas conveniente, libera a las almas hoy fallecidas de todo dolor y sufrimiento. Libérame del pecado original, me santiguo por tu perdón, me santiguo por tu benevolencia…

La sombra del templario cae sobre el joven, que ante su visión cierra los ojos con fuerza, temblando y aumentando la velocidad de sus rezos. En la sombra puede verse como el templario levanta la espada en el aire y como los hombros del muchacho se contraen en medio del sollozo, se inclina aún más sintiendo ya el frío del hierro cerniéndose sobre él.

—Perdona mis pecados, recoge mi alma, Perdona mis pecados, recoge mi alma… —Repite como un mantra los últimos segundos. La espada cae desde lo alto y un sonido seco y frío se expande por todo el altar, quedando como un eco inconstante a los largo de las naves de la capilla. El cuerpo del muchacho cae de lado, con las manos parcialmente unidas y la sangre brotando de su cabeza. El templario queda allí, mirando su rostro vuelto de perfil con las lágrimas aún derramándose de sus ojos y la sangre cubriendo sus mejillas de pecas salpicadas. Sus labios rosáceos y las manos con los nudillos blancos por la presión sobre ellas mismas. Los cabellos revueltos, una de las orejas saliendo a través de un mechón ondulado, el hábito manchado de barro. Todo inmóvil, como un Cristo recién descolgado de la cruz.


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        Contexto político: La primera guerra de los Barones (1215—17) que fue una guerra civil en el Reino de Inglaterra, en la que un grupo de varones rebelados, liderados por Robert Fitzwalter y respaldados por el ejército francés bajo el mando del futuro Luis VIII de Francia, se declararon en guerra contra el rey Juan de Inglaterra. La guerra se debió a la negativa del rey a aceptar y acatar la Carta Magna que había sellado el 15 de junio de 1215, y a las ambiciones del príncipe francés, que desató la guerra después de que muchos de los barones rebeldes hubieran firmado la paz con el rey Juan.




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