TRANSMUTACIÓN [Parte III] - Capítulo 18


Capítulo 18

“Guerras de fe”

Edad Media. S XIII.

Shaftesbury, Inglaterra 1215

 

El comedor está vacío. Todo el jolgorio se desarrolla en el exterior y desde allí llega el olor del cochinillo asado y el vino, por doquier. También el de la orina de los caballeros y soldados que se exprimen en cada esquina. El novicio aspira el caldo de huesos desde la cuchara de madera intentando con ese gesto acaparar el silencio que tiene alrededor. Un par de velas iluminan su mesa y en escuetas pinceladas el resto de la estancia. La luz titila y las sombras se convierten en olas de oscuridad que se ciernen sobre el muchacho, que con la mirada baja y una expresión agotada, apura el caldo en el cuenco. La puerta suena con un estruendo y al trueno le acompaña una risa estridente. Dos soldados, ya ebrios y con unas jarras vacías en las manos, se cuelan dentro del comedor, sorprendidos por la presencia del joven que ha dado un respingo allí al fondo de la sala, alumbrado débilmente por una de las velas.

—¡Lo sentimos, padre! —Se disculpa uno de ellos, cortando su risa y cambiando su expresión de jolgorio por una de disculpa y vergüenza. Rápido se le pasa cuando recuerda el objetivo que le ha llevado al salón: llenar sus jarras de vino. Se dirigen al final de la estancia donde los barriles de vino descansar y dejan verter el líquido dentro de sus jarras hasta que rebosan e incluso consiguen derramar parte de contenido de una al alejarse. El que se ha disculpado se acerca al novicio e intentando mantener el equilibrio vierte vino de su jarra en la copa del muchacho. Este no quiere despreciarlo y al contrario que negarse acaba sonriéndole y agradeciéndole, tomándolo como la disculpa de un pobre borracho en plena diversión. Tan abruptamente como llegaron se van. Cierran detrás de ellos y el ruido de fuera vuelve a estar amortiguado.

El novicio mira la copa de vino llena de ese líquido violáceo y con media sonrisa se la bebe de un solo trago. Sin ánimo de recoger sus platos sale directamente afuera y cruza todo el soportal hasta llegar a la puerta de la capilla. Evita con todas sus fuerzas mirar en dirección al patio, donde en medio hay una hoguera con medio cochinillo dando vueltas y algunos barriles vacíos de vino o cerveza se esparcen por el césped como grandes menhires artificiales. La mayoría de las personas están sentadas por doquier, tumbadas en el césped, sobre los barriles. Otros tantos de pie, yendo de un lado a otro, otros bailando al sonido de una música imaginaria. Otros cantan al fondo y otros gritan, en medio de una reyerta personal en la que nadie se involucra más que para animar. Son la barbarie más absoluta, y parecen incluso felices dentro de esa decadente diversión, ignorantes que no quieren ver la realidad más cruel: en dos días morirán. El novicio, con altivez, vuelve el rostro a un lado para no ser partícipe de ese embuste, pero se reconoce herido al darse cuenta de que una parte de él desearía estar involucrado en esa diversión, pues al final de la cuestión entiende que esto no es más que un desquite para encarar la muerte con algo de valor. Sin embargo no puede participar y acaba escondiéndose dentro de la capilla implorando que su fe sea suficiente para sobrellevar el futuro.

Inclinado sobre el altar, sentado en el escalón de piedra con el rostro entre las manos juntas, no es capaz de desprenderse del sonido del exterior, metiéndose por cada uno de sus oídos, llenándole la cabeza y acaparando sus pensamientos. Su estómago ruge y sus manos tiemblan inducidas por los terribles pensamientos que se abalanzan contra él. Sentimientos cobardes y emociones miserables le llenan desde dentro haciéndole imaginar ideas sucias y macabras. Alguien comienza a tocar un tambor desde fuera, o tal vez sea un instrumento improvisado, tal vez alguien aporreando alguno de los barriles, para entonar la base de una melodía o una llamada de batalla. El cuerpo del novicio se ve imbuido por la inminente sensación de guerra y a su mente acude la idea de coger un caballo de los establos y partir lejos, a donde el camino le lleve. Apenas tiene pertenencias y el hábito puede que le vuelva a salvar el cuello llenando su persona de misericordia. Comienza a rezar en alto mientras mira la imagen de Santa Catalina postrada en el altar. La imagen del rostro de esa mujer comienza a imbuirle un sentimiento mucho más inmundo y acaba por apartar la mirada de ella mientras, sucumbiendo a esas ideas comienza a planteárselas como una realidad. Nadie se daría cuenta si desapareciese, y menos en medio de la fiesta que se ha desarrollado fuera. Nadie le notaría hasta el día siguiente y ya sería demasiado tarde como para que fuesen en su busca. Para cuando los vikingos hubieran legado, él ya estaría muy lejos. Nada le ataba aquel lugar y mucho menos quería dejarse morir por orgullo. Era más inteligente que eso.

Los tambores seguían poniéndole la piel de gallina y mientras se agolpaban las oraciones en su mente por su estómago revoloteaban los nervios y la desesperanza. Se levantó con decisión para esconderse dentro de su dormitorio y poder ver desde la ventana de su cuarto todo el jolgorio que se estaba desarrollando. Cierra las cortinas y aún así es capaz de distinguir las sombras de las personas bailando alrededor de la hoguera mientras van y vienen, mientras la rodean y saltan a través de ella. El olor del cochinillo y los tambores llenan la habitación. Se queda allí de pie, entre la cama y la ventana mirando como las sombras bailan a su alrededor y como entre todas ellas, su mirada sigue solo a una, que va de un lado a otro y parece que se mezcla con su propio cuerpo fundiéndose con su propia corporeidad. Descorre la cortina débilmente para echar un vistazo fuera y descubrir al templario delante de la hoguera, dándole la espada, con una copa en la mano y una venda rodeándole el muslo. Se ríe con estridentes carcajadas y mientras que todo su cuerpo está relajado e imbuido en la experiencia su perfil refleja la incertidumbre y el desánimo más profundo. Una pequeña línea en su ceño que refleja la más profunda de las reflexiones. No consigue enfocarse en la diversión y sin embargo es solo algo que el novicio puede desvelar.

Ival termina por cerrar la cortina y se sienta en el escritorio, rescatando un trozo de pergamino y una plumilla que rápido unta en tinta. En su mente evoca el perfil del templario recortado con la luz del fuego de fondo y es capaz de comenzar a desarrollar unos cuantos versos que caen como gotas de tinta sobre el papel, arrastrando las palabras y sacando a relucir una fantasía abstracta que poco a poco consigue una forma redondeada. En una esquina del escritorio tiene la imagen arrancada del infierno que el templario le devolvió y en su interior queman las brasas de un Hades que está a punto de sucederle. La mano le tiembla y cuando termina apenas si ha escrito dos cuartetos.

 

Cupido me lanza su amor.

Vulacno me esconde de él.

Yo me resguardo en su fragua.

Oigo como quema la piel.

 

El disparo no es certero,

pero me ha lanzado al suelo

Su sonrisa prevalece.

Ya soy suyo por entero.

 

Mientras ha escrito ha conseguido entender que sus impulsos por huir no se desarrollarán. Aún sigue aferrado a aquel lugar, a un inminente futuro que allí se desarrollará. No va a marcharse, porque tampoco puede quedarse sin luchar y por mucho que le duela reconocerlo, es capaz de ver el fuego quemando su piel, tarde o temprano. El infierno le espera, allí donde vaya. Es inútil huir. Está destinado. Ival se levanta con ímpetu del escritorio y se deshace del hábito que tira sobre el respaldo de la silla. Apaga la vela que tenía encendida sobre el escritorio y se mete dentro de la cama con las manos juntas intentando enhebrar algunas oraciones antes de dormir. Pidiendo que el jolgorio de fuera no dure demasiado tiempo y que la guerra llegue cuanto antes, aún con la fantasía de marcharse a flor de piel.

 

 

El ruido se hace menos evidente a partir de la una de la mañana cuando la mayoría de los soldados se han embriagado tanto que han caído desmayados por alguna parte. Otros tantos se mantienen en pie pero más silenciosos y tan borrachos que sus estómagos no admiten más bebida, y se alimentan con los últimos trozos de carne que han sobrado. Las conversaciones son más amenas y la música y los ruidos han cesado. Solo se oyen las carcajadas esporádicas y alguna que otra voz más fuerte que las demás. El golpeteo de metales o el último chisporroteo del fuego. El novicio aún se mantiene despierto, vuelto a un lado con la mirada fija en algún punto determinado de la piedra que compone su pared. Es incapaz de cerrar los ojos y conciliar el sueño pero tampoco termina por estar incómodo allí tumbado, sin hacer nada. Su mente es libre y comienza a cabalgar lejos.

Pasada la una y media solo se oyen ruidos dispersos de personas individuales yendo de un lado a otro, tal vez hacia sus dormitorios o buscando un buen lugar donde yacer en medio de la hierba. El muchacho entrecierra los ojos y acaba por sumergirse en el sopor. Comienza a sentir el cuerpo ligero y entumecido cuando el sonido de un estruendo al otro lado de la puerta de su cuarto lo despierta precipitadamente, haciéndole levantarse de la cama en un instante, aún dormido y atontado, sin saber muy bien si el ruido ha sido real o si no ha sido más que producto de su mente, inducido por el comienzo de un sueño. El sonido parece que aún reverbera en sus oídos, como el golpe del metal contra el suelo de piedra. Tal vez un candelabro o una copa. Se queda allí de pie, al lado del lecho, apoyado en la pared con la mirada fija en el recuadro lleno de tinieblas que desfiguran el marco de la puerta. Todo su cuerpo se contrae entre el frío y el susto, tiembla pero se mantiene fuerte y tenso. El ruido de unos pasos acercándose le ponen en alerta y le aseguran de que alguien hay al otro lado caminando dentro de la capilla, y no ha sido algo producto de un sueño. Tranquilizado con ese hecho consigue acercarse a la puerta con sigilo, con los pies descalzos y el cuerpo cubierto con una camisa y unos calzones. Cuando apoya la cabeza sobre la madera consigue distinguir los torpes pasos de alguien yendo de un lado a otro. Un borracho, sin duda, que ha tomado la capilla como refugio para su borrachera.

El joven abre la puerta y sale al exterior con la mirada excitada y las manos temblorosas. Se apoya en el umbral antes de dar un paso más afuera, para distinguir en una de las columnas cerca de su puerta, al templario allí apoyado, copa en mano y candelabro caído al fondo de la estancia. Ival suelta un suspiro resignado y se aproxima con una expresión agotada.

—Vamos, marchaos a vuestra habitación. Es tarde y estáis ebrio—. Le dice mientras con las manos en los brazos intenta separarlo de la columna y arrastrarlo fuera de la capilla pero el joven apenas si consigue moverlo.

—Os he visto hoy, os he visto en medio de la hoguera.

—Estáis borracho. —Le espeta el joven, sintiendo el agrio aliento del templario sobre su rostro. Aparta el gesto y frunce el ceño, arrugando la nariz.

—¿Qué hacéis aún aquí? Pensé que a estas alturas ya os habríais marchado como una rata… —El templario arrastra las palabras, intentando controlar su lengua para sonar lo más coherente posible. Ival ignora todo lo que dice mientras hace un esfuerzo hercúleo por erguirlo y alejarlo de su celda. Pero todos sus esfuerzos son en vano. El templario cada vez pesa más.

—Aun estoy a tiempo. —Bromea el joven—. En cuando caigáis desmayado bien puedo salir corriendo y desaparecer. —La broma hace que el mayor agrie la expresión y su mirada se vuelva mucho más severa, si antes no lo era tanto—. ¿Y acaso en vuestro estado podríais impedírmelo? Apenas os tenéis en pie. —Con un empujón hace que el templario se tambalee, ya que no consigue hacer que se marche—. Marchaos de la capilla, dormir la mona en vuestra habitación. Mañana será un largo día de resaca y pasado vendrán a matarnos y tendréis que luchar.

—¿Y vos no lucharéis? —El mayor le sujeta el antebrazo a Ival mientras este intentaba retroceder hacia su habitación. El joven ya siente un escalofrío recorrerle al comprobar que el templario no esta tan ebrio como para no retenerle a la fuerza y toda su seguridad y superioridad desaparecen al instante. El alcohol ya no es una excusa para manejar al mayor a su antojo.

—¿Queréis volver a discutir sobre ello? Creí dejar mi postura bien clara. —Tira de su brazo, pero no se deshace del agarre del mayor, y comienza a inquietarse.

—¿Me dejaréis aquí, tirado como los demás? ¿También vos me abandonáis?

—Tal vez debáis reflexionar sobre vuestros actos. Si todo el mundo os abandona, tal vez vuestro camino no sea el correcto. Vuestras decisiones son las que os hacen estar solo. Pero eso debéis pensarlo mañana cuando la conciencia despierte de la embriaguez.

—Sois desprecia…

—Soltadme el brazo ahora mismo. De inmediato. —Impone el muchacho con un último tirón soltándose al fin y mirando al mayor con una expresión de recelo que hace que este quede allí quieto, con la mirada fija en el novicio, asustado pero al mismo tiempo decidido a seguir con la discusión. Sin embargo el joven se vuelve a él y con una confusa mirada de curiosidad le pregunta—: Si os pidiese que me acompañaseis, ¿os marcharíais conmigo? —El templario palidece—. Lejos, todo lo lejos que podamos. Con vuestros amigos, si lo deseáis. Pero lejos de aquí.

—¡¿Cómo se os ocurre pensar algo semejante?! —Se ofende el mayor con el rostro convulso en una expresión llena de confusión—. ¿Acaso me creéis tan cobarde de desobedecer las órdenes del Varón para fugarme con un novicio? ¿Creéis que no tengo honor o palabra? —El joven baja la mirada, avergonzado de su propuesta y enfadado consigo mismo le da la espalda al mayor regresando dentro de su celda, pero Eduardo le sigue con pasos firmes hasta ponerse a la altura del joven y sujetarse al umbral de la puerta con pesadez. El menor le mira por encima del hombro, más avergonzado de sí mismo que temeroso de cualquier reacción del mayor—. Al único sitio al que os seguiré será al infierno.

—Pues marchaos vos primero. —Le espeta el menor volviéndose con una expresión rota por la rabia. Señala con un dedo la puerta donde el hombre está apoyado y este se queda mirando el dedo pálido y marmoleo del chico con los ojos llenos de confusión y excitación.

—Me odiáis. —Dice el hombre como una resolución recién descubierta. Con la seguridad de poder verlo y demostrarlo empíricamente. Casi suplicando por una justificación a esa verdad.

—Es el primer instante de lucidez que veo en vos desde que os conozco. Ahora que lo sabéis, podéis marchar tranquilo. —Seguía señalando la salida—. ¡Ah! Os sorprende que no sea temor lo que siento por vos, ni respeto. Tampoco admiración. ¡Odio! ¡Sí señor, odio! ¡Os odio! Tanto que siento el cuerpo en llamas cada vez que pienso en vos, tanto que me duele. Os odio tanto que podría matarme para no compartir más mi existencia con vos. Y si no sentís lo mismos por mí, es que estáis demente.

—Estáis rogando porque os mate, desde que os conozco no habéis hecho otra cosa.

—Y ni una sola vez lo habéis hecho. —Sentencia el menor sin pensar en lo que acaba de decir. Cuando se da cuenta, su expresión se vuelve menos severa y baja la mirada temeroso de la reacción que está a punto de sucederse. El mayor entra por completo en la habitación cerrando tras de sí y con algo de tambaleo se acerca a Ival que retrocede, sin antes ser amarrado por el mayor de la pechera de la camisa. El muchacho se alarma y consigue deshacerse del agarre pero no tiene a donde huir, intentando saltar a través de la cama para rodear la habitación es zafado por el tobillo y aunque intenta revolverse las manos del mayor son mucho más firmes que de sereno.

—¿Huis mientras me pedís que os mate? ¿Cómo es esta contradicción?

—Instinto de supervivencia. —Se mofa el menor mientras le infiere una patada en el estómago al mayor y consigue soltarse para saltar al otro lado de la cama y llegar hasta la puerta, pero al abrirla un peso tras de él la vuelve a cerrar y se ve acorralado por el hombre y la puerta, el pecho de este le roza la nuca y las manos del hombre a cada lado de su cabeza le aprisionan.

El brazo del templario se desliza por el cuello del muchacho ahogándole lo suficiente como para atraparle y que no pueda volverse o hablar. aún respira, pero no puede zarandearse. El chico le araña el brazo pero parece tan insensibilizado que él es el único que se está haciendo daño. Después intenta tirar de la muñeca del mayor, separar el antebrazo de su cuello, pero no tiene fuerza suficiente, y el agarre se hace cada vez más fuerte hasta el punto en que ya no puede tomar una sola bocanada más de aire. Consigue impulsarse con las piernas en la puerta y empujar al templario hacia atrás, cayendo este e Ival sobre él. El mayor deshace el agarre por el golpe y el menor rueda a un lado, gateando mientras jadea hasta auparse al borde de la cama pero de nuevo le zafa el tobillo. La habitación es un cúmulo de gemidos y golpes. Cuando el menor vuelve el torso, ya arrodillado en la cama y con el pie aún sujeto por el mayor que se vuelve boca abajo en el suelo con sus manos rodeando el tobillo, cruzan una mirada de sincero terror.

—Si volvéis a darme otra patada, —le advierte el mayor, adelantándose a las ideas del menor, con  la mano bien sujeta a su tobillo—, juro que os arranco el pie.

El menor queda paralizado con la seriedad de la amenaza y no sabe qué hacer más que quedarse inmóvil en esa misma postura igual que el mayor ha quedado al pie de la cama con su mano rodeando su blanco pie. Ambos respiran agitadamente y el menor contiene una tos. El mayor tira un poco de su pie y el joven cae sentado en la cama, tenso, pensando en cómo zafarse. Las manos del templario suben por su pantorrilla y ahora se ciernen sobre su gemelo. Ival se da cuenta de que lo que está haciendo es apropiarse poco a poco de su cuerpo hasta el punto en que todo él será su posesión, será parte de él y ya no tendrá nada con lo que defenderse. Por lo pronto ha perdido un pie y parte de la pierna. La mano, firme y callosa del templario se sumerge justo debajo de la rodilla de la nívea pierna del menor, colocando el pie sobre su muslo, de forma que toda la pierna queda colgando del borde de la cama y apoyada sobre él. Sus manos la rodean, como si estuviese a punto de colocar en su pie un zapato.

Ival se lleva una mano al cuello, donde aún siente la quemazón y la otra a la muñeca del templario cuya mano está sobrepasando su rodilla, introduciendo sus dedos dentro del borde del calzón. El roce hace que se detenga y cruzan una mirada apenada y asustada. La mano del mayor queda allí y la del menor se extiende por todo el dorso de la otra. La frente del mayor cae, con un ademán tranquilo, sobre la rodilla del menor y este tiembla de pies a cabeza. Tiene miedo de mover un solo músculo y cambiar la situación en la que se encuentran, pero tampoco sabe cómo salir de ella sin provocar algo peor. No sabe si quiere salir, en realidad. Está tan confuso como el mayor, que aferrado a la pierna, comienza a llorar. Ahora el joven palidece y se atraganta con su propia respiración. Queda mudo e inerte.

El llanto de Eduardo es silencioso y quieto, pero húmedo. Las lágrimas caen mudas a través de sus ojos hasta alcanzar la rodilla del joven y las mejillas del mayor se humedecen poco a  poco. Sus labios se quiebran en un ademán y su barbilla se convulsiona. Pero su cuerpo se mantiene recostado y su espalda no se contrae. Si no fuera por las lágrimas parecería dormido. De vez en cuando niega con el rostro, tal vez limpiándose las mejillas con la pierna del muchacho pero pareciera que quisiera humedecer su piel con la misma culpabilidad que le está quemando a él. Su agarre se ha vuelto más ligero pero sigue sintiéndose atrapado. No se deshace de sus manos pero es incapaz de moverse incluso para intentarlo. Que delicada ve su pierna allí sujeta entre sus brazos, que blanca entre sus ropas oscuras. Que suave. Aquel templario habíase convertido en la Virgen María llorando sobre el cadáver de su hijo, manchando la piel con sus lágrimas después del descendimiento de la cruz.

Ival cuela las manos debajo de los brazos del mayor, intentando levantarlo a través de las axilas pero a la vez bajando él mismo de la cama, sentándose sobre las piernas de este, estrechándole entre sus brazos, con las manos pegadas a su espalda, apretadas sobre la tela, estrujándola entre sus dedos. El mayor recibe el contacto con naturalidad pero su expresión sigue rota por el llanto, apretando al joven contra él, lleno de confusión. El joven reposa la mejilla en su hombro y respira cerca de su cuello. Cierra los ojos y puede sentir como el corazón del mayor late justo frente al suyo. Acaban acompasando los latidos, y cuando Ival está apunto de hablar, el mayor se adelanta.

—No me abandonéis. No volváis a dejarme solo.

—¿Incluso si os odio?

—Incluso así. Os necesito.

—Si me quisieseis, me dejaríais marchar, y no me condenaríais a morir aquí con vos.

—No os quiero, os necesito, a mi lado.

—Y ha de ser aquí.

—Aquí mismo. —Sus cuerpos se separan lo suficiente como para mirarse al rostro, descubriéndose a ellos mismos en la mirada del otro—. Marchaos, y no os retendré. Pero quedaos y estaré con vos hasta el final. Sujetando vuestra mano sobre la espada y cubriendo vuestras espaldas. Yo he nacido para la guerra, y dudo que vos lo hayáis hecho para la paz. Estamos destinados  a luchar, juntos. Ya sea el uno contra el otro o el uno al lado del otro. Como dos ángeles que luchan contra demonios, o como el arcángel contra Satanás. No me importa de qué lado estemos, solo sé que estamos destinados a ello.

—No estamos destinados a nada más que a morir. Este es nuestro único destino. Lo que hagamos de por medio, es solo matar el tiempo.

—Sois imposible. —Se rinde el mayor apoyando la frente sobre el hombro de Ival mientras este suelta un suspiro mudo, colando una de sus manos sobre la nuca del mayor. Acaricia allí el nacimiento de su cabello y justo entonces siente los dientes del mayor clavarse en su hombro. Da un respingo pero solo fuerza el agarre de su mano sobre el cabello del mayor. Suspira un gemido de dolor sobre su oído y muerde su oreja, provocando que le mayor aparte el rostro de él y consiga ponerse en pie, con el muchacho aún sujeto en sus brazos, con las piernas rodeando su cintura.

—Me habéis mordido. —Le dice el mayor, con una expresión sorprendida. Una vez de pie consigue separar el rostro del hombro del muchacho. Su seriedad no es creíble.

—Vos empezasteis. —Le contesta el joven con la misma confusión. Durante un segundo quedan allí quietos, mirándose mutuamente con la mirada cargada de turbada excitación. El joven adelanta el rostro y muerde las mejillas del mayor, después la barbilla y el cuello. Pareciera un cachorro tentando la paciencia de un lobo anciano. Mientras, mueve sus caderas sobre los brazos del mayor y consigue desesperarle, soltando a Ival a los pies de la cama y avanzando hasta que este retrocede, cae de espaldas a la cama y se arrastra seguido a gatas por el mayor. Eduardo le despoja de toda su ropa y comienza a desvestirse también. Ival se queda allí, apoyado en los codos, observando con una mirada llena de entusiasmo y curiosidad como se desviste el mayor delante de él, erguido sobre sus rodillas y con los ojos recorriéndole el cuerpo. Cuando casi ha terminado el joven se yergue y sujeta el cuello del mayor, atrayéndolo a él para seguir mordiendo y lamiendo su piel allí donde su barba ya lleva varios días sin afeitarse.

Eduardo aparta al muchacho de él y lo tumba de nuevo sobre la cama, tirando de su brazo para darle media vuelta y quede de espaldas a él, con el rostro vuelto a un lado sobre la almohada. Ival sonríe para sí mismo mientras el rostro del templario cae a través de su espalda, mordiendo y lamiendo el recorriendo que forma su columna. Las manos del mayor inmovilizando al menor con una presión allí donde se ciernen y el joven intercala los quejidos con los gemidos.

—¿Estás bien con esto? —Le pregunta el mayor con más apremio que preocupación.

—Tan bien que me dan ganas de aullar.

 



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