TRANSMUTACIÓN [Parte III] - Capítulo 19
Capítulo 19
“Guerras de
fe”
Edad Media. S XIII.
Shaftesbury, Inglaterra 1215
Una ligera luz tamizada entra a través de las cortinas
de la habitación, inundando la estancia con una tonalidad grisácea. Fuera no se
escucha ningún sonido más que el graznido de un par de golondrinas. La
explanada del patio de armas debe estar plagada de aquellos que desfallecieron
anoche presa de la embriaguez. La habitación también permanece en silencio a parte
del sonido de las respiraciones de ambos dos protagonistas, tendidos en la
cama, medio ocultos entre las sábanas. Ival se lleva el dorso de la mano a los
ojos, cegado momentáneamente por una pincelada de luz que cae sobre sus
párpados, y confuso, se revuelve debajo de las mantas, volviéndose de cara a la
ventana. Cuando consigue abrir los ojos se da cuenta que la luz no es tan
cegadora y restregándose las manos por rostro consigue entreabrir poco a poco
los ojos, distinguiendo los perfiles del mobiliario alrededor. Al fondo de la
estancia consigue alcanzar a descubrir el escritorio, junto con la plumilla y
el trozo de pergamino a medio escribir. La cortina se mueve, presa de la brisa
que se cuela a través de la ventana y entre cada uno de los huesos del
ganchillo consigue distinguir el patio de armas, desierto, con el fondo de un
amanecer que temprano pondrá a todos los dormilones en pie.
Incómodo y algo aturdido el joven se incorpora en la
cama apoyándose con las manos en la almohada y quedando allí, erguido, con la
mirada aún entreabierta hacia el exterior. La luz, suave y grisácea, cae de
lleno sobre su rostro mientras paladea su cavidad bucal y bosteza, presa aún
del sueño. Curioso, vuelve el rostro hacia el hombre que yace dormido a su
lado, vuelto de lado, dándole la espalda. Esa inmensa espalda que sube y baja
con cada respiración. Los músculos tranquilos son contorneados por la luz que
cae sobre ellos. Toda la habitación huele a sudor, el almohadón está empapado y
las sábanas sucias. Ival es incapaz de focalizar en un instante, en un momento
determinado, toda la noche anterior cae sobre él como una pesada manta,
envolviéndolo en calidez. Cuando siente al contrario revolverse dentro de las
mantas el joven vuelve el rostro a un lado, sintiendo que ha sido su mirada la
que ha podido perturbar su sueño. Con el rostro vuelto a la ventana el mayor
termina por colocarse boca arriba y desperezarse, aturdido como podría haber
estado Ival al principio. Sin embargo no está sorprendido, y mucho menos
asustado. Mira al joven con indiferencia y tranquilidad, y después vuelve a
cerrar los ojos aún boca arriba.
Ambos saben que el contrario está despierto y mientras
cada uno intenta desperezarse tomándose su propio tiempo en la mente de ambos
se debaten un cúmulo de ideas. El joven se pregunta si debe levantarse
bruscamente y vestirse, o yacer de nuevo a su lado en la cama y alargar aún más
el despertar. Ya se ha incorporado y la idea de volver a la cama le resulta
forzada, tanto o más que levantarse y enfrentarse a que el contrario no desee
aún salir de la cama. Un beso sobre el hombro le sorprende y da un respingo
volviendo el rostro con tanto susto que el mayor se disculpa con una mirada,
con una mejilla apoyada en el hombro de Ival. El mayor termina por incorporarse
también pero el novicio es el primero en bajar de la cama, poniendo los pies en
el frío suelo y rápido buscando algo de ropa que ponerse encima. Se confunde,
encontrando la camisa del templario en el suelo a su lado y la deja sobre la
cama para encontrar sus calzones, su propia camisa y unos zapatos que le cubran
los pies del suelo. Cuando termina de vestirse aún encuentra al templario
sentado al borde de la cama, con la mirada sobre él. Se da cuenta de que deben
hablar, o de lo contrario alargarán innecesariamente ese incómodo silencio que
se ha establecido. El joven se pregunta si es solo él el que padece la
incomodidad, o ambos son partícipes de ella.
—Todos despertarán de un momento a otro. —Dice el
novicio, repentinamente arrepentido por el tono de la excusa. Parece una forma
de sacarlo de la habitación cuanto antes. Puede ver que así ha sido por la
forma en la que el mayor arruga el ceño, y lleno de conformismo y respeto se
levanta de la cama y comienza a vestirse. Ival se reprende a sí mismo por esas
palabras pero no es capaz de encontrar algo mejor con lo que entablar una
conversación y ni siquiera está seguro de que lo desee. Solo quiere perderlo de
vista y hacer como que no ha ocurrido nada, quedándose para sí con el recuerdo
y la imagen de lo sucedido para rememorar en su interior. Después de las
discusiones y las peleas, no desea tener una imagen encomiable del templario
con la que lidiar. Mucho menos una conversación postcoital.
Para no ignorar al mayor y evitar sucumbir a sentarse
en el escritorio y fingir que escribe o trabaja, se limita a sentarse de nuevo
en la cama con la espalda en el cabecero y sin perder al mayor de vista,
esperando porque lo siguiente que ocurra provenga de él y no sea el novicio
quien tenga que tomar la iniciativa de una despedida. Sin embargo Eduardo no
hizo nada. Recogió su ropa prenda a prenda, fue metiéndose en cada una de ella,
y cuando estuvo alistado miró alrededor esperando que no se olvidase de nada.
Con una fugaz mirada se despidió del menor que levantó el mentón como gesto de
despedida y marchó. El menor suelta una bocanada de aire que había estado
conteniendo y cuando al fin los pasos del mayor dejan de escudarse a través de
la capilla mira afuera, comprobando como el despertar había sido general y las
personas desmayadas en el césped volvían a resurgir, como brotes en un campo
sembrado. Como muertos levantándose de sus sepulcros. Cadáveres de una guerra,
regresando al campo de batalla.
…
El día pasa tranquilo y lúgubre. En el ambiente podía
notarse esa incertidumbre y el remordimiento por los actos del día anterior. La
sensación de pesadez y cansancio después de una borrachera sumado al hecho de
que al día siguiente tendrían que ir a batalla. Los soldados y guerreros
comenzaban a cuestionarse si la idea de la fiesta no habría sido malgastar el
tiempo o incluso minar su moral, ya de por sí decaída. Durante la hora de la
cena la mayoría de los soldados y jinetes estaban en el salón comiendo más o
menos en silencio. El novicio entre ellos aspiraba tranquilamente de la cuchara
un poco de caldo de huesos. La comida también había disminuido, y la causa de
ello era no solo el festín del día anterior sino la falta de suministros que
había comenzado a notarse por los caminos cortados y los pueblos cercanos que
habían caído, a causa del avance de las tropas del rey. Muchos lo habían
entendido, el festín del día anterior había sido su última gran cena.
En el comedor había voces cansadas que, intentando no
pensar en el día siguiente, se entretenían contando historias o anécdotas. Sin
embargo la mayoría de rostros estaban tranquilos, lánguidos y pálidos. Muchos
de los comensales cenaban en silencio, con la noche ya afuera y el rumor del
viento avecinando lo que ocurriría al día siguiente. De vez en cuando se
escuchaba algún suspiro lastimero y al fondo, oculto entre los sonidos de los
cubiertos, algún llanto ahogado. La cena era frugal para todos, no por falta de
recursos, que también, sino porque en sus estómagos no entraba nada sabiendo
que al día siguiente la mayoría de ellos morirían. Los que quedasen, morirían
el día posterior. Y allí en medio, en una mesa solitaria, ajeno a esas caras
largas, el novicio aspira su sopa con una expresión tranquila, como si la
tempestad que estaba a punto de caer encima de ellos, a él no pudiese
alcanzarse. Ingenuo.
De repente, uno de los soldados cae en la presencia
del novicio que cena en silencio mientras alrededor de él se desata el
calvario. Como iluminado por la divinidad y salvado por la gracia de Dios, el
soldado exclama, completamente enloquecido:
—¡Padre! ¡Bendíganos! ¡Salve nuestras almas, padre!
El novicio levanta rápidamente la mirada del plato y
asustado y sorprendido, tiembla de pies a cabeza por aquel hombre que,
embrutecido por un instante de languidez espiritual, llega hasta él y cae a sus
pies, sujetándole de las mangas del hábito, haciéndole caer la cuchara sobre la
mesa, repleta de caldo. El muchacho intenta deshacerse de su agarre pero detrás
de él llegan otros tantos, que imbuidos por el sentimiento de misericordia y el
fulgor celestial del hábito del muchacho, se ven obligados a suplicar, como el
primero, por la salvación de su alma.
—¡Bendíganos padre! ¡Padre! ¡Sálvenos!
Los soldados comienzan a acercarse, a inclinarse ante
él y a sujetarle por el hábito. Tiran de él, le sostienen y le empujan. Cuando
el hábito le es insuficiente sujetan sus manos, sus muñecas, la mayoría se
agarran de sus tobillos y con ojos inyectados en sangre le piden misericordia.
Él comienza a revolverse asustado y exaltado por el contacto físico. Está
aterrado y grita, desesperado por que le suelten. Pocos son los que recapacitan
e intentan alejarse y alejar a los demás de un joven que contrae su rostro en
una expresión de pánico, un niño que no es divino ni salvador, no es más que
una víctima de la situación como ellos. Pero la presencia del hábito vuelve a
los hombres misericordiosos y sujetan sus muñecas, poniendo sus palmas en las
frentes de todos. Cuando el muchacho intenta levantarse de su asiento tropieza
con las cientos de manos que tiran de sus pies y cae de espaldas al suelo,
retorciéndose mientras intenta soltarse de las manos. No es hasta que ven al
novicio tendido en el suelo, con la mirada desorbitada y un tono de terror en
sus súplicas que no consiguen soltarlo.
—¡Denos confesión, padre! —Siguen suplicando, no
obstante—. ¡Necesitamos confesión!
Ival suelta un largo suspiro mientras se incorpora y
se limpia el hábito. Con el ceño fruncido y una expresión iracunda mira a todos
los que allí, arrodillados, piden en posición de súplica, que les dé confesión.
Irremediablemente se apiada de ellos, y endulzando su ceño resopla.
—Cenen, buenas gentes. Llenen el estómago y después de
la cena les espero en el confesonario.
El novicio se escabulle dejando allí a los soldados,
algo más calmados y satisfechos. Se encierra con nerviosismo y agobio dentro de
su celda y no es hasta que no ha conseguido calmar sus nervios que no vuelve a
salir. Pero al hacerlo se encuentra con una fila de más de treinta hombres que
le piden confesión. Parecen hombres más serenos, tal vez porque están bajo el
techo de una capilla, pero aún así, no logra entender cuánta es la
desesperación de aquellos que no han pasado un solo minuto de rezo en la
capilla durante todo el tiempo que ha estado él allí y sin embargo ahora todos aquellos
parecen verdaderos hombres de fe. Cuánto tiempo hace que Ival no ve un hombre
semejante.
Internándose en el confesionario corre la cortinilla y
se queda mirando fijamente la celosía que le separa de los fieles. Con una
expresión de resignación y abatimiento se dispone a escuchar las más macabras
confesiones, los temores más intrínsecos y las más confusas turbaciones salidas
de las mentes de hombres cuyo destino está escrito y todos y cada uno de ellos
lo conoce. Ninguno en verdad busca confesión espiritual, sólo calma y un oído
que les escuche en sus más miserables horas.
—Padre, echo de menos a mi esposa y a mis dos hijos.
Hará ya dos años que no les veo. Me han llegado noticias de que mi mujer dará a
luz a un tercero. ¿Quién puede culparla? De seguro se pensará que he muerto en
batalla, como tantos otros.
—Me enamoré en el verano de este mismo año, padre. Una
mozuela de mi edad que vendía romero por las casas. Murió de fiebre a poco de
conocerla. ¡Cuánto pienso en ella! ¿Me reuniré con ella mañana?
—Padre, ¿creéis que iremos al cielo? Después de
asesinar hombres durante meses, casi años, ¿qué dios puede perdonar esta
barbaridad? Sé que somos soldados, y que estamos protegiendo a nuestras gentes,
pero ya no estoy seguro de a quién estamos protegiendo, porque todos a los que
amo han ido a la guerra, y tampoco conozco a los hombres que estoy matando. Sé
que los poderosos se salvan, ¿y nosotros? ¿Quién nos salva a nosotros?
—Lo siento padre, he matado a hombres inocentes. Estoy
seguro de que en estas guerras solo están muriendo hombres inocentes. Porque mi
hermano mayor murió hace unos meses, y era un hombre bueno, muerto a manos de
otro soldado, seguramente también buena persona. Le echo de menos. No hemos
encontrado su cuerpo. No le hemos podido enterrar.
—Padre, yo nunca he ido a la guerra. Trabajo con mis
padres en el molino. Padre y yo iremos mañana a la guerra, y mi madre y mi
hermana se quedarán aquí. Padre dice que se encargará de ellas cuando nosotros
partamos al alba. Dice que los vikingos no deben encontrarlas con vida. Porque
entonces serán esclavas.
—Tengo tres hermanos, padre. Dos de ellos murieron en
la última escaramuza del varón. El tercero partió hacia el sur para llevarles
las malas nuevas a nuestra madre. Me temo que cuando mi hermano regrese tendrá
que enterrar también mi cuerpo. Espero que lo encuentren entre los escombros.
Cuando las historias terminan Ival queda largo tiempo
escondido dentro del confesionario, con la mirada perdida en la celosía de la
que han salido tantos relatos aterradores. Por primera vez se siente dentro de
ese mismo dilema, de ese terror generalizado que los invade a todos. Cae dentro
de la verdad que le ha estado siendo esquiva hasta entonces: es partícipe de
esa guerra en la que se han adentrado y ya nada puede rescatarle de ella. La
idea de huir queda completamente descartada, sin embargo es incapaz de
deshacerse de ella. Ahora forma parte de él, hasta que se instala en cada una
de sus pequeñas células. No es hasta que no lo ha asimilado que no deja la
tranquilidad y la protección de las paredes del confesionario y sale al
exterior con una mirada cargada de preocupación y tristeza. Allí, en uno de los
bancos, de cara al altar, se encuentra sentado a Eduardo.
Comentarios
Publicar un comentario