TRANSMUTACIÓN [Parte III] - Capítulo 17

 

Capítulo 17

“Guerras de fe”

Edad Media. S XIII.

Shaftesbury, Inglaterra 1215

 

En el patio reunidos, los seis sicarios ensillaban sus caballos, algunos rabiosos, otros tranquilos y aliviados, Turner nervioso y agitado. El templario los contemplaba, con sus manos caídas a cada lado del cuerpo y los hombros relajados, estaba exhausto y desanimado, decepcionado y a la vez carcomido por la culpabilidad. Detrás de él, con las manos sujetas al chaleco de cuero, el novicio miraba con ojos tristes y angustiados la escena que se desarrollaba delante de él. Al fin marchaban a sus hogares, después de tantos años. Algunos irían en busca de un trabajo que les dignificase, otros simplemente a trotar sobre el caballo hasta donde les aguantase. Pero a ninguno de ellos se le cruzaba por la mente la idea de regresar, podía verse en la mirada de cada uno, ensillando a sus caballos con decisión y confianza. No volverían ni mirarían atrás. Abandonaban. Y el resto de soldados del castillo los miraban con recelo y envidia.

—¿A dónde iréis? —Pregunta el templario para romper el silencio incómodo que se había formado, tenso y lleno de rencor. No quería que se marchasen, pero ya que la decisión estaba tomada, no al menos de aquella manera tan brusca.

—Yo me vuelvo con mi familia. Les echo de menos y hace meses que no sé de ellos. Llegaré con las manos vacías, pero intentaré cazar un jabalí de vuelta a casa. —Dice el de barba, con media sonrisa satisfecha. El resto sigue dando sus opiniones. Algunos no hablaron, llenos de resentimiento. Turner ajusta las cinchas del caballo con un tirón y una mueca de disgusto y mientras el resto montan, él se pone su arco y el carcaj al hombro y mira por última vez al templario, con el ceño fruncido y los labios apretados. El templario le devuelve la misma expresión enfadada y ceñuda, a lo que el muchacho rubio endulza su mirada y baja el rostro con un suspiro de resignación.

—Si volvemos a vernos, no te dirijas a mí. —Le suelta el muchacho al templario que queda paralizado y estupefacto ante aquellas palabras.

El muchacho camina en su dirección pero pasa por su lado y envuelve en un brazo al novicio que da un respingo y se ve imposibilitado de devolver el gesto porque sus brazos han quedado atrapados debajo del agarre del rubio.

—Lo siento mucho, por la parte que te toca. —Murmura el rubio en el oído de Ival y este asiente, sin poder decir una sola palabra. Aún está asustado por el abrazo. Justo antes de separarse de él, recibe un beso en su oreja y cuando al fin lo tiene enfrente, mirándole de arriba abajo, le extiende el chaleco de cuero   que Turner rechaza, con un gesto negativo de su mano—. Ahora es tuyo, supongo que te quedará bien. —Posa sus manos sobre cada mejilla del chico y le aprieta allí, sonriéndole con gracia—. Espero que no tengas que usarlo. Aunque os sentará mejor que el hábito. —Con un tirón de las mejillas se despide y pasa por el lado del templario nuevamente ignorándolo y montando sobre el caballo con agilidad y rotundidad. Se despide de ambos con un gesto de su mano y se ponen en marcha, levantando alrededor una nube de polvo que los ciega a ambos momentáneamente.

Cuando la vista se despeja un poco, el novicio arroja el chaleco de cuero a los pies del templario, que tras verlo y dar un respigo se vuelve al joven con una expresión iracunda y enloquecida. Nada más que es presa del cruce de miradas se da cuenta de que se ha equivocado arrojando a sus pies el chaleco, por muy de acuerdo que esté con esa acción. Todo el vello se le eriza y se le seca la boca, consciente de que debe retractarse. Pero no lo hace porque no tiene el valor para ello, al contrario, da media vuelta y a paso ágil se dirige sin pensarlo un instante hacia la capilla. El único pensamiento que cruza su mente es “corre”, “huye y enciérrate en tu celda” pero sus pasos son tranquilos, intentando demostrar que no tiene prisa ni miedo. Es sin embargo una contracción, porque sabe que si sale corriendo el templario le perseguirá, de este modo es dudosa su respuesta.

Cuando llega a la capilla y está a punto de cerrar detrás de él la puerta, cede ante la fuerza que viene del exterior y el joven retrocede, impulsado por ella. El templario aparece, chaleco en mano, con el pecho hinchado y la espalda recta, los hombros altos, el rostro contraído en una expresión de enfado que es capaz de hacer que el novicio tiemble con solo mirarla.

—¿A dónde te crees que vas? ¿Te crees que es así de fácil?

—Pienso seguir su ejemplo, no lucharé en esta guerra. —Se defiende el joven mientras retrocede a través del pasillo central. El templario le sigue con grandes zancadas—. Y me da igual no poder huir o no poder escapar, me quedaré aquí, quieto, esperando la muerte. Ya sea a través de los vikingos o a través de ti. ¡No me importa! —A sus palabras, como un resorte, el templario saca un puñal del cinto y el novicio palidece, haciendo de sus manos unos puños y de su mirada una expresión de lívida angustia.

—No se diga más. Si no vas a servirme, entonces mejor muerto. —Cuando avanza un paso más el novicio da media vuelta y se dispone a huir, tropezándose con las sandalias y el hábito, cayendo de bruces al suelo, donde apenas permanece un instante, pues es levantado por el hábito y el cabello, retorciéndose de dolor y miedo.

Es dado la vuelta y boca arriba el templario cae sobre él, con una mano en el cuello del joven y la otra rescatando el puñal de la boca de este, donde había estado sujeto por los dientes. El puñal se alza en el aire y cae a plomo sobre el rostro del joven que consigue detener el filo un instante antes de que le atraviese el ojo. Hace una fuerza inmensa por desviar la trayectoria con lo que consigue un corte en la mejilla. La muñeca del templario cae a un lado del rostro del chico soltando el cuchillo y el novicio es más rápido, haciéndose con este y lanzándolo lejos, en la otra dirección, cayendo entre una fila de bancos, donde se oye como cae y rebota. El templario, siguiendo con la vista el puñal, pretende levantarse y recuperarlo pero Ival le retiene sujetándole por el cinto, impidiendo que regrese a buscarlo, incluso llega a golpearle con la rodilla en el estómago, pero no es suficiente y para deshacerse de la molestia del chico, el templario le propina un puñetazo en el rostro, haciéndole volver el rostro hacia el lado contrario.

Ival queda con la vista perdida unos segundos mirando la parte baja de uno de los bancos que queda cerca de su cabeza. La madera está podrida y agrietada. Hundiendo los dedos dentro de la grieta consigue sacar un pedazo de madera, una perfecta estaca, no más grande que su mano, pero suficiente. Cuando el templario aún se arrastra fuera de su cuerpo y pretende erguirse en dirección en la que ha caído el cuchillo, el joven clava la madera en su muslo y este grita, sorprendido y paralizado por el dolor. Cuando se vuelve hacia el chico está ya está en pie, corriendo hacia el puñal y de lejos ve como el templario se arranca el trozo de madera del muslo con un gemido grave y rasgado, y cuando levanta la vista se encuentra con el novicio, señalándole con el puñal, con medio rostro manchado de sangre y la mirada enloquecida. Ante esa escena, el templario se carcajea, ríe divertido y el menor tiembla de terror.

—En el fondo, sí que sabes luchar. Al menos, defenderte, ¿eh?

 

 

Durante la hora de la cena el ambiente está cargado de un silencio fúnebre y sepulcral. El novicio sorbe de la cuchara de madera su caldo de carne mientras intenta evitar cruzar la mirada con nadie alrededor. La sala de comidas no está llena como otras veces y la ausencia de los mercenarios es más que evidente, amenizando un poco la tensión que normalmente generaban. También se percibe una lúgubre y descorazonadora incertidumbre. Todos los soldados saben que la batalla es inminente y haber contemplado esa misma mañana como los mejores luchadores del Varón se marchaban con la cola entre las piernas ha sumido en una profunda desazón al más valiente de los soldados. El único que se ha mantenido con el rostro en alto y una expresión tranquila ha sido el novicio, que convencido de su negativa a luchar, no siente el menor remordimiento ni miedo ante la guerra. Cuando ha llegado al comedor ha sido mirado con asombro pero también con envidia o incluso recelo. Ha corrido la voz de que esa misma mañana ha herido al templario, pues más de uno lo ha visto tendido en una de las camas de la enfermería, mientras le cosían una pequeña herida en la pierna. Ninguno ha dudado de que son las manos del novicio las que están manchadas de esa sangre, y mientras que algunos le alaban por su valentía, otros le temen por su temeridad. El mejor luchador herido, por mano amiga, es todo surrealista.

Allí en el salón no estaba el templario, pero sí el novicio, cenando con la mirada fija en el cuenco de madera y en las hondas que la sopa producía al sacar la cuchara. Arranca un trozo de pan de un pequeño mendrugo que tiene a su lado y cuando se limpia las migas del hábito vuelve a rescatar la cuchara. Siente los ojos de todos los presentes sobre él, pero es incapaz de centrarse en ellos, concentrado como está en que no le tiemble el pulso con la cuchara en la mano. La puerta de la sala de comidas se abre y con ella se cuela una pequeña ráfaga de viento que introduce un par de hojas marchitas que han llegado desde el patio. Uno de los ayudantes del varón aparece, posando sus ojos en cada uno de los rostros presentes hasta detenerse en el novicio que le devuelve una mirada significativa. Ambos se encuentran, el joven sabe que va a ser llamado por el Varón. Sintiéndose como un estudiante que está a punto de ser regañado por su tutor se levanta en silencio y con resignación se limpia los labios con el dorso de la mano dirigiéndose, cabizbajo, hacia la salida. El ayudante del varón cierra la puerta detrás de él y ambos se encaminan hasta la capilla privada.

La noche es densa y la luna brilla por encima de cada una de las almenas de la muralla. El silencio dentro del palacio es sepulcral y los pasos del novicio ascendiendo hasta la capilla son tan tristes e insulsos que llega a cuestionarse qué hace ahí. Cuando llega a la capilla el varón le espera de pie, frente al altar. Al joven le hubiera gustado encontrarse al hombre en una posición más conciliadora, tal vez sentado en uno de los bancos, tal vez a la vera del confesionario, o incluso arrodillado frente al altar. Pero en su porte no queda nada de creencia religiosa ni misericordia. Es Dios, a punto de dictar sentencia.

—¿Sabéis por qué os he hecho llamar? —Pregunta el Varón una vez que se han quedado a solas. El joven se muerde el interior del carrillo y mientras mira a todas partes asegurándose de que no hay soldados escondidos tras las columnas que puedan saltar sobre él en un imprevisto, se anima a adivinar.

—¿Vais a reprenderme por haber herido a vuestro templario?

—No, aunque me ha resultado toda una sorpresa. Esta mañana mismo os interpusisteis, espada en mano, para que no impartiese justicia sobre él, y pocas horas después le lisiáis clavándole una estaca en la pierna. Porque lleváis un hábito, sino pensaría que sois un loco.

—¿Trataréis de convencerme para que luche? Ya me he negado.

—¿Os habéis negado? Daba por hecho que lucharíais, ese era el trato, por dejar a vuestros amigos con vida.

—No lo haré.

—Poco me importa. Cuando se nos echen los vikingos encima más os vale coger una espada, aunque sea para salvar vuestra propia vida. A Dios no le gustan los cobardes que desobedece las leyes de sus gobernantes. Si morís en manos vikingas puede que no seáis digno de conocer a Dios, incluso con ese hábito.

—¿Lo dice un hombre que ha traicionado a su propio rey y cuya mano no tocará una espada si no es para cometer suicidio? —El varón ignora las palabras de Ival, no sin esfuerzo.

—Os he hecho llamar para haceros un recordatorio y daros una sugerencia. El primero es un memorándum, acerca de vuestro puesto como capellán en este castillo. Quedáis completamente destituido de él, aunque os permita seguir habitando la capilla. Haréis funciones de sacerdote, si os las piden y gustáis del placer, pero por lo que a mí respecta no sois más que un campesino cualquiera, y se os juzgará como tal. Por lo que os advierto que no se os ocurra saltaros ninguna de mis peticiones o normas, el hábito no os protegerá de mi ley. —El joven no asiente, pero tampoco se niega a sus palabras—. Mañana por la noche se traerá una cena abundante y se preparará una gran fogata en el patio de armas. Correrá el vino y la carne. He de levantar el ánimo de mis combatientes antes de que salgan corriendo como ratas ante la llegada de los vikingos. En tres días estarán aquí, y quiero tener a mis soldados contentos y animados.

—¿Y vuestra sugerencia?

—Mi sugerencia es que no se os ocurra acercaros por allí. La fiesta no es para vos. Como mucho podréis cenar en la sala de comidas, como cada día, y después os recluiréis en vuestra celda. No quiero más incidentes, y con vos, el desastre está asegurado.

—No soy un alborotador. —Se defiende el joven, pero ya ha perdido toda credibilidad. El Varón le ignora y le da la espalda, para arrodillarse frente altar y cruzar sus manos. Sigue hablando con él, aunque ya no le mire.

—Quedáis advertido, si me desobedecéis juro que acabaré con vuestra vida aunque con ella pueda estar condenando mi alma al infierno. Nos encontraremos en él, os lo aseguro.

 

 


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