TRANSMUTACIÓN [Parte III] - Capítulo 16

 

Capítulo 16

“Guerras de fe”

Edad Media. S XIII.

Shaftesbury, Inglaterra 1215

 

El novicio espera, escondido entre las columnas del patio de armas, refugiado en las pinceladas de sombra que le permiten mantenerse en oscuridad. Espera pacientemente mientras todo el mundo realiza sus quehaceres con diligencia y tranquilidad. Algunos le ven al pasar por el soportal pero nadie se detiene a mirarle ni tampoco a preguntarle. Con las manos metidas en cada manga del hábito y la respiración entrecortada por el nerviosismo comienza a morderse de forma agresiva el labio inferior y la carne de los carrillos. Le sudan las manos y las axilas y siente como todo su cuerpo tiembla ante la idea que se le cruza por la mente. Lleva al menos hora y media allí plantado cuando siente los cascos de los caballos adentrarse a través del patio. Todo su cuerpo se tensa, y despejadas las dudas y el temor ve llegar al templario seguido de su séquito de secuaces con un suspiro de alivio. El templario se detiene en mitad del patio y se quita el casco, despejándose la frente de sudor con el antebrazo. Salta del caballo cuando uno de los muchachos de la cuadra llega para sujetar las riendas del animal. Después llegan los demás, que le imitan, bajándose de sus respectivas monturas cada uno coordinado a su ritmo y algunos sujetan sus propios caballos mientras que otros los ceden a los ayudantes de cuadra.

El novicio, impulsado por una súbita necesidad de advertir al templario sobre lo que le acontecerá, está a punto de salir de entre las sombras del soportal, pero se detiene, frenado como por un resorte, al ver que uno de los sirvientes del varón llega hasta el patio y se dirige al templario con la misma templanza y diligencia que se espera de una llamada convencional. El novicio se altera y le tiemblan las manos, pero su estado empeora en el momento en que ve cómo el sirviente le pide que dejen las armas en el patio, por petición del varón y por cortesía frente a él. El joven da un respingo y se esconde aún más. Aterrorizado de que el sirviente le descubra allí al otro extremo del patio. Se le cruza por la mente la idea de regresar a su habitación y encerrarse para rezar por ellos, tal vez llorar también, seguramente enloquecer por la ansiedad. Mira desde donde está el camino que le llevaría a la capilla, pero cuando ve desaparecer a Eduardo, Turner y otro más  a través de la puerta del patio en dirección a las habitaciones del varón, y seguidos de ellos, sin que lo sepan, a corta distancia, dos soldados armados, el novicio se da cuenta de que está partiendo en su dirección, siguiéndolos hasta entrar tras ellos sin ser visto al interior del castillo.

Atemorizado de ser oído les sigue a larga distancia. Se dirigen directamente a las escaleras que les llevará al segundo piso, donde de seguro se conducirían al despacho del varón, donde la última vez espió una conversación. Los soldados se han puesto a la altura de los mercenarios pero estos no parecen demasiado alterados, o al menos no desconfían de quienes son sus compañeros. El novicio se queda en el primer escalón hasta que percibe como salen a través del segundo piso y entonces él asciende poco a poco y con sigilo, calculando cada uno de sus pasos. Cuando alcanza a ver a través de las escaleras el segundo piso, se queda agazapado, escrutando a través del último escalón como los cinco hombres llegan hasta el final del pasillo, les abren la puerta del despacho, y uno tras otro, todos acaban entrando, incluso los soldados armados con dos espadas amarradas del cinto. El novicio, tras que entrecierren la puerta, consigue salir de su escondite y se adelanta con paso apresurado pero silencioso hasta el escondite donde se ocultó la última vez, tras la puerta, al lado de una brillante armadura. Aguza el oído, tarda en llegar el sonido desde el interior. La puerta está cerrada pero no con llave.

—Noticias. —Demanda el varón.

—El ejército del rey consta de al menos ciento cincuenta soldados ingleses y trescientos vikingos. —Contestó Eduardo—. Trasladan unas tres catapultas y tienen, por lo que hemos visto, provisiones para aguantar unas cuantas semanas en guerra. Tanto de armamento como de alimentos…

—¿A cuánto se encuentran de aquí? —Pregunta el varón con agitación e impaciencia.

—En tres días habrán llegado, como muy tarde cuatro. —Contesta Turner—. No esperéis que sea una visita cordial. Dudo mucho que el rey desee entablar conversación con vos. Primero reducirá vuestro castillo a escombros y si quedáis con vida solo después, hablará con vos para ofreceros la rendición.

—¿Cómo me habláis en ese tono? —Le pregunta el varón con desprecio y ofensa, conocedor ya de las intenciones de Turner por abandonar la lucha. Eduardo por el contrario se muestra conciliador.

—Es tarde para formar un ejército. —Interviene el templario—. Debemos disponer a todos los hombres que tenemos aquí para el combate. Y vos, varón, deberíais haciéndoos a la idea de la lucha inminente.

—No se os ocurra darme órdenes, asesino. —Con aquél desprecio el varón se levanta de su escritorio y lo rodea. El muchacho puede oír y sentir los pasos de esas zapatillas planas y el vuelo del manto yendo de un lado a otro. El pulso se le acelera y se le encoge la garganta—. ¿Y cuántos son los hombres, templario, de los que disponemos?

—Ya os hice los cálculos ayer. —Musita el templario—. Aunque serán unos cuantos menos.

—¿Y cómo es eso? ¿Algunas bajas?

—Desertores, varón. —Se adelanta Turner.

—Hombres libres, a los que no se les ha pagado sus sueldos. —Dice el otro hombre, el de barba.

—¿¡No me digáis!? Eso es imperdonable. —Finge sorpresa el varón. El novicio tiembla—. ¿Y quiénes son esos hombres, libres, a los que hay que dar caza? ¡Traición! Impensable en mis tierras.

—Somos nosotros. —Suelta Turner, sin dudar—. Yo y mis compañeros. Ya os hemos estado advirtiendo durante mucho tiempo, no oséis fingir sorpresa a estas alturas. No soy un ilustrado como vos pero sé muy bien lo que es un contrato de trabajo, se realiza una tarea y se pagan unos honorarios. Como llevamos sin ver una sola libra desde hace meses, hemos tomado la decisión de abandonar la causa. Ni nos interesan la política ni vuestro castillo.

—¡Esto es traición!

—¿A vos? Jamás se nos ocurriría traicionaros a vos, señor. Pero no es con vos con quien tenemos el contrato de trabajo. No es para vos para quien trabajamos, varón. Es para el templario. —El varón enmudece herido en la verdad—. Y él ha sido quien no nos ha dado nuestros honorarios. ¿Por causa vuestra? Tal vez, pero eso no nos incumbe. Solo estamos cansados y decepcionados. Partiremos de inmediato. No dejaremos la vida por nada.

—¡¿Abandonareis como ratas?! Solo os interesa el dinero, cobardes… ¡Yo me quedaré hasta que el castillo caiga y todo mi pueblo haya muerto! Me quedaré hasta el último instante.

—Perfecto. —Sentencia Turner—. Podéis disponer del templario como gustéis. Nosotros abandonamos.

—Turner… —Suspira Eduardo en tono de reproche pero al mismo tiempo de súplica desesperada. No parece sorprendido, sin embargo. Más que ninguno sabía que esto iba a ocurrir y hasta ahora ya se lo habían anunciado bastantes veces. El templario, con aquel llamado, detuvo el joven, que vuelto hacia el mayor dudaba, pero sus palabras habían sido firmes, ciertas y sinceras.

—Esta no es nuestra guerra… —Intenta mediar Turner, en un tono conciliador, pero exclusivo para el templario—. Ni tampoco la vuestra, Eduardo. Seguidnos. Venid con nosotros. No tenéis nada que hacer aquí.

—¿Estáis intentando coaccionar a mi soldado? —Pregunta el varón, más ofendido que sorprendido. Es ignorado.

—Hemos sido fieles a vos muchos años, sois un buen capitán, un buen soldado y un buen hombre. Pero esta empresa os ha trastornado. Estéis completamente cegado por la desesperanza.

—¡No habléis más!

—¡Venid, seguidnos!

—¡Os habéis vendido al rey! —Exclama el varón—. Ahora lo veo claro.

—¡Mis hombres jamás se venderían al rey! —Les defiende el templario pero la idea ya se ha instalado en la mente del varón.

—¡El diablo os ha seducido en el camino? ¡Cómo se me ocurre mandaros al encuentro del rey! ¡Ratas! ¡Traidores!

—Esta guerra nos matará, impunemente. —Suelta Turner.

—¡Esta guerra es tan vuestra como mía!

—Somos soldados. —Media el templario—. No somos quienes para decidir qué está bien o mal. Solo luchamos.

—Somos escoria. —Sentencia Turner—. De la peor clase. Nosotros mejor que nadie sabemos qué está bien y qué está mal. Y me niego a que otros decidan por mí que es lo que…

—¡Basta! —Desespera el varón—. ¡Basta! ¡Matadlos! ¡Matadlos a los tres!

El novicio, armado con la espada que sujetaba la armadura del pasillo, haciendo un esfuerzo por levantarla y sostenerla en alto, irrumpe en el cuarto con el estruendo de la puerta y el filo de la espada desenvainada cruzando el aire. Cuando llega, la escena que se encuentra es la del Varón recluido detrás de su escritorio, sujeto al respaldo de su asiento, los tres mercenarios retrocediendo de espaldas al Varón, alarmados y sorprendidos por los soldados que se les vienen encima, con las manos en sus cintos vacíos de armas. Agitado e inconsciente, con las manos temblando, cierne la espada sobre el cuello de uno de los soldados que aún no ha terminado de desenvainar su propia arma. El filo queda clavado en el cuello de este, dejando al soldado inmóvil y asustado. El varón da un respingo y el otro soldado se detiene, sorprendido.

—¡No te muevas, o te separo la cabeza del resto del cuerpo! —Les advierte Ival a los soldados. Se nota, por la forma en la que tiembla la espada, que ni puede con el peso de esta ni ha cogido antes un arma, pero el filo de una espada en el cuello es incluso más peligrosa en manos inexpertas por lo que ambos soldados, aunque no del todo asustados por la amenaza, terminan por mirar al varón preguntándose qué deben hacer a continuación. Mientras el Varón medita, Eduardo levanta la mirada por encima del hombro del soldado Buscando el rostro asustado y acongojado del Ival y le lanza una mirada de agradecimiento a la par que de reproche y miedo. Este, con una mano, mantiene a Turner detrás de él, protegiéndolo del posible ataque de los soldados y el mercenario de la barba desempuña un pequeño puñal escondido en el interior de la chaqueta de cuero.

¡Bueno, bueno, bueno…! —Exclama el varón, una vez asimilada la situación. Se deshace de la silla delante de él y rodea el escritorio, esquivando a los mercenarios y colocándose entre medias de ellos y los soldados. Con una expresión sonriente y divertida, menos preocupado y con la mirada cínica y enfadada, se dirige al novicio—. ¿Estabas fuera, escondido?

—No os acerquéis… —Murmura el joven, apretando más el agarre de la espada. Los brazos se le cansan.

Con una mueca, el Varón les pide a los soldados que envainen las espadas pero el joven no retira la suya aunque el varón no se lo pide.

—¡Que valiente! ¿Sabías que esto era una conversación privada? Tanto como lo es la confesión a un sacerdote.

—Sois un hombre despreciable, varón. —Murmura Ival frunciendo el ceño. Eduardo vuelve a mirar al joven, esta vez sorprendido. Entiende la trama oculta.

—Sabía que no podíais ser de fiar. ¡Este mancebo no es más que un deshecho social! Ni siquiera confío en que sea sacerdote. De seguro se vistió con el hábito de algún muerto que encontró y se hizo al camino buscando que el hábito le salvase de la muerte. ¡Un farsante! —Nadie dijo nada—. Y también un traidor, levantando la espada a su Varón, al hombre que le ha dado un techo, comida y un oficio. ¡Qué persona tan deshonrosa! Siento vergüenza al haberos acogido aquí.

—Nadie os lo pidió. Yo os pedí que me mataseis, no quisisteis hacerlo. Estoy aquí tan preso como cualquiera de ellos. —Señala con la mirada a los hombres que aún se refugiaban unos detrás de otros delante de los soldados—. Más vergüenza siento yo al haberos servido.

—Marchaos, vosotros dos. —El varón, con un gesto de su mentón, les indicó a Turner y su compañero que saliesen por la puerta. Turner se deshizo de la chaqueta y protección de cuero que le rodeaba el cuerpo como uniforme y la dejó en el suelo al lado de sus pies. Estos dudaron un instante, pero tras dar un par de pasos en esa dirección y comprobar que ninguno de los dos soldados saltaba sobre ellos, se abalanzaron sobre la puerta. Ival aún permanecía con la espada bien sujeta—. Dejo a tus hombres libres, templario ¿Para qué quiero soldados que no van a luchar por mí? Eso nos llevará a la muerte mucho antes que con carencia de personal. ¡Tú! Sin embargo… ¿Qué pretendes sujetando así esa espada? ¿Acaso crees que mis soldados te tienen miedo? Podrían desarmarte y cortarte en pedazos antes de que soltases la espada, muchacho. ¡Habrás de aprender al menos a coger un arma antes de que lleguen los vikingos!

—¿Qué? —Pegunta el joven, pero el Varón cae sobre él, sujetándole por el cuello del hábito y arrastrando al chico, aún espada en mano, hasta lanzárselo al templario. El joven se vuelve de espaldas a este y apunta con el extremo de la espada hacia el varón, asustado. El templario le rodea el pecho con uno de sus brazos, apretándolo contra él y al mismo tiempo protegiéndolo.

—No sabe sujetar un arma, pero al menos suplirá la falta de personal. No es gran cosa, pero podrá hacer bulto. Y si muere, nadie lo lamentará. —Agachándose hasta el suelo, recoge las prendas de Turner y las estampa contra el pecho del joven que las recoge tan pasmado como el mayor.

—¿No pretenderéis que haga de un monaguillo un soldado?

—Solo dadle una espada y vestidlo para el combate. No os pido más. Ya que no parece estar conforme con el hábito, dadle un traje de soldado.

 


 

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