TRANSMUTACIÓN [Parte III] - Capítulo 15

 

Capítulo 15

“Guerras de fe”

Edad Media. S XIII.

Shaftesbury, Inglaterra 1215

 

Pasada la hora de la cena, cuando todos estaban aprovechando las últimas horas del día en reposo y sopor, el novicio terminaba de escribir en un manuscrito sentado frente al altar. Transcribía un libro de horas mientras las velas a su lado se iban consumiendo poco a poco y con parsimonia. La puerta de la capilla se entreabrió colándose una bocanada de aire y un cuerpo cubierto con una chaqueta de piel sobre los hombros. El pelo rubio brilló desde lejos por la luz de las velas y el novicio solo con levantar la mirada reconoció a Turner avanzando entre las sombras con paso lento y tranquilo, mirando a todas partes con curiosidad. Cuando llegó a la altura del alar se sentó en el banco de la primera fila y se quedó allí quieto, con los brazos cruzados y la espalda apoyada en el respaldo.

—¿Os interrumpo?

—Apenas estoy terminando. —Le dice el joven mientras mira por encima de las velas al chico que le devuelve una mirada divertida. La cicatriz en su mejilla se pronuncia por las sombras que inundan la estancia. Parecía una macabra prolongación de su sonrisa, o más bien una grieta en su expresión. No llegaba a tener el apelativo de mueca por sí sola—. ¿Qué os trae hasta aquí? ¿Confesión, tal vez?

—No. El tedio, puede. La angustia, tal vez.

—Buen lugar para deshacerse de la angustia, pero no del tedio. —El rubio se ríe y el menor levanta la mirada por el sonido de la risa. Se sorprenden un instante y cuando se le pasa el pasmo, vuelve con la mirada al libro—. ¿Puedo preguntaros cómo os hicisteis esa cicatriz?

—¿Esta? —Pregunta mientras se señala la mejilla con un dedo. El novicio asiente y con mirada curiosa le insta a que le cuente la historia—. Un navajazo. Cuando era pequeño. A los diez u once años. Compitiendo contra un muchacho por un mendrugo de pan. Él tenía una navaja de afeitar en el bolsillo y, ¡zas! Me partió la cara en dos. Un curandero que había por ahí me encontró agonizando en un charco de barro y sangre y me llevó a su botica para coserme y curarme.

—Después de esa clase de infancia, tu vida ahora no es tan intrincada, ¿no?

—Bueno, mientras tenga comida en el plato y un sueldo por un trabajo hecho, no tengo de qué quejarme. —El rubio suspira—. Supongo…

—Buena filosofía.

—¿No diréis algo así como… “Dios nos pone trabas en el camino” o “Todos los avatares que padecemos son pruebas de nuestro señor para acercarnos más a su…”?

—No. —Sentencia el menor cortando al rubio con una respuesta tajante y Turner levanta la mirada confundido pero agradecido de la honradez de su respuesta. Con un resoplido el menor se levanta del altar y se acerca al rubio sentándose a su lado con el cuerpo vuelto a él, a lo que este le imita, volviéndose a su lado—. ¿Qué es lo que os angustia?

—El Varón nos ha reunido a Eduardo, a mí, y a unos cuantos más, para informarnos de que mañana partiremos hacia el norte en una misión de reconocimiento. El Varón quiere que encontramos al rey y su ejército y que oteemos las cantidades de soldados que son, y hacia dónde se dirigen.

—Todo con el fin de saber si debe armar un ejército a la altura, ¿no?

—Así es. —Asiente el mayor apoyando un codo en el respaldo del banco y sujetando después la mejilla en su mano—. Al parecer esta tarde, después de que nos diesen la noticia, Eduardo tuvo una discusión con un par de los nuestros.

—¿Con quién?

—Con el de barba y el rapado. —Se pasa la mano por la frente, añadiendo el gesto a su puntualización—. Al parecer estos no quieren ya participar de esta campaña. En realidad todos estamos bastante hastiados.

—¿Por qué?

—No hemos visto una sola libra desde que hemos regresado, y se nos dijo que nos pagarían. Todos tenemos la certeza de que nos mandarán a la guerra antes de haber cobrado nuestros servicios. A mí, personalmente ya me da igual, porque si cobro pero voy a morir de todas maneras, no me importa. Pero algunos de nosotros no están en esto por diversión o falta de alternativas, necesitan el dinero para enviarles a sus familias. Es su trabajo, son soldados como el resto, aunque menos nobles. Ya me entiendes… aún así, aquellos que entre nosotros manteníamos una postura más firme, por la falta de respuestas a nuestras peticiones, nos estamos comenzando a preguntar si no nos estarán engatusando para trabajar gratis.

—¿Qué os ha respondido Eduardo?

—Que el Varón no puede permitirse darnos nuestro sueldo, y menos ahora que necesita ese dinero para adquirir más soldados para la batalla que se avecina.

—¿Se ha puesto de parte del varón?

—Siempre se pone de su parte. —El rubio se encoge de hombros—. Tú bien lo dijiste, es como su perro guardián. Nos ladra a nosotros mientras a él le lame las manos.

—Eso no es cierto. —Suelta el novicio, frunciendo las cejas pero el rubio le mira con recelo y algo de curiosidad. Pero el temor a su reacción le pone en sobre aviso, por lo que se mantiene en silencio unos segundos—. Estoy seguro de que en el fondo está de vuestro lado pero debe ser firme para mantener su autoridad.

—Puede ser. —Suspira el rubio mientras aparta la mirada hacia los baldosines de piedra del suelo—. Le hemos pedido que le comunique al Varón que mañana iremos con él en la expedición, pero que si a la vuelta no tiene nuestro sueldo preparado, al menos la parte que nos corresponde por los pueblos que hemos arrasado, nos marcharemos.

—No creo que os deje marchar. —Niega el novicio con el rostro, desanimado.

—Ya lo veremos… De todas maneras solo nos tiene a nosotros. Veremos lo que hará si nos vamos.

—¿Dejaréis que arrasen el pueblo?

—Sí. —Sentencia el rubio, con franqueza—. Total, al menos este no caerá sobre mi conciencia. O al menos, eso espero.

 

 

Cuando despunta el alba del día siguiente el novicio ya estaba en pie, cubierto con el hábito y las manos metidas dentro de las mangas de las manos contrarias. Quieto, firme y tranquilo, escondido entre los soportales del patio de armas escudriñando como Eduardo y el resto de su cuadrilla se preparan y montan a los caballos para salir en su misión de reconocimiento. El joven sale de entre las sombras, oculto como estaba tras una de las columnas y se deja ver con una expresión tranquila y conforme. Con una media sonrisa pintada en sus labios se despide de Turner que le devuelve un saludo con la mano en alto y el templario, vuelto el rostro a su compañero, mira en la misma dirección en la que saluda el arquero, descubriendo al novicio allí de pie entre los arcos del pasillo. Con el ceño fruncido y llamando la atención del arquero salen del patio cabalgando a gran velocidad.

Apenas cuando el polvo que habían levantado las patas de los caballos empezaba a desvanecerse uno de los servidores del Varón se acerca al novicio, inclinándose levemente buscando su atención más que saludándole. Mayor, casi anciano, con el rostro caído y la espalda doblada en una pronunciada chepa señala el otro extremo del soportal.

—El varón os ha hecho llamar, padre. —Le dice el hombre con una nueva inclinación de su cuerpo. El joven duda si realmente se inclina en forma de saludo o bien es una obligada postura natural de su cuerpo—. Quiere que le toméis en confesión antes del desayuno.

—Sí, no se le vayan a atragantar los pecados con la avena. —Murmura el joven para sí, con la certeza de que el anciano no le haya oído y camina a su lado hasta que se da cuenta de que su paso es más rápido que el del mayordomo por lo que termina acompañando a este a un paso más lento. Mientras, al joven le da tiempo a pensar en la cantidad de cosas que el Varón puede llegar a contarle de un momento a otro, tembloroso por si es implicado en algo, repentinamente asustado por pensar que tal vez el Varón haya descubierto que escuchó la conversación del día anterior. Lleno de incertidumbre el mayordomo le acompaña hasta la capilla privada en lo alto del castillo donde el día antes había tenido el encuentro con el templario y subordinado a volver al lugar contiene un suspiro. El Varón le espera arrodillado frente tras uno de los bancos que se encuentran frente al altar, iluminado por las primeras luces del día. El mayordomo desaparece y cuando el sonido de sus pasos se disipa, el Varón se incorpora con un quejido y se vuelve hacia el muchacho que le mira expectante y algo compungido.

—Me habéis hecho llamar, Varón. ¿Necesitáis confesión?

—Así es. —Ya en pie se atusa los pliegues de la túnica y camina de un lado a otro señalando el pequeño confesionario que se encuentra cerca de uno de los vanos, en la parte más derecha de la humilde capilla. El joven es el primero en tomar la iniciativa y camina hacia allí, entrando dentro y sentándose, sin terminar de correr la cortina, pues lo cree innecesario. El varón se sienta a su izquierda y con las manos cruzadas comienza a hablar—. Ave María purísima.

—Sin pecado concebida.

—Perdóneme padre, porque he pecado.

—¿Cuál ha sido su falta?

—Soy un hombre plagado de faltas, y gravísimas, padre.

—¿Cuál es la falta que os atormenta?

—Mis soldados me atormentan con exigencias inalcanzables por este pobre siervo. No me siento más digo que un pelele, a las órdenes de mis generales, al servicio de ideas fugaces, atemorizado del rey, presa de mi propia guerra. ¡Se cierne sobre nosotros, Padre! La guerra nos alcanzará en unos días.

—¿Qué falta habéis cometido? —Pregunta de nuevo el joven, preocupado por el camino en que los desvaríos del Varón están conduciendo la conversación.

—Malos pensamientos, padre. Comienzo a cavilar, incluso a concebir ideas espantosas. ¡Traición, padre! Mis soldados me abandonarán. Estoy seguro de ello.

—¿Tenéis certeza de ello?

—No aún, padre. —Dice, con un tono de voz más seguro y estable, casi macabro—. No aún, pero puedo asegurarle que por la mente de mis servidores cruza fugazmente la idea de abandonarme en medio de esta horrible guerra. ¡Y es por ellos que la luchamos!

—Deberíais ser franco con vuestros soldados, mostrarles vuestras turbaciones…

—¡¿Cómo podría?! Si me muestro débil ante ellos, saltarán a mi cuello como lobos. Como cuervos. Si vos, padre… me concedieseis la seguridad de saber que por ellos, entre sus bocas, pululan palabras de traición…

El muchacho, vuelto el rostro hacia la oscuridad del confesionario endureció su expresión y contuvo el aliento. Trago en seco y agarrándose con fuerza las mangas del hábito soltó un suspiro silencioso.

—Ellos no me han proferido una sola palabra sobre sus cavilaciones. Apenas si tengo fieles que pidan confesión. Ninguno de sus soldados se fía de mí. Tal vez les tenga en muy baja estima. Son hombres inteligentes.

—De cualquier manera lo siento en los huesos, me tiemblan las rodillas solo de pensarlo. Eso es lo que ocurrirá.

—Aun no me habéis dicho la falta, varón. Pensar que os traicionarán no es una falta. Es algo natural dada la situación en la que nos encontramos. Una situación peliaguda y candente. Es cuestión de tiempo que todo estalle como un polvorín.

—Mi falta es haberle confiado mi vida y mi legado a un hombre cuyo honor ha vendido por un poco de dinero y a su cuadrilla de ladrones y buscavidas. De verdad que me apenáis, padre. Por eso no os quité la vida. Sois nada más que una víctima de sus juegos. Como yo. Como lo somos todos. Bien os debía haber matado aquel día que os encontró bajando por el bosque, os habría ahorrado el infierno que viviréis a partir de ahora.

—Lo hecho, hecho está. No se puede vivir mirando siempre al pasado. Para avanzar…

—La traición se castiga con la muerte. —Dice el varón, interrumpiendo al menor con un tono seco y fuerte. El novicio queda mudo unos segundos y después se humedece los labios para volver a hablar pero el Varón se adelanta—. Tal vez debáis tomarme en confesión después de que ellos regresen de su expedición al medio día.

Antes de que el muchacho pueda decir nada más el Varón se levanta y se aleja del confesionario para volver a arrodillarse frente al banco y cruzando nuevamente las manos se pone a murmurar una oración. Pareciera incluso que entona un cántico. El novicio se queda allí sentado, mirando a aquel hombre que en ese instante puede confundirse con un perfecto devoto, y no es más que un miserable.

 



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