TRANSMUTACIÓN [Parte II] - Capítulo 35

 

Capítulo 35

 “Pacto de Fuego”

York, Inglaterra, 1620.

3 de mayo de 1620

 

Cuando regresé a casa todo estaba en silencio. Jamás antes me había parecido tan solitaria ni tan silenciosa. Creo que incluso nunca la había encontrado tan vacía como entonces. Solo yo y mi sombra. Tal como mi tío había dicho en la casa ya no quedaban apenas cosas de Lili. Su habitación estaba vacía y sus ropas habían desaparecido, mientras que las de Amanda estaban casi todas. Parecía que había salido a prisa porque había dejado la cocina desordenada con comida en un plato y una cazuela sucia. El fuego estaba apagado y en la casa corría una gélida corriente por culpa de una ventana abierta. Esté donde esté mi hermana hoy, sé que estará bien porque era la más inteligente y valiente de los tres. Y probablemente la única de nosotros que sobreviva a esta maldita tierra.

Me acosté en la cama de mi hermana Amanda. No quería pisar mi cuarto y mucho menos el de Lili. No tenía apetito a pesar de no haber comido casi nada en un día, lo único que deseaba era recostarme en un olor familiar y cerrar los ojos para fingir que todo estaba bien, que nadie había sufrido y que ni siquiera yo me sentía dolido. Temblaba espantosamente, lloré toda la noche sin poder pegar ojo. Llegó un punto en el que pensé que enloquecería. Las últimas semanas habían sido demasiado tensas y lo acontecido recientemente estaba por volverme loco. Estaba más que seguro de que cuando me levantase de aquella cama ya no sería el mismo y no podría regresar al yo de antes, al yo sereno y cuerdo que tiene las cosas bajo control.

Cuando el sol comenzaba a despuntar fue cuando al fin, a fuerza del cansancio, pude dormitar algo. Soñé con Victoria y su muñeca. Soñé con la comodidad de la casa de Sr Williams y el sonido de su risa reverberando por toda mi  mente. Todo parecía defraudado y confuso, pero su voz estaba clara, y su expresión era tan serena y amable que no podía sentirme mal. El cálido abrazo de la niña en mis brazos, la acuné y la dormí en ellos como si fuera mi propia hija y dejó caer su muñeca de su manita. Incluso pude recordar en el sueño el intenso olor de vainilla que la rodeaba a toda ella. Aquel olor desembocó en nuevos recuerdos que se fueron sucediendo dentro del sueño para despertarme poco a poco angustiado y conmovido por una realidad que me golpeaba nuevamente, como si no me hubiese hecho ya suficiente daño.

Desperté al medio día. Lo hice con susto y desesperación, como si un grito me hubiese sobresaltado, pero no estaba más que en mi cabeza. Me acosté vestido por lo que me ahorré el tener que prepararme. Me sentía febril y algo confundido, la angustia volvió a doblegarme y me prometí levantarme de la cama para hacer algo que me distrajese pero fue tarea inútil. No pude levantar ni un palmo del colchón. Extrañé a mis hermanas y me abracé a las sábanas pensando en ellas, extrañaba a mi madre, cosa que no me ocurría desde hacía años, y hablé con ella largo y tendido allí tumbado en la casa. Le pedí perdón por todos los errores que había cometido y por todos los que aún me quedaban por cumplir. Le pedí que cuidase de Amanda mejor de lo que yo lo había hecho y le supliqué que no me abandonase en las siguientes horas. Que mirase, que me juzgase, pero que no me dejase solo o no tendría el valor para enfrentarme a mí mismo.

Cuando al fin puse un pie fuera de la cama me sentí mareado y con náuseas. Supuse que sería por la falta de agua o de comida en mi organismo pero seguía sin hambre, sin sed y sin ganas de enfrentarme a ninguno de los problemas que se me avecinaban. Lo primero que hice fue allegarme a la cocina y beberme un vaso de agua. Me senté allí en el salón y lloré otro tanto solo por la sensación de vértigo que me consumía al verme rodeado por mi propia soledad. Mi tío tenía razón, tanto había luchado por quedarme aquella casa y ahora era toda mía. ¿Y qué sentido tenía eso? Si solo estaba yo en ella y el resto me habían abandonado.

Apuré un poco del pan que había en la cocina, unas habas frías que había dejado mi hermana en un perol y volví a sentarme a la mesa. Todo el mundo se había caído delante de mí. Estaba todo a mis pies, convertido en ruinas y se pretendían que lo reconstruyese sin posibilidades de volver a habitar en el. Me sentía atado de pies y manos, amortajado y golpeado, y aún no comprendía qué mal le había hecho a nadie. Me dio miedo salir de casa durante toda la mañana, incluso allegarme a la casa de comidas me espantaba, solo por no cruzarme con nadie en el camino. Aquellas miradas que me esperaban, aquellos murmullos que me seguían a todas partes. Podía sentir a las personas deteniéndose delante de mi casa y señalándome como si me inculpasen a mi también, o algo peor. Como si me condenasen. ¡Descuiden, —me hubiera gustado decirles—, yo solito me he metido en esto!

Las campanadas de la iglesia dieron las cuatro de la tarde. En tres horas me llamarían para condenar a Ciara a la hoguera. Aquello me espantaba y al mismo tiempo encontraba en el fondo de toda la trama una sutil caricia de la ironía más cínica que me haya encontrado jamás. Era horrorosa la facilidad con la que Dios, o la vida misma, nos pone en aprietos tan predecibles. Yo mismo quise meterme en este problema, yo mismo quise conocerla y avasallarla, yo mismo la delaté sin darme cuenta y yo seré quien la mate. Todo encajaba como un puzle bien diseñado y de haber sido yo la víctima habría pensado que todo ha sido una trama bien diseñada para prenderme.

Vagué por la casa, algo más recompuesto, buscando alguna de mis pertenencias que había echado en falta. Me había desaparecido la escopeta. La pistola no me había desaparecido y me la llevé conmigo fuera. Me conduje al establo y me aseguré de que los animales estuviesen allí. Todos incluso el caballo. No se habían movido de su sitio. ¿Quién alimentaria a esos animales ahora? Pobres gallinas, que un día fueron tan codiciadas y ahora se morían de hambre.

Mientras ensillaba a caballo oí unos pasos que se acercaban a la casa. Llamaron a la puerta principal pero al ver que nadie contestaba desde allí se asomaron al establo. El pequeño Marcos asomó la cabecita por la puerta abierta y escrutó dentro encontrándome al lado del caballo, con la silla en las manos y el rostro vuelto a él. Se sonrió al verme y quedó allí tímidamente escondido.

—¿Tienes algo de correspondencia para mí? —Le pregunté y él negó con el rostro. Yo asentí encogiéndome de hombros pero él no desapareció. Quedó allí apoyado en el umbral de la puerta mientras me veía ajustar las correas de la silla alrededor del cuerpo del caballo—. Lo siento mucho, pero no tengo galletas hoy.

—No importa. —Dijo con sinceridad y yo le miré asombrado. Más conmovido que sorprendido.

—Está bien entonces.

Estuvimos así en silencio unos minutos hasta que al fin él se atrevió a preguntarme lo que había estado rondado por su mente y le había acabado trayendo a mi lado.

—Mi hermana me ha dicho que hoy quemareis una bruja, ¿es verdad, señor?

—Eso parece. —Solté, fingiendo estar despreocupado.

—¿Dónde la encontrasteis? ¿En el bosque?

—Así es. —Dije y él asintió, pensativo.

—Por eso dice madre que es mejor no salir del pueblo. ¿Qué estaba haciendo cuando la encontrasteis? ¿Estaba en un aquelarre? ¿Estaba tal vez secuestrando a algún niño? —Bajó la voz—. ¿Estaba con Satanás?

—Estaba tendiendo la colada. —Dije y él al principio pareció pasmado pero después se rió divertido. No estaba seguro de si me habría creído o pensó que fue una broma.

—¿Y entonces cómo sabéis que es una bruja? —Preguntó, remoloneando con los pies por la tierra del suelo.

—Ella lo ha reconocido. —Dije y él asintió, satisfecho—. Ven, pasa adentro. No te quedes ahí fuera.

El niño asintió y yo colocaba las riendas al caballo. Remoloneó de un lado a otro mirándolo todo por todas partes y acabó a mi lado, a los pies del caballo. Cuando el caballo estuvo listo me quedé mirando al chiquillo que me miraba con grandes ojos curiosos y divertidos. Me acuclillé a su lado y le miré con la expresión más serena y dulce que me permitía en ese momento.

—Marcos, tú me tienes por un buen hombre, ¿no es cierto?

—Así es, señor. —Se corrigió—. Capitán.

—Yo también creo que un día serás un buen hombre, pues ya eres un buen muchacho. —Le revolví el pelo y le acaricié la mejilla. Estaba sonrosado y con la mirada poco a poco confusa y dubitativa—. Tienes que prometerme que cuidarás muy bien a tu hermana, incluso ahora que eres pequeño debes cuidarla muy bien. ¿Entendido? —El niño asintió—. Y cuando te cases, cuida muy bien de tu esposa y nunca la importunes o la contradigas. Y a tus hijos jamás les hagas daño o permitas que otros les hagan daño.

—¿Por qué me decís todo esto, capitán?

—Porque mi padre no tuvo la oportunidad de decírmelo a mí, y tal vez por eso he cometido tantos errores en mi vida. —El niño se sujetó mi mano entre las suyas contra su mejilla y asintió—. Esta tarde a las siete quemaremos a la bruja. —Le dije—. ¿Puedo pedirte un favor personal?

—Sí, claro…

—No asistas. —Le supliqué—. Aunque tus padres o tu hermana te obliguen a ir, no vayas, te lo ruego. No quiero que presencies lo que vamos a hacer.

—¿Tan malo será? —Me preguntó mucho más curioso que asustado y yo bajé la mirada, contrariado.

—Tienes que prometérmelo. —El niño acabó asintiendo y yo al fin me incorporé y monté al caballo. El niño salió conmigo del establo y lo cerró cuando yo salí. Él se marchó en dirección a la copistería y yo salí del pueblo, conduciéndome al norte.

 

 

Cuando me quedaba media milla para llegar a su casa el olor a madera quemada comenzó a llegarme como una ligera caricia. No podía creerme lo que habían hecho con su casa y no fue hasta que no me acerqué lo suficiente como para tener los escombros delante que no lo hube asumido. Dejé al caballo atrás y me aproximé paso a paso hacia aquel montón de escombros reducidos a cenizas. Los maderos más grandes y que habían resistido se apilaban uno sobre otro, pero el resto había sucumbido a las llamas. Aquello más que una casa parecían los restos de una lumbre. Aún salía humo de entre aquellas cenizas y cuanto más me aproximaba más era el calor que desprendían, y el olor que de aquello emanaba. Era una imagen horrorosa a la par que significativa. Sería un aviso de lo que le sucedería a su dueña. Era incluso pragmático.



No podía creerme del todo que aquella casa en la que había pasado tantas horas los últimos meses ahora fuese aquel cúmulo de escombros. Era una extraña sensación de desconcierto y desorientación. Incluso llegué a pensar que me había confundido de dirección y aquello no eran los restos de la casa de Ciara sino de otra persona. Pero todo lo demás, el entorno, los árboles, el cielo, me decían que estaba en la posición adecuada y que si no quería asumir la verdad era solo cosa mía. Sin poder seguir soportando aquella imagen me conduje a pie hasta la parte trasera donde por última vez la habían visto sus terrenos. Allí ya no había ropa tendida ni siquiera cuerdas. Lo habían arrancado todo y de seguro que se habían quemado junto a la casa. El pozo estaba demolido, con el cubo por el suelo y la piedra de alrededor demolida, dentro del agujero del pozo. Quedaba inutilizado.

Seguí caminado hasta la zona de la huerta y me encontré el mismo destrozo, las plantas arrancadas, todos los tubérculos aplastados y revueltos, los árboles arrancados y de seguro que no lo habían quemado también por miedo a que el fuego se propagase hasta ser incontrolable. Paseé por aquellas tierras revueltas y levantadas. Los calabacines estaban pisoteados y manchados de tierra, los pimientos arrancados y abiertos, las cebollas golpeadas y todo lo demás en similares condiciones. No podía creer como el odio provocaba aquél desastre, o si no era el odio, tal vez fuese el miedo o la envidia. No conseguía traslucir ninguna emoción más que la rabia y el enfado. Seguí caminando hasta el terreno vallado donde estaban los animales. Ninguno había por allí fuera. Dudaba de que los hubiesen liberado pero en el espacio abierto no se vislumbraba ni siquiera a la oca.

Una vez entré al granero la imagen fue del todo grotesca. El caballo yacía en medio de aquél espacio con un disparo en la cabeza, tumbado todo lo largo que era en el suelo y con la sangre ya seca y coagulada alrededor de su cabeza. Me cubrí el rostro con la palma de la mano porque el olor que destilaba aquel espacio era nauseabundo. Las vacas estaban degolladas y desangradas en el suelo, los cerdos y las ovejas igual. Toda la lana estaba manchada de sangre y el suelo no era más que un enorme charco de sangre coagulada. La oca también estaba por ahí con el cuello roto y entre todos los cadáveres, un pequeño carnero negro colgaba de una soga desde una de las vigas principales. Las moscas rodeaban a los cuerpos, los cuervos se habían acercado, voraces. Si Dios había estado alguna vez en aquel establo hacía ya tiempo que se había marchado y le había dejado su sitio a todos los carroñeros que se le alimentaban de aquellos cuerpos.

Salí espantado y mareado, con náuseas y una sensación de angustia y culpabilidad que me obligó a salir de inmediato y vomitar en medio del pasto. Caí de rodillas, frente al suelo, inerte, tembloroso y más que culpabilizado. No tardaron en llegar las moscas a mi vómito y acabé por marcharme del terreno aún con una expresión de horror dibujada.

Regresé a los restos de la casa, cuya imagen parecíamos ahora incluso más tranquilizadora y me quedé allí largo rato mirando todo el contorno, todos los colores, todos los objetos rotos. Habían roto los cristales con piedras porque no había un solo cristal presente alrededor y en una de las ventanas que aún se mantenía más o menos en pie se veía la forma de una piedra en el cristal.

Me acerqué lo suficiente como para hacerme paso entre los escombros y las brasas. Aparté un par de maderos caídos y aparecieron libros y relicarios que cayeron por una madera ladeada hasta mis pies. Escarbando un poco más encontré unos vasos de cristal, un par de copas de metal y alguno de sus abalorios. Ropa de cama que se había salvado del incendio, algunos utensilios de cocina chamuscados. No me atreví a indagar más porque las brasas seguían aún prendidas y temía quemarme de forma inútil. Nada podía salvarse de aquello, nada de aquella basura me reconciliaría con mi pasado o con ella, ya nada valía.



Rescaté un par de campanitas de oro que habían quedado ocultas debajo de unas tablas y las hice sonar suavemente. Apenas si se escuchaban y no me hicieron sentir reconfortado. Las volvía dejar en los escombros y me dirigí a donde cayeron unos cuantos libros. Más que libros eran hojas sueltas desprendidas de carcasas chamuscadas. Algunas de esas hojas estaban carcomidas por el fuego y se habían medianamente salvado por la divina providencia de Dios. Una de ellas revoloteó al pasar el pie al lado y la rescaté de las cenizas. Apenas si era la mitad del tamaño de una cuartilla y en ella había escritos dos versos.

 

Odio y amor. Tal vez te preguntes cómo puedo hacerlo.

No lo sé, pero lo siento así y me torturo.

CATULO, Poema LXXXV

 

Doblé el papel a la mitad y me lo metí en el interior del bolsillo de la camisa. Después le recé una oración al Dios que quisiera escucharme y me conduje de vuelta al pueblo montado en el caballo. A mitad del camino me detuve en el claro inundado de lavandas y me dejé caer allí sobre el suelo, de rodillas y arranqué uno de aquellos tallos. Era pequeño, puro, apenas si había madurado pero olía a su fragancia, todo aquello me recordaba a ella y en mi dolor llevaba inscrita mi penitencia. Me pasé aquél tallo por el rostro, lloré sobre él y le dije todo lo que no le podía haber dicho a ella antes. Me arrepentí de no poder haberle dicho una vez más que la amaba. Solo una vez más, para asegurarme de que ella lo supiese, antes de matarla. Coloqué la ramita en el ojal de abrigo y partí de inmediato.

 

 

Y este es el momento presente, el momento en el que nos encontramos. El viento fluye a mí alrededor mientras me dirijo al pueblo. Quedan aún varios minutos para que den las siete y llego apurado, pero no me importa. El caballo va al galope, yo ya he dejado de llorar y solo me queda el odio dentro. He derramado todo el amor que me quedaba por estas praderas donde he sido siempre tan feliz, y ahora solo me queda el último resquicio de voluntad para terminar lo que empecé hace años. La pistola cargada, los pies en los estribos, el sombrero sobre mi cabeza y la pequeña ramita de lavanda agarrada a mi abrigo.

Cuando entraba por el pueblo sonaban las campanadas. La plaza ya estaba inundada de personas y el estandarte rodeado de maderos ya estaba listo para recibir a la bruja. Aquella imagen me recordó a la última vez que vi una mujer quemarse allí, a los doce años. Era la misma imagen, después de tanto tiempo. El pueblo enardecido y morboso esperando ver salir a la bruja para gritarle improperios y vitorear cuando la estuviésemos prendiendo fuego. El alcalde y el sacerdote a un lado apartados, esperando el uno para condenar y el otro para perdonar en nombre de Dios. Yo también estaba allí como aquel día, pero esta vez sería partícipe y si faltaba algo eran mis hermanas. Agradecí que ninguna presenciase lo que estaba a punto de suceder.

Cuando llegué a la plaza y paré al caballo delante de la pila de maderos el alcalde me esperaba con ansias y yo me bajé el sombrero para mostrarle mis saludos con una expresión serena. Sé que esperaban que hubiese huido, como mínimo, pero no estaba dispuesto a dejar que matasen a Ciara sin mi colaboración. El sacerdote se santigua al verme con respeto y como forma de saludo acabó por santiguarme a mí también en el aire. Yo volteé al caballo y me dirigí a todos aquellos morbosos espectadores que estaban ansiosos de ver a la bruja quemarse. Distinguir entre el público a la tabernera con su esposo, a la familia de Marcos sin el niño, también al panadero y al carpintero. A la familia Evans sin su hijo mayor y también a los amigos de mi tío de la casa de comidas. No eché en falta a nadie que quisiese ver allí.

—Martín Lutero, cuyas enseñanzas inspiraron a la Reforma protestante de la que nosotros somos miembros nos ilustra en esta materia de la quema de brujas con estas palabras: “Es una ley muy justa que las brujas sean muertas, porque producen muchos daños, lo que ha sido ignorado hasta el presente, pueden robar leche, mantequilla y todo de una casa... Pueden encantar a niños... También pueden generar misteriosas enfermedades en la rodilla, que el cuerpo se consuma... Daños que producen al cuerpo y alma, dan pociones y encantamientos, para generar odio, amor, tormentas y destrozos en las casas, en el campo, que nadie puede curar... Las mangas deben ser ajusticiadas, porque son ladronas, rompedoras de matrimonios, bandidas, asesinas... Dañan de muchas formas. Así que deben ser ajusticiadas, no sólo por los daños, sino también porque tratan con Satanás.”

Pude ver como el sacerdote asentía a mis palabras y el pueblo escuchaba atento.

—¡Traigan ya a la bruja! —Pedí y en menos de un minuto ya traían arrastrando por los brazos a Ciara.

De vez en cuando intentaba dar un par de pasos pero la zarandeaban para que ni siquiera eso pudiese hacer y se limitase a dejarse arrastrar por el suelo, dañándose los pies. Estaba a punto de anochecer y el sol había descendido hasta pintar el cielo de un tono anaranjado que de nada tendrían que envidiar a las llamas que estaban a punto de empezar a arder en la plaza. La subieron a aquella pila de maderos y la ataron bien fuerte hasta que ella exclamó dolorida. Cuando me volví a ella y ella levantó la mirada para verme nos detuvimos un instante. Ella suspiró y yo tragué en seco.

—¡Esta mujer ha reconocido ser una bruja! —Exclamé y todo el pueblo aulló de sorpresa—. Tras recabar pruebas se ha determinado que dice la verdad y que practica múltiples enseñanzas de hechicería. ¡Aquí, en este instante, ajusticiaremos a esta hereje condenándola con fuego! —A mis palabras el sacerdote se acercó a la pila de maderos y comenzó a profesar una serie de verbos y palabras rogándole a Dios que purgase los pecados de su alma y demás rezos. Mi tío me extendió una antorcha encendida y yo debía ser el primero en lanzarla. Me contuve unos instantes hasta que el cura finalizó y después miré a Ciara a los ojos—. ¿Unas últimas palabras?

El silenció en el que meditó fue eterno y sus palabras frías y despiadadas.

—Ahí me veis, subido a vuestro caballo como el romano miraba a Cristo en la cruz. Pero no os guardo rencor, porque vos nunca me habéis hecho daño. Son vuestras ideas las que me ajustician, no vuestra voluntad. Son vuestros cargos los que me queman, no el fuego. La ley es la que me condena hoy, no vuestras palabras. Si es cierto que existe algún cielo vos no iréis a él, me temo. Sois demasiado bueno para pertenecer a ese lugar, y si existe algún infierno os estaré esperando en él para comunicaros que os perdono. Ya sabía que esto pasaría desde que os he visto, ¿sabéis qué me lo dijo? Vuestro amor y vuestro odio. —Cuando finalizó lancé la antorcha a la base de la pila y ésta cayó extendiendo sus brasas por todas las maderas contiguas. El fuego rápido se inició y se propagó con rapidez—. Ojalá el amor pudiese existir sin el odio. —Aquellas fueron sus últimas palabras.



Poco a poco la nube negra del humo comenzaba a rodearla y elevarse. Tosía, yo también tosí porque el humo me rozaba, me rodeaba a mí también, pero solo a ella la quemaba. Su vestido se cubrió con las llamas, su pelo se revolvió con el fuego y sus ojos se iluminaron con la luz del fuego, o tal vez fuese el cielo del anochecer. Todos los rostros allí presentes se iluminaron y hubo un instante en que el que el fuego era tan predominante que supe que ya no habría vuelta atrás. Estaba decidido, aquel fuego nos mataría a ambos. Cuando ella comenzó a gritar de forma agónica por el dolor saqué mi pistola, oculta hasta entonces en el interior de mi chaleco y con un tiro, único y ya preparado, me apunté a la sien. Caí del caballo impulsado por el disparo y el peso muerto de mi cuerpo. Lo último que recuerdo es un grito común de los paisanos y por último mirar el color rojo del cielo. Las nubes parecían desdibujarse como brochazos blancos sobre un fondo ardiente. El cielo estaba en llamas.

 


 Capítulo 34                   Capítulo 1 [Parte III]

↞ Índice de capítulos

Comentarios

Entradas populares