TRANSMUTACIÓN [Parte II] - Capítulo 34

Capítulo 34

 “Pacto de Fuego”

York, Inglaterra, 1620.

2 de mayo de 1620

 

Amanecí con el cuerpo compungido y dolorido por el colchón en el que apenas habría dos briznas de paja. Me dolía el cuello horrores y la espalda otro tanto. No había podido pegar ojo en toda la noche preocupado, alternando los ataques de ansiedad junto con las ideas febriles, el desconsuelo y el rezo a Dios. Cuando Dios no me respondía volvía la ansiedad y todo empezaba de nuevo. El frío me había calado los huesos contrayendo mis articulaciones y el ruido del viento me había perturbado toda la noche como los murmullos de mi conciencia, culpándome de todo lo que había sucedido en el día anterior. Cuantas veces pude repetirme que debería haberme quedado en casa, cuantas veces me repetí que debía haber cuidado mejor a mis hermanas, a Ciara y a mí mismo. Debía haberme guardado en todo momento de que formaba parte de aquel teatro, pero tampoco recordaba el punto exacto en el que me habían dado el papel principal de aquella obra y había empezado a interpretarla.

Pasadas las diez de la mañana me trajeron otros cuantos mendrugos de pan y algo de agua. Esperaba desde el amanecer a que alguien viniese para recogerme y llevarme a las mazmorras de la iglesia pero nadie había aparecido más que para darme agua y pan. Cuanto más tiempo pasaba allí más me inquietaba imaginándome todo lo que podrían estar haciéndole a Ciara. La sola idea de que pudieran estar haciéndole daño me desgarraba, y daba las gracias de que no la hubiesen encerrado cerca de mí para no poder oírla, porque habría enloquecido antes del amanecer. A las cuatro de la tarde el mismo carcelero volvió a traerme algo de pan y agua. Le pedí que me trajese otra cosa del menú pero él me ignoró. Comencé a pasearme de un lado a otro mientras veía como la luz del sol que entraba a través de la ventanita se iba haciendo cada vez más larga y anaranjada. Poco a poco se desvanecía y el amarillo dio paso al azulado y poco a poco a la oscuridad completa. Todo un día había pasado y yo ya estaba asqueado de mi mismo, de la soledad y del silencio. Mis pasos eran lo único que llenaba de vez en cuando la celda y me parecían más que insuficientes.

Antes de que diesen las onces se escucharon los pasos de más personas que el guardia acudiendo en dirección a mi celda. Bajaban las escaleras y poco a poco la luz de una vela iluminó todo de nuevo. Mi tío, el alcalde y dos de sus compañeros inseparables de taberna aparecieron con unas correas para volver a atarme las manos, o para golpearme con ellas. No estaba seguro de nada a aquellas alturas.

—Ya era hora. —Les dije, con algo de enfado—. He esperado por vosotros todo el día. Pensé que la interrogaríamos hoy.

—El día aún no ha terminado. —Dijo el alcalde, pidiéndole al alguacil que abriese la celda—. ¿Creéis que será necesario volver a ataros las manos o preferís ser decente, portaros bien y acudir a iglesia sin montar escándalo?

—No necesito las cuerdas. —Dije mientras me frotaba las muñecas, aún resentidas del día anterior—. Tengo un trabajo que cumplir, y así lo haré.

Mi tío me sonrió con algo de orgullo y temor a la par. El alcalde pareció convencido y me dejaron con las manos libres, pero aún así, me condujeron más o menos a la fuerza fuera de la celda y arriba hasta la puerta principal del ayuntamiento. Cuando salí me sorprendió ver a aquella pequeña multitud reunida en la plaza, esperando por mí o más bien por mi estado. Les decepcionó no verme amordazado pero yo no osé mirarles a ninguno. Me sentí herido por la presencia de todos aquellos ignorantes, fisgones y morbosos analfabetos disfrutando con mi condena. Por un momento pude ponerme en la situación de la ya fallecida esposa del alcalde el día en que la detuvieron y la condenaron. Por unos segundos estuve en su piel, y aquél segundo fue escalofriante.

Cuando entramos en la iglesia el sacerdote nos condujo hasta las mazmorras. Durante todo el trayecto me sentía cada vez más y más nervioso. Repentinamente me sentí mareado y dubitativo. No deseaba verla, no en aquella situación en la que iba a encontrarla. No estaba preparado para verla en aquellas condiciones y menos sabiendo que eran todas culpa mía. El camino nos condujo por unas escaleras hasta el espacio empedrado, de forma cuadrangular con una mesa, varias sillas y tres pequeñas puertecillas enrejadas, que guardaban un espacio no mucho más grande que una alacena. En una de ellas, sentada en el suelo con los brazos rodeándose las piernas estaba ella. Acurrucada en aquel agujero en el suelo, temblando por el frío pero con la mirada mucho más gélida que cualquier hielo. En la penumbra de aquella ratonera apenas podía verla pero distinguí sus facciones y sus manos, lo único iluminado. Prendieron una vela sobre la mesa de madera que había en aquella habitación y el sacerdote se dirigió a abrir la portezuela donde descansaba Ciara.

—Sentaos aquí. —Me dijo el alcalde cediéndome el espacio de una de las sillas, de cara a la mesa y a la pared de enfrente, donde reposaba la otra silla. Sacaron a Ciara de aquel agujero y la condujeron, con una cadena alrededor del cuello hasta la silla enfrente de mí. Encadenaron la argolla de su cuello a la pared en un enganche que allí había colocado por lo que ella quedó allí inerte, con el rostro fijo en mí y sin poder separarse de la pared más de diez centímetros. No podía moverse y tampoco escapar.

A la luz de la vela pude verla mejor. Estaba demacrada, golpeada, sucia y pálida donde no le alcanzaban los moratones. Aquella imagen era el vivo recuerdo de la esposa del alcalde, pero algo había diferente: tenía la mirada helada y el carácter sereno. Si hubiera sido solo por eso no me habría percatado de que probablemente le hubiesen dado varias palizas en todo el tiempo que yo había estado encerrado. Seguro que no había comido ni bebido nada, de seguro que tampoco la habrían dejado dormir y desde luego que no habrían respetado ni un poco de carne de su cuerpo.

—Hola. —Dije yo, pero ella no me respondió. Parpadeó a medias con uno de sus ojos amoratados y yo tragué en seco—. Señorita Ciara, se os ha acusado por el tribunal de justicia de este pueblo de ser una bruja. Eso significa que sois un peligro para nuestra congregación, para nuestro pueblo y sois enemiga de Dios. —Ella me miraba, pero no decía absolutamente nada. Su labio inferior estaba roto y había estado sangrando, ya no sangraba, su sabor seguro que ya no era el mismo que recordaba—. Como capitán de este pueblo tengo la jurisdicción para ser juez y verdugo vuestro, si se os condena.

El alcalde, mi tío y dos o tres hombres más estaban detrás de mí, visualizando toda aquella escena como si estuviésemos representando una obra de teatro. Yo estaba temblando pero intenté que mi voz sonase firme, lo suficiente como para amedrentar un poco a aquellos hombres.

—Se han encontrado en vuestra casa objetos de todo punto sospechosos. Por lo que tenemos la certeza de que practicáis la brujería, la hechicería, la cartomancia y herejías similares. ¿Afirmáis haber nacido en esa casa?

—Así es. —Mintió.

—Por lo tanto no estáis bautizada.

—No lo estoy. —Dijo mientras intentó mover la cabeza en ademán negativo sin logarlo—. No creo en Dios. Ni en el vuestro ni en ninguno. —A sus palabras un murmullo generalizado se extendió por toda la sala.

—Afirmáis no reconocer la autoridad de Dios. —Solté—. ¿Negaréis pues que aquellos objetos que se encontraron en vuestra casa eran vuestros?

—No lo niego. —Soltó, y nos dejó a todos pasmados con su sinceridad, pero más aún con la tranquilidad con la que lo dijo.

—¿Eran vuestros?

—Así es. —Dijo.

—Bien. Afirmáis pues que practicáis brujería. —Ella intentó asentir de nuevo.

—Lo afirmó. Practico la brujería y la hechicería. También la quiromancia, la cartomancia, la piromancia, la geomancia, la cristalomancia y la necromancia. Es decir, leo las líneas de las manos, las cartas, los diferentes tonos del fuego, leo las piedras y los cristales y también leo en los huesos o las entrañas de los animales. —Todos contuvimos el aliento—. Tengo amuletos paganos, libros prohibidos, cadáveres de animales en mi casa y también elaboro elixires y remedios medicinales.

—Si lo reconoce así de fácil no hará falta torturarla. —Oí a una voz detrás de mí, pero más que con alivio lo pronunció con disgusto, pues se perdían el placer de torturarla, aún más.

—Reconocéis pues que sois una bruja.

—Así es. —Dijo.

—¿Tenéis compañeros, conocidos o familiares?

—No. Ya os dije, estoy sola en este mundo. No conozco a nadie y no deseo conocer a nadie.

—¿Esperáis que creamos que habéis nacido de la tierra como una seta? —Preguntó el alcalde. Ella se sonrió.

—No he dicho que haya nacido de la tierra, como vuestro Adán. Digo que nací del seno de mi madre y mis padres, ambos dos, murieron hace unos años. —Mintió—. Murieron de gripe un día que cogieron frío al regresar a casa en noche de lluvia. Desde entonces estoy sola en aquella cabaña.

—¿No habéis tenido contacto con nadie más desde entonces?

—Con nadie más. —Mintió. Yo solté un inaudible suspiro pero los allí presentes no parecían satisfechos. Uno de ellos se dirigió a tirar de la cadena que la ataba al cuello y estrangularla un poco. Ella se retorció en su asiento y yo me levanté, asustado.

—¡Basta! ¿No veis que ha confesado ya? ¿No os habéis divertido con ella lo suficiente? La habéis ya mancillado, dejad que Dios recoja lo poco que quede de ella, o Satanás, o quien quiera llevarse su alma. —El hombre soltó la cadena, disgustado y yo volví a sentarme. Solé un largo suspiro y ella se volvió a relajar sobre su asiento—. Como habéis confesado, no hará falta sacaros la verdad a la fuerza ni tampoco haceros ninguna prueba como las que se suelen hacer en estos casos para comprobar si una inocente es realmente inocente o una bruja. Bastante dolor os han infringido ya estos hombres, me imagino, de forma gratuita y sin devoción ninguna por su búsqueda de información.

Ella no dijo nada, se limitó a mirarme con una expresión de compasión. ¿Sentía compasión por mí? ¿Cómo era eso posible? Era ella la que estaba encadenada.

—¿Por qué así de sencillo? —Le pregunté—. Lo normal es que nadie reconozca sus pecados.

—No he cometido pecado alguno. —Dijo ella, tranquila—. Y no es para nada sencillo. ¿Por qué he confesado? Porque no quiero darles la satisfacción de prolongar mi dolor. Tenéis razón, se han divertido, uno por uno, todos los hombres que veo aquí y me faltan más por nombrar. El del alzacuellos también se ha divertido probando el fruto prohibido que su religión bien le prohíbe catar y creyéndome por un momento plato de su gusto se ha dado un buen festín, incluso cuando unos segundos antes me llamaba hereje e indigna.

Me puso los pelos de punta aquella frialdad con la que me estaba refiriendo aquello. No supe si lo estaba haciendo por torturarme a mí o por desahogarse, ahora que veía su final tan cerca.

—No han dejado un solo centímetro de piel sin pegar, sin escupir o morder. Me han quemado la espalda, me han amordazado, me ha besado y después me han despreciado como una alimaña. No me han dado de comer ni de beber, no me han hablado de Dios para tratar de convencerme ni tampoco han mostrado misericordia hacia mi feminidad. El único lugar donde no me han mirado ha sido a los ojos y eso demuestra la poca entereza y el poco honor de estas gentes. Pobres, de verdad, que no entienden que mi cuerpo no les pertenece y a pesar de violarlo y romperlo sigue sin ser suyo, pues cuando me quemen, volveré a ser de la tierra, de donde ellos me han sacado.

Los hombres detrás de mí comenzaron a murmurar horrorizados y ofendidos.

—No importa cuánto lo niegue, cuantas pruebas pueda daros de que estáis confundido o equivocado. Así es Dios, ciega a todo el que recoge en sus brazos, para que sean incapaces de ver nada más que la verdad que ellos quieran vislumbrar. No importa cuánto bien haya hecho o cuanto pueda ayudaros, jamás veréis en mí nada más que una bruja, solo porque os habéis convencido de ello. Veréis las pruebas de vuestra acusación donde quiera que miréis porque queréis estar convencido de que soy un peligro. Solo porque alguien os lo ha dicho. Estos hombres quieren matarme, y no puedo hacer yo nada que pueda impedírselo, porque así son los animes. Cuando fijan su objetivo en una presa no les importa si esta es mayor que ellos, si no les alimentará o si ya está muerta y podrida. Si tienen hambre no les importa demoler un muro o violar a una niña. Su objetivo debe ser cumplido y no aceptarán un no por respuesta. Así son las bestias que Dios crea y a las que Dios protege. ¡Soy una bruja! Aunque no estoy segura de qué significa esa palabra. Si queréis oírme decir que vuelo en mi escoba en las noches de luna llena, lo diré, aunque apenas si puedo despegar los pies del suelo. Si queréis oírme decir que me alimento de las almas de los que se pierden por el bosque, y que me gusta hacer velas con la grasa de niños no bautizados, si queréis que reconozca que le rezo a Satanás y le ofrezco a niñas inocentes como sacrificio, puedo decirlo. Pero no sería verdad. ¿Y acaso serviría de algo negarlo? Ya me habéis condenado. Solo os estáis divirtiendo interrogándome. Esto es solo un paripé. Ya lo he reconocido. Matadme.

Su sentencia fue mucho más firme de lo que yo habría podido condenarla. Mi tío quedó pasmado y el alcalde estaba ya cansado de la situación, solo quería deshacerse de ella cuanto antes.

—Ya está, pues. —Señaló su celda—. Encerrad de nuevo a esa perra y que mañana preparen todo el tinglado en la plaza. La quemaremos al anochecer.

—Aún queda una pregunta más. —Advirtió mi tío con cautela. Se acercó a mí y me puso la mano en el hombro haciéndome dar un respingo—. ¿Conocéis a este muchacho de algo?

—Ya me han preguntado eso antes. —Dijo ella con altivez—. Y como ya he dicho que no cientos de veces y aún así me habéis puesto un hierro al rojo en la espalda, me habéis pateado los riñones y el vientre y aún así os he seguido diciendo que no, ya no sé qué respuesta daros. Un “nunca antes lo había visto y ni siquiera sé su nombre,” ¿os parece bien?

Mi tío desistió y yo supe que habían estado interrogándola mucho antes de que yo llegase a aquella sala. Me levanté a la par que a ella la levantaban y observé cómo volvían a meterla en aquella celda en silencio. La cadena de su cuello quedó prendida de la pared de su respaldo y podía sentarse, pero no tumbarse, por lo que no podía apenas recostarse. Se rodeó las piernas con los brazos como había hecho cuando habíamos llegado y allí quedó, en aquella oscuridad.

—¿Mañana será cuando la quememos? —Preguntó mi tío, curioso.

—Así es. —Dijo el alcalde—. No quiero esperar un día más. Quiero que esto termine de una vez. —Y dando media vuelta se marchó con su séquito, pero mi tío aún me tenía sujeto por el hombro. Me retuvo en aquel espacio unos minutos más.

—¿Puedo volver a casa o volveré a la celda del ayuntamiento? —Le pregunté pero él no parecía interesado en nada de eso.

—En casa ya no os espera nadie, así que mejor regresaremos al ayuntamiento.

—¿Cómo es eso? —Le pregunté y él me lanzó una mirada significativa, como si pensase que yo sabría algo acerca de aquello.

—Esta mañana fui a advertirle a tus hermanas sobre lo que estaba aconteciendo y no había nadie en la casa. Faltaban unas cuantas cosas de tus hermanas, algunos objetos de valor, pero todo lo demás estaba allí. Tus hermanas se han ido. ¡Es curioso! —Exclamó—. El hijo de los Evans también ha desaparecido, y uno de sus carros con dos caballos. A tu hermana Lili le gustaba. ¿No es cierto?

—Me trae sin cuidado. —Le dije mientras él fruncía el ceño frente a mi indiferencia. Si se han largado, mejor para mí, así no serán una carga.

—¿Pero Amanda no estaba tan enferma? —Me preguntó, consciente de que todo había sido una mentira—. Casi todas sus cosas estaban aún en casa. No se ha llevado ni su ropa ni sus zapatos…

—Podría darte alguna explicación si no hubiese pasado la noche en el calabozo.

—Me darás una explicación porque sé que tu hermana lleva dos semanas desaparecida. ¿A dónde la has llevado?

—¿Yo? —Pregunté, divertido—. ¿Acaso crees que la obligaría a hacer nada que ella no quisiese?

—Lo que haga Lili me trae sin cuidado, la muy zorra es una malcriada y una ignorante. Bien puede pudrirse por ahí con el hijo de los Evans. Se morirán de hambre más pronto que tarde. Pero tu hermana Amanda… —Sentí como se relamía—. ¿Dónde está?

Aquello ya tocó mi fibra sensible. Ciara era espectadora de toda aquella conversación y aunque no dijo una sola palabra podía sentir su pensamiento vagar alrededor mío.

—Con nuestros padres. —Dije, fulminando a mi tío con la mirada—. Se quitó la vida, aún no sabemos por qué. Se clavó un cuchillo en el vientre. Como no podíamos enterrarla en la iglesia y darle santa sepultura por haber cometido el gran delito del suicidio la hemos enterrado en el bosque. No volverás a encontrarla jamás, y si lo haces, más vale que Dios os prevenga de no violar un cadáver.

Mi tío me cruzó la cara con un manotazo y me quedé allí de pie, inmóvil, sintiendo como me ardía le rostro.

—Puedes volver a tu casa. —Me dijo mi tío con rencor mientras me empujaba poco a poco fuera de la estancia. Subimos las escaleras y en la puerta me dio un empujón para echarme fuera. Desde allí me habló—. Mañana se os irá a recoger a vuestra casa a las siete, para que dictéis sentencia y queméis a esta zorra. Más os vale que estéis para entonces, porque si no le arrancaremos a la muchacha una a una sus extremidades hasta que regreséis. No se os ocurra venir a visitarla o intentar sacarla de aquí, porque ya estaré yo y otros tantos para impedíroslo. Disfrutad de esta última noche en casa, porque después de que todo esto pase pienso expropiárosla y echaros de ella a patadas. Os habéis divertido demasiado tiempo conmigo y esto ya terminó.

 

 

 

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