TRANSMUTACIÓN [Parte II] - Capítulo 33

 

Capítulo 33

 “Pacto de Fuego”

York, Inglaterra, 1620.

1 de mayo de 1620

 

—Willem, Willem… —Canturreó mi tío victorioso y yo palidecí más si era posible. Ciara detrás de mí se escondía sujetando el cesto de la ropa ya vacío y sin perder de vista a ninguno de los hombres que habían aparecido. Tres en total, pero yo sabía que debía de haber más—. ¿Qué es lo que haces aquí? ¿Y quién es esta jovencita?

—¿Vives tú aquí sola? —Le preguntó uno de los amigos de mi tío. Ella asintió.

—Sola.

—¿No tienes esposo, muchacha? ¿Y tus padres?

—Muertos. No estoy casada. —Soltó ella.

—Contestarme, Willem. ¿Qué haces aquí? —Me preguntó mi tío con insistencia—. ¿De qué conoces a esta mujer?

—De nada. —Dije, y me volví hacia ella—. No la conozco de nada. Nos hemos conocido ahora. Paseaba por estas zonas con el caballo y me la he encontrado.


—Estaba interrogándome como vos estáis haciendo ahora. —Dijo ella con algo de incomodidad—. Que si no tengo hermanos, que de dónde he salido.... Que de qué modo vivo aquí sola y cuanto tiempo llevo en esta casa. Como me llamo, cuantos años tengo. Bien puedo haberle contado mi vida entera ya.

—¿Interrogándola? —Preguntó uno de los amigos de mi tío—. ¿Y os ha contado algo de interés?

—Nada. —Dije, encogiéndome de hombros—. No tiene contacto con ningún poblado cercano ni tampoco con ninguna otra residencia. Apenas si sabía que hay un pueblo más al sur donde estamos nosotros.

—No se está permitido venir tan al norte. —Dijo mi tío mientras me lanzaba una mirada acusadora. El resto de sus amigos podían haberme creído, pero mi tío nunca lo haría—. ¿Qué hacías por estas zonas?

—Ha seguido el humo que sale de mi chimenea. —Dijo ella con rapidez. Me salvó en aquella ocasión.

Todos volvimos el rostro hacia aquel hilillo de humo que se alzaba sobre las copas de los árboles. Yo solté un largo chasquido con la lengua.

—¿Y vosotros? Me habéis seguido. ¿No os fiáis de que vuestro capitán haga bien su trabajo? ¿Acaso me seguíais para atentar contra mí? —Les desafié. Dudé de que aquello fuese verdad pero era una acusación suficientemente grave como para acobardarles. Todos negaron con el rostro, menos mi tío que se sonrió—. ¿Sabe el alcalde que me habéis seguido? Bien podría decirle que estáis desatendiendo vuestras labores.

—Lo sabe. —Dijo mi tío—. Yo mismo le informé de la partida. Últimamente estás especialmente extraño y solo te seguíamos para comprobar que todo estaba en orden. ¡Y justo te encontramos aquí, en este lugar inhóspito y que tú dices acabar de descubrir!

—No lo ha descubierto nadie. —Dijo Ciara—. Esta es mi casa. Y estos son mis terrenos. Así que si no queréis que emprenda acciones legales contra ustedes más os vale que regreséis al pueblo de donde habéis salido.

—¡Acciones legales! —Dijo mi tío, a punto de desternillarse—. Muchachita, nosotros representamos la ley de Dios en estas tierras y si vos no queréis que estemos aquí es que rechazáis a Dios, y eso es una ofensa muy grave que os puede costar la vida.

—¿Y sabe Dios qué usáis sus palabras como una justificación?

—Si osáis hablarme de esa manera de nuevo cogeré una rama y os daré de varazos con ella hasta que os quedéis muda. —Soltó mi tío a lo que yo di un respingo. Estaba a punto de decir algo cuando desde el interior de la casa sonó un estruendo, como muebles cayendo y cristales rotos. Quise salir corriendo a ver qué estaba sucediendo pero Ciara no se movió de su sitio. No parecía más alarmada que cualquiera cuando estaba claro que alguien estaba invadiendo su casa y revolviéndola.

—Vayámonos. —Dije yo, intentando calmar el ambiente—. Aquí no hay nada que ver.

—Eso lo decidiré yo. —Dijo mi tío, sin moverse un solo ápice—. Por lo pronto ya veremos si en su casa esconde algo sospechoso y después decidiremos si llevárnosla o no al cuartel.

—¿Vais a llevaros a una mujer inocente al cuartel para interrogarla?

—¡No! —Dijo mi tío, ofendido—. Dios me libre. Jamás haría daño a una chiquilla inocente. Solo queda determinar si esta es una de ellas o no.

—¿Así tratáis a los forasteros? —Preguntó Ciara, ofendida—. ¿Entrando en sus casas y poniéndolo todo patas arriba para inculparme de algo?

—Abandonad de inmediato su casa. —Ordené, de forma autoritaria. Aquellos hombres dudaron todos menos mi tío que se sonrió—. ¿Acaso no vais a obedecerme? ¡Yo soy el capitán!

—Lo eres gracias a mí. —Soltó mi tío y como si aquello fuese suficiente como para robarme toda autoridad me ignoraron todos y perdí cualquier clase de poder que en algún momento hubiese tenido sobre ellos. En aquél instante me di cuenta de que todo lo que había hecho, todo lo que yo era no había sido más que una mentira. Todo mi trabajo no era más que una forma de cargar con los problemas para dejarles a ellos con las manos limpias y libres para impartir la justicia que mi cargo me autorizaba.

Uno de aquellos hombres que había estado hurgando en su casa apareció acompañado de otros tantos. Entre estos uno era Matheo, cargando con un cuenco de metal y algo más en sus manos. El portavoz, o quien parecía haber sido quien había dirigido la búsqueda por el interior de la casa habló el primero, haciéndonos recaer sobre ellos con susto y pasmo.

—¡Es una bruja! —Aquellas palabras nos sentenciaron a los dos—. ¡Tiene la casa repleta de porquería pagana, elixires demoníacos y a saber cuántas cosas más!

A nuestros pies lanzó un cuenco con cenizas y huesos pequeños, del tamaño de un ratón. También una baraja del tarot, amuletos de plumas con campanillas de oro y unos cuantos frasquitos de sus colonias. Al caer y romperse esparcieron el líquido a nuestro alrededor, inundando todo de un intenso perfume a menta y fresa.

—La casa está repleta de cosas como estas, señor. —Le dijo a mi tío, y en ningún momento el hombre osó dirigirse a mí. Ni siquiera le importó mi presencia. Ciara permanecía muda y yo con los puños apretados caía más y más en un abismo imposible de escalar. Ya sentía alrededor de mi cuello la orca, apretada y firme bajo mi nuez.

—¿Vais a culparla solo por unos abalorios?

—¿Acaso vas a exculparla? —Me preguntó mi tío—. Hay evidencias suficientes al menos para detenerla. Ya conocéis el procedimiento sobrino mío, después de las evidencias o las denuncias debemos proceder a la detención. Una vez en el cuartel la interrogaremos. Y a vos también, sobrino.

—¿A mí? —Pregunté, más asustado por ella que por mí.

—Por supuesto. Se os ha encontrado con ella. Bien puede haberos echado algún maleficio o algo con lo que podáis hacer daño a nuestros paisanos y eso es inaceptable. —Con aquél cinismo que me carcomía por dentro señaló a sus ayudantes para que nos esposasen a los dos. A ella la subieron en un caballo con uno de aquellos hombres y a mí me dejaron montar mi caballo pero con las manos atrás, tirando del caballo uno de aquellos repugnantes seres, conduciéndonos a ambos al pueblo.

Por el camino yo la miraba pero ella no parecía querer ser cómplice de mis gestos o mis acciones. Se limitó a guardar silencio todo el camino, incluso después de que varios de aquellos hombres, Matheo incluso, la toquetease las piernas o la cintura. Ella se mantenía seria, firme y abandonaba la mente de su cuerpo para evitarse más problemas. Yo me revolvía de vez en cuando, de forma inútil. Nosotros éramos aquellos ratonzuelos y los ellos los halcones.

 

 

Mi hermana salió a la puerta de casa cuando pasábamos por delante en dirección al ayuntamiento. Salió asustada por el sonido de las herraduras de los caballos pisando por el suelo. Me encontró a mí, maniatado y con la cabeza baja y a Ciara en el caballo posterior, con el mismo aspecto demacrado. Mi tío presidía aquel desfile en el que todo el mundo era espectador y nosotros meros figurantes. Mi hermana se horrorizó, tembló de pies a cabeza y se volvió a meter en casa al reconocer la situación como un problema del que ella tampoco podría librarse fácilmente. Nos habían pillado, le dije con una mirada y ella huyó dentro de casa con una expresión descompuesta y aterrorizada. Qué bien sonaba ahora nuestro hogar como punto de refugio y cuándo habría dado para poder acurrucarme con ella de nuevo en la cama como había estado haciendo. Ahora era yo el que necesitaba de su presencia, pero ella más lista que yo, me la negaba escondiéndose tras la puerta. En ese instante supe que no volvería a verla nunca más. Algo me lo dijo, no sé cómo pero lo supe. Ella desaparecería porque de mí ya no podía esperar más protección.



Fuimos foco de atención cuando llegamos a la plaza del ayuntamiento. A Ciara la bajaron a horcajadas del caballo y entre dos se la llevaron dentro de la iglesia. A mí me condujeron dentro del ayuntamiento. Imploré porque no me mostrasen como un detenido frente al pueblo cuando yo no era más que un sospechoso, pero en el rostro de mi tío pude ver que disfrutaba mostrándome como un cachorro apaleado. Todo el mundo salió a las puertas o se asomó a las ventanas curiosos y desconcertados. La imagen de aquella chica infundía temor y desconfianza, pero la mía solo incertidumbre y confusión. Incluso la tabernera salió del establecimiento para verme maniatado y siendo conducido por el brazo hacia la puerta del ayuntamiento. La oía gritar desde la taberna.

—¡No agarréis así al muchacho! ¿Qué ha hecho el pobre? ¡No me le hagáis daño!

Sus palabras solo me conmovieron a mí. Lancé una última mirada hacia Ciara en el momento en que atravesaba las puertas de la iglesia y el sacerdote la recibía santiguándose. Al oír que era bruja pareció más que interesado y podía sentir como salivaba solo con pensar que disfrutaría de su tortura. Ni siquiera me moví.

Dentro del ayuntamiento me llevaron a los calabozos y me asignaron uno de los más amplios y mejor construidos. No había necesidad de torturarme metiéndome en una jaula así que se limitaron a dejarme uno de los amplios porque de seguro que recibiría visitas frecuentes. Allí había una cama de paja, una pequeña ventanita con barrotes rozando el techo de la celda y a los minutos me trajeron un poco de agua y un mendrugo de pan negro. Me dejaron solo y cuando pasados los minutos comprobé que no venía nadie, al fin me puse a llorar.

 

 

Cuando llegó la noche mi tío se presentó en la celda, henchido de orgullo y con una expresión más que risueña. Me trató incluso con candidez pero yo no albergaba sentimiento alguno de compasión por él, ni tampoco para mí. Yo me quedé sentado en un poyo de piedra mientras él se paseaba mirando alrededor. Disfrutaba con aquellas vistas más que yo.

—¿A dónde nos conduce la vida, sobrino? —Preguntó, más para las paredes de piedra que para mí—. Me quitáis la casa y acabáis en esta celda.

—No por mucho tiempo. —Dije, altivo—. Yo no he hecho nada malo y no hay forma de que lo probéis porque no se puede demostrar lo que no ha ocurrido. Así que volveré a casa con mis hermanas antes de que os de tiempo de disfrutar de mi estancia aquí.

—Eso ya lo veremos. —Dijo él con una sonrisa malévola—. Por lo pronto pasareis aquí la noche, vaya a ser que la luna os traiga malos pensamientos inducidos por la presencia de la bruja y os dé por hacer alguna que otra locura.

Yo rodé los ojos y él suspiró, mirando en dirección a la ventanita por donde ya no entraba luz. La única luz que tenía la había traído él con un porta velas.

—He estado en vuestra casa. —Yo palidecí—. Lili me atendió, me dijo que no deseaba tener visitas y que Amanda estaba grave, en la cama. ¿Y no habéis llamado al médico? Qué bien la estáis cuidando… —Se regodeó y yo estuve a punto de decir algo más, pero me mordí la lengua—. Le he informado de que habéis sido encontrado en presencia de una bruja y que procederemos a interrogaros a los dos. Y que si las cosas salen bien, se os condenará a los dos, a ella por brujería y a ti por haber sido seducido por ella.

—¿Y ella qué ha dicho?

—No parecía teneros gran aprecio porque se ha encogido de hombros y ha dicho que mejor muerto que contaminado por Satanás.

—¿Y qué haréis de Ciara?

—¿Ese es su nombre? —Me preguntó y yo asentí mientras se volvía a pasear de un lado a otro—. Pasará la noche en medio de su soledad como vos. O tal vez acompañada de algún guardia para evitar sorpresas. Y mañana por la mañana empezaremos con el interrogatorio, y las pruebas pertinentes que necesitemos para obtener su confesión. Tras ´rsta, buscaremos más culpables o cómplices y cuando el proceso haya terminado la condenaremos.

—Ya estáis pensando en la confesión cuando aún ni la habéis interrogado.

—No lo haré yo. —Dijo él, conciso y firme—. La interrogaréis vos y le aplicaréis los castigos y pruebas pertinentes que sean necesarios para que confiese. Y si os inculpa, bien podéis daros por muerto.

Palidecí. Aquel plan era endiabladamente suspicaz. Estaba más que seguro de que ella y yo ya nos conocíamos, y aunque no fuese así, tal vez ella probase a fingir que nos conociésemos solo para arrastrarme con ella a la muerte. Si la torturase, tal vez ella confesaría que nos conocíamos y sería mi ruina. Pero yo no podía pensar en mí mismo cuando era ella a la que iba a dañar con los métodos que se usaban para tales casos. No albergaba más deseo que liberarla a ella pasase lo que pasase. Incluso si tenía que ponerme en su lugar o incluso peor. Pero algo me decía que ella ya estaba condenada y que no importaba cuantos esfuerzos hiciésemos para salvarla, ella ya estaba muerta.

—Ese es tu trabajo, ¿no? —Me preguntó mi tío, cínico como nunca lo había visto—. ¿Acaso con doce años no me dijiste que querías hacerte cazador de brujas? Pues ahí tienes a una. Ya sabes lo que tienes que hacer con ella. Y cuando todo haya terminado, y si ella no te menciona, podrás volver a tu casa, a tu puesto original. Admitiremos que habíamos cometido un error contigo y que más valga ser precavidos que después curar. —Se acercó a mí con confianza y confidencialidad—. Las gentes de este pueblo te necesitan, necesitan a su capitán, para que les ayude en todas las tareas de las que os dispongan, para sentirse protegidos y que alguien vigile por ellos. Has cometido una falta, y nada me haría más feliz que colgarte la soga al cuello y dejarte caer por tu propio peso amarrado a ella, pero estos paisanos te necesitan. No entiendo porqué, pero algunos te aprecian y les eres de ayuda. Tu trabajo es más importante que ella, o que yo. Tu trabajo para este pueblo, la dedicación que le has profesado todos estos años, ¿vas a echarlos por la borda? ¿Qué será de ti si desobedeces? ¿Qué será de tus hermanas si fallas en esto? ¿Hum?

—No soy más que un muñeco de trapo que manejáis a vuestro antojo.

—Tal cual lo has definido. —Me dijo con una expresión tranquila—. ¿Y acaso no somos todos manejados por Dios para su divina providencia?

—¿A ti te maneja Dios? —Le pregunté y él se encogió de hombros.

—¿Acaso hay alguien más? —Bajé la mirada y él se irguió, satisfecho con su labor y finalizando nuestra conversación—. Dormirás aquí esta noche. Reflexiona sobre tus acciones y sobre lo que harás mañana. Piensa en tus hermanas y en tus paisanos. Encomiéndate a Dios y a tu trabajo, que es servirle. Nos veremos mañana.


 

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