TRANSMUTACIÓN [Parte II] - Capítulo 32
Capítulo 32
“Pacto
de Fuego”
York, Inglaterra, 1620.
Del 17 de abril al 1 de mayo de 1620
Con mi hermana ya muerta acatamos sus últimas
voluntades y Ciara nos ayudó a enterrar el cadáver. Ella nos permitió que fuese
dentro de sus terrenos, no solo por la culpabilidad que sentía hacia sus actos
sino también para que estuviese protegida por la legitimidad que resguardaba
sus propiedades. Lloramos su muerte tanto como no habíamos llorado la de
nuestro padre o la de nuestra madre. Llorábamos por ella pero también por
nosotros, por el miedo que sentíamos al cargar con un cuerpo sobre nuestras
espaldas. Nos aterraba a mi hermana y a mí la idea de presentarnos en el pueblo
sin ella. ¡Qué diríamos! Nos interrogarían hasta sacarnos los entresijos, y con
suerte, con los años aquello se olvidaría si no nos habían matado antes a
nosotros.
Mi hermana y yo llegamos a casa justo antes de que el
sol despuntara. Ya había algún que otro transeúnte por las calles pero no
pareció más extrañado de vernos de lo habitual. Metí al caballo en el establo y
pensé en dormir, pues ambos estábamos agotados por tantas emociones y tan poco
descanso, pero no podíamos conciliar el sueño. Mi hermana calentó un poco de
leche en un cazo y nos la repartimos en dos vasos. Sentados a la mesa en
silencio observamos como el sol poco a poco ascendía y se extendía a lo largo
de la habitación. Nosotros durante aquellas horas no fuimos más que dos muebles
más en aquella casucha.
Un mar de preguntas y sentimientos me asaltaban a cada
instante. Primeramente me preocupaba que Lili me repudiase y odiase por lo que
le había hecho a nuestra hermana. Temía que ella me culpase de su muerte tanto
o más como yo me culpaba a mi mismo pero no pareció mostrar un solo atisbo de
rencor hacia mí. Sin embargo aquello no me libraba de la penitencia con la que
pudiera cargarme. También me preocupaba que aunque ella fuese mucho más fuerte
que yo, no soportase aquella perdida, pues con su hermana había sido un apoyo
muy grande y se habían criado juntas, casi como gemelas. Yo no podría suplir
aquella falta y mucho menos obligarla a olvidarse de ella.
Me pregunté durante mucho tiempo qué estaba pensando
ella, cómo resolvería ella toda esta situación en la que nos habíamos metido y
si de verdad ella colaboraría o se desmoronaría dejándome a mí solo con todo el
peso del delito. Sin embargo, no me atreví a abrir la boca para preguntarle. El
silencio era tan conciliador como miserable. Estábamos en un mutismo por el
luto y aunque nunca nos vestiríamos de luto por nuestra hermana, habernos
cubierto de su sangre era velo suficiente.
—Diremos que está enferma. —Dije al fin, pasadas las
diez de la mañana. Todo el mundo había salido ya a hacer sus quehaceres pero
nosotros aún seguíamos con las mentes en el bosque.
—Eso nos librará unos días. ¿Y después qué?
—Ya veremos. Diremos que ha enfermado y muerto. —Mi
frialdad rozaba el sadismo. Ella se espantó.
—¿Qué dirá el sacerdote? ¿Y el médico? Querrán verla.
¿Los llevamos al bosque? —Ironizó.
—Déjamelo a mí. Yo me encargaré de dar las
explicaciones pertinentes…
—Ahora que no está, tendrás que ayudarme en la casa.
—Dijo ella con rotundidad.
—No te quepa la menor duda de que estaré aquí todos
los días para ayudarte en lo que sea. Yo me encargaré de ir al mercado si lo
necesitas y también a la casa de comidas. Así evitarás salir de casa…
—Bien. —Dijo ella un poco más calmada y bajó los
hombros, derrotada. Yo adelanté la mano para sujetar la suya y la miré con
intensidad.
—No te derrumbes. —Le supliqué—. No puedo hacer esto
sin ti.
—No lo haré. —Dijo ella—. Pero ten por seguro que en
cuanto pueda casarme con Harry no dudaré en dejar todo esto atrás.
—Me parece más que justo. —Dije y ella apretó mi mano
en la suya.
Las cosas transcurrieron con dificultad. Aquellas dos
últimas semanas del mes fueron las más complicadas de mi vida. Mezclando
excusas y mentiras como si cocinase un pastel. Un poco de azúcar por aquí, un
poco de harina por el otro lado. Algo de esencia de vainilla y un poco de
leche. Al final ni yo mismo sabía muy bien a quién le había contado qué y
cuáles de todas las mentiras que había formulado yo en mi cabeza había soltado
y cuales me quedaban en la recámara. La primera que preguntó por mi hermana fue
la tabernera de la casa de comidas, pues era mi hermana la que se encargaba de
ir a buscarle la carne o el pan.
—¿Hace varios días que no veo a vuestra hermana?
Estáis ayudando mucho en las tareas de hogar últimamente.
—Solo hago recados. —Me excusé pero a ella le
importaba bien poco lo que yo estuviese haciendo o dejando de hacer—. Está
enferma. Ya sabéis, las cosas de mujeres…
—¡Ah! Ya veo. Pero le ha dado muy fuerte, ¿no? Para
quedarse varios días en cama.
—No está en cama, pero está algo débil así que está
haciendo lo menos posible para recuperarse cuanto antes. Allí en el salón la he
dejado remendándome unos calcetines.
—Pues dile que luego a la tarde sobre las cinco me
paso a verla. Hace mucho que no hablamos largo y tendido. Dejaré a mi marido a
la barra un rato.
Cuando la pobre mujer se presentó en casa sobre esa
hora excusé a mi hermana diciendo que estaba en la cama, durmiendo. Después de
comer se había sentido algo dolorida y la había mandado a dormir. Le di un poco
de té a la pobre mujer ya que había hecho el esfuerzo de dejar la taberna para
venir a verla y la despaché en cuanto pude. Temí que Lili se desplomase delante
de ella por la tensión pero aguantó mucho mejor que yo, dándole toda la
conversación que demandase.
El carnicero y la hortelana del mercado también me
preguntaron por ella, y esta última también sugirió en verla, pero yo la detuve
antes de que se autoinvitase, diciendo que mi hermana estaba en cama y no
deseaba recibir visitas. Aquellas habladurías llegaron al médico del pueblo que
se ofreció a atenderla. Para sorpresa de ambos el hombre se presentó en nuestra
puerta al haber escuchado decir en el mercado que mi hermana se encontraba
convaleciente en la cama. Yo le pedí que no molestase a mi hermana, que me
había pedido no llamar al médico por un problema que tenía cada mensualidad.
—Pero no estará de más echarle un vistazo. —Insistía
el hombre, e intentando no sonar demasiado agresivo le serví un té y le pedí
que se sentase en el salón, que iría a preguntarle a mi hermana si deseaba
recibir la visita del médico. Me quedé al menos cinco minutos a solas en aquel
cuarto oscuro que aún olía a ella para fingir que hablaba con mi hermana.
Cuando salí le mostré mi mejor expresión de disculpa y encogiéndome de hombros
le pedí que se marchase, que allí no iba a invertir bien su tiempo pues mi
hermana no deseaba ser atendida por el médico. Este, refunfuñando y con cara de
pocos amigos salió por la puerta.
El siguiente que llamó fue el sacerdote. Mi hermana se
ocupó de este dándole unas cuantas pastas que había comprado esa mañana y algo
de té. Ella le dijo que su visita era innecesaria pues todo el consejo
espiritual que pudiese necesitar nuestra hermana yo se lo proporcionaba pues
también tenía estudios religiosos. El cura no quedó tranquilo e insistió en al
menos echar un vistazo a la habitación de mi hermana para comprobar su estado.
Yo me negué, pidiéndole que no perturbarse la intimidad de una mujer sola y
acostada. El hombre pareció alarmado y se marchó ofendido. Mi hermana y yo nos
miramos con miedo y comenzábamos a preocuparnos por si alguien más se atrevía a
allanarnos la casa como venían haciendo y se adentraban en el dormitorio de
ella para descubrir un cuarto vacío.
Algunas de aquellas noches, sobre todo en los días más
tensos o que más pánico pasamos, mi hermana se colaba en mi habitación y se
tumbaba a mi lado como cuando éramos pequeños. Yo me abrazaba a ella con
ternura y a veces llorábamos juntos. Así pasamos aquellos días, con sonrisas y
excusas por las mañanas y lágrimas por las noches. Las comidas eran silenciosas
y las horas muertas tediosas. Yo salía a trabajar y lidiaba con todos los que
se preocupaban por mi hermana, pero cuando regresaba al descanso de casa mi
hermana me contaba todas las personas que habían venido preguntando por Amanda
y que los había tenido que echar como a ratones, con el cepillo y a empujones.
Pasada semana y media de su muerte se nos habían
acabado las excusas. Si seguíamos insistiendo en que era algo propio del
periodo un médico tendría el permiso de verla pues aquello ya duraba demasiado.
Comenzamos a idear tramas como que había cogido frío en el huerto y se había
constipado, pero el médico aún así quería verla. Mi hermana propuso que habría
podido hacer algún viaje, pero ninguno teníamos a donde ir así que era
inverosímil. Podríamos decir que se encontraba cansada o deprimida, pero
aquello no resolvería nada. Por lo que acabamos diciendo que ya se recuperaba
pero que aún no quería visitar a nadie por si el frío que había cogido era
contagioso. Así pasamos algunos días.
A la segunda semana llegó una carta para mí. La trajo
Marcos agitado como siempre y aunque la carta no tenía remitente sí que portaba
mi dirección. Hice pasar al muchachito dentro de la casa y le serví un vaso de
leche y unas galletas.
—¿Por qué le das leche y galletas a este bribón?
—Bromeó mi hermana con el muchacho, asustándolo con la escoba. Este reía y
saltaba por el salón para llegar a la mesa con la leche y las galletas sin que
la escoba de mi hermana le barriese los pies.
—¡El señor Capitán siempre me da leche y dulces! —Se
excusó el muchacho.
—¡No me digas! Eres peor que un ratonzuelo.
La carta iba dirigida a mí con una letra que ya bien
conocía. Su caligrafía era tan perfecta que incluso me asombraba que hubiese
sido de una persona humana aquellas palabras. Estaba cerrada con un pegote de
cera rojo y un sello de una flor.
—¡Os he librado de una buena! —Dijo el muchacho antes
de que yo pudiese abrir la carta—. El tío Pablos siempre abre las cartas que no
tienen remitente. Dice que las personas que escriben a otros sin poner su
dirección son malandrines, sin honor y sin derecho a que se les tome por
honrados. Así que abre todas las cartas, las lee y después suele tirarlas a la
basura si no son importantes.
—¡No me digáis! —Exclamé yo, espantado.
—Así es. —Se encogió de hombros el chico—. Siempre
hace lo mismo. Menos mal que he visto vuestra dirección en esta y la he
rescatado antes de que cayese en sus manos.
—Eres un buen chico. —Dijo mi hermana revolviéndole el
cabello y el chico se dejó acariciar como un minino. Leí la carta en silencio.
Halcón
que cae del abeto
deposita
sus garras en
el
costado de un roedor
y
cierne sobre el animal
su
prisión de uñas y huesos.
—¿Es algo importante? —Me preguntó mi hermana y a
pesar de poder decepcionar al chico negué con el rostro. Arrugando el papel y
metiéndomelo en el bolsillo del chaleco.
—Que mal… —Dijo el niño con aire abatido—. Pero al
menos la tenéis.
Cuando el chico se terminó la leche y las galletas,
salió escopetado por la puerta y desapareció tras el sonido de sus pasos. Mi
hermana me preguntó con la mirada si realmente había algo de lo que preocuparse
pero no quise involucrarla más. Medité unos minutos y después me levanté para
ayudarla a hacer la comida.
…
Cuando pasaban de las cuatro de la tarde me puse el
abrigo y el gorro y le dejé a ella la escopeta y una advertencia. Le pedí que
en mi ausencia no dejase entrar a nadie en casa, ni siquiera a tomar el té o
algunas pastas. Le pedí que aludiese a que no era de buen gusto entrar en la
casa de una mujer que estaba sola, con su hermana convaleciente y con su
hermano fuera. Cuando le dije que me dirigía a ver a Ciara ella dudó y pareció
incluso renegar de mi visita.
—¿Crees que es necesario? Puede que ya la hayamos
molestado demasiado.
—Deseo verla. —Le dije mientras ella me rodeaba
colocando mi camisa debajo del abrigo.
—¿Qué les digo si me preguntan por ti?
—Diles que estoy fuera. Que no te he dado
explicaciones de a dónde voy. —Acaricié su mejilla y ella se recostó en mi mano
unos segundos.
Cuando dejé la casa monté sobre el caballo y salí
disparado hacia su casa. Durante todo el camino no podía evitar pensar en aquel
galimatías que me había llegado y miraba distraído hacia las copas de los
árboles esperando ver algún halcón que se lanzase en picado pero no había nada
por ninguna parte. En el bosque había un ruido creado por el viento moviendo
las hojas que me acompañó hasta que bajé del caballo a la entrada de la casa de
Ciara. No había nadie delante de la puerta y tampoco dentro de la casa. Me
asomé, pero no vi a nadie. Llamarla me resultaba demasiado violento por lo que
me limité a rodear la casa para encontrarla en la pared trasera. Tendía de
puntillas una camisa que se zarandeaba con el viento. Ella me vio a través de
uno de esos momentos en que la prenda descendía para luego elevarse de nuevo.
La sonreí y me quité el sombrero. Ella se sonrió también.
—Hola. —Le dije y ella pareció algo más reconciliada
conmigo pues se apartó de las cuerdas y se acercó a mí a medida que yo me
acercaba a ella—. ¿Ya no estáis enfada conmigo? Temía venir y que me
despreciaseis como la otra vez.
—No os despreciaré más. —Sonrió y cuando pensé que se
acercaba a mí se inclinó y cogió otra prenda del cesto de mimbre,
incorporándose de nuevo y alejándose para encontrar un espacio en la cuerda
donde poner esta vez una combinación—. ¿Qué tal estáis? —Me preguntó—. ¿Y
vuestra hermana?
—Mejor. aún con el duelo. Pero lo más complicado es
ocultarlo. Siento que le estoy quitando el derecho de profesar el luto solo por
aparentar.
—Las mentiras se vuelven cada vez más pesadas a medida
que pase el tiempo. —Me advirtió—. Así que desprendeos cuanto antes de esa
carga o llegará un momento que os aplastará a los dos bajo su peso.
Asentí a sus palabras pero era mucho más fácil decirlo
que hacerlo. Alcé el cesto de la ropa y la seguía para que no tuviera que
volver a él y agacharse. Ella me sonrió con candidez y cuando terminó de tender
todo se quedó allí quieta, disfrutando del viento que soplaba a nuestro
alrededor. No había necesidad de entrar en su casa y al parece ella tampoco me
invitaría a entrar dentro. Eso significaba que tenía más cosas que hacer y que
no deseaba perder demasiado tiempo conmigo. Sin embargo me dedicó todo aquél
instante para mí.
—No dejo de pensar en las palabras que dijo vuestra
hermana. —Dijo ella, repentinamente pensativa, con el ceño ensombrecido y una
mueca de tristeza—. Todo el dolor que ha tenido que pasar, todas las vejaciones
que ha tenido que soportar. ¿Para qué? aún no le encuentro el sentido.
—Para sobrevivir. —Le dije yo a lo que ella pareció
iluminada por aquella verdad—. Por eso prefirió la muerte.
—Que crueldad, vivir en un mundo en el que la calidad
de vida nos obliga solo a sobrevivir, y no a vivir por entero. Me siento
afortunada. —Dijo ella, asintiendo a sus propias palabras—. Por no haber tenido
que pasar por situaciones parecidas. ¡Qué horror lo que tienen que pasar
algunas personas!
—¿Os hice daño? —Le pregunté, repentinamente asaltado
por esa duda—. ¿Alguna vez he hecho algo que no deseaseis? No quise forzaros a
nada que no quisieseis. Todo lo que hice fue porque os amo y nunca pensé que os
estuviese haciendo daño.
—Nunca me habéis hecho daño, jamás. —Dijo ella, con
media sonrisa confundida.
—No deseo haceros daño.
—Me lo haréis. —Aseguró ella. Yo di un respingo. Lo
dijo con tal calma que me sorprendió incluso hasta el punto de enmudecer—. Y no
podréis hacer nada por evitarlo. ¿Sabéis por qué? Porque el dolor es natural.
Está en nosotros tanto como el placer o el amor. Claro que no es deseable, pero
es natural. —Cuando terminó de hablar no parecía satisfecha con todo y quedó al
borde de decir un par de palabras más.
—Hay algo más.
—Me haréis daño, porque yo os haré daño a vos. Porque
me habéis herido y también os he herido yo a vos. El mundo, dios, o quien
quiera que sea el que gobierne sobre nosotros ha programado que así sea. Que
vos me conozcáis, me condenéis y después mi condena os arrastre conmigo. Así es
como se formula este universo, así es como estamos hechos.
—Pero os amo. ¿Cómo podría condenaros entonces?
—Porque algo por encima de vos os ha predestinado
antes que yo. Porque algo nos ha unido, mucho antes de que nos conociésemos.
Mucho antes de que naciésemos. Cuando se unen dos almas, es para siempre. No
para el final de nuestras vidas, sino para la eternidad de cuanto el tiempo
esté dispuesto a extenderse.
Cogí su mano cuando terminó de hablar y me la llevé a
los labios. El dorso de su mano sabía a lavanda. Toda ella olía así. Después de
su mano besé su mejilla y ella se dejó hacer con la mayor dulzura que podía. Me
enternecí al volver a tenerla a mi lado, en mis labios, en mis manos. Besarla
de nuevo fue tan extraño que incluso me parecía una de tantas fantasías que
había imaginado con ella. Cuando nos separamos ella estaba sonrosada y de
seguro que yo no estaba muy diferente.
—Hay algo que quiero mostraros. Me llegó esta carta
esta mañana. —Saqué la carta de mi bolsillo y le extendí el escrito—. Reconozco
la letra de Sr Williams pero no entiendo qué quiere decir, ni tampoco por qué
me enviaría algo como esto.
Ella leyó aquellos versos con profunda meditación. Su
mano se cerró sobre el papel, pensativa, leía, una y otra vez y pareció dar con
algo al fondo de alguna de las palabras, o tal vez fuera el conjunto de todas
ellas que se le revelaba. No dije una sola palabra más para no perturbar su
análisis pero el semblante se le oscureció hasta el punto en que yo mismo me
asusté. Se me secó la garganta y me temblaron las rodillas cuando ella levantó
la mirada y sus ojos temblaron viéndome.
—Os siguen. —Dijo, concisa y tajante. Aquello me puso
los pelos de punta y fruncí el ceño para rescatar la carta de sus manos y
leerla yo mismo, pero ella había enfocado la vista en un punto detrás de mí.
—¿Quién me sigue? —Le pregunté, pero cuando alcé la
mirada ella ya había palidecido lo suficiente como para volverme el estómago
del revés y unos segundos después ambos nos sumergimos en una sombra que
aparecía desde mi espalda, cubriéndonos a los dos. Cuando me volví pude ver a
mi tío subido en un caballo a unos metros de nosotros. Con él venían otros
cuantos de sus compañeros del ayuntamiento también sobre caballos. Ahora era yo
quien palidecía y a punto estuve de sacar el arma que llevaba en el interior de
la chaqueta pero me contuve. Solo atiné a arrugar el papel en mi mano y
disimuladamente meterlo en el bolsillo.
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