TRANSMUTACIÓN [Parte II] - Capítulo 25

 

Capítulo 25

 “Pacto de Fuego”

York, Inglaterra, 1620.

 24 de marzo de 1620

 

Al viernes de la semana siguiente recibí una carta de Sr Williams pasada la hora del desayuno. Le di un par de peniques al muchachito que la trajo y como vi que este aún no marchaba, antes de abrir la carta le miré de soslayo con preocupación.

—¿Deseas algo más, pilluelo? —Le pregunté a lo que él escrutó dentro con curiosidad.

—¡Los tenéis bien grandes, señor! —Dijo sujetándose la gorrita con vergüenza.

—¿El qué?

—Los hue… —Se cortó, divertido—. El coraje señor. —Mi hermana Amanda que estaba en la mesa sentada remendando la axila de uno de sus trajes se desternilló.

—¿Y eso a qué viene? —Le pregunté.

—Primero echáis a vuestro tío de casa y después amedrentáis al señor Matheo. ¡Me muele a palos siempre que me cruzo en su camino! Ni siquiera me atrevo a llevarle las cartas a su casa. Se las dejo enganchadas en el umbral de la puerta, y cuando él sale, le caen a los pies.

—Pobrecillo. —Dijo mi hermana desde dentro—. ¡Entra, Marcos! tenemos pastelitos de limón que ha traído nuestro hermano. —Dijo mi hermana mostrándole un platito con cinco pastelitos de limón que Ciara me había regalado unos días antes para mis hermanas. El muchacho se asomó al interior de la casa sujetándose de la puerta y yo le empujé por el hombro para que se decidiese a entrar.

—Vamos mocoso, pasa. Sírvele un vaso de leche. —Le dije a mi hermana—. No es bueno comer galletas sin algo de beber.

El muchacho se sentó a la mesa al lado de donde estaba mi hermana y esperó pacientemente, revolviendo los pies debajo de la mesa, a que mi hermana regresase a su vera con un platito con pastelitos y el vaso de leche hasta arriba.

—Gracias señora. —Dijo él ya con un pastelito en la boca. Se relamió a cada bocado. Cuando ambos estuvieron entretenidos yo leí la carta.

 

Querido Willem.

Quedáis convidado esta noche a cenar en nuestra casa. Os hemos perdido de vista esta última semana, pero teniendo en cuenta los recientes sucesos no me extraña que os hayáis refugiado en vuestra casa. Espero que podáis asistir esta noche a cenar con nosotros y nos pongáis al día de las buenas nuevas de vivir sin vuestro tío.

Vuestro amigo, Sr Williams.

 

—El señor Mateo es un avaricioso y un demonio de mucho cuidado. —Soltó el niño como si el pensamiento le hubiese abordado de repente—. A mi hermana mayor le levanta la falda del vestido con el bastón cuando pasa a su lado. Y cuando yo me interpongo me muele a palos con el garrote. ¡Mejor os hubiera ido si le hubieseis dado una buena tunda! De esas que te dejan en lecho dos semanas con las costillas amoratadas. Como bien me ha dejado a mí alguna vez.

—¿A qué se dedica el señor Matheo? —Preguntó mi hermana, más confusa que curiosa.

—No se dedica a nada. Vive de lo que cultiva en su casa y venden y compran a cambio de pan y algún que otro pollo. —Dije yo mientras el niño se comía el último pastelito de limón.

—Nuestro tío solo se junta con escoria. —Suspiró mi hermana negando con el rostro, decepcionada.

—¡Malas hierbas todas! —Soltó el chico y apuró el vaso de leche—. Dicen que su hijo murió de apendicitis. Mentiras todas. Era un mancebo de mi edad y hará dos años su padre le pegó tal paliza que le hundió el costillar. Dejó de respirar y bien pudo decir que fue el apéndice o los hígados. Estaba ya muerto y enterrado cuando vino el sacerdote a darle sepultura.

—¿Cómo sabes eso? —Le pregunté, apenado. El niño lo contó más como una batalla en medio de una guerra que como un trauma real.

—Estaba conmigo cuando le arreó los palos. Yo pude huir y bien me dejó claro que si decía lo que había visto, lo mismo me sucedería a mí. —El chico se encogió de hombros—. Además, nadie me creería. Mi madre no me creyó.

Mi hermana le limpió los labios con un pañito y el niño se sonrojó. Después saltó de la silla y con prisa nos enseñó unas cuantas cartas que traía escondidas en el zurrón que debía entregar.

—Me voy ya. Si no entrego esto y me ven durmiendo en laureles el tío Pablos me reñirá —Así llamaba al copista para el que trabajaba.

—Espera, toma esto. —Le extendí un par de libras y le brillaron los ojos—. Compártelas con tu hermana. —Le advertí, él asintió y salió corriendo por la puerta, levantando polvo detrás de él. Mi hermana y yo nos quedamos mirando apesadumbrados y como revelados tras una realidad que no nos figurábamos.

—Te pareces a nuestro padre. —Soltó ella dejándome helado. Nunca antes había dicho nada parecido y aquello me pilló por sorpresa.

—¿De verdad lo crees?

—Tengo pocos recuerdos de él, pero a medida que creces es como si las dos imágenes se fusionaran. Serías un buen padre. —Sentenció ella y se levantó para recoger el plato y el vaso vacío que había dejado el chiquillo. Yo me quedé mirando a la nada, con la carta de Sr Williams en la mano y un repentino nudo en el estómago.

 

 

Llegada la noche les dejé a mis hermanas la escopeta y la pistola a su cargo. Ellas me pidieron que no regresase demasiado tarde y por primera vez estaba decidido a cumplirlo así. Después de la calma viene la tempestad, —me dijo mi hermana mediana—. Y llevamos demasiados días en una extraña calma. Me despedí de ellas con un beso a cada una y marché con el caballo hasta que llegué a casa de Sr Williams. No se avecinaba lluvia pero en el ambiente se podía oler la humedad por todas partes. De camino a su casa pude ver a la luz de una luna medianamente llena las pequeñas florecillas que habían despuntado donde antes había nieve y como los árboles se estaban volviendo a plagar de hojas. La naturaleza renacía.

Mari me recibió como siempre a la entrada llevándose el caballo al establo y yo colgué mi abrigo y mi sombrero del perchero de la entrada. Los pasos de Victoria me dieron la bienvenida que bajaba apresurada por las escaleras, casi volando, haciéndome sentí el corazón en la garganta por si pegaba un traspié y caía escaleras abajo. Llegó al recibidor entera y saltó a mis brazos entusiasmada. Traía su muñeca de la mano y se abrazó a mi cuello dejando la muñeca colgando tras mi espalda.

—¿Dónde están tus padres? —Le pregunté y ella me miró curiosa.

—Padre esté en el despacho. —Soltó, y pensó dónde estaba su madre sin saberlo ciertamente.

—¿Y madre?

—Madre… —Pensó—. En la cocina. O en el dormitorio.

—¿Sabes lo que tenemos para cenar? —Le pregunté, dirigiéndome con ella al salón hasta que los señores bajasen. Ella sintió—. Déjame oler. —Husmeé el aire de alrededor pero solo podía oler la vainilla que ella desprendía—. ¿Es perdiz?

—No. —Dijo ella divertida con mi error.

—¿Cordero tal vez? —Negó con el rostro—. Conejo entonces.

—¡Sí! —Exclamó divertida.

—Conejo guisado, con verduras y vino blanco. —Dijo su madre apareciendo por el salón—. Mi marido terminará enseguida, está en el despacho. ¿Queréis un vaso de agua?

—No, estoy bien.

La cena transcurrió con normalidad, a excepción de que Sr Williams estaba más pensativo que otras veces. Dafne intervino en más ocasiones y hubo algún punto en que solo ella y yo hablábamos. Su hija terminó de cenar la primera y Mari se la llevó arriba para bañarla y cambiarla para acostarse. Se despidió de mí tras haberse comido tres o cuatro fresitas como poste y su beso olió a fresas. Cuando ya no quedaban platos en la mesa y a mí me sirvieron té caliente en una taza y ellos apuraban sus copas de vino Sr Williams, tras haber tomado una resolución en su cabeza, volvió a sumergirse en la conversación con la fluidez acostumbrada.

—¿Entonces habéis dejado a vuestras hermanas a buen recaudo? —Musitó pensativo y preocupado a la par.

—Les he dejado las armas. Solo me he traído el puñal conmigo. —Dije, encogiéndome de hombros—. Lo que me pase a mí no me preocupa, pero ellas quiero que estén bien protegidas.

—¿Saben usarlas? —Preguntó.

—Sí. Mi hermana Lili sabe bien usar ambas. Pero mi hermana mayor dudo que aunque sepa las use en caso de necesitarlas. Pero una mujer armada es doblemente peligrosa, así que mejor que las tengan ellas y no yo. —Dafne asintió a mis palabras y Sr Williams se me quedó mirando con curiosidad.

—¿Qué habéis estado haciendo esta última semana? ¿Y este último mes? Solo nos contáis las nuevas de vuestro pueblo y hermanas, pero nunca nos contáis sobre vos. ¿Qué es lo que atormenta esa joven cabecita? ¿No traéis líos de faldas o preocupaciones existenciales?

—Ni lo uno ni lo otro. —Dije seguro, pero algo escamado por su pregunta. Él se relamió unos instantes, chasqueó la lengua y bajo la luz de las velas en el candelabro de la mesa su expresión se volvió un tanto fría y dura.

 

—Si el sonrosado cuello de tu Télefo

y sus brazos ebúrneos alabas,

siento, Lidia, que, hirviente,

mi corazón en cólera inflama.

—¿Qué? —Le pregunté pillado por sorpresa. Ni siquiera supe que estaba citándome un poema hasta que no terminó y quedó allí mudo, sujetando la copa de vino y apurándola.

—A Lidia, un poema de Horacio. —Aclaró y yo asentí, pero sin quitarle la mirada de encima, igual que él hacía conmigo.

—Sabéis que no soy muy dado a la poesía. Si estáis queriendo decirme algo bien podéis hacerlo directamente, en prosa y en primera persona, si gustáis.

—¡Qué aburrido sois! —Exclamó y Dafne sonrió, divertida. Por un momento me sentí presa de alguna broma y él volvió a la carrera con otros versos.

—Es en verdad bien digna

De compasión la joven

Que del amor no puede

Saborear los goces,

Ni adormecer con vino

Sus callados dolores,

De un tutor siempre adusto

Temiendo las acerbas represiones.

Poema de Horacio, A Neóbule.

 

—¿Os habéis acostado anoche con un libro de poesía de la mano y ahora no podéis dejar de recitar?

—¡Esperad, que me viene otro más! —Dijo, irguiéndose con la copa en la mano y ensalzándola—. Poema a Baco. De Horacio.

 

Yo he visto a Baco en las ocultas rocas

(creedme, venideros) enseñando

sus canciones a Ninfas muy atentas;

Y a Sátiros caprideos

que aguzaban, astutos, sus orejas.

 

—Y hablando de Baco, —comentó asomándose al interior de su copa—, hemos terminado el vino. ¡No me digáis! —Exclamó en dirección a su esposa—. ¿Me harías el favor de traerme algún licor de hierbas que tengamos por ahí? Tanto recitar me ha entrado sed.

Yo me mantuve en silencio viendo como Dafne entraba en las cocinas y regresaba con una botella de licor rosado que puso encima de la mesa. Estaba sin empezar y con un precinto de cera puesto sobre el corcho. Pero en la botella no había marca ni etiqueta. El interior era rosado, con algunos posos de fresas y otras frutas rosáceas. La botella la conocía, me costó reconocerla pero allí estaba. Si no la había visto antes al menos sabía de dónde procedía y ninguno de los dos comensales dijo ni hizo nada. Ni siquiera se sirvieron de la botella. La dejaron allí delante de mí, mientras bailaba el contenido de esta a la luz de las velas.

—No sois más que un bufón. —Dije yo, alterado y poniéndome en pie. Dafne se ofendió pero Sr Williams se desternilló. Era justo la reacción que esperaba de mí.

—¿Qué os ha alterado tanto? —Preguntó, fingiendo, muy malamente, que estaba sorprendido por mi reacción—. ¿Los poemas? ¿La cena tal vez os ha sentado mal? Bien puedo recitaros poemas del mismo autor que no son tan castos. Ahí va uno sobre invertidos… —Abrió la boca con intención de comenzar a citar pero yo le detuve con un gesto de mi mano, tajante.

—No se os ocurra mentar a un solo autor o poema más. Os habéis estado chanceando de mí desde hace semanas. ¿No es cierto?

—Yo no diría chanceando. —Dijo él, pensativo—. Más bien he estado aguardando a que vos mismo me lo contaseis pero sois demasiado evidente y muy mal mentiroso.

—¿Qué me ha delatado? ¿Ha sido el regalo que le hice a vuestra hija? ¿Tal vez la vainilla?

—Las manzanas. —Dijo él, divertido—. ¡Como sabéis las mujeres que la manzana siempre es signo de pecado y objeto de traición! —Le dijo a su esposa que suavizó la expresión.

—¿Las manzanas?

—Ella es la única en toda la comarca que tiene manzanos, estúpido. —Me dijo y yo temblé. No por su insulto hacia mí, sino por el “ella” tan natural que soltó de sus labios. Me quedé algo mudo viendo la perspectiva que su conocimiento podía alcanzar y me señaló la silla de la que me había levantado.

—Vos la conocéis… —Dije mientras volvía a sentarme. Él asintió tranquilo y se sirvió algo de ese licor en la copa. Me atrevería a decir que yo mismo sentí ganas de probarlo pero no me lo permití. Llenó el comedor de un dulce olor a fresas y miel.

—La conozco. Desde luego. —Dijo él, con naturalidad—. Y mi mujer y mi hija también la conocen. ¿Cómo no, si es conocida nuestra?

—La conocéis desde que os instalasteis aquí. —Inquirí pensativo—. ¡Vos tenéis panales de abejas! Por eso ella tiene miel. Por eso ella tiene vino embotellado sin tener viñedos. Por eso vosotros tenéis fresas y este licor que ella hace. —Él parecía un tanto sorprendido hasta el punto en que yo era conocedor de las posesiones de Ciara pero no se dejó intimidar.

—Sí. Hemos establecido algo así como un intercambio de bienes para un mutuo beneficio. —Dijo él mientras bebía de su copa—. Y por lo que veo nosotros no somos los únicos que se aprovechan de su presencia. Vos también habéis comerciado con ella.

—No diría comerciado. —Dije, pensativo, y algo sonrojado—. Más bien ha sido un intercambio de favores.

—Como queráis llamarlo. ¡De qué sino ibais vos a traernos manzanas! ¿Vuestras hermanas no las quisieron? ¡Ah! Vuestro tío las rechazó. Les dijiste que eran nuestras, seguro, y al ver que no las quisieron en vuestra casa nos las trajisteis a nosotros. Una jugada arriesgada que casi os sale a perder por vuestra hermana. ¡Menos mal que estuve rápido! —Solté un gran suspiro al verme tan expuesto ante él—. El resto solo fueron migas de pan. El olor a vainilla, el regalo a mi hija, las mentiras que se os iban acumulando…

—Me siento como un estúpido. —Dije mientras ocultaba el rostro en mis manos.

—Me habéis herido profundamente al no hacerme partícipe de vuestra amistad, pero qué más da. —Se encogió de hombros—. Ha valido la pena por veros la cara ahora. —Se desternilló.

—Sois demasiado inteligente. —Dije yo mientras me pasaba las manos por la cara—. No volveré a subestimaros.

—Bah. —Soltó—. Ella fue la primera en hacerme conocedor de vuestras visitas a su casa.

—¡Habéis hablado con ella sobre mí! —Solté, más asustado que sorprendido.

—Claro. Ella me avisó de que un hombre había comenzado a rondar su casa y a llevarle regalos. Unos pasteles, una barra de pan… —Se rió y yo enrojecí—. Ella solo quería saber si erais de confianza o si por el contario estaba en peligro. Yo le dije: ¡Pero cómo! Al fin se ha atrevido a ir a veros, Yo mismo le he indicado que aquí vivían monstruos y brujas bien peligrosos, el muy mendrugo ha caído en la tentación.

—Sois el diablo. —Le dije y él asintió, divertido.

—¿No queréis saber lo que ella me ha dicho de vos? —Me tentó, pero yo ya no necesitaba que unas superfluas palabras me ilusionasen. Ella ya se había entregado a mí, no había mejor demostración de amor. Negué con el rostro y él se contrarió—. ¡Cómo! ¿Estáis seguro?

—Sí. —Asentí—. No deseo saberlo porque ya sé de ella todo lo que necesito saber.

—¿Y eso qué significa? —Inquirió él con resquemor. Yo le aparté la mirada sonrojado y su mujer fue la que caló mi gesto.

—Me parece que aquí nuestro joven amigo no ha tenido solo un intercambio de materias primas con Ciara.

—¿Habéis estado cortejándola? —Me preguntó Sr Williams pero yo volví a apartarle el gesto—. ¡El defensor de la moral, se hace llamar! Seréis sátiro. —Me golpeó el brazo con su puño, haciéndome dar un respingo.

—Si tenéis dudas de lo que hemos hecho bien puede ella contároslo. —Solté y él se desternillo.

—No os enceléis. —Soltó muerto de risa, pero su mujer fue la que puso punto y final a la conversación con estas palabras:

—No os ilusionéis con ella. No es una provinciana como vuestras hermanas. Ella no piensa en el matrimonio ni en la crianza de hijos como pueden hacerlo vuestras paisanas o pueblerinas. Tiene mucho más de varón que usted y su útero no os dará un hijo si ella no lo desea así. —Yo la miré frunciendo el ceño—. Ella ha pagado su libertad con el sudor de su frente, no vengáis vos a domarla. —Y después de eso recitó otro poema de Horacio:

A un amigo:

La joven ternerilla

No puede aún al yugo sujetarse,

Ni emparejar para el trabajo rudo;

Ni resistir el peso y el embate

De encelado toro

Que al ciego impulso del amor se lance.

 

Ella solo apetece

Corretear por los prados verdeantes,

Templar del seco estío los ardores

En arroyos fugaces,

Y el gozo compartir con los terrenos

En la umbrosa humedad de los sauzales.

 


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