TRANSMUTACIÓN [Parte II] - Capítulo 24

 

Capítulo 24

 “Pacto de Fuego”

York, Inglaterra, 1620.

16 de marzo de 1620

 

Pasados dos días vivíamos en una calma tensa. Ya todo el pueblo se había enterado de lo sucedido en nuestra familia. Mi tío se había instalado en la casa de un amigo que le acogió en el tiempo que tardase en hacerse con un terreno y edificar en él. Todo el pueblo se hizo eco de lo que nos había ocurrido, si no fue porque ellos mismos estuvieron de testigos en la trifulca a la puerta de casa, mi tío se lo había contado a quien no lo supiera, seguramente tergiversando la realidad para hacerme quedar como el mismo Satanás. Como un judas que retiene a sus dos hermanas en la casa para que muramos de miseria. Esa es la versión oficial, y sumado a esto, metió a Sr Williams de por medio solo porque era la pizca de maldad que le faltaba al relato.

En la casa de comidas ya no se podía ni entrar. La tabernera me servía y atendía como siempre pues nadie conocía mejor a mi tío en sus momentos de jolgorio que aquella señora y a mí me tenía como un angelito, pero todos los parroquianos me miraban con esa inquina propia de quien es presa del rumor más disparatado y mezquino. Mis hermanas eran acosadas cuando iban al mercado a comprar y cuando salían por las calles las seguían con la mirada, y ninguna sabía clasificar si las tenían pena o asco. No quedaba claro si eran víctimas de guerras entre hombres o si habían colaborado en la engañifa.

Pero mis hermanas he de decirlo eran fuertes y valientes y no se escondían ante las miradas o los comentarios. Aquella fuerza se lo daba la felicidad de haberse liberado de nuestro tío. La primera noche que no estuvimos con él fue todo un jolgorio. Nos desvelamos los tres hablando hasta tarde sobre todas las perrerías que nuestro tío nos había hecho o dicho, despotricando contra él y contra todo lo que se le asemejaba o se le relacionaba. Nos desahogamos los unos con los otros y cenamos por dos cada uno, en nombre de nuestro tío que no volvería a ser una carga para nosotros. Ninguno de los tres durmió bien aquella noche a pesar de que echamos bien el cerrojo y yo no me alejé demasiado de mi escopeta en toda la noche, pero el silencio nos provocó el temor a que volviese y más acompañado. Pero éramos conscientes de que con el tiempo aquello pasaría.

—Cuando tenga una casa para él y se le pase el berrinche todo será más normal… —Decía Lili pero ni Amanda ni yo estábamos del todo convencidos. Lili siempre había tenido más coraje frente a mi tío que ninguno de nosotros dos y era normal que ella se librase antes del miedo. Pero aún así nos enfundaba valor.

—Tendrá que aprender a cocinar. —Decía Amanda divertida con la idea.

—Seguro que solo comerá en la casa de comidas. —Dije yo y también me reí—. Así el dinero no le durará un asalto. Ya veremos cómo se las apaña sin nosotros.

Al miércoles mis hermanas comenzaron a pedirme explicaciones de mi ingeniosa idea, de cómo se me había ocurrido y cómo me había atrevido a hacer una apuesta tan arriesgada y cómo es que había conseguido dinero para pagar el precio de la casa.

—No tengo dinero alguno. —Dije riendo pero ellas enmudecieron—. El dinero que le pagaron a nuestro tío me lo ha prestado Sr Williams, y a mí me han cedido la casa por tan solo 50 libras.

—¿Solo 50 libras? —Preguntó Lili a lo que yo asentí—. ¡La gallina! —Dijo ella al instante.

—Así es. Esta casa cuesta ahora mismo una gallina. —Los tres nos desternillamos.

 



 

El jueves ocurrió sin embargo un incidente poco corriente en el pueblo que de solo recordarlo se me eriza el vello.

Serían pasadas las cuatro de la tarde cuando el sol comenzó a clarear el día. No había salido en toda la mañana e incluso parecía que amenazaba con llover. Pero poco a poco las nubes se fueron despejado a pesar de que poco a poco oscurecía. De vez en cuando alguna brisa más fría que otra se colaba por las ropas y helaba hasta los huesos pero después un suave rayo de sol volvía a calentarte.

A pesar de todo lo sucedido yo seguía siendo el Capitán del pueblo y seguía teniendo que trabajar. Acordamos mis hermanas y yo que mientras uno estaba fuera al menos dos se quedasen en casa. No sabíamos qué podía estar acechándonos y temíamos dejar la casa desierta para que mi tío o algún otro entrase y nos la destrozase, como mínimo. Bien podría quemarla y reducirla toda a cenizas. Y con suerte no se llevaría a alguien de por medio. Por eso cuando yo salía a trabajar ella se quedaban en la casa y cuando yo regresaba alguna de ellas iba al mercado o a la casa de comidas. Pero así éramos felices, aunque no podíamos entenderlo.

Aquella mañana del jueves hube de hacer ronda por el pueblo y le dejé a Lili una de mis pistolas.

—Úsala si ves que es necesario. Si alguien entra en la casa con malas intenciones, si nuestro tío aparece apuntale hasta que se largue. —Le dije, entregándole unos cartuchos y unas balas—. Sabes usarla, no lo dudes.

—¿Por qué no me la das a mi? —Me preguntó mi hermana mayor con una sonrisa cínica y yo la miré de hito en hito.

—Tú no matarías ni un polluelo. Menos mal que tenemos a Lili que se encarga de sacrificar a los animales. ¡Si no de qué! —Los tres reímos y salí al establo para montar sobre caballo, con la escopeta al hombro y salir a hacer la ruta para asegurarme de que no se me necesitaba.

Por el camino me detuvo el panadero que me avisó de que cerraría por dos días porque se le había estropeado el horno y hasta que lo reparasen no podía hacer pan. Me pidió que avisase he hiciese un par de carteles que colgar en la casa de comidas y en su propia tienda. De camino a la casa de comidas me pasé por el copista y le pedí que me hiciese un cartel de “Se cierra temporalmente por reparaciones” y otro de “No tenemos pan”.  Le di los detalles y me pidió que en dos horas me pasase a por ellos.

Antes de llegar a la casa de comidas un paisano me avisó de que el caballo que usaba para labrar la tierra se le había puesto enfermo y necesitaba otro caballo de tiro. Me preguntó si sabía dónde podía conseguir uno o si yo tenía alguno que le pudiese sustituir. Le dije que no sabía, pero que me enteraría y acudiría a su casa con las nuevas. Me pidió que me diese prisa, porque ese mes iba a plantar ya para el verano y lo necesitaba cuanto antes.

En la casa de comidas el ambiente volvió a ser rancio y algo seco. Los tres paisanos que allí había sentados a una mesa se volvieron precipitadamente al verme entrar y yo resoplé, dirigiéndoles una mirada desdeñosa. Ellos volvieron a sus quehaceres y la tabernera salió a recibirme con una radiante sonrisa, como siempre. Yo se la devolví.

—¿Qué os trae, Capitán?

—Una mala nueva. —Dije, apesadumbrado—. El panadero me ha pedido que os informe de que no tendrá pan por al menos unos días hasta que no arregle el horno que tiene estropeado.

—¡Ya me dijo ayer que le estaba dando problemas! Y al final se le ha roto. —Se llevó las manos juntas al pecho en posición de orar—. Dios mío, que hombre tan desastroso. Mira que ya me avisó hace una semana de que el horno le estaba haciendo tonterías y no rulaba como siempre. Al final por dejarlo todo para el último momento acaba reventando. Pues hijo, yo no puedo hacer pan aquí en la casa, bastante tengo con utilizar los hornos para los guisos y los postres.

—Me parece que vuestros parroquianos se quedaran sin pan durante unos días. —Dije, apesadumbrado—. ¿Crees que sobrevivirán?

—¡Más les vale! Bien puedo arrearles con la espátula si se quedan con hambre.

—Me parece bien. —Dije yo y solté un suspiro—. En un rato os traeré un cartel que os he encargado en la copistería, a petición del panadero, para que lo colguéis en la puerta. Bien sabe que algunos de los paisanos os vienen aquí a buscar pan porque les cae más cerca.

—Si corre a cuenta del panadero me parece bien. También puedo informar yo de viva voz.

—Es lo que él ha querido, al menos por las molestias. —Finalicé y ella quedó conforme.

Cuando salí de la casa de comidas me dirigía hacia la casa del panadero para saber cómo subsanaría el problema y si podría ayudar, para que contase conmigo, cuando pasando por la plaza pude ver corretear a Victoria por entre unos poyos de piedra. aún viéndola de lejos pude distinguirla. Llevaba un coqueto vestidito azul con puntillas blancas. Parecían nubecitas en el bajo de su falda. Alrededor de la cintura un lazo blanco cuyos extremos volaban hacia atrás mientras corría y en el pelo una horquilla blanca. Era un angelito, saltando de aquí para allá por toda la plaza. Intenté divisar a su madre, pero me costó encontrarla en la puerta del ayuntamiento bajo los soportales, mirando hacia su hija con predilección. Intuí que Sr Williams estaría dentro de ayuntamiento tratando con alguna clase de papeleo cuando la niñita se dirigió hacia la fuente, donde uno de los paisanos estaba allí sentado al borde. La niña se puso a su lado, se puso de puntillas y miró dentro fascinada.

Después se separó de la fuente y comenzó a dar vueltas alrededor de ella, pero apenas había terminado la primera vuelta cuando el hombre allí, sentado, amigo de mi padre y compañero de mesa en la taberna, adelantó el pie de su bastón para que la niña tropezase con él y cayese de bruces al suelo. El sonido de su cuerpecito cayendo a plomo sobre la piedra me resultó tan doloroso como si me hubiesen disipado y sentí la adrenalina correrme por toda la espina dorsal, cegándome y enloqueciéndome.

Victoria se levantó, pues no parecía haberse hecho mucho daño, y antes de que pudiese sacudiéndose las rodillas y el bajo del vestido, el hombre la cogió de uno de sus bracitos y l zarandeó, haciendo que ella se sobresaltase y se asustase.

—¡Niña boba! ¿No ves que tengo el pie ahí? ¡Me has pisado! Bien has hecho en caerte. —Le dijo aquél apretándole el brazo. La niña estaba tan aturdida que no fue capaz de hacer nada. Yo espoleé el caballo para adelantarme a su madre que recién veía lo que estaba sucediendo—. ¡Unos buenos azotes os hacen falta! —Soltó aquél desecho volviendo a la niña de espaldas a él y azotándola con el bastón en la espalda.

Aquello terminó por enloquecerme y antes de que le diese el segundo bastonazo salté del caballo cuando me quedaban diez pasos y le apunté al hombre con la escopeta que llevaba en el brazo.

—¡Soltadla! —Grité, y al verme llegar a él con el cañón del arma apuntándole a la cabeza soltó a la niña de puro susto—. ¡Sois un desgraciado! Bien os he visto que le habéis puesto el bastón para que la nena cayese de bruces al suelo. ¡Hijo de Satanás! —Las pocas personas que había en la plaza gritaron al verme a menos de un palmo del hombre con la escopeta a punto de tocar su frente. La niña salió corriendo en dirección a su madre que acaba de llegar a nuestro lado.

—¡Capitán Davies! —Gritó el hombre, más enfadado que atemorizado—. ¿Cómo osáis apuntarme a mí con el arma y no a estos forasteros? —Señaló a la madre y a la niña que se escondía detrás de su falda.

—¡Sois un malnacido, pegando así a una niña que ni os a rozado! Bien a gusto me quedaría si os levantase la tapa de los sesos ahora mismo.

—¡Conteneos! —Gritó Dafne, algo asustada.

—¡Este ser no es mejor que un animal! Bien me divertiría si lo cazo. —Solté y el hombre palideció.

—Esta escoria infame no debería pisar nuestro pueblo. —Murmuró aquél señalando con la mirada a la madre y a la niña.

—¡Os descerrajaré un tiro en la cabeza si volvéis a decir cosa semejante en mi pueblo! —Aun parecía que me quedaba algo de autoridad pues el hombre enmudeció y marchó en dirección a la casa de comidas no sin antes lanzarme una mirada de desprecio. Toda la plaza había enmudecido. Notaba como en tres días me habrían de temer por el pueblo por ganarme mala fama por sacar a la mínima la escopeta, pero parecía ser la única forma en la que aquellos borregos podían entender las cosas.

El caballo se había alejado un poco. Volví a rescatarlo y tirando de las riendas de este me quedé al lado de Dafne, con la niña escondida tras su falda.

—¿Estáis bien? —Le pregunté a Dafne, pero más bien se lo estaba diciendo a la niña. aún con el susto en el cuerpo, más por mi parte que por la acción de aquel hombre, ambas estaban mudas—. No la perdáis de vista, os lo ruego. Y menos aquí que este pueblo está lleno de malas hierbas y escoria varia. —Dije, mirando en la dirección en que el hombre había desaparecido—. ¿Sr Williams está en el ayuntamiento?

—No. —Dijo ella—. Hemos venido solas. Hemos alquilado un coche y hemos venido a dar un paseo. Él tenía que tratar con sus jornaleros y nos aburríamos en casa. —Dijo ella haciendo salir a la niña de detrás de sus faldas.

—Doblemente peligroso. —Dije y Dafne me miró apesadumbrada. Agarraba la manita de su hija y esta asomaba medio rostro por la cadera de su madre. Me puse de cuclillas a su lado y le extendí la mano—. ¿Y vos, señorita? ¿Estáis bien? —Ella asintió, temerosa—. No me digáis que le habéis tenido miedo a ese cerdo. ¡Tendríais que haberle arreado con esa fiereza que yo bien os conozco! —Se sonrió y salió del escondite de su madre para acercarse a mí y se enganchó a mi cuello. La cogí en brazos y cargué con ella mientras su madre caminaba a mi lado—. Os llevaré a casa.

—No será necesario. —Dijo ella pero yo insistí.

—Los tres cabemos en el caballo. Él apenas notará la diferencia en el peso.

—No quiero fatigarlo. —Dijo ella—. Seguro que después tendrá trabajo que hacer.

—Iremos paseando pues. —Le dije con la niña en brazos, tirando de la brida del caballo y ella a mi lado caminando—. No pienso dejaros solas aquí en el pueblo. Estos días están los ambientes un poco revueltos.

—¿Desde lo vuestro? —Dijo ella con malicia.

—Desde lo mío. —Asentí.

Y así las llevé a casa a las dos. La niña sangraba por una de las rodillas manchando un poco sus medias blancas con sangre de un raspón que se hizo y en la manita derecha también tenía levantada un poco la piel. Lagrimeaba de vez en cuando pero rápido se le pasaba. Yo la cogía con todo el cuidado que podía y ella se dejaba llevar por mí, tranquila y algo menos asustada. Cuando llegamos a la casa de ambas su marido estaba fuera hablando con dos jornaleros de sus tierras cuando nos vio llegar, y con tan solo echar un vistazo al rostro de su mujer ya supo que algo nos había sucedido.

—¿Qué ha pasado? —Dijo este, tras despedir a los jornaleros y acercarse. Yo le pasé a la niña y no pudo evitar ver la sangre en su rodilla, que había manchado sus prendas.

—Un paisano la ha hecho tropezar con el bastón y luego la ha arreado con él. —Solté, tal vez demasiado brusco—. No ha sido nada. Más el susto que otra cosa.

—¡Malditos bastardos! —Gritó mientras le miraba la rodilla a la niña y después le auscultaba el rostro en busca de más motivos para enfadarse.

—No ha sido nada. —Dijo su mujer—. Solo una tontería.

Él agarró a la niña en sus brazos, apretándosela contra el pecho, asustado.

—Espero que le hayáis dado su merecido. —Me dijo a mí, con todo ofendido.

—Con ganas me he quedado de partirle la culata de la escopeta en la cara, pero se ha ido bien asustado.

—Tendríais que haberle disparado por haber golpeado a mi angelito. —Murmuró y yo asentí, conforme.

—Aquí os las dejo. —Le dije, montando en mi caballo de vuelta al pueblo—. No os acerquéis por el pueblo en una temporada. El ambiente está un poco cargado.

 

  

  

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