TRANSMUTACIÓN [Parte II] - Capítulo 23

 

Capítulo 23

 “Pacto de Fuego”

York, Inglaterra, 1620.

13 de marzo de 1620

 

El lunes llegó. Mis hermanas quisieron comenzar a llevar las cosas a la nueva casa en la que nos instalaríamos hasta que construyésemos algo en nuestros terrenos pero yo las contuve como pude y mi tío, hacinado en la taberna con sus amigos, no se percató de que se acercaba la hora. Los baúles y las cajas ya estaban a la puerta de la casa. Yo las convencí de que mi tío alquilaría o pediría un carro para llevarlo todo a la casa pertinente pero se estaba retrasando y aquello me beneficiaba.

—Tenemos que darnos prisa. —Decía Amanda mientras metía las cazuelas ya limpias y secas después del desayuno en un cesto. Había sacado lo poco que teníamos plantado y crecido en el huerto y lo habían arrojado dentro de una cesta de mimbre con arena y todo. Unos cuantos calabacines, un par de patatas y alguna zanahoria que se había atrevido a salir a la luz. Lili por el contrario estaba centrada en recorrer la casa rebuscando por si nos dejábamos algo. No quería ser una molestia para el nuevo propietario regresando más tarde por alguna baratija, a pesar de que ya se les dijo que no pasaba nada.

—El señor Graham tiene que estar al llegar. —Decía Lili mientras apilaba caja sobre caja y baúl sobre baúl. Al ver aquellos pocos enseres en la entrada de nuestra casa me sentí algo decepcionado, pues apenas juntábamos entre los cuatro dos arcones en ropa de cama y enseres personales. La poca ropa que teníamos la llevábamos puesta y la de los domingos bien dobladita en el fondo de los arcones, junto con mantas y sábanas.

Debían ser menos cuarto, las doce, cuando mi tío apareció por casa y, algo achispado por el vino, se quedó pasmado al vernos allí aún recogiendo nuestros enseres. Yo tenía la escopeta colgada al hombre, cargada por si acaso, pero eso ellos no lo sabían.

—¿Aún estáis así? Qué panda de vagos…

—Pensé que iríais a buscar una carreta que enganchar al caballo para cargar las cosas. —Dije mientras él, aún algo aturdido, miraba las maletas distribuidas por el suelo—. ¿Las llevaremos a pulso?

—Yo no tengo ninguna carreta. —Dijo él mientras me miraba con inquina.

—Yo saldré a pedirle a los Evans su carro. —Dijo Lili mientras salía disparada por la puerta. Recé para que no tardase en llegar y separé el arcón de mi tío y sus enseres por un lado, más cerca de la puerta, y el resto más alejados. Era imperceptible pero para mí era suficiente como para saber qué tenía que salir de mi casa y qué permanecer dentro.

—¿Los animales? —Preguntó mi tío mientras rebuscaba un mendrugo de pan que llevarse a la boca.

—Me encargaré de eso más tarde, cuando hayamos llevado las cosas a la casa de tu compadre. He acordado un precio con Sr Williams para los animales. Más alto que el que nos daría cualquiera del pueblo. Lo hace por ayudarnos pero no voy a rechazar su oferta. —Mentí. A él le pareció bien.

—Si nos da dinero… —Dijo encogiéndose de hombros, pues su prioridad estaba en venderlos, y si era a buen precio mejor—. Pero me darás la mitad del precio total que te dé por los animales.

—¿La mitad? —Refunfuñe.

—Yo los compré. —Dijo pero yo fruncí los labios.

—Pero nosotros los hemos cuidado. Mis hermanas más que yo.

—Es lo que hay. —Sentenció y yo no dije una sola palabra más. No era necesario llevar aquello tan lejos. No había razón.

Cuando sonaban las campanas para dar las doce del medio día mi hermana mediana aparcó la carreta con un caballo justo delante de la puerta, a diez pasos. La calle se había convertido, tras las lluvias del día anterior, en un lodazal con charcos salpicados aquí y allá. El sonido de las ruedas al detenerse ocupó desde las séptima hasta la décima campanada. Abrimos la puerta a la onceava y a la última mi hermana saltó del carro con una expresión alegre y ansiosa. Entró en casa veloz como un rayo.

—¿Te han pedido algo a cambio? —Le pregunté, reteniéndola para que no saliese aún con cosas de la casa. Mi tío, al ver el carro y movido por un sentimiento de altruismo, cogió su arcón con sus cosas y salió al exterior con él.

—No. Ha sido solo un préstamo. Además, me conocen. Saben que se lo devolveré en el mejor estado posible.

—Eso esperemos. —Le dije mientras ella me devolvió una mirada asustada y cuando vi que mi hermana mayor se acercaba a la puerta con dos cestas de mimbre a cada lado me interpuse entre ella y la salida, mirando de frente a mi tío y con el brazo apoyado en el marco de la puerta para que ni ella ni nadie más salieran.

—Aparta, Willem. —Dijo mi hermana mayor en un susurro pero yo la ignoré. Me quedé mirando como mi tío, arriñonado y cansado, subía el arcón al carro y después se volvió a mí para quedarse un tanto pasmado. Me bajé la escopeta del hombro, la empuñé con una mano y con la otra me volví para coger el abrigo y el sombrero de mi tío, colgados al lado de la puerta y se los lancé.

—Estas son las únicas cosas que os pertenecen. Ya han dado las doce, el propietario se hará cargo del resto. —Dije mientras él aún seguía turbado, agarrando el sombrero y el abrigo con algo de confusión.

—¿Qué estás hablando? —Casi gritó, como un ogro—. Vamos, colabora para subir las cosas al carro antes de que venga el señor Graham.

—El señor Graham ya no tiene nada que hacer en esta casa. —Solté, a lo que él quedó allí clavado como un poste. Mis dos hermanas, cada una a cada lado de mi espalda me miraban a mí y miraban a mi tío alternativamente. Después se miraban entre ellas y temblaban—. He sido bastante considerado teniendo en cuenta que cuando terminaron de dar las doce vuestras cosas aún seguían en mi casa, pero he sido gentil y os las regalo. Yo no las quiero, ni vuestras cosas ni a vos.



—¿Tú casa? —Preguntó divertido, casi carcajeándose. Como guinda del pastel saqué del bolsillo interior de mi abrigo las escrituras de la casa y el contrato firmado con el señor Graham. Él no podía leerlos desde aquella distancia pero aquellos papeles en mi posesión eran signo suficiente de autoridad.

—Mía. Se la he comprado al señor Graham. Y él os la compró a vos por petición mía. Id al ayuntamiento, veréis como mi nombre consta en las escrituras. Y os aconsejo que no oséis cambiarlo o sobornar a ningún notario para que haga alguna modificación, porque ni tenéis autoridad ni pienso quedarme quieto al ver que intentáis arrebatarme lo que por derecho de herencia es mío, nuevamente.

Algunas personas que transitaban por la calle se detuvieron a observar, pues nuestro tono no era discreto y era hora en que todo el mundo estaba fuera de sus casas. Las mujeres que venían del mercado aminoraron el paso al oírnos y aquellos que se dirigían a la casa de comidas se quedaron fuera, expectantes. Mi tío no soportó estar en aquella evidencia así que emprendió camino hacia la puerta para hablarlo más en privado o al menos para ocultarse de la mirada de las personas, pero yo alcé el cañón de la escopeta, dejándole helado como un témpano.

—No oséis poner un pie dentro de mi propiedad. —Le advertí. Mi hermana mayor me sujetó el brazo que empuñaba el arma con intención de sosegarme.

—¿Tú has comprado esta casa? —Preguntó, más asustado que divertido, pero reía.

—Así es.

—¿Con qué dinero? ¿Y el dinero que me ha pagado el señor Graham? ¿Ese es el dinero de vuestro pago?

—De donde yo haya sacado el dinero no es asunto vuestro. Y el dinero que tenéis, es legal, y todo vuestro. Disfrutadlo, pero no en mi casa.

—No sé por qué me da que sobre toda esta trama se cierne la mano de Sr Williams. Todo esto huele igual de podrido que él.

—Pensad lo que queráis. Me trae sin cuidado. —Bajé el arma y guardé los papeles dentro de mi abrigo nuevamente, pero mi hermana mediana los sacó y se alejó para leerlos al interior de la casa. La oí reírse desde el interior, con una malévola risa victoriosa. Mi tío le puso aquello de mal humor.

—¡Quédate con la casa! ¡Quédate con este asqueroso terreno! —Tengo dinero para irme a donde me venga en gana. ¡Vamos Amanda, veniros conmigo! Coge a tu hermana y salid de esa casa. Dejad a este energúmeno que se muera del asco ahí.

Mis hermanas no se movieron un solo ápice. Temí que debiera poner de nuevo la mano en el umbral para cortarles el paso pero al volverme a ellas no se movieron. Mi hermana mayor negó con el rostro en dirección a mi tío y Lili se desternillaba, radiante de felicidad. Mi tío palideció hasta el extremo en que pensé que bien podría desmayarse allí. Más le costó aceptar la pérdida de mis hermanas que de la propia casa. Enfureció como nunca.

—¡Sois unas putas! ¡Asquerosas! —Yo volví a sujetar la escopeta en su dirección—. ¡Yo que os he dado un techo, que os he alimentado! Sois unas desagradecidas, no sois más que unas furcias y unas brujas asquerosas. Os pudriréis en esa casa como vuestra madre.

—¡Largaos de mi casa! —Dije, avanzando hacia él pero mis hermanas me retuvieron dentro.

—¡Tengo todo el dinero que pueda desear! —Masculló—. No os necesito a ninguno. Me construiré una casa mucho mejor…

—A ver cuánto os dura sin nosotros. —Soltó mi hermana mediana desde dentro, colocando la puntilla a toda la trama.

Mi tío enmudeció y al fin, asustado y atemorizado por las miradas de las personas alrededor, acabó marchándose en la carreta, perdiéndose por alguna de las calles del pueblo. No quedé tranquilo hasta que no hubo desaparecido y cuando esto ocurrió las personas alrededor continuaron sus quehaceres. Les habíamos dado un buen espectáculo y me atemorizaba la idea de que mi tío volviese en algún momento cuando estuviésemos despistados y arremetiese contra nosotros. Pero esos eran problemas del futuro que ya arreglaríamos cuando llegasen. Por lo pronto bajé la escopeta y me interné en casa, cerrando la puerta de golpe y apoyándome de espaldas a ella, soltando un gran suspiro.

Mis hermanas quedaron frente a mí, la mayor aún sujetando una cestilla de mimbre a la que seguro había torturado con sus manos temblorosas y mi hermana mediana con los papeles que me había quitado del bolsillo aún en sus manos.

—Venid aquí. —Les dije, extendiendo los brazos para que me abrazasen. Amabas lo hicieron con la mayor ternura y agradecimiento que les había visto nunca. Me devoraron a besos y rieron a carcajadas cuando la tensión fue disipándose. No dejaban de temblar y yo comencé a languidecer también, pero sujeto a ellas nada podía pasarnos.

 

  


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