TRANSMUTACIÓN [Parte II] - Capítulo 20
Capítulo 20
“Pacto de Fuego”
York, Inglaterra, 1620.
11 de marzo de 1620
Sábado. No había podido dormir bien en toda la noche. Pasadas las tres de la mañana al fin pude conciliar el sueño tras largas horas de nervios y dudas. Había maquinado en mi cabeza cientos y cientos de situaciones en las que esta trama podía salir mal. También otras cientos de situaciones en las que alguno podría salir dañado, herido o mal parado. Pero sobre todo no paraba de rondarme por la cabeza la enorme cantidad de dinero que le debía a Sr Williams y eso pesaba sobre mí como una losa. Me convencía a mí mismo de que cuando mi tío no estuviese en la casa todo se vería mucho más liviano, pero no quería engañarme de aquella manera. Quince mil libras eran una suma que no podía ganar ni en un año. aún así, estaba encantado de la idea de liberar a mis hermanas de aquél hombre.
Después de desayunar llegó el jovencito que trabajaba en la copistería con una carta. No necesitaba ni siquiera ver el sello para conocer de quien era.
Querido Willem.
Quedáis convidado a cenar esta noche con nosotros. El menú consistirá
en una gallina al horno. Os esperamos pronto, allegaos antes de las cinco.
Después cenaremos.
Os quiere, Sr Williams.
Mi tío estaba en casa cuando leía la carta y repachingado en la mesa del salón me miraba con curiosidad. Ese día había decidido que no le necesitaban en el ayuntamiento y por tanto no saldría de casa. Alegó estar muy ocupado con la mudanza pero en ningún momento alzó un brazo para ayudar a mis hermanas, que cocinaban, limpiaban y empacaban a tiempo completo. Yo estaba limpiando los platos cuando el muchachito llegó a casa. Aún esperaba en la puerta mirándome el pobre con media sonrisa y yo estaba doblando de nuevo la carta ocultándomela en el bolsillo del chaleco. De allí le solté al mozo una monedilla y salió corriendo.
—Al final ese crío se hará el más rico del pueblo. —Dijo mi tío, odiando que le diese una propinilla al zagal.
—No os igualará. —Le dije, con veneno—. Os lo aseguro.
—Más le vale. —Después me miró a mí con interés cuando me disponía a seguir enjuagando los platos—. ¿Otra carta de Sr Williams? Porque está casado si no pensaría que es un libertino que siente esa repugnante atracción hacia el sexo fuerte que tienen los desviados y los perturbados.
—¿Tan rara es la amistad para vos? Bien podría yo pensar que vuestros amigos de la casa de comidas quieren algo más que amistad con vos, tío.
—¡No digas sandeces! Nosotros somos hombres. —Le miré por encima de hombro y qué a gusto me hubiese quedado si al menos le hubiese lanzado una sátira mirada—. Ese noble repugnante no es más que un niño mimado. ¡Como se nota que no ha tenido que trabajar en su vida para ganarse una libra!
—Que sea rico no lo hace peor o mejor hombre. Solo lo hace rico.
—¡Qué bobo eres, sobrino mío! ¡Qué sandeces salen de tu boca!
Yo no seguí con el juego. Era una partida que ni podía ni deseaba ganar. aún me esperaba un triunfo mayor que arrebatarle de las manos y estaba más que seguro de que me alzaría en pleno éxtasis cuando viese su expresión rota por la confusión, y después turbada por el engaño y mi victoria.
…
Cuando se acercaban las cuatro y media me acerqué a mi cuarto para descubrir a mis hermanas haciéndome las maletas. Estaban metiendo en un gran arcón las prendas más ligeras de verano y algunos cuantos zapatos.
—Al paso que vais me dejaréis sin sábanas de cama —Les dije divertido—. Recordad que aún nos quedan dos noches aquí y tengo que seguir durmiendo en esta cama…
—Solo estamos metiendo lo imprescindible. —Rió mi hermana mayor mientras doblaba una camisa y la metía en un rincón del arcón. Yo las miré con ternura, me hubiera gustado revelarles el plan pero era demasiado arriesgado hacerlo y sobre todo si yo me iba y no podía controlarlas estando fuera.
—¿Estáis bien con esto de la compra de nuestra casa? —Les pregunté.
—¡Qué remedio! —Dijo la mediana—. ¿Acaso podemos discutir? A lo mejor en la nueva casa que construyan de cero no habrá tantos desperfectos que paliar.
—Tal vez. —Dije yo mientras las veía doblarme unos pantalones y retirarle el polvo a mi sombrero. Me lo extendió Amanda y yo le pedí prestado a mi hermana mediana su chal negro.
—Te haré uno para ti. —Me dijo Amanda divertida aunque de repente rió—. Aunque bien puedes hacértelo tú mismo, ahora que te has aficionado a coser.
Yo fingí que me hacía gracia y me colocaba el chal por el cuello a modo de bufanda.
—¿Llagarás tarde?
—No lo sé. —Dije meditabundo—. Tal vez me entretenga, sí. Pero espero no llegar más tarde de las diez.
—Te esperaré despierta. —Me dijo mi hermana mayor en modo de advertencia y yo asentí conforme con su decisión.
Cuando las vi entretenidas me conduje al establo para ensillar mi caballo y cuando estuvo bien amarrado me aseguré de que nadie me estaba viendo para tapar a una de las gallinas con el chal, apretarla bien fuerte contra mí para que no hiciese un solo aspaviento o ruido y me subí de un salto al caballo, saliendo cuanto antes del pueblo. Estaba excitado, conmovido, entusiasmado y aterrado. Estaba asustado como nunca y más contento de lo que me había podido sentir jamás.
Llegué como siempre antes de tiempo a casa de Sr Williams. Bajé del caballo frente a la puerta principal y Mari salió a mi encuentro como solía hacer. Ella era conocedora de los chanchullos que nos traíamos Sr Williams y yo y al verme me sonrió con una cándida expresión de alegría. A poco estuve de darle un abrazo pero el bulto bajo mi brazo me lo impedía. Bien sabía qué era aquello y yo aunque no quería esconderlo por más tiempo hube de mantenerlo aún bajo el chal.
—¡Amigo mío! —Gritó Sr Williams cuando pasé dentro de la casa. Me aguardaba en el recibidor y nada más verme saltó a abrazándome. Su abrazo era una clara expresión de que todo había salido tal como planeaba y dándome la bienvenida a su entramado me lanzaba dentro con un abrazo reconfortante—. ¿La traéis? —Miró el bulto debajo de mi brazo y yo se lo pasé. Se descubrió la cabeza de la gallina que pronto empezó a revolverse. A él no le importó. La alzó en el aire y caminó con ella hasta el salón, donde otros invitados nos esperaban. Allí estaba el señor Graham, Dafne, la niña en su regazo y otro hombre al que no conocía. Sr Williams alzó la gallina en señal de victoria—. ¡La gallina de la victoria! ¡La gallina de la discordia! —Todos se partieron de risa por el espectáculo. Yo incluso, cegado por la felicidad—. ¡La gallina de los huevos de oro!
—¡Sí! —Dijo su hija divertida, saltando del regazo de su madre. Quiso acercarse a la gallina y aunque su madre pareció indecisa el padre bajó al bicho para que ella lo mirase más de cerca.
—¿Conocéis la fábula de la gallina de los huevos de oro, Capitán?
—Sí, claro. —Dije, encogiéndome de hombros. Él la contó igual.
—Dicen que la avaricia rompe el saco. Un buen ejemplo es del hombre que hubo una vez, cuya gallina todos los días le ponía un hermoso huevo de oro... —Según narraba parecía que la había contado mil veces ya. Incluso su hija debía sabérsela—. Aquel hombre, feliz por ser el dueño de tan increíble animal, imaginó que se haría rico con el tesoro que aquella gallina debía albergar en sus entrañas. Ni corto ni perezoso decidió sacrificar al pobre animal para poder comprobar cuánto brillaba el tesoro de la gallina. Sin embargo, al abrirla pudo comprobar con sus propios ojos, como aquella gallina era igual por dentro que aquellas que no ponían ni un solo huevo extraordinario. Y de esta forma fue como el hombre de la gallina de los huevos de oro, se privó de su gran fortuna.
—¡Pobre hombre egoísta! —Dijo la niña que cansada de acariciar al animal se me acercó como forma de saludo y al cogí en mis brazos. Se arrellanó en mi hombro, divertida.
—¿Qué tiene que ver con esta situación? —Le pregunté a Sr Williams que se divertía viendo la cara de sus invitados.
—Tiene que ver, porque esta gallina os ha regalado toda una propiedad. Acaba de poner un maravilloso huevo de oro a vuestro alcance.
—Vos habéis puesto ese huevo. —Le dije y él acabó por aceptarlo tal como lo dije.
—Sea como sea, esta gallina será hoy nuestra cena. —Llamó a Mari—. Mata a este animal, desplúmalo y mételo al horno. En tres horas cenaremos.
—Os comeréis a la gallina de los huevos de oro. —Soltó divertido el señor Graham—. ¿Eso no os convierte en el hombre avaricioso?
—Él solo la abrió en canal. Yo me la comeré. —Cambiando de tema me agarró por el brazo que no sujetaba a su hija y me animó a acceder más al salón, para estar a la vista de todos. El señor Graham se levantó, abotonó su frac y me extendió la mano—. A este hombre ya lo conocéis, me temo. Es el señor Graham, el hombre que ha firmado para poder compraros el terreno. El dinero ha salido de mi bolsillo pero él ha puesto su nombre y su sello. No ha sido solo una marioneta, él también ha movido hilos por usted. Estadle agradecido.
—¡Encantado! —Dije, esta vez sonando mucho más cándido y amable que cuando nos conocimos el primer día. Él era un hombre nuevo. En todo el tiempo que estuve allí no paró de sonreír, de soltar gracias y de intervenir como si estuviese en su propia casa. Estaba más sonrosado, más animado y entregado. Sin duda era un buen actor.
—Es un placer conoceros al fin entre bastidores. —Soltó, divertido—. En el escenario uno no puede ser tan abierto como aquí, tras las cortinas.
—Os debo mucho, caballero, vos me habéis ayudado en un asunto personal del que no sé cómo explicaros y no sé siquiera si os interesa conocer. Pero me habéis librado de una buena. Os lo agradezco de todo corazón.
—No me debéis nada. —Dijo él, estrechándome otra vez la mano y esta vez manteniéndola allí por largo rato, aprisionada entre las dos suyas—. No es a vos a quien le he hecho el favor. Bien sabe Sr Williams que le debía una y solo me la ha cobrado. Pero estoy encantado de ayudaros, si es eso lo que he conseguido con mis actos.
—¿Sois de verdad fabricante de barriles o eso también es una patraña?
—¿No tengo aspecto de constructor de barriles?
—No, a mi parecer. —Dije y todos se desternillaron.
—Pues tenéis buen ojo. Soy abogado, señor. Perdón, Capitán. —Se corrigió. Yo negué con el rostro.
—En esta casa soy solo amigo. No tengo cargo alguno.
—Está bien. —Dijo él, sonriéndose—. Trabajo de abogado, me licencié en Londres a los veintitrés años y estuve diez años ejerciendo allí. Conocí a Sr Williams en una compraventa e hicimos buenas migas. Después me instalé provisionalmente en un pueblo cercano a este y hasta ahora…
—Está bien tener amigos cerca. —Dijo Sr Williams—. Siempre puedes disponer de ellos cuando se te antoje.
—¡Qué egoísta! —Soltó su mujer divertida.
—Este es el señor Zarragal. Un compañero de estudios, notario y quien hoy estará presente en el contrato que firmaremos para cederos a vos la propiedad. —Dijo Sr Williams presentando al otro hombre que había en la estancia. Era un hombre joven, tal vez un par de años mayor que Sr Williams, pero no más. Moreno, de pelo corto y perilla. Estrechamos las manos y nos presentamos pero no cruzamos más palabras—. Pasemos a mi despacho, lo ruego. —Pidió Sr Williams—. ¿Quieres estar presente? —Le preguntó a su mujer pero esta negó sonriendo y rescatando a la niña de mis brazos.
—Iremos a ayudar con la gallina. Si queremos que esté lista para cenar, Mari necesitará algo de ayuda. Confió en que todo salga adecuadamente.
Ya en su despacho nos sentamos todos alrededor de su mesa. Él presidiéndola en su butaca habitual, el notario amigo suyo a su vera, y el señor Graham y yo el uno al lado del otro enfrente de ellos.
—El contrato de compraventa es similar al que ha firmado vuestro tío. Pero con algunos cambios. Veréis. —Me fueron explicando a medida que yo lo leía, muy atento—. El traslado se efectuará cuando termine el plazo concedido por el señor Graham a vuestro tío. Es decir, que a las doce del medio día del lunes, la propiedad pasa a ser exclusivamente vuestra. Este no es un contrato previo o un borrador, este es el contrato. Con mayúsculas. —Rió Sr Williams—. El precio de la compra es de tan solo 50 libras o en su defecto cualquier propiedad mueble o inmueble que convalide esa cantidad. En este caso, una gallina. —Todos reímos—. La propiedad no pertenecerá más que a vos, ni a vuestras hermanas ni a vuestro tío, por lo consiguiente si también deseáis que vuestras hermanas no pisen la casa podríais hacerlo, pero eso ya queda de vuestra mano. Por lo pronto no es propiedad de vuestro apellido ni de vuestra familia. Solo vuestra. ¿Entendéis bien esto?
—Sí. —Afirmé.— Que si mi tío entra en mis propiedades puedo denunciarle. Y que mis hermanas pueden permanecer en mi casa mientras que yo lo permita.
—Exacto. —Dijo el notario—. Tened en cuenta una cosa, Señor Willem, una vez sea vuestra podéis hacer con ella lo que deseáis. Venderla, subastarla, demolerla, cambiarla o vivir en ella. Deberéis abonar la cantidad de impuestos pertinentes al ayuntamiento que se estipula en vuestro pueblo. Antes os hacían un tanto por ciento de rebaja por la presencia de vuestro tío, pero me temo que eso ya no podrá ser.
—Sabéis que os estáis jugando el puesto como capitán, ¿cierto? —Me preguntó Sr Williams, algo asustado.
—Sí, lo sé. Por esa parte ya me ocupo yo.
—Bien. —Siguió el notario—. Hemos incluido una cuantas clausulas que no estaban en el contrato que firmaron con vuestro tío. La primera habla sobre la herencia de esta propiedad. ¿Deseáis incluir a alguien como propietario de este terreno en caso de que os suceda algo o dejamos esto en blanco?
—Me gustaría dejárselo a mis hermanas. —Dije, ya habiendo pensado en ello con anterioridad—. Al cincuenta por ciento cada una. Y con posibilidad de que ellas mismas decidan por entero qué hacer con la propiedad, si desean vivir en ella, o venderla, o que una ceda su parte a la otra. Y en el caso de que falte alguna de ellas, que se lo quede por entero quien me sobreviva.
—Bien. —Dijo el notario mientras apuntaba los datos pertinentes y Sr Williams me asentía valorando como buena aquella decisión.
—Otra cláusula añadida trata sobre el matrimonio. Si os casáis, ¿deseáis que vuestra mujer sea propietaria del cincuenta por ciento desde la fecha de vuestro enlace o no? Tened en cuenta que esto puede modificarse en las escrituras en todo momento. ¿Entendéis? —Asentí.
—No deseo que tenga el cincuenta por ciento.
—Bien. —Asintió el notario—. ¿Y vuestra descendencia? En el caso de que tengáis descendencia queréis que tengan la posibilidad de heredarla o no.
—Sí. —Asentí—. Quiero que mis hijos tengan, al igual que tuve yo, la herencia del terreno. Si fallezco joven, que mi mujer sea regente de ellos al cien por ciento.
—¿Repetiréis la vida de vuestro padre? —Pregunto Sr Williams entre divertido y curioso.
—Dios me libre. —Dije—. Pero mejor estar precavidos.
—Bien. —Finalizó el notario—. Pues ya estaría todo. El dinero ha sido entregado, la propiedad queda a vuestro nombre en cuanto firméis. Pero no podréis hacer uso de ella como vuestra hasta el lunes, al medio día.
Ambos firmamos. Cuando vi mi nombre allí escrito sentí una súbita descarga de adrenalina. Cuando el contrato estuvo sellado por el notario el señor Graham y yo estrechamos las manos y Sr Williams me dio un efusivo abrazo. Yo se lo correspondí. Le debía mucho.
—Os devolveré el dinero invertido. —Dije, apenado—. Aunque tenga que daros todas mis gallinas.
—Ya os dije que por eso no había que preocuparse. Si queréis, podéis darme una libra al mes. O si bien lo deseáis, con que de vez en cuando traigáis una gallina para cenar yo me doy por pagado. No os preocupéis por el dinero. Para mí no ha sido nada y para vos todo un paraíso.
—Cuando les cuente a mis hermanas lo que habéis hecho por ellas, os idolatrarán como a un héroe.
—Es a vos a quien tienen que idolatrar. —Dijo él, posando una mano en mi hombro.
—El lunes a primera hora llevaré todo el papeleo pertinente al ayuntamiento para que consten allí. —Dijo el notario—. Y después desapareceré. Si tienen algo que decir, que os lo digan a vos, que ya seréis el propietario. Usted a partir de hoy se quedará con una copia del contrato y una copia de las nuevas escrituras de la casa. —Señaló los papeles firmados—. Ocultadlas hasta entonces.
—Mi tío enloquecerá. —Solté, entre excitado y acongojado.
—Tened la escopeta preparada. —Me dijo Sr Williams con una sonrisa pérfida—. Si entra en vuestras propiedades sois libre de dispararle.
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