TRANSMUTACIÓN [Parte II] - Capítulo 19

 

Capítulo 19

 “Pacto de Fuego”

York, Inglaterra, 1620.

6—10 de marzo de 1620

 

La semana del seis al doce estuvo llena de pequeños detalles, de miradas, de ilusiones y de mucha tensión. Son demasiadas las preocupaciones que me rondaban por la cabeza: la estafa a mi tío sobre la propiedad de la casa, el cuidado de esta mientras pudiese colaborar, Ciara sobrevolando mi pensamiento como un cuervo a su presa, el peso de las mentiras que había ido acumulando que bien me valdrían tenerlas presente o podría echarlo todo a perder. Y todo eso sumado a mi trabajo como capitán era agotador sobre todo mentalmente. Hubo un par de días en que me vi incapacitado para dormir, angustiado como me ponía a veces y me veía obligado a salir afuera, a que el frío del exterior enfriase mis pensamientos y mis nervios. Aquello no hacía sino denotar que algo tramaba, y mis hermanas fueron las primeras que lo notaron cuando paulatinamente fui perdiendo el apetito y saliendo menos del pueblo. Ciara había pasado a un segundo plano pero aunque Sr Williams me pidió que lo dejase todo en sus manos, era incapaz de dejarlo estar.

Ya el lunes llegó un forastero al pueblo. Al aparecer en la casa de comidas ya lo conocían y le atendieron de buenas maneras. Paseó aquel hombre durante todo el día por el poblado apuntando en un cuadernillo algo con letras ilegibles por lo poco que alcancé a ver. Era un hombre alto, mucho más mayor que yo, de al menos cuarenta años, con una tupida barba castaña y el pelo recorrido en una coletilla detrás de la nuca. En su cabeza, un sombrero y en su cuerpo unas ropas que más que caras parecían simplemente elegantes. Sus zapatos estaban apenas manchados de barro. Cuando se fue aquella mañana del pueblo los había ensuciado todos y había dejado una atmósfera rara por todo el lugar, como una inquietud y un curiosidad que superaban hasta al más silencioso de mis paisanos. Todos cuchichearon por el resto de la tarde y seguro que en las cenas las personas se llenarían la boca con aquel hombre que con tanta curiosidad había estado visitando el pueblo.

Yo solo puedo recordar la mirada que me lanzó cuando me crucé por casualidad en su camino. No estaba seguro de que fuese el hombre que Sr Williams trajo al pueblo, tampoco estaba seguro de que ese hombre supusiese que yo era el capitán, y si estaba en lo cierto en ambos casos, su mirada fue de todo menos cordial. Tenía una gélida expresión pensativa, y en vez de parecerme un filósofo tenía más aspecto de matemático e incluso de emperador. Me hubiera gustado darle la bienvenida, haberle ayudado en lo que necesitase, pero ya se ocupaba él de mantener las distancias conmigo procurando no volverse a cruzarse en mi camino en toda la mañana.

Al día siguiente alguien comentó haberle visto yendo de un lado a otro por el ayuntamiento, hablando sobre papeleo, preguntando mil y un requerimientos y haciendo las más asombrosas preguntas tales como “¿En la iglesia se consume mucho vino? ¿La tabernera tiene necesidad de barriles de roble? Hay mucho roble por esta zona, ¿cómo están las leyes sobre la tala de árboles?”. El mismo alcalde me lo contó tras pasarme por allí a última hora del día. Parecíale que estaba interesado en varios terrenos de la zona y que había hablado con unos cuantos paisanos sobre si se le venderían algunas tierras.

—¿Conocéis a ese hombre? —Le pregunté, más curioso que cauto.

—Sí. O al menos algunas gentes del pueblo dicen haberle visto antes. Se ha debido pasar unas cuantas veces por motivos de compras que no alcanzo a saber. ¿Y vos?

—No. —Dije, negando con el rostro—. No me suena de nada.

Ambos acabamos encogiéndonos de hombros y eso fue todo lo que pude saber. Aquella noche me escabullí a casa de Ciara y cenamos juntos, pero pronto regresé a casa angustiado como seguía estando por la última reprimenda de mis hermanas. A ella le alargó saber que su regalo había sido recibido con encanto y yo, a pesar de estar con ella, no podía evitar torturarme con todos los asuntos que traía entre manos.

El miércoles pasé por la casa de comidas para preguntarle a la tabernera si tenía una liebre. Mi hermana mayor me dijo que el día antes habían cazado una buena remesa de liebres y me mandó a la casa de comidas a comprar una. Nada más entrar hallé en una amplia mesa a aquél mismo hombre que había estado los días antes paseándose por el pueblo sentado con unos cuantos conciudadanos nuestros. Todos hombres, todos con posesiones de terreno y entre ellos mi tío sentado a su vera. Hablaban entretenidamente con algo de comida entre ellos y una jarra que de seguro contenía algo de vino. Saludé a mi tío con la mirada nada más entrar y el desconocido se me quedó mirando con una expresión gélida.

Cuando llegué a la barra y salió la tabernera de la cocina le pregunté por las liebres pero ella no podía quitarles la vista de encima a aquellos comensales que hablaban a veces en susurros y otras a voces. Que algo tramaban de eso estaba ella segura, pero le daba apuro acercarse de más a la mesa solo para enterarse. Acabó por darme una de las liebres y antes de marcharme la vuelta me la cobró en chimes.

—Creo que ha venido a comprar algún terreno. —Decía ella y yo tuve una extraña sensación misteriosa. Sentí como si hubiese orinado en medio del pueblo y ese orín estuviese llegando a las bocas de todas las personas que tuviesen a bien beber de aquello. La mentira no solo se había extendido sino que lo había hecho rápida y eficientemente.

—¿Cómo sabéis eso?

—He hecho reunir a unos cuantos poseedores de terreno. Creo que se está decidiendo por el de alguno de ellos. Está vuestro tío allí. —Me dijo, queriendo insinuar que a lo mejor nos compraba a nosotros la casa.

—Él sabrá lo que hace. —Me encogí de hombros y llegué a casa con la liebre. Yo no era muy dado a los chismes, pero sería de extrañar si no les comentase a mis hermanas lo sucedido en la taberna—. Nuestro tío se ha reunido con unos cuantos paisanos más para negociar la compra de algún terreno. Puede que compren el nuestro.

Puestas sobre aviso ellas ya divagaron por su cuenta. Y al final la conclusión a la que llegaron es que yo como capitán debía ir allí y enterarme de todo lo que estaba sucediendo. Me parecía arriesgado pero no habría hecho de otra manera de no haber sido una estratagema mía. Me encaminé de vuelta a la casa de comidas y esta vez me acerque directamente hacia la mesa donde aquellos comensales charlaban. El desconocido volvió a erizarme el vello pero mi tío se levantó de la mesa con el pecho henchido de orgullo y me señaló, presentándome a aquel hombre.

—Este es el capitán del pueblo. Y además, es mi querido sobrino. —Aquél desconocido se levantó y me estrecho la mano. El apretón era fuerte y directo, y su mano era cálida, todo lo contrario de su mirada.

—Encantado de conoceros, soy el señor Graham. Sentaos a la mesa si os place. —Me dijo—. Tal vez como capitán debáis estar al corriente de lo que aquí se está tratando. —Volvió a sentarse y yo me senté justo enfrente de él, al otro lado de la mesa. El único sitio libre ya.

—¿Y cuáles son los temas a tratar?

—Estoy interesado en la compra de algunos terrenos de este pueblo.

—Las tierras no son muy fértiles y nuestras normas morales son bien estrictas. —Le advertí.

—No quiero los terrenos por la tierra, no voy a cultivar. Mi deseo es establecer una pequeña tienda artesanal de barriles. Mi padre se ha dedicado toda la vida a ello y yo quiero seguir con el negocio. Pero el pueblo en el que estaba yo instalado no tiene demasiada demanda de esos barriles y creo que este es un buen lugar para despegar. Está cerca de otras provincias con tanta o más demanda y no se tarda nada de aquí a esos lugares. —Asentí—. Por supuesto mis jornaleros serán paisanos vuestros y la madera la compraré a vuestro carpintero. Si gusta de querer colaborar. Pagaré religiosamente mis impuestos en el ayuntamiento y también puedo rebajaros el precio de los barriles por haberme asentado en este vuestro lugar.

—¿Qué decís, capitán? —Me preguntó uno de los hombres allí sentados.

—A mi me parece una buena idea, ¿habéis hecho vuestros deberes en cuanto a la demanda del producto?

—Así es. —Dijo el hombre, con un asentimiento rotundo.

—¿Tenéis dinero para pagar el terreno que se os ofrezca?

—Así lo creo. Y justo en eso andábamos. Estos hombres han ofrecido sus terrenos y a la par yo me he interesado por los de ellos. Estábamos llegando a un trato. Aquí el señor Willem me pide por sus terrenos 27.000 libras, pero he pasado por su casa y no considero que tenga las hectáreas suficientes como para que valga esa fortuna. Sin embargo los terrenos del señor Plank son más amplios, pero los cimientos de su casa no parecen muy bien asentados y me aterra la idea de establecer mi fábrica en arenas pantanosas.

—Yo no soy propietario de ningún terreno. —Dije, mientras me levantaba educadamente—. Así que os dejo a vos decidir sobre estos asuntos. Espero que decidáis con cabeza y no os aferréis demasiado a vuestro bolsillo. Al final lo barato acaba saliendo muy caro.

Con aquella despedida me conduje a casa.

No fue hasta el día siguiente, ya jueves, en que el hombre se decidió por nuestros terrenos pero aún tuvo que reunirse con mi tío y convidarle a mucho vino para que el bajase el precio de los terrenos a 15.000 libras. No estaba mal para un terreno decente, con una casa bien amueblada y con tierra fértil, pero seguía siendo demasiado para lo que era nuestro terreno. aún así, nuestro tío aceptó, al parecer, y se allegó a casa resplandeciente, con un borrador del contrato de compraventa en las manos. Mis hermanas ya estaban prevenidas de que aquello podía suceder por lo que no se alarmaron demasiado. Sin embargo la felicidad de mi tío podía con ellas y acabó animándolas, haciéndolas olvidar que nos debíamos trasladar.

—Es una compra maravillosa. —Dijo mi tío mientras cenábamos, aún con el pliego del contrato en la mano—. No podía haber sido mejor. Le inflé el precio al principio para que no nos diese de menos, pero al final no se ha quedado corto.

—¿Cuánto os han ofrecido por la casa? ¿Por cuánto vais a venderla? —Le preguntó mi hermana mayor.

—Quince mil libras. —Aquella cifra me resultaba desorbitada y pensar que aquello tendría que reembolsárselo a Sr Williams me hirió como un puñal en el pecho, pero ver a mi tío tan emocionado me animaba.

—¡Qué fantástico! —Dijo mi hermana mediana, pero nada más soltarlo mi tío se desternilló, dándonos a entender que no veríamos una sola moneda de aquella suma.

—Pero tendremos que dejar la casa. —Dijo mi hermana mayor, adelantándose a los acontecimientos—. ¿No?

—Así es, pero tenemos dinero de sobra para edificarnos otra igual, o mejor, en algún otro lado del pueblo.

—¿Cuándo habremos de marcharnos?

—Aquí en el contrato viene. —Me extendió el papel a mí y yo lo leí por encima.

En el contrato no figuraba nada respecto al uso que se le daría al terreno una vez estuviese en propiedad del señor Graham, y tampoco nada respecto a una compraventa futura, por lo que, legalmente, podría venderlo nada más que lo hubiese adquirido. Ya era suyo, nada se podía hacer en cuanto lo poseyese. Súbitamente me temí que aquél hombre no fuese tan buen amigo de Sr Williams como este pensaba de él y se quedase con el terreno para sí. Pero aquellas dudas se despejaron enseguida. Uno de los últimos puntos del contrato hablaba del desalojo de la vivienda. Leí en alto.

—El desalojo de los actuales inquilinos de la vivienda habrá de realizarse en un plazo de tres días máximo después de la firma oficial del contrato. Después de que haya cumplido el plazo no podrán volver, en caso de que hayan dejado enseres personales o similares, los cuales pasarán a ser propiedad del comprador.

—Mañana al medio día firmaremos el contrato oficial.

—Así que tenemos hasta el medio día del lunes para desalojar la vivienda. —Finalicé yo. Mi tío asintió y mis hermanas se miraron entre ellas y comenzaron a cavilar sobre todo lo que debían llevarse y las cosas que debían comenzar a empacar. Mi tío sin embargo me miró dubitativo.

—No has dicho nada al respecto. ¿Qué te parece la idea?

—¿Acaso tengo voz en esto? —Le pregunté y me dije a mi mismo que debía al menos fingir que estaba arisco, o de lo contrario podría maquinar que yo estaba detrás de todo aquello. O por lo menos que iba a salir ganando de aquella compra.

—No, cierto. No tienes voz. Pero pensé que al menos pondrías el grito en el cielo.

—La suma no está mal. —Dije, fingiendo interesarme por ella—. Apenas nos costaría unas ocho mil libras construir una casa desde cero. Con mi ayuda y la de otros tantos…

—¿Dónde dormiremos hasta entonces? —Preguntó mi hermana mayor.

—Podemos quedarnos en la casa de algún paisano. Las obras solo durarían un mes, a lo sumo. Ya le he echado el ojo a algún terreno por aquí cerca.

—¿Qué haréis con el resto del dinero? —Le pregunté, con más curiosidad que interés.

—¿Qué te importa? ¿Acaso no es mi dinero? —Y así finalizó aquel día.

El viernes al medio día aquél hombre se presentó en nuestra casa. Mi tío insistió en que fuesen a la casa de comidas a firmar el acuerdo. Seguro que lo que él deseaba era que sus paisanos le viesen firmar tan buen trato, pero el señor Graham no retrocedió. Deseaba firmar el acuerdo en aquella casa como demostración de que aquellos, ya sin firmarlos, eran sus dominios. Estoy seguro de que lo hizo para verme a mí y a mis hermanas. Para conocer nuestras expresiones y nuestras turbaciones en los rostros. O tal vez solo lo hizo para no darle el gusto a mi tío de exponerse en la casa de comidas.

Firmaron entre palabras sueltas y aclaraciones del contrario. Mis hermanas y yo estábamos en el salón de pie, mirando en silencio como aquello se desarrollaba delante de nosotros. Ellas estaban la una al lado de la otra y yo detrás de ellas, con las manos sudorosas y las rodillas temblorosas. Ver como mi tío firmaba fue casi tan excitante como ver como Ciara se bañaba. Aquella firma le condenaba, y a mí me encumbraba al Olimpo. Pero no podía decir nada, aquello fue lo peor de todo. Tener que guardarme mi entusiasmo hasta que fuera el momento adecuado.

—Muy bien. —Sentenció el señor Graham. Acudiré el lunes a medio día para comprobar que ya no queden inquilinos y que habéis recogido vuestras cosas. —Mirando a mis hermanas las sonrió a las dos—. Y no os preocupéis si os dejáis cualquier cosa, preciosas. Aunque en el contrato estipule que lo que quede dentro de la casa es pertenencia del comprador, si os olvidáis algún vestido o algún objeto personal estaré encantado de devolvéroslo.

Mis hermanas le sonrieron con dulzura y candor. Yo me mostré tan frío y desinteresado como lo pedía mi papel y cuando todo finalizó, y el hombre marchó, me regaló una mirada de soslayo. Al verle salir por la puerta tuve esa vaga sensación satisfactoria de que no volvería a verle nunca más, no al menos en mi casa. Mi tío estaba rabioso de felicidad y mis hermanas, algo más sosegadas por la comprensión que había mostrado ese hombre para con ellas, se dispusieron a llenar los baúles con sus pertenencias. Yo las tranquilicé recordándoles que aún quedaban días para que nos marchásemos, pero ellas estaban ciegas por el cambio.

Aquél viernes terminó con una cena frugal y un extraño ánimo en la casa. Mi tío feliz, mis hermanas ocupadas y yo silencioso.

 


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