TRANSMUTACIÓN [Parte II] - Capítulo 21

 

Capítulo 21

 “Pacto de Fuego”

York, Inglaterra, 1620.

12 de marzo de 1620

 

Toda la mañana del domingo me resultó extenuante. Estaba tan preocupado del día siguiente que era capaz de sentir el lento paso de los segundos a cada minuto, a cada hora. Todo ocurría muy lentamente, como si sintiese el tiempo como una lenta caricia que nunca llegase a terminar. Cuando terminamos de comer aquella mañana ya me sentía hastiado del día, y ni siquiera había madrugado, por lo contrario, no había conseguido conciliar el sueño propiamente. La cena del día anterior fue abundante, todos se emborracharon y yo les acompañé, ebrio de felicidad. Cuando llegué a casa en la noche pude tocar los muebles, oler el aire del interior, sentir el ruido de las puertas y las maderas del suelo y todo aquello lo sentí por primera vez como una propiedad mía. Era tan superfluo pensarlo, pero tan inmenso el sentirlo…

Aquella cama donde dormí, ya tenía mi nombre, aquellas paredes que me rodeaban, eran mías, mis hermanas estaban bajo mi techo y por lo tanto bajo mi cuidado y mis normas. Solo había un extraño en aquella casa, que era mi tío el cual parecíame que no sospechaba nada en absoluto. Me hubiera gustado que así siguiese, sin embargo mi hermana mediana sí que estaba algo recelosa con mi comportamiento. Amanda parecía más centrada en la mudanza y en tener a mi tío contento que en fijarse en mí, pero Lili era más avispada, me conocía mejor y me conocía los defectos como nadie. Y a esta altura, ya debería haber saltado a morder la yugular del cuello de mi tío. Ella también debía haberlo hecho, pero como me veía silencioso, no se atrevió.

Aquella tarde de domingo, antes de las seis de la tarde, acudió a mí algo inquieta pero esperando a que nos quedásemos solos para hablarme. Yo estaba concentrado en atarme las botas cuando ella se puso delante de mí, con los brazos en jarra y alcé la mirada para escrutar su expresión.

—¿A dónde vas? —Me preguntó—. Aún nos quedan cosas que empacar.

—Mañana terminaré con mis pertenencias y la ropa de cama. Y también terminaré de meter en cajas los enseres de la cocina. aún tenéis que cenar aquí esa noche y desayunar en la mañana. No guardes cosas que luego haya que sacar, será el doble de trabajo. —Le dije, pero ella parecía más preocupada por otras cosas.

—¿Vas a ver a Sr Williams?

—¿A qué el interrogatorio?

—Falta una gallina. —Dijo ella con la mayor discreción pero sin borrar ese tono de reproche.

—Se habrá escapado. Ya sabes que en cuanto les quitas el ojo de encima dan un salto y ya puedes haberlas visto que desaparecen. —Me encogí de hombros. A ella no pareció convencerle mi explicación.

—Las gallinas no se escapan así como así. Ayer en la mañana les di de comer y estaban todas. Hoy cuando fui, faltaba una.

—No te preocupes, de todas maneras habremos de venderlas. No creo que a donde vayamos a dormir próximamente nos dejen tener las gallinas…

—No pareces muy preocupado. —Me levanté de golpe ya con las botas atadas y alcancé el sombrero y el abrigo.

—¿Habría de estarlo?

—Sería lo propio en ti. —Musitó mientras me ponía el abrigo y ella me arreglaba el cuello de la camisa. Lo tocó suavemente y se percató de que era mi camisa de los domingos que solo me ponía para ir a misa.

—¿Cómo va lo tuyo con el hijo de los Evans?

—Aún no le he propuesto matrimonio.

—Tal vez sea un buen momento. —Insinué—. ¿Quieres que hable yo con él y le haga ver que estás disponible para un enlace?

—No. —Dijo, tajante—. Sé arreglármelas yo misma. —Al ver que le había cambiado de tema y ella tropezó con la trampa acabó por refunfuñar y se fue. Yo salí al exterior y me conduje a la casa de comidas con una pequeña cestilla de mimbre. Allí me atendió la posadera con el mismo entusiasmo de siempre.

—¿Qué os trae por aquí, capitán? ¿Otra liebre?

—No. —Negué, mientras me apoyaba en el mostrador—. ¿No tendréis algunos pastelitos?

—¡No me digas! ¿Otra vez pasteles? Os estáis haciendo un glotón. —Dijo ella riéndose—. Lo siento, muchacho. Pero tengo un delicioso pastel de zanahoria. ¿Deseáis una porción? —Ella desapareció por la cocina y trajo una bandeja con una docena de rectángulos de bizcocho de zanahoria.

—Dadme media docena de porciones. —Le dije y el puse el dinero, más de la cuenta, en el mostrador. Ella se sorprendió pero no se negó a aceptarlo y colocó las seis porciones que le pedí en un pañito que colocó después en el fondo de la cestita. Dobló los bordes del paño para cubrir el bizcocho y recogió por último el dinero.

—Si alguno de mis parroquianos me pregunta por qué no me queda pastel le diré que ha sido usted que se los ha llevado todos.

—Decidle a los parroquianos que se den más prisa la próxima vez. —Le guiñé un ojo y ella volvió a esconderse en la cocina soltando una carcajada. Regresé de nuevo a casa y subí al caballo para marcharme del pueblo. Salí sin preocuparme de si me necesitarían, sin avisar a mis hermanas de que no llegaría para cenar y sin saber de mi tío. Yo estaba radiante de felicidad, y al mismo tiempo aterrorizado de que el mínimo detalle pudiese arruinarlo todo.


...


Llegué a casa de Ciara pasadas las seis y media. En algún que otro bache por el camino temí caer la cesta de mis manos pero al fin pude sujetarla con fuerza y no volcó, el olor del bizcocho llevaba torturándome todo el camino haciéndome salivar como un cachorro frente a un hueso. Toparme con Ciara de frente cuando ella entraba en su casa con el barreño de la ropa ya vacío, pues de seguro acababa de tenderlo, fue una grata sorpresa. Aguardó ella allí hasta que me hube puesto a su altura y desmonté del animal con una sonrisa radiante.

—¿Así que sois vos a quien vengo oliendo desde hace una legua? —Me preguntó ella divertida y yo no pude por menos que sonreírle.

Entré yo primero en la casa y ella después de mí cerrando tras de sí. Dejó el barreño justo debajo de la ventanita que tenía la cocina hacia el exterior y se quedó mirando el cielo desde aquel lugar, plantada, con el vientre apoyado en el pollo de la ventana y esta abierta. Yo dejé mi sombrero y mi abrigo colgados detrás de la puerta donde solía dejarlo y apoyé el cestillo de mimbre en la mesa de la cocina. Aquellos actos ya tan familiarizados con la casa me hacían sentir en cierto modo extraño con ella y conmigo mismo por habernos sumergido en aquella convivencia, donde yo dejaba mi abrigo por ahí y ella podía perderme de vista, dado que ninguno de los dos incomodaba al otro.

—Esta noche lloverá. —Dijo con la mayor certeza de la que era capaz.

—¿Vos creéis? Sí que el cielo está algo cargado.

—Caerá una buena. Pero seguro que mañana ya habrá escampado.

—Ojalá. —Dije mientras me acercaba a ella y escrutaba a través de la ventana a su lado. Sí que era cierto que poco a poco el cielo se iba oscureciendo con sospechosos nubarrones, panorama que no se divisaba desde el pueblo.

—Si os quedáis hasta después de cenar puede que os alcance la lluvia de regreso.

—Sabéis que siempre vengo preparado. —Dije, encogiéndome de hombros y eso pareció convencerla.

—¿Qué me habéis traído hoy? —Me pregunto, aún apoyada en la ventana a mi lado—. Dejadme que lo adivine. ¿Es dulce o salado?

—Dulce. —Dije, con una mueca divertida.

—Entonces solo pueden ser pastelitos. ¿Tal vez alguna fruta? No, lo dudo. El cesto huele a bizcocho. —Dijo desde aquella distancia.

—Sois de lo que no hay. —Le espeté y ella se dirigió a la cestilla para descubrir las porciones de bizcocho—. Es de zanahoria—. Asintió y volvió a taparlos allí.

—¿Queréis una infusión? ¿Algo de beber? Estaba a punto de ponerme a hacer la cena.

—¿Me invitáis o debo auto invitarme? —Sonreí—. También si os importuno hoy puedo marcharme.

—No será necesario. —Dijo ella, fingiendo un infantil orgullo—. Ya había pensado que vendríais a verme así que he predispuesto todo para dos comensales.

—¡No me digáis! ¿Qué o quién os ha vaticinado mi visita?

—Vos mismo. Vuestras costumbres. Sois bien predecible. —Alcé la mirada y ella me sonrió, encogiéndose de hombros—. Venid a ver esto. Tengo masa de pan haciéndose en el horno. —Dijo mientras me incitaba a acompañarla con un gesto de su mano hacia el horno. A través de las rendijas se podía ver una fuente metálica con algo dentro, hinchado y dorado.

—Huele maravillosamente. —Dije y ella se sonrió.

—Estaba a punto de hacer un guiso de carne de ternera. ¿Os place? —Preguntó.

—Incluso si me matáis de hambre sería un placer. —Dije con media sonrisa a lo que ella se sonrojó y sonrió altiva.

—Arremangaos pues que me vais a ayudar a cortar la carne. —Yo asentí conforme y mientras me arremangaba ella me sacó una tabla, un cuchillo bien afilado y la pieza de aguja de ternera—. En dados, no muy grandes.

Mientras yo hacía lo propio ella se condujo a la despensa y trajo unas cuantas zanahorias, media cebolla que tenía empezada, dos dientes de ajo, una botella de aceite de oliva y agachándose a uno de los muebles de la cocina extrajo una botella de vino blanco. Comenzó a pelar las zanahorias y a cortarlas cuando yo ya había terminado con la carne.

—Vierte aceite de oliva en aquella marmita chica y ponla al fuego. —Obedecí en silencio. Después pelé los ajos y los piqué también, ella terminó con la cebolla. Cuando el aceite estuvo caliente vertimos la carne que doramos, para después agregar las verduras y un chorrito de vino blanco. El olor que desparramó por toda la cocina fue maravilloso.

—No cocinamos con vino en casa. —Dije mientras ella me miraba curiosa.

—Sin vino no hay comida que valga. —Soltó divertida mientras se dirigía a los ramilletes colgados de la pared y alcanzaba un poco de tomillo y lo vertía en la cazuela. También un poco de sal y un poco de pimienta. Cuando el alcohol se hubo disipado vertió un poco de agua de la garrafa del suelo y lo tapó todo con una tapadera de barro como la marmita—. En una hora y media estará. —Dijo, poniéndose las manos en la cadera—. En una hora lo destaparemos y el resto del tiempo cocerá destapado.

—He ayudado a mis hermanas a hacer guisos parecidos en casa. —Le dije. Ella pareció ignorarme, más bien parecía que hablaba consigo misma. Me pregunté si solía hablar sola a menudo.

—Al pan le faltan veinte minutos. —Musitó pensativa asomándose al horno—. ¡Ya veréis que pan tan delicioso! —Se volvió a mí con las manos en las caderas de nuevo y resoplando—. He tenido un día agotador. No lo podéis creer, de veras. Tuve que arreglar el maldito pozo porque se me estropeó la cuerda que sacaba la cubeta con el agua y cayó está dentro del pozo. Hube de rescatarla con un palo y un gancho al final. Al menos pude estar una hora allí pescando. Después una de las ovejas saltó la valla y hube de correr tras ella hasta que la alcancé para devolverla dentro del corral. ¡Y como si no fuera suficiente cuando venía para la casa con el barreño de la ropa recién lavada del río tropiezo y cae toda al suelo! No se salvó una prenda. Hube de llevarla otra vez a lavar al río. —Se pasó la mano por la frente. Parecía seriamente irritada con todo aquello y yo me apoyé en la mesa, de cara a ella, atento a sus palabras—. Hoy me niego a hacer nada más. Pensé en remendar unas prendas de ropa, y calzar una silla del altillo. —Negó con el rostro y yo sonreí ante su frustración infantil—. Hoy me niego a hacer nada más de provecho.

—Cuando uno se levanta con el pie torcido es muy difícil desdoblarlo. —Dije y extendí mi mano hacia su antebrazo. Estaba descubierto como el mío, pero el suyo era tan suave, tan blanco y lechoso que cuando la hube tocado y su brazo permaneció en mi mano pude ver claramente la diferencia. Se dejó hacer y yo la atraje un poco hacia mí, esperando que el contacto la calmase. Parecía inquieta—. Tomaos el resto del día con calma. Estoy aquí, os daré una buena conversación, toda la ayuda que me pidáis para lo que sea y cuando me haya ido, acostaos. Ya veréis como mañana es un gran día y lo aprovecháis el doble.

—Ojalá tengáis razón. —Suspiró ella mirando mi mano en su antebrazo, justo al lado de su codo. La atraje hasta que quedó a un palmo de mí. Olía maravillosamente. Toda ella me parecía una ilusión creada para evadirme, una sombra de una fantasía o incluso la propia naturaleza mitificada en mujer para acariciarme, para sosegarme y enamorarme como lo habían hecho los prados y los campos solitarios en mi infancia.

Estando apoyado de aquella manera en la mesa descendí a hasta tener su rostro frente al mío. Ella jugueteaba con su mano en mi brazo, sobre mi camisa, y meditaba sobre mis palabras en silencio. Parecía no darse cuenta de que para mí aquel contacto era todo lo que podía suplicar de ella y sin embargo para ella podía no ser nada.

—Habéis estado muy ausente estos días. —Soltó ella con cierta tristeza.

—Pero si he venido a veros…

—Que estéis aquí no significa que estéis presente. —Musitó—. Habéis tenido la cabeza muy ocupada. ¿No es cierto? Y aún la tenéis de esta manera. Pero hoy parecéis más liberado como si hubieseis soltado un gran peso o estuvieseis a punto de alcanzar algo muy valioso.

—Ambas cosas. —Dije a lo que ella me miró con curiosidad. No pensaba contárselo pero en su expresión denoté que ella tampoco esperaba que le hablase del tema. No le interesaba en absoluto mi trabajo, mis quehaceres en el pueblo, mi familia o mis metas. No estaba seguro de qué era lo que le interesaba de mí a parte de la ayuda en la cocina y una amena conversación. ¿Tan poco me pedía? Tal vez yo le pedía incluso menos.

—Todo os saldrá bien, ya veréis como lo solucionáis pronto.

—¿Creéis que soy un mal hombre? —Le pregunté a lo que ella se sorprendió de mi rotundidad—. ¿Creéis que valgo la pena? ¿Qué es lo que veis en mí?

—No sois un mal hombre. —Sentenció—. No lo creo.

—He mentido. —Dije—. He engañado, he malversado a espaldas de familiares, he confabulado con personas de intenciones poco nobles. Con fines buenos, siempre buenos. —Aclaré—. Pero si algo sale mal puedo hacer mucho más daño del que voy a hacer.

—No seáis dramático. —Dijo ella con una mueca confusa—. Sois de moral frágil, a mí no me parecéis mala persona, y mucho menos que seáis capaz de hacerle daño a nadie. Sois noble, sois fiel.

—Dudo de mis ideas, dudo de mi moral y de todo lo establecido. Desde que os he conocido he comenzado a cuestionármelo todo. Es como si flotase en una balsa en medio del océano. No sé hacia dónde ir, o hacia dónde me conduce la corriente, pero estoy seguro de que si salto me ahogaré y moriré.

—¿Os arrepentís de conocerme?

—¡Nunca! —Dije, alarmado ante su pregunta—. Pero estáis hecha de un material que me da miedo. Que debería quemarme y no me quema. Que debería desechar y no quiero perder.

—¿Qué haréis de mí? —Comentó—. ¿Os pasareis el resto de vuestra vida viniendo a visitarme con pasteles? ¿Alguna vez os atreveréis a lanzaros al océano? ¿U os limitareis a dejar que la corriente os lleve a donde desee llevaros?

—Hay más opciones. —Dije mientras ella me miraba curiosa—. Podría dejar de venir a veros. —Aquella idea la sorprendió—. También podría dejarme morir en la barca. O incluso negarme a comer y beber, para que el sol me consuma y no depender del mar para mi destino.

—Sois un hombre cobarde. —Dijo ella, tajante y se soltó de mi brazo. Yo quedé allí plantado mientras se separaba de mí pero la sostuve nuevamente sujetándola de la muñeca, a lo que ella se espantó retirándome su brazo de un tirón—. Tened cuidado, o yo misma os lanzaré al mar.

Se desplazó hasta la otra punta de la cocina y se puso a recoger lo ensuciado. Lo amontonó todo en silencio y mientras que tiraba las sobras en un barreño lo sucio lo puso en remojo. Yo la veía maniobrar y por primera vez la veía enfadada. No, estaba ofendida. Me quemaba aquella sensación de odio a mí mismo y confusión ante la nueva situación. No sería fácil contentarla, me dije, pero tampoco estaba dispuesto que esto doliese más de lo que ya lo hacía y temía decir nada más que la importunase. Sin embargo ella estaba hecha al dolor, estaba curtida y sabía bien donde podía herirme.

—Sí que puede que seáis un mal hombre. —Soltó de espaldas a mí, mientras limpiaba uno de los cuchillos con la pastillita de jabón que estaba apoyada en el poyo de la ventana. Yo di un respingo allí apoyado aún en la mesa y enmudecí.

 


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