TRANSMUTACIÓN [Parte II] - Capítulo 17
Capítulo 17
“Pacto de Fuego”
York, Inglaterra, 1620.
3 de marzo de 1620
El fuego chisporroteaba, la tetera ya humeaba y atrapé el mismo paño que había usado ella para alcanzarla la vez anterior y lo puse alrededor del asa. Con mano firme la alcé del fuego pero el trapo debió enredarse en uno de los ladrillos laterales de la chimenea y casi dejé caer la tetera en el fuego, pero con la mano izquierda detuve la caída, inconsciente de mí, quemándome la palma con el hierro de esta. No solté un solo alarido, pero el sonido de la tetera cayendo al suelo, chocando en este y desparramando el contenido fue suficiente como para que Ciara se levantase sobresaltada.
Agité la mano para airearla, me la sujeté con la otra y resoplé, hastiado.
—¿Qué ha pasado? —Preguntó, conmocionada por mi expresión crispada.
—Me he quemado con la maldita tetera. —Dije, con los dientes apretados—. Por Dios, ¡me arde la mano!
—No os preocupéis. —Dijo, socorriéndome—. Yo puedo…
—Saldré afuera, —la corté—, la pondré en la nieve. —Resoplé conduciéndome afuera pero antes de poder salir por la puerta ella me sujetó la muñeca de la mano herida y me bamboleó.
—¡Ni se os ocurra posar esa mano en la nieve! ¡Nunca hay que poner una quemadura en nieve o hielo! El frío extremo puede dañaros aún más el tejido quemado. —Con su mano aferrando con fuerza mi muñeca me condujo hasta el cuarto contiguo. Era la primera vez que entraba en aquel cuarto pero la primera vez que lo vi, ella se bañaba en la mitad de aquel espacio. Desapareció hacia la cocina y yo me quedé allí sentado en la cama, solo, viendo su recuerdo limpiarse el cuerpo delante de mí. Regresó con un paño húmedo con agua fresca y arremangándome la camisa puso este sobre mi palma. Muy cuidadosamente. Creyó que me haría daño, pero más bien me estaba aliviando en gran medida. Solté un gemido y ella un suspiro de alivio.
—Gracias. —Dije, aliviado pero ella no parecía haber terminado. Allí en aquel cuarto había un armario en la pared contraria a la puerta. Abriéndolo descubrió todo un arsenal de botecitos de cristal, botes, urnas, algún que otro cuenco, una moleta, un mortero. En las baldas altas tenía varias cajas de madera ligera, en las intermedias todo tipo de matraces y cuencos, apartados, varios recipientes, algunos con colores dentro, otros vacíos. En las baldas más bajas, trapos y gasas. Cogió una de ellas y la rasgó, el sonido partió el silencio del cuarto. Después alcanzó del fondo del armario un botecito de cristal bien cerrado y se acercó a la cama. Dentro del bote había una gelatina grumosa transparente que nada más abrirla inundó el cuarto de olor a césped.
—Descubríos la palma. —Pidió.
—¿Qué es ese potingue? —Pregunté algo preocupado pero ella me lo dio a oler, me lo mostró en todas sus visiones, introdujo dos dedos dentro y sacó parte del contenido.
—Solo es aloe vera. —Suspiró, convencida. Pero a mí no me tranquilizó. Con el bote sujeto entre sus piernas, una de sus manos bajo mi dorso y la otra con el potingue, lo extendió por toda mi palma—. Tenéis suerte, lo hice el otro día y no se ha deshidratado aun. Si no, habríais de esperar a que limpiase una ramita fresca.
—¿Estáis poniéndome un potingue de planta en la mano? —Pregunté, más asustado que confundido.
—Más o menos. —Rió ella—. El aloe vera es lo mejor para quemaduras, es desinfectante y antiinflamatorio.
Aquella gelatina se asentaba bien en mi mano, y sus dedos acariciándome la piel con aquello era estimulante. La quemazón desaparecía quedando en una molestia generalizada. Terminó por envolverme la mano con la gasa que había cortado y el paño húmedo que me había dado lo usó ella para limpiarse las manos.
—Sois un completo desastre. Ni una tetera sabéis coger. —Musitó divertida, pero no se levantó. Quedamos los dos allí mirando mi mano vendada sobre mi regazo. Me la acerqué para olerla. No era del todo desagradable el olor de aquel potingue pero era extraño. Calmaba el dolor de mi mano pero no tanto como hubiera esperado de un potingue mágico del que no había oído nunca.
—¿No tenéis nada mejor? ¿Algún remedio mágico para que desaparezca la quemadura por arte de magia? —Le pregunté con picardía y ella asintió.
—Puedo cortaros la mano, a la altura de la muñeca. —Posó delicadamente un dedo sobre mi muñeca, señalando el lugar del corte—. La quemadura os desaparecería al instante. Solo es un potingue, como bien habéis dicho, no os curará la herida por magia, pero bien os cuidará de que no empeore más de lo que está. En unos días desaparecerá. Si la hubieseis puesto en hielo bien se os podría haber caído la mano. —Exageró.
—Gracias. —Suspiré nuevamente y chasqueé la lengua—. Soy un tonto. Yo enfurruñado y vos no paráis de cuidarme. Me dais comida, té, compañía y me curáis. Y yo os hago pasar un mal rato.
—No os culpo por verme con ojos cautos o temerosos. —Dijo ella, con su mano sujetando el dorso de la mía, vuelta boca arriba. Sus dedos acariciaban los míos y me sentí por solo un instante en paz conmigo mismo, y con Dios—. Supongo que en cierto modo es culpa mía, no paro de fastidiaros, fingiendo ser todo un enigma.
—Tenéis todo el derecho a ocultarme todo lo que no queráis desvelar.
—No tengo secretos que esconderos. —Soltó haciéndome sentir repentinamente indefenso—. ¿Queréis saber quién soy? ¿Queréis ver lo que hago? ¿Queréis ver mi casa? Hurgar donde os plazca. No tengo miedo de vos.
—¡Nunca haría nada parecido! —Dije, ofendido, pero ella se encogió de hombros.
—Entonces yo os enseñaré mi casa. —Me sujetó por la muñeca y me levantó de la cama. Me acercó al armario. Todo él olía como si el propio bosque te diese una bofetada, y sin embargo se encontraba cierta armonía entre todos aquellos colores y olores—. Mirad, aquí tengo los “potingues” que vos llamáis. —Colocó el de aloe vera en su lugar y rescató otros tantos—. La mayoría son cremas. Esta es una crema de manzanas, y esta una de naranja. —Me acercó la de naranja al rostro y el olor fue inmediatamente a mi garganta. Era ácido con un dulzor encantador—. Esta es mi favorita, es de olivas. ¡Y esta es de aloe vera! No solo sirve como potingue para quemaduras, como crema ayuda a cicatrizar y a limpiar la piel de bacterias—. Cogí el frasquito yo mismo y la olí.
—¿Cómo las hacéis?
—Es un proceso complicado, pero con pocos ingredientes. Solo se necesita una base acuosa que bien puede ser agua o infusiones; después una base oleosa como aceites vegetales, de aloe vera, o animales; y después cera como emulsionante. Lo complicado son los tiempos de calentado, las mezclas y tener muy encuentra las cantidades de todo…
—Ya veo… —Dije, mirando por todas partes en el armario
—Después aquí tengo aceites corporales. Los aceites que hago para cocinar los tengo en la cocina como es lógico. Aunque son casi lo mismo. Señaló varios frascos verticales, no más altos que media botella de vino. En ellos no había etiquetas ni nada, pero ella sabía muy bien cual era cual, y si dudaba, solo tenía que olerlos. Los taponcillos eran de corcho y en interior de la mayoría había ramitas u hojas de diferentes plantas—. Romero, oliva, eucalipto, laurel, lavanda, rosas, aloe vera… —Señalaba—. Este sistema es el más fácil, solo necesitan tiempo de maceración. Metes las ramas y algún aceite vegetal y listo. Pero también depende de qué clase sea, por supuesto.
—Hum…
—Aquí abajo, —Sacó un barreño pequeño con diferentes pastillas de jabón, apiladas pero de dos clases diferentes—. Tengo jabón. De lavanda y de menta.
—¿Puedo? —Pregunté mientras cogía una de las pastillas y me la acercaba al rostro. Era el mismo olor que había olido en aquel río, después en ella, después por todas partes cuando la recordaba.
—¿Quieres llevarte un poco? Ya ves que cuando hago me sobra un montón.
—No. Nada de eso. —Dije dejando la pastilla de nuevo en su sitio—. ¿Qué explicaciones daría? Me juego el cuello si llevo eso a casa.
—¿Por tus hermanas?
—Por los paisanos. ¿Cómo es que mi ropa huele mejor? ¿Cómo es que mi ropa se ve más blanca…?
—¿Veis como el miedo retiene el progreso? —Preguntó al aire pero rió, para quitarle importancia—. Bien… —Dejó el barreño con el jabón y se puso de puntillas para alcanzar una de las cajitas de madera del estante superior. Yo mismo la ayudé procurando que no se le cayese encima. Una vez en sus manos lo sujetó ella de cara a mí. Era un palmo de alto, uno de profundidad y varios de ancho. En el interior me esperé encontrar cualquier cosa, pero cuando lo abrió de cara a mí, allí me encontré cientos de botecitos diminutos llenos de diferentes colores, y todos ellos formaban una mezcla extraña, sofocante al principio, pero después excitante—. Aquí tengo perfumes.
—¡Hacéis perfumes! —Dije, sorprendido—. No puedo creeros. Nosotros no lo usamos. Es vanidoso. ¡Pero me encantaría saber fabricarlos! —Mi entusiasmo la conmovió—. Cuando era pequeño me encantaba la idea de restregarme por las flores del prado para impregnar mi ropa de sus olores.
—Sois todo un encanto. —Dijo ella sonriéndome. Nos sentamos de nuevo en la cama con la cajita entre medias y ella fue enunciando y dándomelos a oler—. Si os gusta el perfume de las flores, aquí hay de todo tipo—. De rosas, de lavanda, de camomila…
Los frasquitos no eran más grandes que mi dedo pulgar, y cuando cogía uno y me lo acercaba, podía parecer que estaba metiendo el rostro en todo un barril de aquella colonia. Los olores eran tan fieles a lo que enunciaba y tan impactantes que me daban ganas de bañarme en ellos.
—También tengo de romero, de menta… ¡Incluso algunas mezclas que yo misma creo! —Cogió uno apartado del resto cuyo interior tenía un color más bien marrón. Su olor era penetrante a menta y almizcle. Después vino otro anaranjado con olores cítricos. Después uno de fresas y frutas silvestres. Yo mismo los alcanzaba y los olía por mi cuenta, hasta que uno de ellos, con un tono amarillento, me detuvo en toda aquella orgía de olores y sensaciones. El frasquito que acerqué a mi nariz me sorprendió con el recuerdo de un beso en una manita inocente bajo mis labios.
—Vainilla. —Dije mientras ella asentía—. Es vainilla…
—Sí, así es.
—¿Puedo preguntaros algo? —Ella sintió—. ¿Para quién hacéis todo esto? Es decir, ¿lo hacéis por placer, o lo comercializáis?
—¿A quién se lo voy a vender? —Preguntó divertida—. Los hago porque me gusta perfumarme, porque me gusta el proceso de fabricación y porque es entretenido…
—Hum. —Dije, dándome por satisfecho.
—¿Os ha gustado alguno? ¿Queréis llevaros alguno?
—Os he dicho que nosotros no los usamos… —Dije pero ella me sonrió divertida.
—Solo serán dos gotas… —Acabé por asentir, y le extendí el frasquito de vainilla. Ella lo destapó. El taponcito era una bolita de cristal como el bote y tenía una prolongación que le sirvió para dirigir el líquido pegado a aquel vidrio en mi muñeca sana, después en mi cuello, después detrás de mi oreja—. Todos estos utensilios los heredé de mi abuela. Era ella quien los hacía y yo acabe aprendiendo.
—Entiendo. —Dije, oliéndome la muñeca. Me dije que si mi hermana me oliese, le diría que sería de Victoria de quien olía así, o que ella me había dado de su perfume, o que el propio Sr Williams me había convencido para perfumarme. Pero era un olor tan similar, que yo mismo estaba enloqueciendo lentamente ante aquella similitud.
…
Cuando nos dirigimos fuera de la habitación señaló la cocina con una sonrisa.
—Ya conocéis bien mi cocina, os desenvolvéis bien en ella. —Así que se dirigió a la alacena que había debajo de las escaleras, en el hueco entre su ascenso y la base.
Allí había un cesto con patatas y cebollas y algunas verduras como calabacines o pimientos. Desde la mitad de la alacena hasta la parte más alta estaba dividida en diferentes estantes, dos de ellos con oquedades para guardar botellas. Había varias de vino, algunas de estas con etiquetas de fabricación, y otras tantas botellas de licores. Ella enumeraba, sacándolas levemente para dejarme ver el contenido a través del cristal, que en la mayoría de casos era verdoso o negruzco.
—Como veis también fabrico licores, no solo ungüentos. La mayoría son licores que fabrico con frutas de mis terrenos. Licor de naranja, licor de frutos rojos, también tengo una botella de licor de canela, otro de menta y uno de fresas.
Sacó ese último para verlo mejor. La botella transparente reflejaba un contendido rosáceo con algunos posos de fruta dentro.
—¿Deseáis subir? —Preguntó mirando la parte de arriba de las escaleras con picardía. No estaba seguro de lo que podría esperarme pero ella parecía decidida a mostrarme cada pequeño rincón de su casa, sin yo entender muy bien el motivo de ello.
—No es necesario. —Dije pero ella ya subía los primeros peldaños. Acabé por seguirla arriba. Se estaba acercando poco a poco la noche pero aún podíamos guiarnos con la luz que entraba por las ventanas. Sin embargo la parte de arriba estaba más bien oscura. Era una especie de altillo o desván. Era una zona amplia, tanto como la cocina y el dormitorio juntos pero con una de las partes del techo, a mitad de altura, descendiente hasta el suelo. Al fondo se divisaba una ventana no más grande que un metro de radio. El olor era penetrante a incienso y madera quemada en esta parte. Los muebles y objetos formaban sombras siniestras que el polvo sobrevolaba. Ella, acercándose a la ventana retiró la cortina que había delante y dejó al descubierto toda una estancia repleta de objetos pero con un orden incluso metódico. En la parte derecha, donde el techo tenía toda su altura había una estantería repleta de libros, cuadernillos, manuales, legajos y manuscritos. Los marcapáginas sobresalían por los lomos cayendo por los bordes de las baldas, algunas hojas sueltas por aquí y allá, algunas figurillas, algunos colgantes y serie de abalorios con plumas. Se parecía a la decoración de lo que era su dormitorio y me transmitió aquella misma primera impresión que cuando lo vi por primera vez. Si se hubiese puesto a aullar en ese momento, habría salido corriendo de la casa.
La estantería no era muy amplia, pero bien lo parecía por la cantidad de objetos que allí había. En cierta parte de la estantería había una especie de apartado cerrado con dos puertas y una pequeña cerradura. Como un mini bar sin cristal, como unas puertas a otra parte de la casa en miniatura, solo para personajes adecuados y en situaciones encomiables. Aquello estaba cerrado a cal y canto, no hacía falta acercarse para saberlo. En la parte frontal, una mesa recaía justo en el haz de luz que permitía la ventanita iluminar. En ella había un par de libros abiertos, un manuscrito, unos papeles sueltos y unos lapiceros de grafito. Me acerqué, había dejado un dibujo a medio hacer de un botecito de cristal con algo dentro. Al lado se podía leer la receta de un perfume, una mezcla propia. Su letra era maravillosa, la más elegante y curiosa que había visto nunca. Con el valor y el coraje que me otorgaban la confianza pasé levanté ese papel para descubrir el desorden de más legajos debajo de este. En los bordes de algunos de ellos podían verse algunos versos escritos.
La oscuridad nos rodea.
El caldero burbujea.
Rosas silvestres en agua.
Alguien llora tras la puerta.
Cargaba flores en su gruesa falda.
Noche tras noche a la luna aullaba.
Día tras día solo a mí me amaba.
—Sabéis escribir.
—Sí. —Dijo ella como si fuese lógico. Rápido cayó que para mí no sería tan ordinario y me mostró una parte de la estantería—. Estos los he escrito yo. Son manuales de mezclas y algunos experimentos fallidos para hacer perfumes o cremas… —Iba diciendo según señalaba los libros.
En el pequeño escritorio había también una pluma, una piedra que parecía granito, y un cuenco de madera, casi como una urna. Tenía una forma curiosa, tallado a mano como parecía se asemejaba algún fruto extraño o a un capullo de flor a punto de abrirse. Era redondo, con la base bien plana y en los alrededores del cuello hendiduras en forma de hoja. El tercio superior era una tapadera con las mismas hendiduras acabado en pico con una borla para sujetarlo. Las hendiduras en este caso estaban huecas y dejaban traslucir el interior. Me acerqué, olía a tierra húmeda e incienso.
—¿Qué es esto? —Le pregunté mientras ella seguía hablando de los libros.
—Es una urna para incienso. —Dijo mientras se acercaba a mi lado y levantaba la tapadera. Había algo de tierra hasta la mitad del recipiente y después un palito de incienso a medio quemar allí plantado—. El olor me ayuda a concentrarme cuando trabajo.
—Hum. —Dije, divertido y yo mismo tapé y destapé aquella cajita—. Qué curioso.
—También se pueden poner flores dentro, flores aromáticas.
—Ojalá el ebanista del pueblo supiera hacer esta clase de cosas. Me gustaría regalarle uno a una conocida. —Dije en alto y ella me miró divertida.
—No tenéis de qué preocuparos. Yo tengo varios. —Con un rápido ademán se dirigió al mueble cerrado de la estantería y en una de las baldas encontró la llave. Abrió una portezuela que la dejaba a ella resguardada de mi mirada, a ella y al interior de todo aquél armario y sacó varios. Unos metidos dentro de otros con las tapaderas aparte. Eran todos diferentes pero similares en su estructura.
—No puedo aceptarlo. —Dije mientras daba un paso atrás pero ella se encogió de hombros como si no tuviese importancia.
—Solo uso uno. —Como si nada—. Los hizo mi abuelo. Era un experto, al parecer. Pero hizo unos cuantos y solo me estorban, de veras.
Yo acabé aceptando y cogí uno de ellos, el más similar al que había sobre su mesa porque solo esa forma me había llamado la atención y cuando lo tuve con tapadera y todo en las manos ella me interrogó profundamente.
—¿Cómo es la persona a la que se lo regalareis? ¿Qué le pondréis dentro? ¿Cómo es ella?
—¿Tanto importa eso? —Pregunté asustado y ella asintió.
—A no ser que se lo regaléis vacío más os valdría llenarlo con algo importante para hacer el regalo más personal… —Me decepcionó no ver ni un solo resquicio de celos o curiosidad maliciosa en sus preguntas, pero aquello me inquietaba aún más. Era mucho mayor que todas las normas de la naturaleza humana.
—Es para una niña, de seis años. —Suspiré—. Fue su cumpleaños hace poco y no pude comprarle nada a tiempo.
—¡Eso es muy feo por vuestra parte! —Dijo poniendo las manos en las caderas y yo bajé la mirada—. Decidme, ¿Cómo es la niña? ¿Alegre, tranquila, tímida…?
—Al contrario, es muy inquieta y temeraria. Es muy extrovertida.
—Entonces sus padres agradecerán que se calme un poco. —Chasqueó la lengua y de nuevo se sumergió en aquél mueble—. ¿Qué os parece un poco de lavanda seca y algo de almizcle? Tal vez también un toque de canela. Son olores relajantes y que combinan muy bien juntos.
Ella regresó a mi lado con unas ramitas de lavanda seca en las manos, unas hojas de almizcle y un trocito de canela en rama. Antes de terminar, agarró una pluma marrón claro con tintes grises y alguna peca negra. La ató con un cordel a la bola de la tapadera y allí quedó colgando.
—Es una pluma de gorrión. Aquí en Inglaterra se cree que tienen más vidas que un gato, así que le augurará una vida larga, llena de superaciones y enriquecimiento intelectual. —Sentenció y con aquél cuenco en las manos me sentí repentinamente manchado con toda clase de perjurios y blasfemias atroces—. ¿No se extrañarán tus paisanos de verte llegar con eso? Supongo que allí donde vives no es muy común ver estos objetos…
—No, no lo es. —Dije—. Pero no es para uno de mis paisanos. A quienes se los voy a dar no lo verá tan extraño.
Comentarios
Publicar un comentario