TRANSMUTACIÓN [Parte II] - Capítulo 16

 

Capítulo 16

 “Pacto de Fuego”

York, Inglaterra, 1620.

3 de marzo de 1620

 

Cuando llegué a casa de Ciara la encontré en la parte trasera donde las cuerdas de tender estaban vacías pero ella aparecía inclinada sobre un pozo de agua medio escondido en la roca. Rescataba el cubo de metal cuando yo aparecía montado a caballo. Se sobresaltó lo suficiente como para tambalear el cubo en el borde de la piedra del pozo pero se sonrió divertida al conocerme.

—¿Es bizcocho eso que llevo oliendo hace una legua?

—Puede ser. —Dijo ella divertida mientras se sonreía y levantaba el cubo a duras penas, apoyándolo en el borde exterior del pozo y vertiendo el agua en un cántaro de barro que solía verlo en una esquina de la cocina. Hubo de verter dos cubetas para llenarlo. Yo me bajé del caballo con mi abrigo bajo el brazo escondiendo en el las granadas y ella me lanzó una mirada amenazante. Sabía que iría a ayudarle con el cántaro—. ¿Habéis venido a tomar el té?

—No tenía pensado perturbaros demasiado. No quisiera irrumpir en vuestras tareas nuevamente.

—No hay problema. Por hoy no tengo más obligaciones que realizar. Ya atendí esta mañana el huerto y a los animales, y aún no tengo que ir al bosque a recolectar. Las tareas de casa son sencillas mientras que estoy sola. —Se encogió de hombros y se agachó a recoger el cántaro pero yo la detuve con una mano y lo recogí, extendiéndole a la par mi abrigo.

—Cargad con esto, es menos pesado. —Ella descubrió en el interior unas cuantas granadas y se sonrió, entusiasmada—. No me digáis que cultiváis granadas también.

—No, es todo un regalo. —Sonrió y nos encaminamos hasta la casa.

El interior de la casa olía a bizcocho de limón. El olor fue penetrante en cuanto pusimos un pie dentro y ella se volvió a mí para mirar mi reacción ante aquél olor. Sin duda debía de gustare la repostería, y a mí me encantaba ella. Dejé el cántaro donde solía haberlo visto y ella colocó las granadas en un cestillo que dejó sobre la mesa. Las miró, se sonrió y después me lanzó una mirada curiosa.

—¿Os quedareis a cenar otra vez?

—Lo siento, pero me temo que tengo otros compromisos para esa hora.

—Es una pena. —Se encogió de hombros—. La verdad es que no tenía nada preparado, me libráis del agobio. —Después se sentó en la mesa y apoyó el rostro sobre su mano—. Os reprendieron la última vez que estuvisteis aquí, ¿verdad? No habéis vuelto desde el domingo.

—Más o menos. —Dije mientras ella golpeaba la mesa con los dedos de su mano libre.

—No le habéis hablado de mí a nadie. ¿No es cierto?

—Cierto. —Musité ante su repentina curiosidad. Sonrió conforme. Al tiempo acabó levantándose y poniendo agua a calentar mientras me señalaba el bizcocho de limón en una bandeja.

—Servíos vos mismo. Ya sabéis donde está todo.

Me puse manos a la masa, alcanzando un par de platos cualquiera y colocándolos en la mesa, junto con la bandeja del bizcocho y también rescaté un par de tazas. Ella avivó el fuego para calentar una tetera de metal que había allí puesta y después se quedó mirando como yo colocaba la mesa en silencio.

—¿Qué me miráis? —Le pregunté sonriendo pero avergonzado y ella negó con el rostro, no queriendo desvelarme sus pensamientos. —Atreveos a decímelo. Sea lo que sea no me ofenderé.

—¿Por qué pensáis que os ofendería?

—Vuestra sonrisa, era perversa. —Ella se desternillo.

—Pensaba en que puedo ver a vuestras hermanas y a vuestra madre a través de vuestros gestos. La forma en que ponéis la mesa, la forma en que sujetáis los platos, las tazas. Sois delicado en extremo, pero cálido y amable. Os habéis criado entre mujeres. Está claro.

—Eso no me ofende. —Dije, pues al contrario de sentirme ofendido, llegó incluso a conmoverme—. Sois la primera sin embargo que me dice algo parecido. —Ella se volvió a la tetera que ya hervía y sujetándola con un paño desde el asa la atrajo a la mesa, donde la colocó sobre una tablilla y no quemar la mesa. Levantó la tapadera de la taza y se arrodillo frente a uno de los muebles.

—¿Qué té queréis? ¿Lavanda? ¿Negro? ¿Frutal?

—El que más os guste. —Dije y ella estiró el brazo sacando una pequeña latita de hojalata. Dentro de esta, una cucharilla de palo extrajo unos cuantos brotes y hiervas molidos y secos de color verdoso.

—Menta, hierbabuena y té verde. —Dijo—. Yo misma los hago.

—¿Qué no sabéis hacer vos? —Le pregunté con una sonrisa y ella se enorgulleció. Vertió un par de aquellas cucharaditas en la tetera y después vertió el té en las tazas. Había la cantidad de agua exacta para llenar nuestras dos tazas. Eso demostraba que incluso su menaje estaba adaptado a dos personas—. No me habéis preguntado, durante todo el tiempo que hemos estado juntos, si tengo esposa, o estoy prometido.


Ella no pareció  sorprendida de mi sugerencia.

—No lo estáis. —Dijo con seguridad, casi más que yo.

—¿Cómo lo sabéis? —Pregunté.

—Pues porque si estuvieseis casado no me traeríais frutas o pasteles, sino oro o perlas—. Yo medité sus palabras unos instantes y ella se sonrió, sopló un poco sobre la superficie de su taza y bebió.

—Para no tener contacto con otras personas conocéis muy bien cómo funciona el hombre.

—Es el animal más simple de todos. —Dijo ella y yo alcé una ceja—. Las gallinas son más difíciles de entender. ¡Y las vacas! De lo peor…

—¿Cómo somos simples los humanos? —Pregunté—. ¿Qué encontráis de simple en nosotros?

—Todo lo que hay en la cabeza del humano es simplemente perverso y anodino. Crueldad y guerra, falsa paz y falso amor. Pensad mal y pensaréis como el más sabio de los humanos. —Dijo ella con rudeza, pero incluyéndose sin lugar a dudas en aquella afirmación—. Porque del corazón provienen malos pensamientos, homicidios, adulterios, fornicaciones, robos, falsos testimonios y calumnias.

—Mateo, 15: 19. —Terminé por ella—. ¡Conocéis las escrituras! Conocéis la palabra de Dios. —Dije emocionado, redescubriéndola con encanto. Ella se encogió de hombros, como si fuese lo más normal del mundo.

—Claro. —Dijo, como si nada—. No soy uno de esos indios del nuevo mundo. Vos no habéis descubierto a una especie en peligro de extinción ni nada parecido. Soy tan humana como vos, tan culta y leída como pueda serlo el hombre más culto de vuestro poblado, y tan libre como el mismo Dios.

—¿Sois católica, pues? No protestante…

—¿Por qué pensáis que no soy protestante? —Preguntó astuta.

—No vestís como una, no os comportáis como una…

—¿Solo habéis conocido a las protestantes de vuestro pueblo? Debe haber mil formas de ser protestante por cada persona que lo es. ¿Por qué pensáis que soy católica? ¿Alguna vez habéis visto alguna?

—Algunas veces vienen algunos católicos al pueblo, pero no suelen quedarse. Solo para comprar o hacer tratos comerciales porque son de provincias cercanas. Visten bonitos vestidos, y van ataviadas con muchos colores. Vos no tenéis muchos colores, pero sí en el rostro. Tenéis un rostro sonrosado.

—¿Vuestras mujeres son grises?

—Sí. —Ambos nos desternillamos—. Solo decidme si creéis en Dios. Con eso me daré por satisfecho. No me dejéis otra incógnita más sobre vos.

—¿En cuál de todos? —Preguntó divertida—. Hay cientos de dioses. Si sumamos todos los dioses paganos, grecorromanos, nórdicos y egipcios, podemos estar aquí hasta mañana nombrándolos todos…

—Solo hay un único Dios. —Dije algo grave y ella desvaneció su sonrisa—. Usted no es solamente responsable de lo que dice, sino también de lo que hace.

—Martin Lutero. —Dijo ella con media sonrisa. Aquello pareció poner fin a la discusión pues si conocía a Lutero me dejaba más calmado, pero lo que dijo a continuación terminó por crisparme—. ¿Tenéis respeto a los mayores, Pim? —Asentí—. Hay que tener a nuestros mayores en gran estima pues están cargados de sabiduría. Eso mismo pienso de los dioses, ¿no cree usted? Hagámosles caso a los dioses más longevos que más conocerán a este mundo y a la especie que les adora. Vuestro Dios es aún prematuro.

Yo no dije nada más, no tenía el valor de seguir indagando por ese camino y ella no parecía tener fin en sus conocimientos. Temí que el fin me llegase a mí antes que a ella y por eso terminé por beber el té y comer el bizcocho en silencio. Ella de repente comenzó a versar:

 

—¡Oh celos, de amor terrible freno

quien un punto me vuelve y tiene fuerte;

hermanos de crueldad, deshonrada muerte

que con tu vista tornas el cielo sereno!

 

¡Oh serpiente nacida en dulce seno

de hermosas flores, que mi esperanza es muerte:

tras prósperos comienzos, adversa suerte,

tras suave manjar, recio veneno!

 

¿De cuál furia infernal acá saliste,

oh cruel monstruo, oh peste de mortales,

que tan tristes, crudos mis días heciste?

 

Tórnate al infierno sin mentar mis males;

desdichado miedo, ¿a qué veniste?,

que bien bastaba amor con sus pesares.

 

—¿Conocéis también a Garcilaso de la Vega?

—Lo que me sorprende es que seáis vos quien lo conozca. —Dijo ella sonriendo y su sonrisa pareció librar todos mis resquemores—. No os aflijáis, hay muchos dioses, ninguno válido para mí y todos capaces de ser motivo de disputa entre dos personas, o incluso dos naciones.

—Tal vez tengáis razón. —Terminé mi té y ella me preguntó si quería más. Asentí y volvió a llenar la tetera con agua para ponerla al fuego. Se sentó al instante y posó su mano sobre la mía sobre la mesa, haciéndome dar un respingo tal que incluso ella se asustó, pero rápido corrigió su pasmo con una sonrisa.

—Hablemos de algo más agradable. ¿Qué os parece?

—Lo siento. —Dije excusándome—. Pero repentinamente he sentido el miedo a no tener nada en común con vos. Vengo vaticinándomelo desde hace tiempo y sin embargo cada vez que os veo esa sensación aumenta. Como si me condensase de alguna manera al vacío.

—¿Tanto os aterra no predecir mis ideas, o mis gustos? ¿Tanto miedo os da lo desconocido y lo nuevo? ¿Qué hay de malo en ser polos opuestos o tener ideas contrarias? El mundo rueda, gira y evoluciona gracias al choque de esas ideas contrarias. Si todos fuesen iguales nada cambiaría.

—Los cambios no siempre tienen que ser buenos.

—Los cambios no tienen porque seguir una línea recta hacia el infinito. Es más bien cómo avanzar hacia la siguiente cara de un cubo, o hacia otra parte de una esfera, y seguir adelante. Al final siempre se vuelve al mismo punto pero nunca te detienes. ¿Entiendes lo que quiero decir? —Me quedé pensativo mientras ella tamborileaba sobre la mesa con los dedos. Acabé negando con el rostro—. Los cambios se producen, ¿pero hay cambio en verdad? Órdenes políticos, religiones, muertos y vivos. ¿Pero acaso algo cambia? El pueblo siempre muere de hambre, el rey siempre se enriquece, los religiosos persiguen a los paganos y los libres siempre caen cuando se les corta las alas. No hay verdades absolutas, no hay dioses supremos, no hay hombres eternos ni muertos que regresen.

—Grandes palabras para una mujer que no ha salido nunca de sus terrenos.

—Gran juicio para alguien que no ha conocido más que a su pueblo. —Aquella sentencia terminó por silenciarme. Parecía que me había dado con la palma de la mano abierta en la boca y enmudecí.

—Os tengo en gran estima. —Le dije, en tono amenazante—. Pero yo represento una autoridad religiosa en mi pueblo, y también fuera de él.

—No en mi casa. —Dijo ella tajante.

—¿Qué soy para vos? A parte del hombre que os trae obsequios y que se ve tan insultado por vuestras palabras.

—El insulto es algo completamente subjetivo si las palabras son razonables. Ofenderos por mis ideas no os hace una víctima. He sido más que hospitalaria con vos como para que os veáis amenazado. Al contrario, os hacéis flaco favor con ese mohín en vuestro rostro. —Yo levanté la mirada de la taza y ella me sujetó la barbilla con dos dedos, me pellizcó allí y hube de sonreír, me obligó el tacto de su mano contra mi faz.

—¿Queréis más té? La tetera os llama.

 


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