HEREDEROS (JiKook) [Parte I] - Capítulo 2

 CAPÍTULO 2


Jimin POV:

 

 

Con las yemas de mis dedos paso sobre la superficie de la seda en mi corbata negra y cierro los ojos asegurándome de que el nudo está bien hecho y que no hay extraños pliegues ni nada por el estilo. La ajusto un poco mejor en mi cuello y me miro al espejo con una convicción de que todo va a salir bien. Mis manos se sienten un tanto entumecidas como si no diesen el cien por cien de todo su rendimiento tal vez solo sea una representación de mi propia persona.

Después de que mi corbata esté bien ajustada llevo mis manos a los gemelos en mis muñecas, asegurándome de que estén bien apretados y después por todos los botones de mi camisa. Me ajusto mejor las dobleces dentro del pantalón y me quedo un instante mirando mi figura en el espejo. Después me engancho los tirantes al borde de los pantalones a través de mis hombros y pecho y sobre todo el conjunto me pongo un chaleco a juego y una americana negra. Un traje simple de tres piezas negro junto con una camisa blanca y con unos zapatos de cuero negros. Bien acomodados, bien anudados.

Repaso de nuevo mis frases frente al espejo con una sonrisa encantadora, pero que me permito desfigurar en una de nerviosismo porque solo soy yo el único espectador.

-Encantado, soy Park Jimin. –Lo repito al no verme satisfecho-. Encantado, soy Park Jimin. Nuestra empresa de automovilística es la mejor opción y vuestra colaboración junto con la nuestra podría ser de gran evolución para los automóviles. Si queremos un país con menos contaminación y un rendimiento más eficaz, unir nuestras dos empresas podría facilitar ese avance. –Suspiro largamente sintiendo mis labios temblar-. Podríamos…

-¡Hijo! ¡Vámonos! –Oigo la voz de mi padre en la planta baja y casi como un acto reflejo me quedo paralizado y con los labios sellados como el mejor maniquí y el mejor vestido, sin duda. Pasados unos segundos contesto con el mismo nivel de voz.

-¡Bajo enseguida! –Digo y comienzo a moverme por la habitación un tanto excitado y con el corazón levemente acelerado buscando por los cajones mi colonia, mi teléfono móvil y el abrigo con una bufanda gris. Me unto las muñecas y el cuello con la colonia de olor dulce que mi madre me regaló por mi cumpleaños y bajo a toda prisa las escaleras poniéndome el abrigo y colgándome la bufanda de los hombros, sintiendo como el ceño de mi padre se frunce a cada segundo que tarde en bajar.

-No llegaremos… -Murmura mientras acaba por ajustarse él la corbata con los dedos y con una mirada de condescendencia y superioridad. Como si juzgase cada pequeño centímetro cuadrado de mi cuerpo acaba por suspirar y abre la puerta de una forma un tanto teatral, inquiriendo que no está demasiado contento con que sea yo quien le acompañe a esta cena pero sabe que no tiene opción, soy su único hijo y heredero.

-¿Dónde hemos quedado?

-En el francés “Bon apetite” de siempre. –Dice con una expresión casi subordinada, pues siempre acudimos al mismo sitio, no porque la comida sea buena, sino porque es de los restaurantes más elegantes y más lujosos de todo el centro y aunque seamos nosotros los que invitemos, a mi padre no le importa derrochar un poco de pasta si con eso conseguimos un buen acuerdo. Un buen trato de empresa.

-¿A las nueve y media?

-Eso es. –Suspira-. Llegaremos con retraso.

-Lo siento, padre. –Digo saliendo del chalet y encontrándome con una brisa de gélido aire cortante.

Me paso la bufanda por el rostro y camino a prisa hasta el Mercedes aparcado justo enfrente de la entrada del garaje. Miro alrededor disfrutando de cómo las luces de la acera, al otro lado del muro que separa mi casa con la carreta, iluminan las hojas de los árboles dentro del jardín. Crean un hermoso juego de luces junto con las de estas reflejándose en la carrocería del Mercedes. Todo queda un segundo suspendido en el aire mientras el chofer nos abre las puertas traseras y nosotros accedemos al interior con un suspiro y varios quejidos por el repentino frío. El conductor ya sabe a dónde tiene que llevarnos y con sumo cuidado se desplaza por el camino de asfalto hasta la puerta que da al exterior de nuestra propiedad y salimos a la carretera en dirección al restaurante.

El coche es silencioso mientras se desplazada. La carretera está levemente desierta al principio pero a medida que nos acercamos al centro comienza a haber una exagerada presencia de coches a ambos lados y nos damos cuenta de que es muy probable que lleguemos tarde y eso aumenta poco a poco el enfado infundado de mi padre y su mal humor probablemente caiga sobre mí. Eso es mucho más terrorífico que cualquier clase de pérdida de beneficios en la empresa, aunque seguramente esto también reverbere en mí hasta hacer que el enfado de mi padre regrese a mí de nuevo. Pase lo que pase estoy perdido, por eso soy el que intenta mantener la calma mirando al exterior por la ventanilla levemente empañada por calor del interior y el frío en el exterior. Es casi diciembre y en algunas de las farolas ya se pueden apreciar las luces de navidad aun sin conectar y algunos escaparates con la típica decoración navideña y con el anuncio de las próximas rebajas. Miro esto con un deje de desconfianza, preguntándome en qué momento del año las cosas tienen su verdadero precio si no hay tiempo entre oferta y oferta. La voz de mi padre me saca de mi ensoñación.

-¿Recuerdas lo que te he dicho?

-Sí, padre.

-Repítemelo. –Le miro de reojo, con una curiosidad mortal de saber qué expresión tiene su rostro al decir eso. Una mera inexpresividad.

-No hablar. Solo las frases que hemos repasado.

-Bien.

-¿Qué harás si no aceptan nuestra oferta?

-Nada.

-Bien. ¿Y si la aceptan?

-Nada. –Asiente.

-Nada de aspavientos ni celebraciones. Tienes que estar serio, Jimin. Nada de hablar de tonterías ni…

-Sí, lo sé padre. –Repito un poco más serio que antes y con una voz un tanto más grave. Él me mira desagradado por haberle interrumpido pero se asegura de que sé de mis debes y mis escasos derechos, y acaba por asentir, confiado.

-Nada de comer porquerías en la mesa. –Dice, mirando afuera-. Una ensalada de primero y salmón al horno de segundo. –Asiento, llevando una de mis manos a mi vientre hambriento.

-Sí, padre.

-Y nada de vino. Se te suelta muy rápido la lengua. Agua. Sin gas.

-Sí, padre. No se preocupe. –Asiente y acaba por suspirar mirando al exterior con una mueca pensativa y con la mano cubriendo sus labios, de forma que apenas puedo distinguir si tiene sus labios fruncidos o tan solo con su normal forma inexpresiva. Las luces del exterior se reflejan en el brillo de sus ojos y en la luz de sus canas nacientes en las sienes. En el brillo de su pelo engominado y el la seda de la corbata negra en su cuello. Palmea varias veces con el pie el suelo y varias veces a lo largo de todo el trayecto siento que está a punto de decirme algo pero no termina por decidirse por lo que se mantiene en su postura habitual. No es hasta que no estamos llegando que no se atreve a preguntar lo que tanto tiempo lleva callando, y lo que suele preguntar siempre que no tiene nada más que decir al respecto de algo.

-¿Cómo está tu madre? –La pregunta queda en el aire como suele hacerlo siempre. Yo le doy la misma respuesta que suelo darle y él asiente, satisfecho.

-Bien, como siempre.

-Bien. –Dice sin más, volviendo a sus pensamientos.

El coche acaba por aparcar en la puerta del restaurante y el chofer sale como si nada y queda un segundo alrededor del coche mientras va a abrir la puerta de mi padre. Este sale tranquilo y yo tengo que desplazarme por todos los asientos traseros hasta salir por la misma puerta. He perdido ya toda esperanza de que delante de mi padre me abra a mí también por mi puerta, o incluso de que me deje salir antes. Él no es más que un trabajador de mi padre y yo aun siendo su hijo no tengo ningún derecho a reclamar ninguno de mis privilegios hasta que mi padre no diga nada. Él no lo dirá y yo no reclamaré nada.

El ambiente alrededor de la calle en torno al restaurante es del todo abrumador. La gente camina de un lado a otro como absorbida por una masa invisible que los controla y les hace circular como un banco de peces por todo el espacio dentro de la calle que pueden usar. Algunos invaden parte de la carretera para desenvolverse y otros se limitan a atropellar a peatones hasta conseguir salir del barullo. Mi padre y yo nos colamos entre las personas hasta llegar a la entrada del restaurante y una vez en la puerta nos encontramos con un metre que nos coge los abrigos y antes de darle el mío rescato mi teléfono móvil guardándolo en mi americana. Con una distinguida inclinación el hombre nos saluda y mi padre habla, un tanto nervioso.

-Soy el señor Park, he reservado una mesa para cuatro, a las nueve y media. –El metre asiente, consciente de ese dato y yo miro la hora, apenas excedida cinco minutos de la hora, y mi padre suspira tranquilo, consciente de que nos han reservado bien y que no hemos perdido la mesa  a pesar de la cantidad de personas en el restaurante. El local es amplio y las mesas están bastante distantes unas de otras, pero hay sin duda una gran cantidad de clientes tan solo por el bullicio que crean.

-Sí, señor, es por aquí. Síganme. –Dice el metre rescatando de un armario detrás de él, un hermoso armario caoba, cuatro cartas del menú en fundas de cuero marrón. Mi padre sigue al hombre y yo hago lo propio mientras aliso mi corbata y el pecho de mi americana, consciente de que la peliaguda conversación con mi padre en el coche, fría y calculadora, es lo más sutil y agradable que me espera de la noche. Los zapatos comienzan a hacerme daño y el cinturón en mi vientre me incomoda con una presencia demasiado evidente. Mi padre llama la atención del maitre mientras subimos las escaleras a los reservados de la planta superior.

-¿Han llegado las otras dos personas…? –El metre no le deja terminar, pero al contrario que a mí, al metre le lanza una mirada dulce, de concordia por saciar cuanto ante su curiosidad.

-No, señor. Aún no han llegado, pero llamaron hace dos minutos para informar que el tráfico les iba a retrasar al menos cinco minutos. No se preocupe.

Cuando llegamos a la planta superior nos conducimos por unos pasillos con muebles tradicionales de la cultura barroca francesa. Las paredes, cubiertas de madera y el suelo con un parqué oscuro nos llevan hasta uno de los reservados de mesa rectangulares con dos platos en cada uno de los lados más amplios y con una decoración similar al exterior. Dentro de la propia habitación una vitrina con porcelana europea y con los propios utensilios que vamos a usar para comer. También hay una estantería con licores y una ventana que da a un exterior oscuro e iluminado desde lejos por los grandes edificios que conforman el skyline de Seúl.

-Les dejo las cartas. En cuanto vengan sus invitados les haremos saber. –El metre desaparece por la salida sin puerta de la estancia y mi padre y yo nos quedamos aquí en este extraño silencio mientras él decide dónde sentarse y donde me sentaré yo. Se sienta en la silla a la izquierda cerca de la ventana y yo me siento a su lado, con la salida a mi derecha y un sitio vacío frente a mí. Con una copa vacía y un plato vacío. La carta sobre mi plato es tremendamente inútil y pensar que tengo que escoger algo de cenar que no me gusta me hace sentir completamente amordazado a cualquier mínima decisión que vaya a caer sobre mí mismo. Entre grandes suspiros y una mueca de desagrado, mi padre mira de arriba abajo la carta con un traqueteo de los dedos sobre la mesa y cuando cree que sabe lo que quiere, -lo que siempre toma-, cierra elegantemente la carta con unos gestos que resultan tan sutiles que parecen ensayados y practicados. Siempre suele hacerlo así, siempre que no esté más ebrio de la cuenta.

Pasan al menos siete u ocho minutos en lo que el camarero viene, nos sirve agua a mí y a mi padre vino tinto, y nos deja una pequeña cesta de mimbre con un poco de pan en el centro de la mesa. Estoy a punto de coger uno de esos pequeños pedazos de bizcocho tostado tan delicioso pero me contengo antes de que se haga evidente mi hambre. Suspiro largamente dejo las manos en mi regazo mientras me muerdo el labio inferior. Rápido recibo una reprimenda por parte de mi padre.

-No te hagas eso, te dejarás una marca muy fea. –Suspira, casi como algo que lleva años repitiendo pero en realidad es la primera vez que cae en este mal hábito que estoy acostumbrado a hacer. Antes de poder darle una respuesta que demuestre mi clara subordinación suenan los pasos del maitre entrando en la sala y su posterior frase tan esperada. Yo no separo los ojos de mi plato vacío o de mis manos en mi regazo con unos dedos tan pequeños me que hace querer esconderlos dentro de mis mangas.

-Aquí están los señores Jeon. –Entran dos hombres altos, caminan un poco alrededor y yo me levanto a la par que mi padre para inclinarme ante ellos sin haber visto siquiera sus rostros. Saludo con un conciso “buenas noches”. Y ellos nos devuelven el saludo de la misma forma. Es casi una especie de ritual antes de sentarnos a la mesa, proponer unos escasos alimentos que llevarnos a la boca y prolongar una larga conversación tediosa hasta que llegue la hora de regresar a casa.

Cuando me libro de la convencionalidad del saludo me siento de nuevo en mi asiento, muevo la silla para ajustarme a la mesa y veo como de reojo alguien se sienta frente a mí. No sé quién diablos es quien se ha sentado, si el dueño de la empresa con la que vamos a negociar o el hombre que lo acompaña. No es exactamente el rostro de un hombre lo que veo al alzar maleducadamente la mirada con una mueca de nerviosismos en mi rostro. Son las facciones de un adolescente que me mira un tanto confuso y desorientado. Unas facciones conocidas dentro de un marco completamente desestructurado. El propio ambiente y la situación no encajan con la forma de sus ojos ni con el delineado de sus labios rosados en unos dientes perfectamente acomodados. No es el espacio, ni la composición alrededor. No es culpa del contexto. La culpa es mía por reconocerle. Nuestra, por reconocernos.

Ambos quedamos en shock unos segundos, nos miramos a los ojos y rápido apartamos la mirada al ser conscientes de lo que conocernos implica. Con los ojos fijos ambos en nuestros platos los dos adultos en la mesa se presentan como es debido lejos de formalidades.

-Al fin nos conocemos. –Dice mi padre con una amable sonrisa mientras llama al metre para atendernos.

-Es cierto. Yo soy el señor Jeon. –Dice el otro hombre con una sonrisa de obviedad-. Y este es mi hijo, Jeon JungKook. –Señala a su hijo a su lado y yo le miro, como la forma de sus labios se torna en una amable sonrisa  hacia mi padre y eso me hace sentir tremendamente confuso. Todo parece desvanecerse en una extraña realidad que no deja de parecer más que un mal sueño. Cuando la sonrisa se dirige a mí me quedo embobado unos segundos y después, reacciono al darme cuenta de que es mi turno de presentarme.

-Jimin. Park Jimin. –Digo, devolviéndole la sonrisa.

-Encantado, Jimin. –Dice Jeon de nuevo con esa expresión infantil. Al parecer esto tampoco se me está permitido, reconocer a la gente que realmente conozco. Él parece ser que tampoco puede hacerlo. No le juzgo, yo ni puedo atusarme el pelo si me aburro.

 

 

 

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