EL PESO DE NUESTRA PERDICIÓN (YoonMin) - Capítulo 4
CAPÍTULO 4
Yoongi POV:
Sentado a solas en la sala de terapia entre el
silencio demoledor de mi respiración y los latidos de mi corazón intento
concentrarme en lo que estaba a punto de escribir en la página en blanco sobre
la libreta en mi regazo pero la pluma se ha visto detenida en algún momento por
la falta de mi recuerdo de forma momentánea como un lapsus que estoy intentando
recordar. Aun me viene a la mente la imagen de sus ojos, de forma tan intensa,
la viveza, el miedo, la excitación del momento y sobre toda la pena por algo
que no alcanzo a comprender. No sé a qué viene esa clase de expresión de
abandono completo. La he visto antes en otros pacientes cuando acaban de
descubrir que han sido internados en este lugar o cuando salen de la sesión de
electroshock. Esa mirada perdida, desazonada, como por un momento muerta dentro
de un cuerpo de un corazón que sigue latiendo. La imagen detallada de un
sentimiento de miedo y desazón.
Golpeo repetidas veces el extremo opuesto de la
pluma sobre el papel de líneas con una mueca confusa pero no recuerdo qué iba a
poner hasta que no vuelvo a ser consciente en la sala en la que me encuentro y
el reencuentro que va a producirse de un momento a otro. En el principio de la
página apunto el día y la hora, haciéndome acopio del reloj interno en mi
chaleco. Después de una breve descripción de lo sucedido en la mañana a primera
hora dejo espacio para la conversación de hoy y justo en ese instante la puerta
suena con el sonido de la manilla cerniéndose para abrir la puerta y entran
primero Jimin con una mueca cansada y agarrando su brazo, uno de los doctores.
Lo deja sobre la silla y se marcha mirándome con una mueca de despedida. Yo me
quedo en silencio mirándole con una expresión neutra. Él no me devuelve la
mirada. Está vestido con una camisa parecida a la de ayer pero con rayas azul
claro y unos zapatos más informales. Sus manos juguetean sobre su regazo y las
mira como si fuesen lo más interesante del momento.
-Hola. –Digo a lo que él no contesta y se
limita a hacer un mohín con los labios que me hace fruncir el ceño-. No hagas
eso. Es algo muy infantil. –Le corrijo a lo que él me mira directo al rostro,
desafiante, pero ni vuelve a repetirlo ni me aseguro que no vaya a hacerlo.
Vuelve su mirada a sus pequeñas manos rosadas que me hacen suspirar largamente
en mi desazón y llevo el extremo de la pluma al papel-. Cada día dedicaremos
una o dos horas, según vea conveniente, a una mera charla. ¿Hum? –Pregunto a lo
que él se encoge de hombros-. Soy ante todo un psicólogo y quiero tratar de que
a partir de una conversación podamos indagar mejor en la fuente de tu
enfermedad. –Él no me contesta y cuando el silencio se hace demasiado evidente
levante el rostro mostrándome una expresión cansada-. ¿Estás bien?
-He vomitado. –Dice como si yo tuviese que
haberlo intuido.
-Te lo dije. El primer mes, hasta que tu cuerpo
se habitúa a las hormonas, será así. –Él asiente comprendiendo pero no dice
nada y me muestra un puchero muy infantil. Estoy a punto de corregirle pero me
muerdo el labio inferior tragándome mis palabras y continúo con lo que estaba
hablando antes-. Bien, ayer la charla fue solo una mera presentación. Estudios,
padres… ¿Dé qué quieres hablar hoy?
-No me apetece hablar. –Sentencia y paladea con
su lengua el interior de su boca-. Aún me sabe la boca a vómito.
-¿Me harás elegir a mí el tema? Bien, Háblame
de tus miedos. ¿Tienes fobias o traumas…?
-Antes no. –Dice-. Antes yo era una persona
feliz. Ahora tengo miedo.
-¿Hum?
-Desde esta mañana. –Dice a lo que yo recaigo
en mIs palabras y sonrío negando el rostro.
-Está bien, hablemos de otra cosa. Según
Sigmund Freud* toda base de cualquier trauma está en el sexo.
-¿Quieres que hablemos de traumas?
-No. Quiero hablar de sexo. –Sentencio lo que él levanta la vista, sorprendido por
el impacto de mis palabras-. ¿Y bien? ¿Te ves capaz de hablar de ello? –Él se
limita a encogerse de hombros.
-Supongo.
-Bien. ¿Cuándo fue la primera vez que tuviste
relaciones? –Comienzo a apuntar en la libreta-. Tanto con hombres como con
mujeres.
-Nunca he tenido… -Comienza a decir pero yo me
quedo perplejo mientras levanto la vista y él me la retira. Sus mejillas se han
vuelto de una totalidad rosada que le hace ver mucho más infantil de lo que era
antes con un puchero sobre sus labios y cuando baja la mirada con un suspiro yo
no puedo contener mi sorpresa.
-¿Nunca? ¿Con nadie? –Niega.
-Nunca.
-¿Por qué no?
-Nunca he tenido la oportunidad. No me gustan
las mujeres y con hombres nunca me he atrevido a… -Suspira.
-¿Entonces como sabes que eres homosexual?
–Pregunto serio y él levanta la mirada casi ofendido por mis palabras, lo cual
me deja desconcertado.
-Porque me gustan los hombres. Punto.
-Solo es un capricho. –Sentencio.
-No lo es. No siento atracción sexual hacia las
mujeres. Nada.
-¿Y hacia los hombres? –Asiente-. ¿Te has
masturbado pensando en hombres? –Asiente, algo más avergonzado-. ¿Alguna vez te
ha tocado un hombre? –Pregunto a lo que él piensa de qué forma responderme y
acaba negando con rostro retirándome la mirada. Yo alzo las cejas, sorprendido
por el repentino giro de la conversación y comienzo a apuntar en la libreta. El
sonido de la pluma rasgando el papel durante varios minutos seguidos
envolviéndonos a ambos en un tenso silencio acaba por hacer de él un amasijo de
nervios y comienza a hablar sin yo pedírselo.
-Nunca he conseguido eyacular pensando en
mujeres. Cuando yo tenía dieciséis años sentía deseos hacia las mujeres, pero
no eran unos deseos sexuales. –Yo frunzo el ceño mientras el escucho-. Es
decir, sentía como una obligación a sentir atracción física lo cual me hacía
sentir mucho más cohibido, pero cuando intentaba masturbarme pensando en
alguna, siempre acababa rindiéndome o terminaba pensando algún chico para
eyacular.
-Tal vez sea la vergüenza o el pudor lo que te
impide pensar en una mujer de una forma tan sucia, y sin embargo con un hombre
pueda liberar más tu imaginación porque te sientes identificado en cuanto al
sexo… -Él me corta.
-No siento vergüenza cuando trato con mujeres.
–Niega-. No siento pudor ni intimidación. Me desenvuelvo tan bien en una
conversación con una mujer como puedo hacerlo contigo. –Sentencia.
-¿Cómo han sido las relaciones personales que
has tenido con las mujeres a lo largo de tu vida? Como me dijiste, no tienes
muchos amigos así que la lista se reduce considerablemente, ¿no?
-Sí. Mi madre es la primera mujer en mi vida.
–Dice y yo asiento-. No me sermonees con la teoría de Edipo* ni nada parecido.
–Me advierte con una media sonrisa a lo que yo le muestro una entera.
-Ya lo has hecho tú solo al mencionarlo.
-¿Me veo como alguien que mataría a su padre y
se acostaría con su madre?
-No es algo tan implícito.
-Lo sé. El mito hace referencia a una
actualidad en la que está demostrado que los hombres prefieren a las mujeres
con parecidos tanto físicos como psicológicos a sus madres y las mujeres a sus
padres…
-¿Me vas a dar clases de psicología? –Niega con
el rostro.
-Solo un poco de mitología. –Dice con
suspicacia y yo le retiro la mirada rodando los ojos.
-No eludas el tema. –Encamino de nuevo la
conversación-. Ya hablamos de la relación con tu madre. ¿Qué otras mujeres ha
habido en tu vida?
-No muchas más, la verdad. Cuando era pequeño
iba a un colegio privado masculino, no iba a muchos sitios, así que no tenía
oportunidad de conocer a nadie. El primer contacto social con mujeres fue en mi
primer año de carrera. La que escogí es donde más mujeres han decidido estudiar
y aunque solo son un veinte por ciento de todo el alumnado ya era más de lo que
había visto nunca.
-¿Cómo te sentiste?
-Los primeros días fue extraño, pero no solo
por eso. Solo el hecho de estar en la universidad ya fue un cambio. Después en
clase me senté en algunas asignaturas cerca de algunas chicas pero ellas no
cayeron en mí, atontadas como yo, con todo el ambiente.
-¿Por qué solo piensas en chicas de tu edad?
¿No tuviste alguna profesora en la escuela o algo así?
-Tuve varias profesoras, pero eran monjas, lo
cual les quita todo el atractivo. –Dice jocoso lo que me hace reír sin querer y
acabo aclarándome la voz, disimulando-. Hubo una profesora, cuando yo tenía
diez años. –Dice pensativo-. No era siquiera mi profesora, no me daba clase a
mí, era de los mayores. –Sigue-. Un día me pilló comiendo un caramelo en la
hora de la comida. El caramelo lo había sacado de una tienda cercana. Antes de
llegar a clase aquel día me paré en la tienda de dulces y me compré un caramelo
de limón, que me encantaban. Me lo comí a la hora del postre pero el sonido del
envoltorio me delató y me llevó a una sala donde estaba el departamento de su
asignatura. Me hizo escupir el caramelo y la vi caminar hasta su escritorio
donde tenía una regla de madera con la que me señaló mientras me decía con una
voz rasposa “Bájate los pantalones” –Yo le miro atento apuntando con agilidad
las palabras claves que menciona-. Yo comencé a llorar con la sola idea de que
me hiciera daño y no la obedecí. Ella acabó bajándome los pantalones,
apoyándome con las manos en la pared y me comenzó a dar azotes con aquella
regla. –Le veo cerrar los ojos con fuerza, centrándose en el recuerdo.
-¿Cuántos años tenía ella entonces?
-Unos cuarenta. –Asiento.
-Estoy seguro de que eras un chico tranquilo y
con muy buenas notas, ¿verdad? –Él asiente, mirándome atento-. Y seguro que ese
hecho te dejó marcado. ¿Hum? Puede que de ahí te venga la repulsión sexual
hacia las mujeres. –Él piensa serio sobre mis palabras y las cavila en
silencio-. Los últimos balances de la teoría del psicoanalista Freud reflejan
que una persona en particular manifieste la homosexualidad o la heterosexualidad,
es resultado de factores ambientales que interactúan con los impulsos sexuales
biológicos. –Digo y él levanta la mirada, desconcertando de su pensamiento
anterior para centrarse en este nuevo dato que acabo de darle. No parece
sorprendido con mis palabras, sino conmigo mismo.
-Eres el vivo reflejo de la iglesia. –Me dice a
lo que yo me quedo perplejo-. Coges fragmentos de una idea y los modelas a tus
intereses.
-¿Qué quieres decir con eso? –Pregunto
extrañado
-Digo que eso no es así. Es cierto que Freud
considera que nuestra atracción va en función del ambiente de nuestro
desarrollo, pero parte de la teoría de que todos nacemos bisexuales. –Yo abro
los ojos mientras sujeto con miedo mi pluma-. Freud no considera la
homosexualidad como una «anomalía», como hacéis vosotros, sino que postula que
todo individuo puede realizar esta «elección» debido a la universalidad de la
bisexualidad psíquica por él postulada. –Yo niego con el rostro, desconforme
pero temiendo tartamudear.
-Las terapias reparativas de a sexualidad se
han colocado en el psicoanálisis con el mismo Sigmund Freud probando con
hipnosis para concluir que se puede incrementar el sentimiento heterosexual.
-Aunque sin que desparezca su contracara.
–Sentencia él tirando por tierra toda palabra que de ahora en adelante quiera
pronunciar con él alegando como una falacia ad verecundiam* como si pudiese
poner a Freud en lo alto del Olimpo. Él continúa hablando-. ¿Lo ves? Eres como
la iglesia. Freud es tu dios pero interpretas sus palabras a tu beneficio. –Yo
frunzo el ceño y al segundo, lo destenso.
-Has leído a Freud. –Digo y creo haberlo
pronunciado en forma de pregunta pero en realidad me sale como una afirmación
sorprendida a lo que él me mira con superioridad.
-Claro. Te he dicho que leo de todo.
-Con eso entiendo que lees los periódicos de
todos los ámbitos y partidos.
-No me gusta leer los periódicos. –Dice con una
mueca desagradada-. Son cuentos de fantasía. –Yo ruedo los ojos y él me mira-.
¿A qué este despliegue de información sobre Freud? A ti te importa bien poco lo
que diga ese cantamañanas. Solo quieres usar una teoría absurda contra la
homosexualidad para refutar una tesis que te dé de comer. –Sus palabras me
ofenden pero intento no mostrarme ofendido.
-No soy yo el que debe ser psicoanalizado. –Le
digo.
-Eso es que he acertado, ¿hum? –Me mira con
suspicacia y yo me levanto de la silla recogiendo conmigo la libreta y la
pluma-. Aún no han pasado ni veinte minutos. –Se queja casi triste y juraría
que de verdad quiere seguir hablando pero no tengo ya el ánimo y suspiro
mirando alrededor-. ¿Seguimos hablando de sexo? Si tienes prisa puedo
resumírtelo. Experiencia cero, apetito sexual, mínimo en este momento.
¿Atracción? Solo masculina. ¿Arrepentimiento por ello? Cero.
-¿No te arrepientes de estar enfermo?
-Me arrepiento de muchas cosas en mi vida, pero
no del disfrute de mi imaginación. –Dice pícaro con una sonrisa sádica pero que
parece incluso infantil y juguetona.
-Dios puede ver dentro de tu mente. –Le
advierto.
-Entonces no me perdonará nunca. –Sentencia-.
Pero a ti tampoco. –Ríe y llego al límite de mi paciencia dirigiéndome a la
puerta. Antes de salir le advierto con el ceño fruncido.
-Aprenderás a arrepentirte. –Le digo y él me
mira inexpresivo. Salgo guardando esa expresión de su rostro en mi mente y doy
un portazo haciendo evidente mi estado de enfado. Cuando comienzo a caminar en
dirección a mi consulta comienzo a sentir como mis dedos tamborilean sin
permiso sobre la tapa dura de la agenda y meto con violencia la pluma sobre el
bolsillo de la bata blanca en mi pecho. Llegar al despacho y encerrarme en ese
perturbador silencio pensé que sería una escapatoria a mi estado de nervios
pero cuando me siento en la silla y dejo mis manos sobre la mesa me doy cuenta
de la imagen tan ridícula que debo haberle dado. He perdido el control el
segundo día de su internamiento por su maldita y absurda verborrea. Me paso las
manos por el rostro convenciéndome de que esto no debe volver a suceder. No
debo volver a perder el control de la situación. Será mejor no hablar.
———.———
*Sigmund Freud (Príbor, 6 de mayo de 1856-Londres, 23 de septiembre de 1939) fue un médico neurólogo austriaco de origen judío, padre del psicoanálisis y una de las mayores figuras intelectuales del siglo XX. Su interés científico inicial como investigador se centró en el campo de la neurología, derivando progresivamente hacia la vertiente psicológica de las afecciones mentales, investigaciones de las que daría cuenta en la casuística de su consultorio privado.
*Edipo (en griego antiguo Οἰδίπους, cuyo
significado es pies hinchados) era un rey mítico de Tebas, hijo de Layo y
Yocasta que, sin saberlo, mató a su propio padre y desposó a su madre.
*Un argumentum ad verecundiam, argumento de
autoridad o magister dixit es una forma de falacia. Consiste en defender algo
como verdadero porque quien es citado en el argumento tiene autoridad en la
materia.
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