EL PESO DE NUESTRA PERDICIÓN (YoonMin) - Capítulo 11
CAPÍTULO 11
YoonGi POV:
Llego a mi despacho con un sorprendente alivio
recorriendo mi cuerpo. Cierro detrás de mí y me apoyo en la madera con una
mueca cansada. Respiro profundamente y el propio aire daña mis pulmones. Siento
la sangre correr por mis venas a una velocidad desbocada. No puedo llegar a
medir mi pulso porque en mi mente se reproduce una y otra vez la misma escena.
Su rostro girado, con ojos desorbitados, mueca desencajada. Sin comprender pero
con un intenso y palpable dolor recorriendo su mejillas. El primer golpe ha
sido el más doloroso para mí, el segundo, para ambos. La sorpresa ha sido más
que el dolor, yo me lo pude ver venir y no hice nada para evitarlo pero nunca
me había sentido de esta forma con un paciente, cuando en realidad, mueren en
mis manos y con mi más fría mirada les despido con un gesto de sumisión. Es
ahora cuando comienzo a arrepentirme de mis bofetadas pero acabo negando con el
rostro y me digo que no ha sido para tanto. Me convenzo de ello, es la única
salida.
Me alejo de la puerta y encuentro el despacho
con una lúgubre luz anaranjada. Me acerco a encender una de las lámparas del
escritorio y me siento sobre la silla soltando un gemido lastimero. Con mi pie
sin querer rozo la caja de cartón en el suelo y al caer en ella me sumerjo en
la curiosidad de su interior. Algo me llama desde el fondo de la oscuridad de
su vientre y llevo mi mano a uno de los laterales para atraerla hacia mí y
ponerle un poco de luz en su interior. El diario de Jimin me sorprende sobre
los otros dos libros y no puedo refrenarme a levantar la caja hasta posarla
sobre mis piernas en mi regazo y rebuscar dentro algo que consiga calmar este
estado de nervios. Lo primero que salta a mi vista es uno de los caramelos de
limón. Casi como un acto reflejo rescato uno, le quito el envoltorio y me lo
llevo a los labios escuchando como de fondo se reproduce mentalmente dentro de
mi psique la melodía de la caja de música de madera.
Con mis dedos juguetones recorro de nuevo una
vez más todos los objetos y me detengo en el perfume de Jimin, estirando mi
brazo para rescatarlo de la oscuridad de la caja y llevarlo con disimulo a mi
olfato. Es un olor levemente penetrante y casi insignificante después de haber
estado impregnado de whiskey por todas partes pero olerlo me reconforta, en
cierto modo, y acabo mintiéndome pensando que si conservo este aroma en mi
recuerdo, de alguna forma, el Jimin que llegó el primer día seguirá conmigo
siempre, pero intento creer que son solo fantasías absurdas de mi mente. No
puedo negar mi método, no puedo dudar de él. No puedo cambiarlo ya.
Como un último deseo acabo cediendo a la
presión de la curiosidad de su diario y lo cojo devolviendo la caja al suelo y
me acerco al escritorio, con las manos sobre el diario y este bajo una luz
amarillenta, y regreso a la página donde lo dejé. Como si me hubiese aficionado
a una novela de aventuras, o al más trágico romance, me sumerjo en la lectura
sin dejar de mostrar una mueca confusa:
12 – 01 – 1937
Hoy le he visto por los pasillos
de la facultad y se ha parado a saludarme. Me ha hecho sentir avergonzado por
un segundo y me ha agarrado con fuerza a la bandolera sobre mi pecho. Me ha
detenido en mi camino a mi clase de Historia Antigua pero no me ha importado
interrumpir al profesor por aportar unos cuantos segundos más de su atención.
Apenas han sido dos minutos, pero juraría que he podido detener el tiempo para
quedarme embobado mirando cada uno de sus rasgos. Dios, ¿qué me está pasando?
Apenas lo conozco y he empezado a fantasear cómo sería vivir juntos, en un piso
compartido, lejos de esta ciudad, de mis padres. Según él me hablaba de sus
progresos para la investigación de su tesis me he inmerso en cómo sería vivir
en otra ciudad, en un lugar apartado del resto del mundo donde poder vivir un
amor libre. Amor. ¿Qué tonterías digo? Estoy empezando a desvariar.
14 – 01 – 1937
El libro de esta semana era “El
retrato de Dorian Gray” de Oscar Wilde. La charla se ha extendido tanto que se
ha hecho de noche. Cuando el centro estaba cerrando hemos acabado él y yo
hablando minutos después, frente a la puerta de la institución. Hacía frío y ambos
estábamos en medio de una calle con lo que me ha sugerido ir a caminar y así ha
sido. Hemos estado dando un paseo y la conversación se ha extendido tanto y
ambos hemos llegado a divagar hasta convertir una simple tarea de lectura en
todo un debate filosófico. Él ayudándose de sus fuentes clásicas griegas y yo
tirando de recursos más actuales de una filosofía sustentada en bases
anglicistas. Esa sonrisa de sus labios cuando cree que ha perdido en la
conversación, su mirada victoriosa. Desearía poder hablar con él el resto de
las horas de mis días. Invertiría en él todo mi tiempo, con tan solo escucharle
hablar de cualquier cosa. La que fuera. No necesito nada más.
16 – 01 – 1937
Hoy le he visto. Yo me encontraba
leyendo un libro, sentado en uno de los bancos en medio de la plaza disfrutando
de un único día con algo de sol, y una sombra se ha parado justo enfrente de
mí. He levantado la mirada algo excitado y asustado y él me ha respondido con
una enorme sonrisa que me ha hecho corresponderle de la misma forma. Señalando
con su mano el lugar a mi lado se ha sentado y yo me he movido un poco a mi
izquierda para dejarle espacio. Hoy estaba hermoso. Con un abrigo de color
crema y un traje negro debajo al parecer no iba a ninguna parte porque se ha
entretenido sentándose a mi lado para mirar alrededor a todas direcciones, como
si estuviese buscando las palabras para abalarme y señaló con su mirada el
libro con sus manos metidas en el abrigo. Yo le he enseñado la portada y él se
ha visto reconocido al ser el libro que nos han mandado para esta semana.
“Conan Doyle” me dijo con esa voz tan suya, con esa expresión soñadora.
“¿Habías leído antes algo de Sherlock Holmes?” Me ha preguntado y yo he negado
con el rostro esperando a una de sus expresiones sorprendidas por mis palabras.
No ha llegado, sin embargo, y se me ha mostrado del todo normal. Con permiso de
un gesto de su mano me ha quitado el libro y lo ha revisado de arriba abajo.
Fue una sensación muy extraña, ver una propiedad mía en sus manos me hacía
sentir a la par que afortunado, tembloroso. Temía que me lo arrebatase por un
impulso egoísta pero en vez de eso me preguntó si el libro era mío y al yo
contestarle con una respuesta afirmativa se trasladó a la última página, sacó
una pluma de uno de los bolsillos de su americana y escribió su dirección con
esa letra tan hermosa que tiene y que acababa por descubrir. Es una letra fina,
elegante, tremendamente delicada y me quedé embobado mirando sus palabras con
una expresión confusa. “¿Para qué me das tu dirección?” le pregunté. “Nunca hay
nadie adecuado para hablar cuando se necesita, y me gustaría ser alguien a
quien escribieses, con quien hablases…” “Ya hablamos a veces” “Solo cuando
podemos, no cuando necesitamos”-Me contestó.
Cuando termino este párrafo me conduzco como un
desesperado abalanzándome sobre la caja en el suelo y suelto el diario para
rescatar el libro de Sherlock Holmes de lo más profundo de la caja. Al llevarlo
sobre el escritorio recorro la vista por su portada asegurándome de que es él y
paso hasta la última página para encontrar, en una tinta de color negro sobre
una hoja algo amarillenta, unas letras con, ciertamente, una perfecta
caligrafía, la dirección de una casa. Calle, portal. Todo. Lo único que no
encuentro por ninguna parte es el nombre de la persona. Un completo
desconocido. Un fantasma.
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